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Traducción de Rosa María Corrales

No cabe la menor duda de que ama a su mujer. Durante toda la jornada cuenta las horas que faltan para verla. De camino en el tren, lee, alzando la vista de vez en cuando para ojear las estaciones de las ciudades dormitorio, los terrenos en construcción robados por la expansión urbanística, las losas de tierra de aspecto mineral y las nubes esparcidas. Se la imagina entrando en la habitación, dejando caer su vestido. Él suele llegar primero y, mientras ella conduce de vuelta a casa, se sirve algo de beber y se acomoda en el sofá. Cuando oye la puerta principal, se levanta. Intenta esperarla, que lo encuentre y le cuente qué tal le ha ido el día, pero no tiene la paciencia suficiente. Está en la cocina, despojándose del abrigo y los zapatos. Su silueta, su perfume, un aroma a rosa corrompida.

—Hola, cariño —lo saluda.

La forma de sus ojos, casi persas, aunque es inglesa; su cintura y sus caderas en esa falda azul… Observa sus movimientos: hacia el fregadero, la mesa, la silla donde toma asiento, despacio, con la elegancia propia de una mujer. Bajo el hueco de la garganta y el cuello de la camisa, lleva un fino hilo de oro, una cadena de la que cuelga su alianza.

 —Hola —responde él. Y con las manos en los bolsillos se inclina para besar esa boca que espera ese beso, ese placer tan sencillo.

Cocina él, o ella; así es el mundo moderno, los dos pueden, los dos trabajan. Cenan, en ocasiones beben vino. Charlan o escuchan música, nada en particular. Todavía no tienen hijos.

Más tarde, suben al piso de arriba y, antes de ir a la cama, él se lava la cara, orina. Le gusta sentir el día en su cuerpo. Duerme desnudo, al igual que su mujer, quien sí se ha duchado, su pelo está húmedo, trigueño. Su piel es de una suavidad extrema; no hay surcos en sus nalgas. El vello de su pubis es áspero cuando se seca y cruje contra su palma, en contraste, por extraño que parezca, con lo que su interior esconde; un misterio que él quisiera resolver cada noche.

 

Tienen preferencia por ciertas posturas que les hace parecer y sentirse extraños. El truco es permanecer algo distante; es ser capaz de morder, de hablar con una voz que no es la tuya. Después, ella va al baño y luego vuelve a su lado. Él cae en un sueño profundo, sosegado.

Desde luego esto no es del todo cierto. Ningún hombre se siente plenamente satisfecho. Él no puede evitar pensamientos eróticos aislados, o que le moleste su demora a la hora de pagar las facturas, su desorden en el baño (cada día recoge fardos de toallas húmedas). A veces, cuando se ausenta por trabajo, ve pornografía, fantasea con otras mujeres; unas se parecen a antiguas amigas, otras a ella. Si en la oficina o en el tren alguna mujer lo excita, piensa en las alternativas, posibles sustitutas. Sin embargo, durante esos momentos de debilidad, siente un miedo vertiginoso y al imaginar su pérdida comprende todo lo que para él significa; pues lo que define la importancia de algo es precisamente su ausencia.

¿Y en cuanto a ella? Como toda mujer inteligente, es en parte inescrutable. Se adapta con facilidad, lo que no quiere decir que sea astuta, sino que sobrevivirá. Tan solo lo ha engañado una vez. Es atractiva, pero para suscitar adoración debe haber algo más que las cualidades sexuales. Alguna experiencia durante su infancia la ha condicionado, es una mujer reservada. No hace declaraciones románticas ni tampoco necesita que él se las haga, y por esa carencia la adora; quien ama menos siempre es el más amado. Después de lavarse y regresar junto a él a la cama, ella sueña con bosques, pasillos oscuros y madrigueras, raíces y tierra; sueños subterráneos. En su bolso, junto al maquillaje y la cartera, lleva una pelotita morada. Un objeto innecesario que conserva quién sabe para qué. Sophia, se llama.

En un pueblo en los aledaños de la ciudad está su casa, moderna, de colores cultivables como el brassica, el topo, el lino; de grandes superficies, con cajones invisibles de cierre suave, ángulos bien definidos; y una hipoteca considerable. Invirtieron en ladrillos, en el concepto de hogar. Los jueves va una asistenta. Cerca hay casas similares, recién construidas en esa frontera borrosa entre el campo y la ciudad que alguna vez fue un brezal.

*

Una mañana se levanta y se encuentra a su mujer inclinada sobre la taza del váter, de rodillas, sosteniendo la tapa, dando arcadas sin conseguir que nada salga. Las vértebras se le marcan en la espalda. Los huesos prominentes, la boca abierta, el chasquido de su garganta…; la escena es desconcertante, Sophia rara vez enferma. Le apoya la mano en el hombro.

—¿Te encuentras bien? ¿Puedo hacer algo?

Ella se vuelve, con los ojos iluminados por el brillo de la fiebre. Bajo su piel un destello cobrizo resplandece. Sacude la cabeza. Sea lo que fuere, ya ha pasado. Cierra la taza, tira de la cisterna y se incorpora. Se inclina sobre el lavabo y bebe del grifo, no da sorbos de agua sino largos tragos. Se seca la boca con una toalla.

—Estoy bien.

Le pone la mano brevemente sobre el pecho, y en seguida pasa por su lado hacia el dormitorio. Se empieza a vestir, se abrocha la falda, introduce los talones en los zapatos.

