La Legión. Maciel en Irlanda en noviembre de 1960
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[dropcap]Nací[/dropcap] en un hogar campesino donde abundaban animales, comida y celo por cumplir la ley de Dios. Mi padre emigró muchas veces a Estados Unidos en persecución de la chuleta que faltaba en su patria, a raíz de la devastación revolucionaria, para alimentar a su prole de ocho hijos; y logró la abundancia, educarla hasta los límites del pueblo, y exceder su generosidad con Dios cumpliendo diezmos y primicias, con la cartera abierta a las obras del cura Ignacio Victoria.

Ya tenía seis años cuando se presentó la decisión que marcaría mi vida y la de mis hermanos, y nos aventuró al sureste mexicano en vez de emigrar. Un ciudadano alemán dueño de la pequeña finca vitivinícola que dirigía mi padre se había encariñado con su trabajo y le ofreció hacerse cargo de trámites y costos para llevar a su familia a Estados Unidos, puesto que él, ya viejo y sin herederos, no quería seguir solo. La familia del joven mexicano llenaría de luz su vida, que los azares del destino habían sacado de Alemania para instalarlo irremisiblemente en América.

Con la promesa de pensarlo volvió a su pueblo mi padre, presionado por el dilema que enfrentaría: llevar a Estados Unidos a su familia asediada de peligros para la salvación o rehusar la oportunidad para no exponerla. Se fue a consultar al cura don Ignacio, sin esperar la visita regular a su casa para las colectas, pues mi padre pertenecía al gremio de quienes enviaban al cura los primeros dólares que ganaba, antes que a su familia, por gratitud a Dios por el vestido y sustento de su tribu. El cura leía desde el púlpito las misivas de los braceros. Rafael Espinosa Maciel, mi padre, siempre aparecía enviando la más gorda: trescientos dólares eran un capital respetable, compraba seis o siete vacas entonces. Además, su hermana María de Jesús, esposa de David Maciel, quería que su hermano menor, mi padre, emigrara al sureste con su familia, donde ella misma había emigrado, para tenerlo cerca.

Se alegró el cura al verlo, y cuando le soltó su conflicto, salió el fundamentalismo de don Ignacio: “Chavinda es puerta del cielo, dejarla te llevará a una puerta falsa, la del infierno. USA es un país de protestantes, enemigos de la iglesia. Tus hijos mejor burritos en el cielo y no sabios en el infierno”. Era un dicho repetido hasta la saciedad, y los hogares se hacían eco coreándolo a sus hijos; todos lo creían: “Chavinda, antesala del cielo”, aunque las plagas de piojos y niguas, los malos olores de cerdos, sugirieran el infierno. Mi padre aceptó el consejo y lo obedeció con sumisión, más padeció el patriarca Abrahán, y sobrellevó la pérdida del afecto del alemán que lo trató como hijo y quiso adoptarlo con su familia. A ningún precio pondría en riesgo la salvación de

Por otro lado, enaltecía la figura sacerdotal. Creía que no había profesión más noble, y su forma de pensar se trasmitía por genética. Éramos practicantes hasta el cansancio: misa diaria y rosario –aunque el rosario podía cumplirse en casa bajo dirección de mi padre o madre–, además de las oraciones antes de dormir, jaculatorias, el angelus, magnificat, triduos, novenarios y cuanta receta para dominar sequías, inundaciones, tornados, lanzando tajos al aire en forma de cruz, o con cruces de sal y ceniza en el suelo, o para impetrar cosechas, pariciones de ganado, contrarrestar males de eclipses lunares… Mis padres pensaban que era tan alta la honra del sacerdocio, que quizá Dios nunca los bendeciría con fijarse en uno de sus hijos. Y el sentimiento los movía a impetrarlo, pues ya lo habían visto cerca en sobrinos y primos hermanos. Los curas y monjas rondaban la familia por todas las estirpes. El mismo depredador Marcial Maciel, fundador de los Legionarios de Cristo, era hijo de Francisco Maciel, hermano de Trinidad Maciel, mi abuela, aparte del cura Sergio Maciel y la monja, María Elena Maciel, hijos de su hermana María de Jesús Espinosa con David Maciel.

El pueblo era un monasterio sin muros. Las prácticas religiosas se sucedían todo el año, señalando el calendario litúrgico, se vivía de acuerdo al ceremonial: Adviento y Navidad, celebrados con las Posadas durante el novenario, y Pastorelas intercaladas los días de fiesta. Luego venían los duelos de Cuaresma, y vivíamos la tragedia de la muerte y crucifixión por Semana Santa. El cura Victoria hacía traer predicadores que aturdían a los cuáqueros, asustando parroquianos con las postrimerías, voces de falsete, haciendo vibrar vidrieras y corazones en una mezcla de adrenalina y temeridad. No se hablaba de actores famosos, pero se mencionaba a los predicadores que traería el cura como el mejor espectáculo de la región, para realzar las celebraciones. El Via Crucis se representaba en vivo por las calles flagelando a Cristo, con chillidos estridentes de mujeres enrebozadas, mojadas de lágrimas verdaderas y suplicando perdón por haber causado este martirio. Ya estaba el pecado en mi infancia: invento para inducir el sentimiento de culpa y hacerlo yugo que doblega, ya que solo la iglesia tiene poder de lavarlo mediante el perdón y guarda el sacramento como arma para imponer condiciones, pues el perdón es la verdadera llave del cielo. “¿De que le sirve al hombre ganar el mundo si al fin pierde el alma?” repetía mi padre para todos, como una lección bien aprendida en la única iglesia del lugar. Y era verdad, nunca le interesó otra cosa que no fuera conducirnos a la salvación eterna. Cuando la edad y la emancipación obraba en sus hijos se dolía y no quería cargar con la culpa de nuestra perdición.

