Primera parte…

Puedo recordar, sin exageración alguna, que las condiciones en las que conocí a Carles Álvarez y luego a Aurora Bernárdez no estuvieron exentas de magia, aquella que recuerda que a veces, en medio de la vida cotidiana, se abren grietas y ocurren cosas extraordinarias. Cuando uno se acerca mucho a un autor, termina imitando su manera de ver las cosas y posibilitando lo que él o ella posibilitó en su propia vida. Esto lo digo porque la vida y las experiencias cotidianas de Julio Cortázar nunca estuvieron exentas de encuentros y coincidencias extraordinarias, únicamente comprendidas a partir del llamado “cotidiano maravilloso” del surrealista Louis Aragon.

Esto es lo que permite entender que lo que pretenden casi todos los cuentos de Cortázar es sugerir un cambio en la manera de observar la realidad: dejar de lado la lógica imperante y abrirle camino a lo fantástico. “Sólo la alteración momentánea dentro de la regularidad delata lo fantástico”, dice en Del cuento y sus alrededores, “pero es necesario que lo excepcional pase a ser también la regla sin desplazar las estructuras ordinarias entre las cuales se ha insertado.” El elemento fantástico se instala en la realidad de sus personajes pero no por esto la vida deja de lado su carácter realista. Esta es la única manera en que logro explicar la sucesión de coincidencias que estoy a punto de contar, que resultaron definitivas no solo para conocer a Aurora Bernárdez, sino que también permitieron que Carles y ella estuvieran aquella vez con nosotros en el Felipe II.

A Carles lo conocí a través de un compañero del doctorado, Pere Canal, un hombretón que parece forjado de arcilla catalana, con una voz gutural tan grave que cuando reía los árboles parecían sacudirse. Coincidí alguna vez con él en clase de Victoria Cirlot acerca del surrealismo y del misticismo sufí. Por esos días me pasó un agudo aunque descabellado artículo suyo en el que sostenía que Rayuela se basaba en un poeta jamás mencionado dentro de la novela, cuyo texto central nunca veía las páginas de la novela, y que para nosotros resultaría siempre un absoluto desconocido puesto que jamás sabríamos quién era. Años después, en El Escorial, me enteré de que Carles y Aurora llamaban a Pere “El cabalista”: según Carles, Aurora siempre sacaba estos apodos que traían de cuajo alguna anécdota.

También por esos días Pere me contó que durante ese verano de 2005 o 2006 trabajaría como siempre en el café-casino de su pueblo (cuyo nombre nunca logro recordar), y que en ese pueblo de nombre olvidado también pasaba los veranos un tal Carles Álvarez, editor de las cartas de Cortázar. Y que hacía un par de días le había contado que pronto lo visitaría Aurora Bernárdez, con quien estaba editando las cartas. Pere insinuó que podíamos conocerla, tomarnos un café, preguntarle sobre Cortázar. Como fuera, sonaba descabellado.

No sé si le creí, nunca supe si se trataba de otro impulso de éxtasis panteísta, o si exageraba en los detalles y fechas, pero el caso es que nunca me entusiasmé (nunca acepté la invitación). Pueda ser que resultaba un tanto misterioso e inverosímil que yo, con apenas año y medio en Barcelona, hubiera dado justo con la persona que me llevaría a conocer estas cercanías cortazarianas. Pero fue así. Meses después, en el café del hotel President de la Calle Muntaner de Barcelona, supe que no se trataba de ninguna invención alquimista: al subir las amplias escaleras que llevaban al café, nos esperaban en el sofá Carles y Aurora, él tomando un café negro, ella una tisana. Nos recibieron con una gran sonrisa que rompió la lúgubre luz decembrina.