—No voy a desayunar, tomaré algo más tarde. Nos vemos luego.

Y se despide con un beso. Su respiración suena ligeramente entrecortada. La oye dar un portazo y encender el motor. Sophia es de constitución fuerte, rara vez se queda encamada. El año que la conoció, le abrieron el abdomen para extirparle una especie de bulto; y ese mismo día, se levantó y anduvo por los pasillos del hospital. Entra en la cocina y se prepara el desayuno. Después él también se marcha al trabajo.

Luego, pensará en ello y se pasará el día preocupado, pero cuando vuelve a casa por la tarde, tan solo recibe buenas noticias. Parece que su mujer se ha recuperado, está incluso radiante, pues ha firmado un nuevo contrato por la venta de un bloque de oficinas satélite. Le ha desaparecido el tono verdoso de la piel. Lleva el pelo suelto que le cae sobre los hombros. Le tira de la corbata atrayéndolo hacia ella.

—Gracias por ser tan adorable esta mañana.

Se besan. Se siente aliviado, aunque el porqué no lo sabe muy bien. Le afloja la camisa y desliza los dedos bajo la pretina de su falda. Ella da muestras de su buena voluntad. Suben al cuarto y se dejan mutuamente desnudos. Se arrodilla ante ella. Un vasto broche de pelo sin depilar se extiende por su entrepierna. El sabor le trae a la memoria un riachuelo. Se demoran más de lo habitual. Se encuentra suspendido entre la dilación y un culminante e inmenso placer. Ella no llega al clímax aunque está ardiente; al final, él no puede contenerse.

Cenan tarde, unos cereales en la cama, derramando la leche por el borde del tazón, como niños. Se ríen de esa aventurilla doméstica; pareciera que acabaran de conocerse.

Al día siguiente es fin de semana, el tiempo se vuelve lujurioso; sin embargo, su mujer no duerme hasta tarde como acostumbra. Cuando despierta, ella ya se ha levantado, está en el baño. Oye correr el grifo, y bajo el flujo del agua, otro sonido, el leve sollozo de alguien adolorido, acaso una quemadura, un corte…, parece el llanto de un pájaro enronquecido. Lo siente una, dos veces. ¿Estará otra vez enferma? Llama a la puerta.

—¿Sophia?

No hay respuesta. A ella le gusta preservar su intimidad, es cosa suya. Quizá está combatiendo la gripe. Se va a la cocina y hace café. Pronto se le une. Se ha bañado y vestido pero no tiene buen aspecto, con la cara demacrada y las cuencas de los ojos ensombrecidas, tan marcadas que pareciera haber pasado una noche desolada.

—Pobrecita —le dice—. ¿Qué quieres hacer hoy? Si te encuentras mal, podemos quedarnos aquí y tomárnoslo con calma.

—Andar —responde ella—. Necesito que me dé el aire.

Le prepara unas tostadas pero solo le da un par de bocados. Ve que ha dejado en el plato el último trozo que ha masticado, un húmedo montoncito de color marrón. Sophia no cesa de mirar por la ventana.

—¿Te apetece dar un paseo? —le pregunta.

Ella asiente y se levanta. En la puerta trasera se pone las botas de piel, el abrigo, una bufanda amarilla, y se pasea inquieta mientras él busca su chaqueta. Recorren la calle de un solo acceso rodeada de casas de colores grisáceos, pasan el parque infantil al final de la carretera y la zanja de hormigón con montículos cónicos donde patinan los niños. Aún es temprano, en la calle no hay un alma. Bajo los aguilones orientados al norte se ven indicios de escarcha. Tras la neblina mañanera, el tenue sol de octubre ha empezado su andanza. Atraviesan la cerca para adentrarse en los matorrales, luego los arbustos, jóvenes fresnos recién plantados alrededor de los árboles viejos. Un par de kilómetros más allá, al otro lado del brezal en dirección a la ciudad, las topadoras nivelan la tierra para extender la red de carreteras.

Sophia camina a buen paso por la vereda de tierra, tal vez intenta huir del virus, de la enfermedad, lo que sea que le esté afectando. El camino sube y baja, serpentea libremente. Hay helechos, hierba, ramitas torcidas, hojas echadas a perder, la frágil memoria del ajo de oso y las flores de verano. Hacia el centro han sobrevivido unos pocos árboles ancianos con sus densas ramas, la corteza descamada, los troncos estrellados de liquen naranja. Los pájaros bajan en picado y se precipitan para esconderse entre los arbustos. La luz se abre paso, una luz dorada, terrenal aunque de algún modo sagrada. Lo adelanta. No hablan, pero el silencio es amigable. Entonces, durante unos instantes, se desasosiega con pensamientos irracionales: su mujer padece un cáncer del que todavía no es consciente, que se propagará con rapidez y la consumirá, será un dolor inmensurable, y él mantendrá una funesta vigilia junto a su cama. Sobrevivirla será nefasto. Su recuerdo lo atormentará. Sin embargo, cuando la observa dando zancadas más adelante, puede ver que está en forma y sana. Camina a buen ritmo, con energía. Entonces ¿de qué se trata? ¿Un conflicto interno? ¿Desazón? No se atreve a preguntar.