Carlos Mora Reyes, alumno de Marcial Maciel, había sido enviado por su jefe mentor a reclutar vocaciones. Por casualidad me vio nadando en la alberca del patio donde estudiaba, formada por el aguacero torrencial de ese día, y decidió echarme el guante. Ensopado me entrevistó, sin darme tiempo de ponerme ropa seca. Me hace temblar el frío y la incertidumbre. Mil preguntas rondaban. ¿Qué quería de mí ese curita?

–¿Quieres ser sacerdote? –disparó a quemarropa, sin darme tiempo a pensar. Ser sacerdote significaba la liberación de ese claustro monacal, de los piojos y niguas, la posibilidad de viajar, estudiar, ganarme la vida con la inteligencia, no con el azadón y la pala que pendían como única expectativa; nunca me satisfizo el tercero de primaria que alcancé, no había más. El deseo de estudiar era vehemente; me sentía encarcelado en un sombrío claustro, sin muros ni monjes:

–¡Sí! –contesté con temor de no haber entendido cabalmente; sonaba tan celestial que no podía creerlo, entumido por la ropa mojada, frente a ese coro de censores, el rector del colegio y varios religiosos maestros, además del jovencito de veinte años que me invitaba al cielo, con modales pulcros y peinado engomado, reclutador del depredador Marcial Maciel. Formaban misioneros para llevarlos al África, Asia; una idea muy altruista del sacerdocio. La vocación era palabra abstracta que yo no entendía, pero significaba la puerta para salir del pueblo
Intuí la esencia de la circunstancia que prefiguraría mi vida, muy lejos de la realidad que me tocó en suerte. Creía que el meollo estaba en la dureza de la disciplina, pero ni por asomo en la verdadera desgracia que me aguardaba, el acoso sexual del fundador de la secta.

–¿Podríamos hablar con tus padres?
–No están aquí-.
–¿Andan de viaje?-
–No.
–¿Dónde están?
–En Chiapas.
–¿Quién está a cargo tuyo?
–Mis tíos David y Eloísa.

El rector y su séquito asentían ponderados. Carlos Mora quedó sorprendido por mi resolución y la explicación que di sobre mis padres, quienes no se opondrían a mis estudios en su centro de reclutas, versión del seminario menor.

–¿A quien solicito permiso para que te integres?
–A mis tíos.

Este curita no veía el mundo como yo. Su visión era burguesa y adoctrinada, contraria a mis aspiraciones, a pesar de mi escasa edad. Tampoco esperaba que tuviera dispuestos los permisos para ingresar a su centro de formación. Por el contrario, yo vivía la certeza de contar con ellos, al punto que me sorprendió la duda del reclutador, puesto que traía el permiso en la bolsa del pantalón.

La oportunidad era alimento de mi espíritu aventurero, para conocer mundo, para estudiar, y, después de todo, cumplir la finalidad última del ser humano: salvar el alma. En la gran metrópoli, México, podría seguir carreras que llenaran mis aspiraciones, arquitectura, ingeniería, música, además de vivir en la “única nave de salvación”, que así se proclamaba la iglesia de esos tiempos.

Carlos me llevó a los dominios del depredador Marcial Maciel sin saberlo, o quizá, ya fanatizado mediante el adoctrinamiento que se aplica a todos los aspirantes, sin medir la trampa donde me dejó, desarraigado a los doce años, para ponerme en las zarpas de depravados ocultos tras los muros de los seminarios. Ahora entiendo que también Carlos pertenecía al harén del santo de Cotija, pero no advertí malicia en su trabajo, ni entonces ni ahora, para ofrecerme esa oportunidad controversial.

El ingreso no fue fácil, a pesar del período vacacional en que me instalé en la localidad de Pátzcuaro, Michoacán. Pronto me di cuenta de que no me intimidaba dormir en el suelo sobre una colchoneta, ni las caminatas inclementes para ocuparme lejos de las tentaciones de la carne, ni las ensopadas ocasionales hasta los huesos, tiritando de frío y muerto de hambre; esto era cosa de hombrecitos, y me sentía con arrestos, como el mejor. Pero comenzó a pesarme el control excesivo, estricto, minuto tras minuto, tanto rezo y tanto estudio, sin tiempo para la distracción, que tampoco podíamos elegir libremente, todo bajo obediencia, una ley inexorable y la incertidumbre sobre lo que vendría después… Si este era tiempo de vacaciones, pensaba, ¿cómo sería el de clases? El agobio del reglamento se tornó atroz, irrumpió en mi como aversión que jamás podría superar, hasta que inconscientemente fui cediendo terreno a medida que se imponía el hábito, junto al miedo de “traicionar a Dios”, la inercia de la vida, las amenazas de perder mi alma abandonando la vocación. ¿Es que no hay una vocación más cómoda? Protestaba. Lejos estaba de entender la preparación gradual para el sometimiento definitivo, que ese inicio era solo la primera etapa de la horma.

“Como se doma a un potro, mano dura y mucha rienda.”

Escuchaba a Maciel.

Era en la Quinta Pacelli en Tlalpan, antigua propiedad de Manuel N. Morones, líder sindical fundador de la Confederación Revolucionaria de Obreros y Campesinos en México. Allí encontré el lago artificial con el “puente de los suspiros” replicando el de Venecia, frontón, pérgola, árboles, construcciones con dormitorios, salones de clases… Allí comencé a saber lo que era la disciplina de hierro que Maciel imponía a sus súbditos, disciplina que él nunca practicó. Sometimiento de cuerpo y mente para establecer un juego entre la perfección mediante la imitación de Cristo y sus ocultos objetivos de crear un reino propio, fundiendo símbolos con falacias aceptadas para perfilar esclavos en vez de súbditos que trabajarían gratis en sus empresas de enseñanza. Entre jardines y fuentes, pagodas chinas y una alberca con vitrales y teatro de emplomados monumentales, ideal para el desarrollo ascético e intelectual, llegaron las primeras experiencias contradictorias.