Tres años después del encuentro en el President, Carles fue jurado de mi tesis doctoral, y luego del almuerzo que le corresponde ofrecer al nuevo doctor a sus jurados, no lo volví a ver. Cuatro años después y un par de meses antes del regreso a Bogotá, nuestros vecinos Ángela y Albert nos invitaron un fin de semana a un chalet alquilado en la comarca del Bajo Ampurdán. En el camino nos detuvimos en una antigua colonia industrial cuyo nombre nunca logro recordar (Albert dijo con esa contundencia catalana que de ninguna manera nos la podíamos perder). Caminamos sus calles, empujamos los cochecitos de los bebés por calles empinadas y nos tomamos fotos en calles desocupadas, hasta que decidimos detenernos en una terraza del único café del pueblo. En medio de la consternación por la petrificante coincidencia, reconocí a Pere Canal saliendo por la puerta azul que daba a la terraza. Nos reconocimos en seguida, y entre abrazos le dije: si estás acá trabajando, aquél —dije señalando a la mesa de atrás—, no puede ser otro que Carles Álvarez. Se levantó delante de un árbol que en realidad era un seto gigante, y al darse vuelta comprobé que efectivamente lo era. Estuvimos toda la tarde caminando bajo la guía de Carles, quien al final del recorrido nos invitó a su casa. Para remate cortazariano de la jornada, nos contó que no fue sino hasta después de comprarla que se enteró de que esa había sido el domicilio del antiguo librero del pueblo.

De tal manera que cuando Aurora llegó al Felipe II de El Escorial en compañía de Carles no se trató de la primera vez que la vi, pero fueron tres días en que entreví tantas cosas de ella como si la hubiera estando leyendo toda la vida.

Luego del almuerzo de recepción, y después de un par de horas de descanso en su habitación que daba a un boscoso paraje del Escorial, Aurora bajó las escaleras hasta el aula número 11 del Felipe II de gancho de Carles. Su blusa y falda del mismo color rosa, con un pattern que dejaba ver pequeños paraguas, zapatos, flores y conchas de mar en diseños que le daban un aire primaveral, y la pequeña cartera de cuero claro desocupada que llevaba como complemento, dejaron en mí una irreprimible sensación de cierta férrea fragilidad juvenil.

Mientras se instalaba en la mesa central le dijo a Granés: “Sólo diré lo que tenga que decir, nada más”.

Vargas Llosa tomó la palabra, y con esa manera suya de hablar en la que se le escuchan las comas, los puntos seguidos y los paréntesis, comenzó un perfil de la familia Cortázar Bernárdez que lo recibió hacia 1959 en su apartamento de la plaza del Général Beuret, que por cierto ya había leído y alabado enormemente Los cachorros, primer libro de cuentos del joven peruano. Declaró que Aurora Bernárdez era una de las personas más inteligentes que había conocido en su vida, no por la cantidad de conocimiento que había adquirido a lo largo de los años, sino por su particular y personal visión de la literatura, que se traducía en pasión de vida y arte.

Contó que estar cerca de Aurora y Cortázar era aprender y sentir que la vocación por la literatura valía la pena, al igual que su estilo de vida, que se veía enriquecido por esta misma. El apartamento de Cortázar y Aurora en la década de los sesentas era en realidad una especie de portal hacia un mundo distinto, aparte de la común realidad, que daba la bienvenida con una pizarra donde colgaban recortes de hechos insólitos tomados de diarios y periódicos. Insólitos: es decir que se abrían espacio en la cotidianeidad y traían un mundo extraño y particular. Estar con ellos era entrar, decía Vargas Llosa, en un mundo distinto, diferente, mucho más intenso, inteligente e insólito que el mundo del que salía cuando entraba al apartamento y al que regresaba cuando cruzaba de nuevo la puerta.

Vargas Llosa cerró su retrato de familia con una pregunta que la última vez que le había hecho, ella se había resistido a contestar:

–¿Por qué una persona con ese enorme amor por la literatura, a la que tú tanto como Julio has dedicado tu vida; por qué alguien que hizo de la literatura eso que decía Flaubert, su vocación, una manera de vivir; por qué, además de traducir, no has escrito, o no has querido publicar lo que has escrito?

Pasaron varios segundos mientras que Aurora salió de su mirada ensimismada, en realidad concentrada porque se le dificultaba mucho ya escuchar, y se acomodó en su asiento mientras que estiraba la mano alcanzando el micrófono que ya alguien le había acercado. Su cara no parecía pretender emoción alguna. Sonrió repentinamente, y contestó:

–Bueno, lo primero que quiero decir es, ¡cuánto me hubiera gustado conocer a Aurora y a Julio!

El público rompió en carcajadas, mientras que Aurora se llevaba las manos a la cara para ocultar su risa, como si se sintiera avergonzada, como si dentro de la picardía sintiera también algo de bochorno. Volvió de nuevo, sonriente:

–Cómo me hubiera divertido yo con esos dos y con ese chico que había escrito unos cuentos formidables, y que llegaba como un adolescente a una casa donde se oía recitar El Cid que estaba dando Gérard Philippe en el teatro. Era realmente un escenario especial.