El bosque se hace más denso, de robles y hayas. A través de la espesura un arrendajo bate sus alas, aterriza cerca de él en el suelo; contempla el bello azul de sus plumas antes de que se aleje revoloteando. Sophia vuelve la cabeza bruscamente para seguir la dirección de su vuelo, recupera el ritmo y comienza a andar de una manera muy extraña, con los talones alzados y las rodillas flexionadas. Después se inclina hacia delante en una complicada posición de alerta y empieza a correr. Corre con afán, levantando a su paso fragmentos de hierba y hojas al vuelo. El sol baña de cromo su pelo, dándole un aspecto amoratado. Corre a toda velocidad, como si la persiguieran.

—¡Eh! —grita—. ¡Sophia, para! ¿Adónde vas?

A unos cincuenta metros, ella ralentiza el paso y se detiene. Mientras se apresura tras ella, esta se agazapa en la vereda dando espasmos en un esfuerzo por permanecer quieta. La alcanza.

—¿A qué viene esto, cariño?

Sophia se vuelve y sonríe. Algo le pasa en la cara, las facciones se le han remodelado. Los labios son finos, y la nariz es negra y afilada. Dientes pequeños y amarillentos. Las pestañas de sus ojos color avellana se han espesado y se le han juntado las cejas; una expresión que nunca antes le había visto, una mirada casi pusilánime. Una jugarreta de la luz mal alineada en esa mañana de otoño inglesa. Las sombras oscuras proyectadas desde el follaje. Él cierra los ojos unos instantes y cuando los vuelve a abrir, ella mira hacia el bosque de nuevo. Se inclina hacia delante, baja los brazos, alza el trasero. Se ha descalzado las botas y se está alejando. Entonces echa a correr otra vez, a cuatro patas, a ras del suelo, más rápido, con más garbo. Corre y se hace diminuta, corre y se hace diminuta… corre bajo la luz del sol que la tiñe de rojo, el rojo de su pelo y su abrigo que cae, el rojo de su pelaje y su cuerpo que se distiende. Sigue corriendo. Sostiene tras ella un inesperado objeto color azófar con las puntas blancas. Su bufanda amarilla cuelga de una zarza. Se ha despojado de todo. Frena, a una distancia lo suficiente cerca como para oírlo, si no lo hubiera dejado sin habla. Lo mira por encima del hombro. Ojos topacios centelleantes. Cara agostada. Raposa.

La luz otoñal, no menos delusoria que la de otras épocas del año. Gorjeo de pájaros. Plantas marchitándose. La pálida luna se va ocultando tras el horizonte. Todo, pronto o lento, continua. Observa al zorro frente a él en la vereda. En cualquier momento, su mujer aparecerá de entre los arbustos, se escurrirá de las excrecencias de los enramados helechos. La maleza, que sin duda se la ha tragado, la devolverá. «Es extraordinario», susurrará señalando el sendero. Eso es lo que está pensando él, bajo la luz de la mañana, mientras contempla y pugna por creer. Pasan insectos de tallo en tallo. La brisa silba entre los árboles.

En la senda, le devuelve la mirada una criatura magnífica que no se inmuta, no se mueve ni intenta escabullirse. No. Se vuelve del todo, alza la cola y la mece como un cetro en llamas. Extremidades esbeltas, hocico fino. Una mancha blanca desde el pecho hasta la quijada. La cabeza hacia delante y gacha, como si pudiera ver el futuro en la tierra. La mente de él es un hervidero de pensamientos inútiles: negación, intimidación… hasta que una solitaria voz consigue abrirse camino entre el caos. «Lo has visto, lo has visto, lo has visto», dice a medias, nada sensato. Y entonces ella baja trotando hacia él, como haría un perro que vuelve junto a su dueño.

Coraje e instinto. Miles de pautas de comportamiento en estado salvaje. ¿No debería huir y darle la espalda al mundo artificial de los hombres? Pero se acerca a él, con su cuerpo atlético y coquetón, cuyo peso soportan unas elegantes patas con las pezuñas negras como si llevara calcetines. Hacía unos instantes: Sophia. Permanece quieto. La voz en su cabeza se apaga. A sus pies se sienta, con la cola alzada. Extraordinarias orejas aladas. Ojos como la armónica gama de su pelaje. Se arrodilla ante ella y, lleno de ternura, le acaricia el pelambre del cuello, que sería suave si no fuera tan seboso y poco denso.

¿Acaso se puede tomar una decisión en tan solo unos segundos que no vaya a quedar en entredicho de por vida? Recoge el abrigo de su mujer de unos arbustos cercanos y se acerca a ella para envolverla con delicadeza, quien por su parte no opone resistencia, así que, tras extender los brazos cautelosamente bajo su cuerpo, la levanta. El peso moderado de un mamífero de tamaño medio. El olor a almizcle, ganglio y un leve… un leve aroma a su perfume: a rosa impura.

Aún no hay nadie haciendo senderismo en el bosque o en los alrededores de la pradera, si bien pronto habrá perros tirando con fuerza de sus correas, parejas de ancianos, niños correteando de acá para allá. Baja por la vereda llevando a su zorro. El fulgor escapa del abrigo por ambos lados; es como tratar de envolver fuego. El calor que le transmite es asombroso; para una mujer que siempre sentía el frío, en las manos y en los pies. Está tranquila, no forcejea; la porta como si fuera un sacrificio, una Piedad de los bosques.