Ya estaba aclimatando el cuerpo a los rezos, estudios y al hambre, al poco deporte, al apretado reglamento. Me gustaba estudiar pero me hacía rabiar el exceso, estaba mejor dispuesto al aire libre, pero los deportes eran siempre breves e impuestos por el superior. Y también padecimos hambre, mientras el General se regalaba a todo lujo y dispendio. No me arredraron los frijoles gorgojientos y la avena boluda de hongos y líquenes, ya que desarrollamos una estrategia para comerlos haciendo remolinos en el plato: la corriente sacaba a flote la mayor parte de los gorgojos y los separábamos del resto comestible. Pero a pesar de la previsión era imposible eliminar tantos cadáveres, por lo que escuchábamos el tronar de armaduras diminutas con olor a orines al masticar. Fue repulsivo al principio, pero el hambre y la disciplina me acostumbraron gradualmente.

Así pasaron los primeros cursos de estudios, desde el llamado Previo a fin de capacitar al recluta en la primaria, para continuar luego con las Humanidades. Después del Previo cursé los tres primeros grados en Tlalpan; después en Ontaneda, Santander, el cuarto, último curso antes del noviciado. Junto a las materias académicas, se estructuraba la fisonomía espiritual, la única importante en esta secta, pues de ella dependía el óptimo desempeño del recluta que se iba transformando en esclavo del General. “La perfección en la imitación de Cristo nunca termina”.

Programar la nueva identidad implicaba el olvido del hogar, pero más intencionalmente ahora, próximo al noviciado. Si mientras había estado en México nunca se me permitió visitar a la familia, en Europa era imposible. Me desarraigaron de mis seres queridos hasta trastocarlos en un mundo lejano al que ya no pertenecía. A Marcial Maciel nunca le preocupó, pues tuvo a su familia cuanto se le antojó y la proponía como sustitución de la nuestra. Pero mi nostalgia de niño seguía viva, a mis diecisiete años, “¡dura imposición, pero necesaria!” para captar la personalidad legionaria, con Marcial de padre y la Legión de madre, aunque nos endilgaba madres adoptivas ocasionales para manipular el sentimiento de las viudas ricas y disponer su cartera a la generosidad.

Podría pensar que la expectativa del viaje a Europa me dio energía para perseverar, pero fueron las razones psicológicas ya enraizadas las que me obligaban a continuar “con la mano en el arado”. Era excitante la expectativa, la travesía de veinticinco días en el viejo navío de pasajeros, carguero y correo, Marqués de Comillas de la Compañía Trasatlántica Española, y el mareo de todos los pasajeros en alta mar, con excepción de tres, el capitán, el cocinero y yo, de las mas de quinientas personas a bordo, fue un descubrimiento emocionante y revelador. Hubo un disfrute incierto, relacionado sobre todo con la sensación de libertad respirando aires yodados, durmiendo en las frescas terrazas, contemplando la vitrina infinita repleta de joyería sin la demoledora rutina del reglamento. Unas vacaciones deslumbrantes en el mar, sin formar filas, sin escuchar sermones, sin maestros discapacitados y exigentes, sin superiores de látigo y trote cansado, con la sorprendente belleza de tantos secretos marinos, el azul estaño, tan calmo en ocasiones, que podríamos haber bajado a un partido de futbol, de haber sabido caminar sobre las aguas…

Sin haber cumplido los diecisiete años vine a Europa. Al llegar terminó mi adolescencia, al tiempo que las heridas de la terrible segunda guerra mundial continuaban sangrando. España, devastada por la carnicería franquista, seguía racionada por un bloqueo comercial, muy parecido al que padece Cuba bajo el dictador Fidel Castro. Nos inculcaban una verdad de doble rasero, mentir era pecado en provecho propio, pero a favor de la Legión era astucia, la prudente vigilancia evangélica. Incapaz de distinguir el sofisma, que ahora veo no solo endeble sino pueril, y entregados como estábamos a buscar la voluntad de Dios, que curiosamente se manifestaba por boca del superior, su voluntad inflexible nos fijó un reglamento sagrado, la “Santa Regla”, que se cumpliría a la perfección, pero que él nunca obedeció. Era un reglamento asfixiante que muchas veces estuvo a punto de llevarme a la locura, en su vomitiva rutina que medía inexorable mi vida para organizarla hasta el último segundo, en sus más insignificantes muestras: manera de reír, de comer, de saludar; no verse la cara al espejo al lavarse los dientes, llevar la vista baja, no mirar a los ojos a las personas, modestia al caminar… Un laberinto insufrible que siempre excluía al fundador Marcial Maciel.

La casualidad de haberme encontrado en el patio de la escuela aquel día que Carlos Mora observaba seguía operando un destino inescrutable, aunque lo más aberrante estaba por llegar al ingreso del noviciado en Roma. No es difícil pensar que esas acciones enlazadas de la vida iban cimentando bases para aguantar ultrajes y vivencias que ya se habían presentado desde Tlalpan y Ontaneda.