A lo largo de la charla confesó que recientemente había releído la correspondencia completa de Damián Bayón, había releído hacía poco nada más y nada menos que Adán Buenosayres y esa misma tarde, mientras cenábamos en el Restaurante Horizontal, arriba en la montaña, se preguntó en voz alta cómo es que ninguno había mencionado Paradiso de Lezama Lima.

En algún momento Vargas Llosa dijo que Cortázar se había inspirado en ella para crear la Maga, y la respuesta de Aurora fue categórica:

–No lo creo para nada. Más acertado ese otro modelo que la gente encontró. Lo que ocurrió es que como no sabía español, ella confundió la palabra maga con bruja.

Vargas Llosa dijo que el gran éxito de Cortázar estaba en sus cuentos, y en la manera como había logrado reducir la alta cultura al habla popular, trayendo la oralidad como un estilo determinante.

–No –dijo Aurora–: la oralidad no es un estilo. La oralidad es relativa, Julio, yo creo que es una oralidad de escritor. No es un registro, es una realidad escrita. Parece la realidad, pero no es al pie de la letra oral, sino escrita.

Creo que nadie se dio cuenta de ese lapsus de nombre, y estoy seguro de que ni siquiera ella o Vargas Llosa lo notaron. Pero fue como haber regresado a la casa de la place du Général Beuret.

Carles me contó que una vez, out of the blue, Aurora lo llamó a su casa en Barcelona hacia las diez de la noche. Apurado, quiso saber si había ocurrido algo. “No, nada”, dijo ella. “Es otra cosa”. “¿Qué puede ser, Aurora?”, dijo él. “Es sencillo. Llamo a preguntarte si no te importa que viva cien años. Me quedan apenas seis, no será mayor problema. Pero quería saber si eso está bien con vos.” Cuando me despedí de ella de la plaza Rius i Taulet dos días después de terminado el curso, tenía la inexplicable certeza de que la volvería a ver. Quedaban además muchos textos de Cortázar para trabajar con Carles. Pero nada de esto ocurrió. Esa fue la última vez que la vi.

Aurora murió el sábado 8 de septiembre de 2014, a las 8:25 am según el informe oficial del Hospital de Saint Anne.

Mientras revisaba los titulares de noticias en las distintas ediciones digitales, no tardaron en aparecer las necrológicas firmadas por Juan Cruz y Julia Santamanna. Antes de comenzar a escribirle un correo a Carles, me vi llamándolo a su teléfono móvil. No fueron más de tres timbrazos. Su voz, a pesar de notarse lejana, desprendía una aparente tranquilidad.

–Estoy en París –me dijo–. Aurora ha muerto a las ocho y media de la mañana.

No sabía qué decirle. Aún recuerdo el pudor y la vergüenza que sentí al darme cuenta de que se me había quebrado la voz mientras le reclamaba que ella le había prometido vivir cien años. ¿Cómo podía ser que se me encharcaran los ojos si apenas la había visto tres veces en mi vida? Le dije que me sentía terriblemente triste.

–No: de eso nada –me ordenó Carles–. Ha muerto completamente tranquila luego de dos días de coma. Esto era lo que más quería: que llegara el momento sin darse cuenta.

Aurora Bernárdez, traductora de Jutine del Cuarteto de Durrell, de trece libros de Calvino, de libros de Paul Valéry, Albert Camus, Sartre, Bowles, Salinger, Simone de Beauvoir, Nabokov, Bradbury, Flaubert y Michaux, entre tantos otros, fue sepultada en el cementerio de Montparnasse en París a los noventa y cuatro años. Nació el 23 de febrero y con ella murió también una magia cortazariana. En 1954, desde una pensión de Roma cuya ventana mostraba a lo lejos la casa donde murió el poeta John Keats, Cortázar le escribió a Eduardo Jonquières: “Hoy es 23 de febrero, día muy profundo para mí, porque es el aniversario de la muerte de Keats, tan cerca de aquí, al lado mismo, y es el cumpleaños de Aurora, que nace el día de esa muerte, órficamente, acaso transmigratoriamente…”

El Escorial – Bogotá, septiembre 2014 – abril 2016