Recorre un kilómetro sin ser visto. Pasa por los retoños de fresnos, atraviesa la portilla del brezal, pasa por delante de la zanja de hormigón donde una sola chica está haciendo trucos con su monopatín, con la mirada fija en las ruedas delanteras, practicando antes de que lleguen los muchachos. Luego las casas, nuevas construcciones, todas a la última, sin chimenea y con los garajes cerrados; y después tiene que echar el guante a los suburbios, el corazón le alcanza un ritmo terrible al imaginarse el abrir de puertas, el levantar de persianas, el exponerla. En algún lugar cercano cierran de un portazo un coche. Ella se remueve entre sus brazos y la estrecha con más fuerza. Al doblar la curva, hace caso omiso del vecino distraído que mueve un cubo de basura. Sube el camino hasta el número 34. Ahora le pesa más, los músculos se le han entumecido. La desplaza a la flexura del codo izquierdo, alcanza con la mano el bolsillo del pantalón y hurga buscando las llaves, se le caen, se agacha. Creyendo tal vez que la está liberando, comienza a retorcerse y a forcejear para llegar al suelo; pero la retiene con su brazo dolorido, recoge las llaves de la baldosa, abre la puerta y entra. Cierra tras él y el mundo entero se queda afuera.

De repente ella percibe que a su rescatador le fallan las fuerzas, que cede. Salta y, al hacerlo, le rasguña el antebrazo con las zarpas traseras. Aterriza de pie en la moqueta. Permanece inmóvil un par de segundos, se sacude, luego va directa a la cocina y de un brinco se sube en una silla junto a la mesa, sin necesidad de inspeccionar antes el lugar; como si solo ahora, después de haber andado y purgado la enfermedad de ser humana, estuviera lista para el desayuno.

*

Pasa las primeras horas junto a su nueva mujer y no siente extrañeza o desconcierto, ni se encuentra en estado de fuga, sino en una especie de discernimiento agudo. En la casa esta se sitúa donde le place, como en otras circunstancias hubiera hecho. Va tras ella para asegurarse de que no ha desaparecido, de que aún está cuerdo. Siguen existiendo increíbles pruebas de ello: puede acercarse, puede tocarle la parte trasera de la cabeza, la esbelta y casi barbuda quijada, incluso las almohadillas de las patas, tan sensibles que la hace estremecerse. La estudia como lo haría un amante curioso: la extraordinaria piel, forjada en el crisol de ígneos y rubicundos paisajes; las zarpas que le han marcado el brazo con perdurables e inflamados arañazos, claroscuros, en forma de media luna; las triangulares orejas a rayas blancas con negros y largos pelos de guarda; la curvatura de sus patas traseras; los carnosos y torneados muslos, semejantes en cierto modo a los de una mujer en cuclillas. La estudia por partes, al detalle. De cerca sus ojos son del color del broche eduardiano de citrino que le regaló para su cumpleaños.

Le habla en voz baja, le dice cosas que tal vez ella querría escuchar, que la reconforten. «Lo siento. Todo irá bien». El día se ha esfumado. Durante gran parte del mismo, observa cómo duerme acurrucada en el suelo, cómo se agita su pecho. Cuando cae la noche, intenta comer algo pero no puede. La coge en brazos y la lleva a la cama. Ella cambia de postura y cierra los ojos de nuevo. Poco a poco él se tiende a su lado. Sobre un costado le posa la mano, la parte más rojiza de su cuerpo. La textura de su vientre es tersa y delicada, como la de una cicatriz; bajo el pelaje, tiene pequeñas y numerosas tetillas. Huele a presa; un olor ahumado, sexual.

—Sophia, no te preocupes —le susurra, aunque no le parece que se sienta afligida.

Cierra los ojos. El sueño, la cura de toda catástrofe, que le aportará alivio, tal vez incluso regresión.

Cuando despierta, el débil resplandor lunar de la farola ilumina la habitación; ella no está. Jamás un sueño podría ser tan convincente. Se levanta. Recorre la casa, desesperado, como un hombre en búsqueda de una bomba. Se apresura escaleras abajo y en el último peldaño, pisa algo seco y blando. Deprisa y corriendo sigue buscando. Grita su nombre, lo que le hace sentir aún más la paradoja.

La encuentra en la mesa de la cocina, una inconfundible silueta, apartada de la naturaleza. Está mirando a través de la cristalera que da al jardín el mundo nocturno. ¿Qué vistas ajenas estará observando? ¿Las lentes de Fresnel de los ojos de un búho, nítidas huellas cubiertas de hierba, o murciélagos que resoplan por el césped? El horripilante aroma de aquello que había pisado llega a su nariz. Se limpia el pie en la moqueta. Se sienta en la mesa y apoya entre las manos la cabeza. Ella observa el jardín.

 

Lunes. Martes. Sortea las llamadas de sus respectivos jefes. Se las ingenia para mentir de manera convincente, pide asuntos propios. No queda leche. Bebe té negro. Toma sopa fría, un mendrugo de pan duro. Coloca cuencos de agua en el suelo de la cocina, pero a ella, o bien le disgusta el cloro, o bien la pureza. Durante horas se sienta, en silencio, sin dejar de pensar; cada vez que habla es consciente de la estupidez de las palabras. ¿Qué ha pasado? ¿Por qué? No es capaz de sacar nada en claro. Ella está en la casa, un bulto brillante, un ser astuto y hermoso; sin embargo, él se siente cada vez más solo. No la deja salir, por cruel que parezca, aunque ella presta una particular atención a las puertas y a las rejillas de ventilación en los que puede sentir y oler pequeñas corrientes de aire exterior. La observa olfatear las juntas de las puertas, rascar con cuidado los marcos. Si nada cambia, piensa, irá al médico o la llevará al veterinario; uno de los dos descubrirá la verdad, la contraspectiva locura. Pero, ¿cómo podría…?