En la antigua Vía Aurelia quedó enclavado el “Colegio Máximo” de los Legionarios de Cristo, donde ingresé al noviciado bajo un ritual de simbologías copiadas del derrotado nazismo. Con manu sublata avanzamos un paso para “ser armados caballeros”, diez compañeros y yo, de esta entelequia de ejército sólo vigente en la imaginación propagandística del fundador, pero vitalmente enraizado en la psique de cuantos fuimos aleccionados. Sólo el atardecer diáfano de aquel 17 de septiembre, día de santa Margarita María de Alaquoque, quebradizo y lluvioso, memorable por el ingreso de once nuevos cadetes al servicio de este despótico general, dejaba sentir algo de realidad en la irrealidad envolvente de esta representación ilusoria. Me “armaron caballero” haciéndome jurar fidelidad a Cristo y la Legión “hasta verter mi sangre” si fuese requerido, es decir, fidelidad al jefe Maciel representante de Cristo, dueño de la organización, en una alegoría fascista, y con equipo de guerra: sotana, cilicio para morder las piernas, disciplina con nudillos para azotarme tres veces por semana antes de acostarme a fin de “dominar la bestia contra las tentaciones de la carne”. Todo era parte del engaño para destruir al individuo, la muerte del yo pecador para resucitar en Cristo, meta de la perfección.

Paradójico, Maciel se excluía de cuanto implicara trabajo y sacrificio, disciplina o estudio, al grado de llegar a la ordenación sacerdotal por nepotismo, sin estudios siquiera de humanidades. A nosotros competía el sufrimiento, mientras el General se daba vida de monarca en hoteles caros, avión supersónico, coches de lujo, licores, droga. Mientras Maciel se regalaba con coñac y morfina, se dispensaba de vivir en los planteles de la comunidad, y no le importaba poner en riesgo nuestra integridad física para conseguirle la droga.

En Roma, a mediados de octubre de 1956, el amoroso padre Marcial Maciel, fue degradado de su cargo de General y expulsado de Roma por Pío XII, un acto que también supo dramatizar para salir con aureola de mártir, víctima de supuesta persecución, en una paranoia que nada cierto exhibía mas que la investigación de la Santa Sede sobre su conducta licenciosa. El auto sacramental conmovió a todos hasta las lágrimas, y más a los del círculo del “harén”. Pero algo brilló sin cortapisas, su capacidad histriónica, ya que las vaguedades de su raciocinio, la oscuridad en las acusaciones, y la falta de razones del destierro y destitución de su puesto de General, quedaron indefinidas: “Los enemigos de la Legión lograron degollar esta tierna planta. ¡Cuántas veces quise protegerlos bajo mis alas…! Me quitarán los caminos, pero nunca la querencia…”. Afloraba así su romanticismo musical. Simplistamente, como en la actualidad, todo derivaba de sus enemigos. ¿Quiénes eran? De sus narraciones abstractas fuimos deduciendo, hasta descubrir otro de sus grandes engaños, a los jesuitas. Habló también del Opus Dei, de los dominicos, sin abandonar su estrategia de abstracción, aunque sólo mencionó claramente al cardenal Arcadio Larraona como “enemigo de Dios”. Si sus enemigos eran los jesuitas, ¿por qué seguía mandando pupilos a la universidad Gregoriana de Roma?

Maciel nos acorralaba en el aislamiento, como ganado en los toriles, donde podía mantenernos con la entrega a Dios y la mística de perfección evangélica, al extremo de vedar el trato con gente extraña, aun con estudiantes de otros seminarios, especialmente del Colegio Español y Pío Latino: ellos –argumentaba– no mostraban el refinamiento de “príncipes” que buscaba en nosotros, ni eran distinguidos. El aislamiento se extendía aun a los propios compañeros de diferentes niveles académicos. Esta previsión, sin alguien que vigilase nuestra integridad física y psíquica, lo protegía de posibles influencias no solo de estudiantes, sino de comentarios y quizá quejas que se filtraran a superiores de otras instituciones, por donde le llegaría la voz a la Santa Sede, y sin duda, vendrían los correctivos, la suspensión definitiva de su secta, destinada a ganarle capitales de los que no compran la vida eterna. Era un entrenamiento machacante para imponer una voluntad despótica como única representación de la voluntad de Dios. Funcionaba esta gestapo como locura gradual, hasta reventar en el noviciado con el fin de destripar a cuantos no fueran aptos antes de invertir en ellos, y lo lograron con todos, pues nadie podía ya comunicarse con intimidad, ni siquiera con la familia, ya que allí radicaba el mayor peligro, pero allí estaba también la censura epistolar para prevenirlo.

Después de emitir los votos comunes de pobreza, obediencia y castidad, el General nos pasaba a la sacristía donde jurábamos, privadamente, dos votos peculiares, aprobados por la Santa Sede mediante trucos que impedían conocer su verdadero alcance: primero, no criticar al superior, y notificar si escuchábamos que alguien lo hacía; segundo, no desear ni pretender puestos dentro o fuera de la organización.

Un laberinto de espionaje urdido con la única finalidad de mantenernos aislados dejaba ver claramente aquella necesidad vital de protegerse las espaldas, exhibiendo a su vez su conciencia de culpa. Una perversión para propiciar la desconfianza mutua y evitar confidencias, con la excusa de impedir amistades particulares (como reminiscencia de sus aventuras amorosas en los dos seminarios que militó, explicaba que los jesuitas impedían las “amistades particulares”), rompiendo cualquier vínculo o camaradería surgida de la convivencia y afinidad de ideales.