El sonido de unas llaves en la puerta lo sobresalta. Estaba desnudo, echado en el suelo del dormitorio mientras ella rondaba por la casa. Es Esmé, la asistenta. Es jueves. ¡Son las nueve de la mañana! Se planta una bata, baja disparado las escaleras y la sorprende justo cuando esta entra en el recibidor y suelta su bolso en el suelo; deja tras ella la puerta abierta de par en par.

—¡No! —le grita—. ¡No! Márchese. Tiene que irse.

Le pone una mano en el hombro y comienza a hacerla retroceder forzosamente hacia la puerta. Al recibir tal trato, Esmé suelta un grito ahogado. Su jefe nunca está cuando ella limpia, todo lo que sabe de él es el dinero que le deja sobre la mesa, la correspondencia que recoge del felpudo y que coloca en la encimera, y es con su esposa con quien habla por teléfono. Apenas lo reconoce y, por un momento, lo toma por un intruso.

—Pero ¿qué…? ¡Quíteme las manos de encima! Voy, Voy a… —exclama alarmada.

Entonces él se percata, del asalto, de tratarla así estando despeinado y sin vestir. Recupera el buen juicio y le suelta el brazo.

—Esmé, no venga esta semana. Tenemos un virus terrible. Es muy contagioso. No quiero que se arriesgue a pillarlo.

Está pálido, un poco trastornado, aunque no parece indispuesto.

—¿Sophia está enferma?

—Sí, lo está.

—Puedo ir a la farmacia. ¿Necesita algo?

—Gracias, pero ya la estoy cuidando yo. Por favor… —insiste señalándole la puerta. Desconcertada, Esmé coge su bolso y se marcha. Él cierra la puerta tras ella, se acerca a la ventana del recibidor y la observa levantar la vista hacia el dormitorio, fruncir el ceño y caminar hacia su cochecillo azul, meterse dentro y alejarse conduciendo. Cuando se da la vuelta, se encuentra al zorro en lo alto de la escalera.

Más tarde, tenso por la ansiedad, sale de casa y va a la biblioteca a investigar: «Trastorno delirante, Trastorno psicótico compartido, Síntomas de intoxicación»; y después: «Transmogrificación, Fábulas». Si pudiera valerse del conocimiento, la razón, la definición… Vuelve a casa con textos médicos y un fino tomo amarillo de los años veinte. No hay mucha correlación. Él no es un amante frustrado, ni sufre los demás síntomas. Lo que más le molesta es que hay una cuestión que se repite: «un acto voluntario».

 

Todo prosigue igual. Entra en la cocina y al principio no advierte que, encima del mueble, en el alféizar, dentro del cajón extraíble de comida que olvidó cerrar, está ella; tan inmóvil que podría pasar perfectamente desapercibida, como todo ser vivo camuflado, hasta que se recorta su silueta. Su sorpresa cada vez que la ve de cerca; una criatura de otro medio que él ha traído a casa para que sea su sitio. Ella duerme, duerme plácidamente echa un ovillo, la cola contraída bajo el mentón; aunque no en la cama, donde sigue intentando meterla, sino en una silla o en un rincón del lavadero. Pese a que no hace frío en la casa, ella aprovecha todo el calor que pueda encontrar: bajo el calentador, el asiento recién desocupado… Él va limpiando las heces negras y retorcidas que se encuentra e intenta no enojarse. «Como si fuéramos viejos», se dice, «como si fuera su cuidador». Le va dejando en el suelo platos de comida, pan empapado en leche, pollo cocido; platos inofensivos que ella olisquea, prueba, pero no se los termina. En su lugar, lo mira, con las cejas arqueadas, en actitud altiva, insatisfecha. Parte de su cerebro es incapaz de traducir lo que ella quiere: que la comida ha de ser cruda. Se le van los ojos tras los pájaros del jardín y aun entre cristales confinada, ella hace sus cálculos; la métrica de la cacería. Lamentando la humillación, le trae a casa una lata de comida de perro, vuelca el cacho gelatinoso en un plato de porcelana; ella lo rechaza. La ve lamerse los labios y salir trotando de la cocina. Encuentra un salivazo sobre el costoso suelo de pizarra, algo se ha comido de un lengüetazo, quizá una araña.

Ya no es capaz de dirigirle la palabra; pues ella no le entiende, y a él le suena ridícula su propia voz, como una cacofonía. Ella no aguanta mucho rato en la misma habitación. Deambula, olfatea la puerta trasera. Quiere lo que hay fuera, cada vez está más inquieta; sin embargo, él sabe que no puede dejarla ir. ¿Qué sería de ella y, con ella, de su propia esperanza? Cuando va a salir de casa, se acerca poco a poco hacia la puerta y la cierra tras él; guarda el mismo cuidado cuando regresa. Llama a la asistenta y le comunica que ya no necesita sus servicios.

Y es consciente, de que en ese plan, es él quien no se está adaptando, es él quien está dejando que la relación se deteriore. Así que se decide. Compra carne cruda en la carnicería, asadura, y en un momento de bravuconería, la arroja al suelo en frente de ella. Esta le da un mordisco a un lóbulo morado y en seguida se da la vuelta. ¡Seguro que está hambrienta! «Eres tonta», dice para sí mismo. Al día siguiente va a una tienda especializada y lleva a casa un pájaro vivo; un pichón, con las alas cortadas. Lo coloca en el suelo, donde este da saltitos e intenta levantarse. Al cabo de unos segundos ella está detrás, agazapada, irradiando energía. La observa recular y después, impulsarse más de lo necesario, por pericia o entusiasmo, de tal manera que aterriza con fuerza sobre la indefensa y frenética criatura. Le muerde el cuello irisado y le retuerce la cabeza. Parece una máquina, los chasquidos y crujidos de sus dientes. Le ha abierto el pecho color lavanda, su interior es suculento. Él se da la vuelta y se va, asqueado. Siente rabia y vergüenza. Ella jamás podría ser, ni siquiera ante eso, su mascota.

No puede seguir así, hay pruebas por todos lados: olor a almizcle en los marcos de las puertas, plumas aterciopeladas, manchas en la moqueta. Y su anhelo contra natura, que no tiene solución, ni la intimidad se puede transformar, incluso aunque se le pase por la cabeza esa posibilidad. Definitivamente ha fracasado en sea cual sea esa prueba divina o conyugal. Se decide. Abre la puerta del lavadero y la deja bien abierta. Se sienta afuera con la espalda apoyada contra la fría pared de la casa. En el jardín huele a hongos y a fango; noviembre leonado. Bajo los árboles, frutos secos y cáscaras se ajan y pudren. Espera. La presión y la temperatura de la casa cambian, entran a su antojo las fragancias, las ráfagas en las que se percibe el olor a tala, fogata y matorral; y más allá, los miasmas de la ciudad. No tarda en llegar. La ve asomar la cabeza y los hombros por la puerta; se detiene, alza una pata y señala; abre el hocico y levanta la plegada lengua. Él mira fijamente hacia delante. «Vete, por favor». Se dice a sí mismo que no hay elección. No quiere que se vaya y, sin embargo, no soporta más la demencia, la situación sin salida, el tormento diario. Sophia se ha ido.

Ella echa a correr por la hierba, entre los ciruelos, franquea de un salto la valla, una gran mancha bermeja cuya punta blanca destella como una extensión de sí misma.

No siente nada, ni pena ni consuelo. Esa noche deja la puerta trasera abierta, en señal de amor. Por la mañana encuentra babosas y rastros plateados en el suelo, hojas empapadas traídas por el viento, y el cubo de basura derribado. La noche siguiente cierra la puerta, pero no echa la llave. Sus sueños son angustiosos, de máquinas y perros, de su propia crueldad, y de sangre.

Invierno. Nieva un poco, lo que le da a Inglaterra una apariencia más apacible y madura. Ella no ha vuelto. Le preocupa el frío, qué habrá sido de ella, ahí fuera. Oye alaridos nocturnos a lo lejos, como si una mujer fuese violentada; ¿serán suyos? Inspecciona el jardín en busca de algún rastro, de huellas en el frío manto de hielo, de excrementos. La historia que cuenta es la de una mera separación. Los vecinos no le hacen más preguntas. Llega una carta del trabajo de Sophia, aceptando su renuncia. La magnitud de lo que ha pasado lo corroe todo el tiempo. Ser consciente de ello le va a hacer perder el seso. Un día se despojará de su ropa, se echará a la calle, en la cabeza se dará de puñetazos y se desternillará de risa. Confesará haberla matado, suplicará que lo encarcelen, aunque nunca encontrarán su cuerpo.

Vuelve al trabajo. Se comporta de manera correcta y a los recién incorporados les parece un hombre huraño. Los que lo conocen, los que la conocieron, comprenden que algo importante se ha apagado. No consigue recuperarse del todo. Está convencido de ser la víctima. Le han arrebatado algo; se lo han arrebatado, y de la manera más absurda posible. Se compadece de sí mismo, le repugna su pasividad: ¿acaso podría haber hecho algo más? Al cabo de un tiempo se le ocurre que ella no tiene intención de volver, que quizá ella no quería lo que tenía. «Un acto voluntario». Su ropa sigue colgada en el armario, hasta que una mañana (todo es siempre más fácil y decisivo por las mañanas), la recoge, la dobla cuidadosamente y la mete en bolsas. Busca entre el contenido de su bolso y no encuentra nada esclarecedor, ni siquiera su barra de labios, de un tono rojo que las mujeres rara vez usan, o la pelotita morada, demasiado gnómica para poder interpretarla. Sin embargo, no es capaz de deshacerse de todas esas cosas íntimas; las guarda en el fondo de un cajón.

Ya basta, piensa.

Trata de olvidar. Trata de masturbarse. Piensa en otras, en imágenes arbitrarias y despersonalizadas, en obscenidades; se concentra, pero en vez de conseguir alivio alguno, llora.

 

Unos cuantos días después, ya próximos a la Navidad, vuelve al brezal, ese lugar proteico y deshojado que ha estado evitando durante semanas. Sale a caminar al despuntar del alba, cuando las veredas aún están desiertas y se atisban los rojizos destellos del primer sol entre las ramas desnudas. No presta atención, no está prestando atención alguna y, sin embargo, se siente profundamente consciente de ese antiguo y familiar terreno, con sus detritos naturales, cercado por casas y carreteras, y arrasado por las topadoras. Es una tierra fecunda, en la que abundan organismos vivos minoritarios. En el agreste arboreto ve mirlos buscando larvas parcialmente visibles en las ramas más altas; un ala fugaz o una pata. La hierba muerta cruje a su paso. De vez en cuando se sienta un rato, con el cuello alzado y las manos desnudas sobre el tronco caído, cuya sólida savia resplandece. Su respiración nubla el aire. Aquí está, se entregaría en ese mismo instante, si hubiera algún acuerdo de por medio.