El acoso sexual culminó esta gradualidad, demostrando su eficacia como centinela, pues lograba que apareciera con aparente normalidad y nos mantenía incapacitados para juzgar al superior, no solo por los cerrojos de los votos privados, insalvables de por sí, sino por nuestra falta de madurez y desarrollo para advertir el engaño: “Ustedes solo ocúpense en obedecer; dejen para mi la responsabilidad de pensar, pues quien obedece no se equivoca”. En este contexto la idea de pureza definida como la exclusión de cualquier acto o pensamiento que implique sexualidad, se balanceaba sagazmente entre el amor de “padre” que predicaba tenernos (se hacía llamar “nuestro padre”: “los he engendrado en el espíritu con dolores peores que los de parto”) y las enfermedades que lo acosaban con apenas treinta y cinco años de edad: explicaba en la intimidad el permiso papal que, concedido por Pío XII para redimir sus dolencias prostáticas, le permitía el uso de mujeres. Todo inducía fácilmente a cuantos ingresaban a su harén a condescender con sus desvaríos homosexuales.

Personalmente tuve muestras de un amor carnal vehemente, que debería haber considerado signo de predilección divina. Llamaba a la intimidad sólo a un grupo selecto, los que consideraba hermosos; se había fijado en mí para compartir “su cruz”, ese martirio continuado que puso Cristo en sus hombros. Desde mi niñez había escuchado conceptos relacionados con la homosexualidad, lo que accionaba ciertas alarmas no suficientes, pues el ataque me tomó desprevenido, igual que a los demás, necesitado de afecto e incapacitado de enjuiciar y decidir.

Cuando me llamó a dirección espiritual aquel 23 de marzo en Ontaneda, tan lejos de mi familia en el espacio y el tiempo y la necesidad afectiva hacía estragos, sin duda lo notó, pues dejó los preámbulos y comenzó la cesión de caricias y besuqueos, tocamientos (sólo para encontrar forma de librarme de las acechanzas del demonio) que lo llevaron a la falsa conclusión de que estaba enlistado en su mismo bando homosexual. Luego entendí, cuando llegó el verano del mismo 1955, la razón de ponerme a liderear un grupo de veinticinco niños, y su insistencia en inquirir cómo me desempeñaba con ellos, buscando indicios, sin duda, de una atracción pederasta que en mí no palpitaba, atento a cualquier signo que mis narraciones de conciencia pudieran despertarle, para considerarme de los suyos.

Fue aquí mismo, en Ontaneda, el mismo verano, cuando me llamó por medio de Félix Alarcón a su servicio. Debí pasar tres noches consecutivas como valet para darme cuenta, porque los ataques eran graduados, casi imperceptibles, para ilustrarme. Primero venía el “cólico”, su cruz, entre aspavientos, gritos y retorcidas, y luego la súplica del masaje, cuando “ya no podía mas”. Me introdujo la mano en su vientre para darme cuenta de su completa desnudez bajo la sábana; dirigió el movimiento rotatorio hasta hacer que la circunferencia cayera en el ardiente riel con rigidez de tabla, para desentenderse del resto y centrarlo en franco masaje de pistón, la masturbación sin ambages.

Naturalmente, todos creíamos genuinos sus sufrimientos, porque ni siquiera podíamos valorar su engaño; el término “próstata” era tan oscuro como materia de expertos en biología, ni podíamos entender si eran posibles las malas funciones que le aquejaban. Aunque, la sorpresa y el temor no eliminaban la vomitiva repulsión al rebosar el pomo de mi mano esa primera erupción tibia, pegajosa, pimienta y clavo, que jamás había experimentado en mí mismo. Mis padres me habían enseñado que violar el “templo vivo de Dios”, mi cuerpo, era pecado grave. Corrí al lavabo a librarme de la repulsiva medusa antes de vomitar.

Fue la consagración. De allí en adelante: “Don Alejo (así me decía) es de confianza”.

Efectivamente, esta confianza lo llevó a solicitarme cuando quería cambiar de valet, cuando el sentimiento soplaba la veleta por otro rumbo, cuando tenía que conocer su intimidad de morfina y sexo, de impulsos no reprimidos aun en la sacristía después de celebrar misa. Al menos dos veces interrumpió la celebración para drogarse, siendo escasísimas las veces que celebraba, y en una de ellas, cuando entré a la sacristía, lo descubrí en faje abierto con Cristóforo (Rigoberto) Fernández, sin haberse despojado de “alba y cíngulo”, y presencié las inyecciones del líquido grana cuando ya tenía el trasero entumecido de piquetes, con tantos destellos aterradores, que hacían pensar en pecado grave y condenación eterna. Con ello se llenó de zozobra mi existencia.

Las masturbaciones a que me obligaba siempre representaron una repulsión vomitiva, y cuantas veces lo hice, busqué abstracciones que me permitieran sobrellevar el trabajo, como un acto de enfermería caritativo, aunque muy sacrificado, que debía ejecutar cuando se imponía una orden. Estoy cierto de que Maciel era consciente de esa indisposición, y muy a mi pesar continuaba obligándome a darle masajes, eufemismo de masturbadas, sin pasar por la lista completa de acciones, desde el sexo oral hasta las penetraciones dolorosas, que imponía a otros.

La aversión natural hacia el mismo sexo equilibraba en algo mi falta de conocimiento. Quien está en la ignorancia no necesita ser engañado, lo atrapa su propia oscuridad, pero aquella atracción genética por la hembra, paralela a la repulsión por el macho, desde que tengo uso de razón, me salvaba de una desgracia que pendía del horizonte cercano. De suerte que este contraluz diferenciaba contornos a los sofismas del General. No abracé el celibato por gusto, decidieron por mi desde el siglo XI, cuando fue impuesto por motivos económicos. No podía renunciar al dulce amor de la mujer cuando me atraparon niño, sin conocimiento para la elección, y ya cuando fui capaz de decidir, tampoco lo hice libremente, ya condicionado. La tendencia natural al amor de la mujer representaba un faro, único dentro de esa oscuridad. Tendencia que debía sacrificar por la vocación sacerdotal. Y siendo tan colosal el sacrificio, ¿tendría caso aferrarse cuando el superior me acosaba para el amor homosexual? ¿Qué sentido tendría cumplir mi celibato con la hembra para violarlo en el amor repulsivo, para mí, de otro hombre? Y la vocación religiosa amarrada del mismo raciocinio, el sacerdocio premisa de celibato, ¿tenía caso compensarlo con una aberración? ¡Aunque la exigiese el General!

Al fin, esta exigencia me decidió a colgar la aspiración religiosa y la sotana del mismo clavo.

Aquella misma dualidad entre la doctrina y la praxis, que sorprendí tantas veces en la convivencia, soltaba signos manifiestos de que algo andaba mal, a pesar de los permisos papales para las relaciones sexuales con adolescentes o niños. Aunque, debo confesar, muchas veces pensé que podría ser yo el sacrílego por enjuiciar tan severamente al superior. Como si no fuera cierto lo que veía; como si fueran ilusorias las indecencias; como si mi mundo místico fuera un surrealismo mutante, capaz de transformar a capricho la realidad como en un sueño; o como si la única verdad irrevocable fueran sus palabras mostrando figuras impolutas, para que ni los juegos sexuales de la enfermería ni las sesiones de morfina le tocaran la piel, por no mencionar sus tantas prevaricaciones, ya que todos cargaban esa culpa ajena, sacrificio propiciatorio, como Cristo por nuestros pecados, para que él permaneciera casto. Y esto, naturalmente, daba sentido a la aberración.

En una sesión de dirección espiritual, ya en Roma, toqué el punto para hacerle entender que mis tendencias corrían en sentido inverso. Con delicadeza pedí que me expusiera los conceptos de pureza y pecado, debido a las tantas imaginaciones que me asediaban, queriendo que él mismo definiera su conducta ambigua en el hacer y el decir: “Pecas con solo el pensamiento de cualquier acto natural que involucra sexo”, dijo enfático. Quería hacerme entender, sin decirlo, que lo de él era distinto, de carácter sobrenatural, avalado por la máxima autoridad eclesial, a quien nadie podría preguntar, pues hacía creer que su enfermedad se originaba en esa disputa maniquea entre el bien y el mal, por la rabia diabólica al verse superado por su ejército “en orden de batalla” que tomaba venganza en sus padecimientos, los cuales lo elevaban a rango de mártir. Era un hombre divinizado incapaz de pecar.

A todos confundía, y más a sus íntimos, porque aunadas a las sesiones de sexo estaban las de droga, que, cuando no la tenía a mano, nos llevaba a presenciar aquellas dietas pavorosas, a veces más fieras que una manada de tigres en celo, y sus gritos, descalificaciones, imprecaciones y desgarraduras de ropa. Cuando la recibía, llegaban los deliquios de amor a sus proveedores: “Te quiero más que a mi madre”, me dijo un día; pero le escuché lo mismo a Félix Alarcón, a Saúl Barrales, a Miguel Díaz con mínimas variantes. La confusión hizo crisis en mí, hasta encontrarme sin poder distinguir, en algunas áreas, el bien del mal. El principio maniqueo coexistiendo en el representante de Dios por aprobación divina. Sí, lo que veía en Maciel era pecado y si yo mismo lo hubiese cometido, me habría condenado. Pero a la vez dudaba, ¿estaré equivocado? Bien podría ser una tentación del demonio para hacerme caer en temeridad enjuiciando a mi superior. ¿Tentación del demonio? Sí que podría serlo, ¿no se disfrazaba de hembra para seducir, o de macho, también para obligar a pecar? Se disfrazaba de serpiente, de caballo, de bestia o de cualquier cosa; eran las enseñanzas: “estad alertas y vigilad”. En tal caso, podría ser sacrílego mi juicio. No resistía mucho tiempo la confusión, pues salía rápido a cerrar puertas y postigos, para volver a la música, al deporte, a los estudios, a cuanto pudiera absorberme, antes de dejarme arrastrar a la locura.

“No tendré problemas para mi canonización cuando muera, porque soy ‘Degollado’, es decir, mártir”, soltó el chascarrillo en una tardeada de Macarese, entre un alud de carcajadas. Degollado es su segundo apellido. Quizá fue la razón de que Maura Degollado, su madre, diera su paso misterioso a la condición de “Sierva de Dios” sin cedazo ni oposición, en el proceso de canonización que promueve a trasmano. Juan Pablo Ledesma es el cura legionario a cargo de esta causa.

Las experiencias sexuales no se limitaban al grupo del harén. En una ocasión, refiere Juan José González, Maciel se encontraba en la clínica Salvador Mundi:

Fui allá con Manuel Romero; estaba en un segundo piso del edificio, toqué, pero nadie respondió a pesar de que escuchábamos voces. Al entrar nos sorprendió ver la cama destendida, era una suite muy grande, con recibidor, cama para enfermo del lado izquierdo; se escuchaban risas en el baño; de buenas a primeras se abre la puerta y sale corriendo Bonifacio Padilla totalmente desnudo, y en el mismo traje de Adán lo persigue Marcial Maciel, como parte de un juego. Chocó nuestra modestia al verlos en tal estado, nos dimos media vuelta y salimos de la suite. Esperamos en silencio un buen rato.

Cuando volvimos a entrar ya no estaba Bonifacio Padilla, debió escapar por otra puerta, ¡el surrealismo de la Legión!, aquello no era verdad, aunque Marcial Maciel estaba sumamente enojado.

–¿Por qué no tocaron?
–Sí tocamos –respondimos respetuosamente.
–Es que no tenían porqué haber entrado. ¿A que vinieron?
–Yo traía estos papeles a firmar, para los pasaportes…

Ahora Bonifacio Padilla se desempeña como magistrado del Tribunal Colegiado de Circuito en Guadalajara, México.