Quizá encuentre consuelo en el vigor invernal, cuando no existe nada más que lo que ya está expuesto; y, poco a poco, así sucede, conforme la Tierra se inclina hacia el sol, lo va invadiendo una sensación de paz. Para estar bien con uno mismo, no tiene cabida la pena. Se repondrá. Todas las cosas tienden a ser transitorias, poseen la capacidad de mutar. Es justo en esos momentos de plena consciencia, en los que uno es capaz de sobrellevarlo todo y a su vez dejarlo ir, cuando se manifiesta la verdad.

*

Mientras se observa los pies a medida que avanza, los tallos y pétalos que se hacen añicos a su paso, el olor al polen de las flores… y todo a su alrededor le está diciendo: «Sí, vuelvo a empezar»; en frente de él en la vereda, en la temprana e incipiente primavera, aparece ella. Levanta la mirada y ve a la raposa sobre un montón de hierba, cinco metros más adelante: su cola, su llama, es como si un cometa lo rodeara; la cabeza baja, como en señal de humillación, como si se disculpara por su esplendor. Destaca la parte posterior de sus orejas negras. ¡Ah, sus verdosos y dorados ojos! La certeza de su color. Con qué facilidad sucumbe ante ella; y siempre lo hará.

Ella se vuelve hacia él, quien está esperando oír su nombre, solo su nombre, para así poder recuperar la cordura; y dando unos pocos pasos grandes y esmerados, se interna entre los arbustos bajos del monte. Al principio cree que la naturaleza la ha asalvajado, que está asustada y a punto de echar a correr; sin embargo, esta se da la vuelta y se detiene. Otro paso más, un vistazo atrás. Entonces, ¿qué?: ¿Lo está intentando guiar? ¿Ha de seguirla?

El viejo tramo de brezal restante, conservado por un ayuntamiento poco convincente cuyos concejales cenan con los promotores en caros restaurantes, tiene como centro un receptáculo de cantos rodados y árboles caducifolios. Musgo. Aguileñas. Clavelinas de mar. Oleadas de plantitas vasculares. Ella emprende el camino, que cruza y entrecruza de peña a tocón, una ruta invisible a los ojos de él, pero que al parecer está marcada con precisión. La sigue, y ella lo sabe; aunque él hace lo que puede por andar con respeto por ese palacio de delicados filamentos, sus pisadas son mortificantes. Mantiene la distancia; ha de convencerla a toda costa de que no tiene intención de tocarla, llevársela o destruir el acuerdo de cualquier otra forma. Brotan del suelo las raíces de los ancianos árboles y levantan con ellas fragmentos de tierra. Estos son de verdad autóctonos, han sobrevivido a la desertización y a la fulminante expansión urbana. Resisten el peso de vacíos y míticos tronos. Pulmones del moho que cuelga de sus ramas.

Bajo un tronco hay una abertura, un tajo entre las piedras y la tierra. Su madriguera. Ella da un rodeo por el bosquecillo y después se sienta a la entrada, tendiendo su fúlgido rabo junto a su costado. Su panza es rosácea y protuberante. Está más delgada de lo que recordaba, sus patas son largas y estrechas, como las de una cierva. Ladea la cabeza como invitándolo a hablar. Pero no, él no debe pensar eso. Nada del pasado persiste, salvo en la oscuridad de su mente. Desde su esbelta quijada produce un grave sonido, como un gorjeo, un ahogado aullido; y lo vuelve a hacer. Él no sabe el significado. Nunca se dejaba oír en la casa, excepto cuando algo no le agradaba. Entonces, de la oscura boca de la madriguera, emerge un cachorro color alazán, da pasos vacilantes a corta distancia del agujero, los ojos opacos, azulosos, hasta hace poco ciegos, la cara vulpina color marengo. Otro cachorro lo sigue, dándole un ligero empujón al primero. Y otro. Y otro. Cuatro en total. Trastabillan hacia su madre, se apostan junto a su abdomen, se pelean por el sitio, se pisan entre ellos. Mientras la madre les da de mamar, entrecierra los ojos con sensualidad, y después se queda mirándolo.

Una vez enterado, ningún hombre está preparado para observar en su casa el cráneo asomando entre las sábanas ensangrentadas; ni para esperar con la bata quirúrgica tras la mampara mientras el médico extrae al recién nacido. Toda inhibición humana se esfuma. Ahora le ve el sentido. Se siente aturdido. Esos son, esos deben ser… suyos. Se agacha poco a poco.

Esclava de su deber, la madre no se impacienta. Antes de que acaben, los aparta a empujoncitos. Hocican los unos contra los otros. Vacilan sobre sus patas, vulnerables, lamiendo las gotas de leche. Un profundo sentimiento de inspiración se desata dentro de él y trascendentes pensamientos viriles lo invaden. Comprende su deber. Jura en silencio a ella y a sí mismo guardar ese protectorado secreto y renunciar a todo lo demás; y si llegara el caso, tumbarse frente a las excavadoras antes de que arrasen ese sagrado lugar.