Llegué a darme cuenta de traseritos rasgados por la lujuria del General, con heridas que siempre sangrarían aunque el cuerpo restañara su destrozo físico. No obstante, Maciel seguía alegre con su doble discurso, con las figuras impolutas: Cristo, María, Juan Evangelista, Casta Susana, Pureza, etcétera; mensajes por todos los medios dando a entender que su castidad permanecía inmaculada por su privilegio de fundador, ante Dios y ante sus representantes en la tierra. El aislamiento se imponía como estrategia de supervivencia y camuflaje, pues quedaría en entredicho su modus vivendi et operandi de conocerse por cualquiera “extramuros” aquello que sucedía al interior de la llamada Legión de Cristo. El mismo aislamiento impedía cualquier forma de saber que nuestro caso de abuso sexual se repetía inexorable en cuantos fuimos llamados al harén del santo, puesto que a cada cual hacía creer único en la deferencia del Superior y el abuso para obligarlo al silencio, aparte de la ominosidad misma de unos hechos que avergonzaba destapar.

Una vez al año nos llevaban en grupo a un templo romano, Sant’Andrea della Valle, creo, para cumplir la normatividad del Derecho Canónico sobre la Confesión. Sí, nos ofrecían la prerrogativa, pero cuidando su seguridad institucional, pues los monjes teatinos que nos atendían eran de clausura. Sin duda suponía la postrer precaución para evitar que sacerdotes ajenos conocieran nuestra conciencia, precaución que por sí misma delataba ese mundo subterráneo que se cuidaba en mantener hermético.

Marcial Maciel nunca imaginó que al correr del tiempo lo pondríamos en el diván de psicópatas para analizarlo con nuestros propios conocimientos, con Juan José Vaca, psicólogo y también víctima, y Paul O’Connor Lennon, terapeuta abusado en sus derechos humanos durante veinticinco años.

Comencé tarde la tarea de desenmascarar la impostura que destruyó mis aspiraciones altruistas y mi vida personal mediante la memoria El Legionario. A la hora que todos comienzan a “recoger los lápices” (Kazantzakis), yo apenas me apresto a sacarles punta, pues es un deber que me he impuesto mientras viva el denunciado, Marcial Maciel Degollado, para darle oportunidad de defensa; aunque en vez de dar la cara gallardamente se ha enconchado en un silencio elocuente. No se trata del manso silencio de los santos, puesto que mandó elaborar un libro como respuesta indirecta al mío, que terminó diciendo mucho más de lo pretendido, Mi vida es Cristo, hagiografía de su santidad increíble. El título recoge la expresión de San Pablo, Vivo ego, iam non ego, Christus vero in me vivit. O aquella otra: Induimini Jesum Christum, que si fuera verdad, no habría tantos niños y adolescentes aún dolidos en cuerpo y alma por las arremetidas del santo.

Al denunciar públicamente al poderoso cura magnate hemos sobrellevado la condena de parte de la sociedad enredada en sus negocios o intereses económicos ( desde la Universidad Anáhuac, hasta programas de todos conocidos como Mano Amiga, Un Kilo de Ayuda, Teletones, etcétera.) Televisión Azteca y Televisa de México nos han censurado, además de las librerías del país, con algunas excepciones notorias. El Legionario ha sufrido la misma censura de las autoridades, aunque encubiertas, y de los grupos de poder económico ligados a Maciel. Los medios oficiales, canal 11 y canal 22 de México, se han desentendido, por tratarse de un libro pretendidamente “político”. La causa de esta censura radica en la primera dama de México, Marta Sahagún de Fox. No es un secreto que Maciel la llevó a Irlanda en los setenta para que aprendiera inglés, aunque la adornan con estudios académicos exóticos, ni es secreto que fungió como tesorera del Regnum Christi, organización laica de Maciel, ni que la presentó al Papa en 2001, ni que influyó para que la iglesia católica otorgara el “divorcio matrimonial religioso” con el esposo anterior, después de veinticnco años de vida conyugal y tres hijos mayores, para liberar el camino a su amor actual, y en el siguiente paso, también liberar a su cónyuge. Aunque esta relación también le ha traído descalabros, como los dineros ilícitos que la organización de Marta Sahagún, “Vamos México”, le asignó y fueron descubiertos y denunciados, con lo que el pueblo conoció otras de las tantas obras buenas del santo de Cotija, aunque todo siga impune.

El distanciamiento de círculos sociales y alejamiento de amistades que se sienten obligadas por intereses económicos o académicos con la Legión es un precio que hemos pagado los acusadores del cura magnate, y aun hemos sufrido la falsedad de antiguos compañeros, encubridores del victimario, quienes han comido de su pesebre de por vida, como Jorge Luis González Limón, Valente Velásquez Camarena, Raúl de Anda Andrade y Armando Arias, con falso testimonio protocolizado ante el notario Rogelio Luna, también ex legionario, que lejos de desacreditar las acusaciones han puesto de manifiesto su falsedad, al no poder articular palabra sobre las circunstancias de lugar, modo, tiempo y razón que en su día les cuestionaron Jason Berry y Gerald Renner, los periodistas que con sus investigaciones destaparon el escándalo en Estados Unidos en 1997 y cuyas consecuencias para la iglesia aún no terminan.