Los cachorros permanecen sobre tierra un poco más. Juegan en silencio, como se les ha enseñado por su seguridad; mientras su madre los observa. Acaparan toda su atención. Aunque el pelaje sucio y arenoso les sirve de camuflaje, ella no deja nada a la suerte. Cierra la guardería. Uno por uno, los levanta por el cogote, los deposita de vuelta en la madriguera y después, sin vacilar, desaparece tras ellos.

Él memoriza el camino cuando se marcha. La madriguera no está tan lejos del sendero como pensaba, los perros sueltos olfatearán sus secreciones; no obstante, está bastante apartada, escondida tras una pradera de helechos. Ella lo sabe. Durante el camino a casa, solo alberga buenos sentimientos. Se concede sentir esa temporal sensación de orgullo y después, renuncia a ella; pues el único papel que puede desempeñar es el de un mero invitado. Y lo cierto es que la supervivencia de los cachorros se escapa a su control.

No regresa cada día, sino una vez a la semana cuando lleva a cabo una temprana incursión en el bosque. Se aproxima con respeto, permanece en la distancia; es un mero observador externo. Nunca los pesca afuera, ha de esperar a que aparezcan. Surgen de la tierra, de entre los matorrales, de un tocón de roble. Si lo conocen o no, no lo demuestran. Tras echarle un par de vistazos, con esos sobrecogedores ojos pardos, no le prestan atención alguna. La madre ha aprobado su presencia, eso es todo. Pese a que le duele ligeramente que lo excluyan, le basta con poderlos ver y observar cómo crecen.

Crecen rápido. La oscuridad de sus caras se reduce a dos tiznes en cada lado de sus hocicos. El pelaje naranja comienza a llamear. Sus orejas se vuelven desproporcionadas. Son rápidos, terriblemente torpes, incapaces de controlar tanta energía; lo que le hace reír, por primera vez en meses. Entonces sus juegos se vuelven salvajes, muerden y ruedan por los suelos. Aprenden a concentrarse para escudriñar el movimiento de sus pequeñas presas: acechan, mastican escarabajos e insectos aéreos; mientras su madre descansa en la hierba, agotada. Ella les trae frescos animales muertos, que engullen sacudiendo la cabeza, separando tiras de carroña. Pero aún los alimenta con su leche, aunque ya son dos tercios su tamaño y es evidente que le molesta ser una fábrica de nutrientes para que ellos los absorban todos y la dejen vacía. A veces lo mira, como esperando a que tome alguna decisión.

 

Es un hombre con una doble vida. Trabaja, conversa con los compañeros del trabajo, va al supermercado a comprar. Rechaza compromisos pero parece contento, por lo que sus amigos se preguntan si lo habrá superado, aunque no lo manifieste públicamente. Vuelve a contratar a Esmé, a quien entristece que Sophia Garnett haya abandonado a su marido aunque sospecha que el motivo ha sido algún tipo de injusticia por parte de él; si bien no encuentra señales de que haya estado en la casa ninguna otra mujer, ni rastro de ropa interior de encaje, ni de algún pendiente o pelos apilados en el lavabo. Cuando él observa a otros hombres sacar a sus hijos del coche, ayudarlos a levantarse cuando caen de la bicicleta, si alguien le preguntara diría: «Yo no soy desdichado».

Recorre el brezal. Observa detenidamente el paisaje. Se preocupa por los cachorros, la multitud de peligros que los acechan, aunque estén creciendo y se hagan más fuertes; y se imagina cómo serán. Embisten a su madre por sorpresa, quien a veces tiene un aspecto cetrino por haber sacrificado su ración de alimento, por no tener un compañero que la ayude. Muestran interés por la basura que pueden encontrar en el bosque, traen envoltorios y papel de aluminio, incluso el brazo de una muñeca de plástico. Sabe que se dispersarán, aunque aún es pronto. De momento son de ella y, tal vez, aunque de una forma secundaria, también suyos. Un día se le ocurre una idea. Va hasta el lugar de la madriguera. No están allí pero no pretendía entretenerse. Saca del bolsillo la pelotita morada que Sophia solía llevar en el bolso y la coloca a la entrada. La siguiente vez que vuelve, ha desaparecido. La busca por los alrededores hasta que la encuentra tendida bajo un espino cercano y la recoge, en su superficie hay huellas de dientes, arañazos, señales de juego.

No sabe qué será de ellos. El bosque no es permanente y la ciudad es rapaz. Se ha dado por vencido en la búsqueda de significado. Seguir preguntándose no tiene sentido. El porqué es una pregunta inútil, un designio inescrutable; sin embargo, es imposible dejar de pensar. La mente está abierta a posibilidades infinitas. Puede que un día, Sophia entre por el jardín, desnuda, el pelo largo y enmarañado, su cuerpo más atractivo gracias al ejercicio. Abrirá la puerta trasera, se sentará en la mesa y dirá: «He vuelto a soñar con el bosque».

Es un romance perdonable, aunque alejado del concepto… Lo sabe. Por la noche, tendido en la cama, no en el centro pero cerca, piensa en Sophia, a la que amó. Más que esperar su regreso, ha concebido su partida. Aunque todavía se la imagina cruzando la habitación, desnuda y húmeda tras la ducha. Y entonces piensa en el zorro, en su magnificencia, su resplandor. Es esta última la que se aloja en su mente, cuya ausencia infunde miedo en su corazón. Perderla sería insoportable. Observarla correr a toda velocidad por el campo, sorteando helechos para verla desaparecer en la nada… Aunque no le pertenezca, ¿qué sentido tendría la vida sin su mujer?