Marcial Maciel nunca estuvo interesado en las causas de la iglesia católica, pero siempre ha aparentado que son ellas las que lo inspiran: extender el reino de Cristo en la tierra. Por el contrario, al conocer su “paranoia de poder, para quien todo es instrumental en orden a lograr su objetivo” (definición del psiquiatra Fernando Lamoglia) advertimos que está enquistado en la estructura eclesial para crear su propio reino, tan parecido al de Cristo, y recibir los beneficios concomitantes del engaño. Se presenta como víctima de “calumnias, incomprensiones, falsedades” (es importante notar que desde los años cuarenta alegaba idénticas excusas), ya que para él era imperioso vivir cómodamente de la religión y de los creyentes. Perezoso por naturaleza, temblaba ante la expectativa de arar la tierra y sudar para vivir de su trabajo. La defensa le produjo buenos dividendos, pero no advirtió que también fincaría en ella un argumento que lo echaría de cabeza: todo mundo se equivocó al acusarlo.

En la medida que abría los ojos al contacto con la gente normal, mientras trabajaba en el Instituto Cumbres de México, primer empresa de enseñanza de Marcial Maciel y no centro educativo como publicita, iba desarrollando una decisión secreta, la de abandonar la secta. Se indignó al conocer mi determinación final; me ordenó esperar su llegada a México, y debí esperarlo sin la voluntad completa, con enorme desgaste psíquico y emocional ante la trascendencia del paso que estaba por dar. Para evitar mi salida prometió ordenarme sacerdote sin estudiar la teología, su propia historia, y llevarme a Roma para serenar la crisis que me sacudía. Saqué fuerzas de alguna reserva perdida y me mantuve en la decisión, rechazando sus halagos y promesas. Nuevamente quiso tentarme por la vanidad con la idea de hacerme su brazo derecho. Recordé aquella visión del Empire State en Nueva York apenas dos años antes, cuando al preguntarme en la terraza del pináculo, “¿Qué harías si te ordeno echarte de cabeza?”, le respondí que me habría arrojado sin pensarlo. Yo sabía que eso era lo que deseaba oír, pero para entonces yo ya había perdido la fe en su liderazgo. Ante mi negativa de ir a Roma, se irritó y soltó su mal augurio, que tampoco me intimidó: “Quizá algún día te encuentre muriéndote de borracho camino a tu perdición eterna”.

Poco me intimidaba, a esas alturas, “la perdición eterna”. Naturalmente, recordé el inmenso amor que me profesó (“te quiero más que a mi madre”), como a muchos en la intimidad de la enfermería o de su cuarto, cuando le ejecutaban faenas pasionales, tanto que ahora deseaba verme envuelto en vicio, camino de mi ruina. Pienso que más le molestó el atrevimiento: si él me hubiese expulsado, sería tolerable, pero mi abandono, nunca se justificaría.

Comencé vendiendo Biblias, y toqué innumerables puertas para mejorar mi situación. No solo desnudo de ajuar y dinero, sino de preparación para enfrentar esta vida, advertí que Alfonso Samaniego, rector del Cumbres en aquel entonces, se alegró de conocer mi miseria; imaginó la felicidad que daría al jefe saberme en bancarrota, aunque me llamó para advertir que no buscara a otros compañeros que “habían traicionado a la Legión”. Me advirtió que no podría ocuparme ni siquiera de maestro en la escuela primaria, porque traería desprestigio a la institución, ni conseguirme clases particulares por idéntica causa. Me convencí de que al lanzarme encuerado a la calle pretendía humillarme, pues no le bastaba mi perdición eterna y quería verme muerto de hambre, y, quizá contrito, volver a mendigar sus favores económicos. Nunca le di el placer, aunque la vida me golpeó inmisericorde.

Aun faltaba el epítome. Se presentó cuando decidí escribir la historia, que reflejaría la de tantos compañeros víctimas del pederasta paranoico, el cual se acuerda de nosotros para etiquetarnos de “calumniadores malagradecidos”, que atacamos a Dios y a la iglesia, movidos y financiados por los masones o por facciones judías que pretenden su destrucción.

Me pidió que lo viera en las oficinas de la avenida Melchor Ocampo, en la ciudad de México, por febrero o marzo de 1963 o 1964. El mensaje llegó por boca de Enrique Martínez, ex-legionario hermano del cura legionario Fernando, acusado por un padre de familia, que alguna vez había ido al colegio Cumbres decidido a matarlo, de haber violado a su pequeño hijo de seis años.

“Me ha dolido saber que has traicionado a la Legión”, me dijo Marcial Maciel. Era él quien se traicionaba, pues no tenía forma de saber la trama de la obra. Pero intuyó que hablaría de sus vicios, por lo que decidió intimidarme, aun a riesgo de echarse de cabeza: “Estaría dispuesto a entregarte trescientos, cuatrocientos mil pesos por tu escrito para tirarlo a la basura”. Era una respetable cantidad en la década de los sesenta. No dije palabra. Mi silencio lo puso más nervioso, hasta llegar a amenazarme de muerte. Sus ojos delataban una ira impotente y contenida. La intimidación no era declaración de guerra, sólo la impotencia para detenerla: “Tengo tantos amigos en los máximos niveles políticos, que te matarían aunque yo no lo pidiera, sólo por agradarme.” Esperaba reacciones que no se presentaron, ni por temor, ni por codicia, y terminó desconcertándose más. La denuncia, habrá pensado, quedó enterrada para siempre, igual que tantas que la precedieron; ahora tengo poder para aplastar perros rabiosos que nunca osarán perturbar mis muertos, que muertos quedarán por siempre. Nunca imaginó que un revuelo de campañas traía la alarma sobre su pasado sepulto, cuando menos expuesto estaba a ser juzgado, en el cenit de la predilección papal, ni que El Legionario pondría colofón a su historia antes de la canonización buscada, que rodaba en proyecto ahora que el mausoleo monumental estaba casi terminado en las catacumbas de la iglesia de Guadalupe en la Vía Aurelia de Roma.

Villa Aldama, Tamaulipas, México, 1 de septiembre de 2005