Cuando el caricaturista Charles M. Schulz anunció que dejaría de dibujar las tiras de Charlie Brown, al parecer recibió una avalancha de peticiones en las que todos los lectores solicitaban lo mismo: “Por favor, sólo una más. Deje que Charlie Brown consiga chutar la pelota”. Pero Schulz se opuso resueltamente a los deseos de sus lectores, y en lugar de ello siguió la lógica de sus personajes. Si Lucy van Pelt permitía que Charlie Brown chutase la pelota, si no la apartara en el último momento de sus siempre confiados y siempre traicionados pies, dejaría de ser Lucy. Si Charlie Brown consiguiese chutar la pelota, dejaría de ser Charlie Brown.

Para Charlie Brown y Lucy, su ethos, como dijo Heráclito hace dos mil quinientos años, su forma de ser en el mundo, es su daimon, el principio guía que conforma sus vidas. Y el autor, que los ha creado, ya no es omnipotente, sino que está ligado por su propia creación. Pinocho ha dejado de ser una marioneta; alguna vez tuvo hilos, pero ahora es libre. Es un niño real, tiene vida propia.

Heráclito por Rubens. Imagen vía.

El propio Heráclito se perdió para siempre, y todo lo que queda de él son las citas de sus sentencias en las obras de otros escritores, algunas en el original griego, otras parafraseadas o traducidas al latín, sólo restos de tablillas, numerados del 1 al 130 como fragmentos de cerámica en el cajón de un museo. En ellos el filósofo da la impresión de ser variopinto, mitad sabio, mitad galleta de la fortuna.

51
El asno prefiere la paja al oro.[1]

69
El camino hacia arriba y el camino hacia abajo son uno y el mismo.

70
El principio es el fin.

84
También la bebida se desintegra si no se la agita.

99
El mono más hermoso es feo comparado con la raza de los hombres.

Es difícil tomarse todo esto en serio, aunque haya mucha gente erudita que sí se lo toma en serio. Estoy tentado a decirles:

109
La ignorancia es mejor ocultarla que mostrarla.

Y a pesar de todo, Heráclito era una persona brillante en todos los aspectos, un buscador genuino de la verdad. Como Buda, nació príncipe —en su caso en Éfeso y de Éfeso— y, como Buda, renunció al poder para buscar lo que él habría llamado sabiduría (sophos), y que Buda llamó iluminación. Y algunos fragmentos me dicen mucho. Por ejemplo:

4
Malos testigos son los ojos y los oídos para los hombres que tienen almas bárbaras.

O

13
Lo que se puede ver, oír y entender, eso prefiero.

Aunque me decepciona evidentemente cuando afirma:

14
Ahora que podemos viajar a cualquier lugar, ya no necesitamos a los poetas y a los creadores de mitos para que den fe de los hechos polémicos.

Y tenemos el fragmento 121, que ha alcanzado la condición de una de las magnas verdades sobre la vida y que nos dice, como le dijo a Charlie Brown, que el ethos de un hombre es su daimon, o, como Saul Bellow escribe en el primer párrafo de Aventuras de Augie March: “El carácter de un hombre es su destino”. Carácter es destino. La clave del arte de la novela en siete sílabas, o eso es lo que la gente ha creído durante mucho tiempo. El carácter del capitán Ahab, emprendedor, tenaz, obsesionado con la ballena hasta el punto de vender su alma a cambio del derecho a matarla –“desde el corazón del infierno te hiero”– hace que su fin sea inevitable. Termina ahogado, atado a su presa por los cabos del arpón, ligados uno al otro, hombre y ballena, inseparables en la vida y en la muerte. El superviviente del naufragio del Pequod, el que vivió para contarlo, el menos comprometido de los personajes, es Ismael, o al menos ése creemos que es su nombre. “Llamadme Ismael”, nos dice, no “soy Ismael”, o “me llamo Ismael”. Ismael puede ser un alias, como el nombre de “Alias” que adoptó el personaje que encarnaba Bob Dylan en el gran western de Sam Peckinpah Pat Garret y Billy the Kid. “Llámame Alias”, dice Dylan, haciendo del Ismael al Ahab de Pat Garret (supongo que Billy the Kid sería la ballena cazada), y cuando Garret le pregunta si ése es su nombre, él responde, con una enigmática leve sonrisa de Bob Dylan: “Llámame así”. Por tanto, el llámame-Ismael —el outsider, el que no es preso de la pasión y el fervor, de la gran obsesión, de la búsqueda de Moby Dick— Ismael sobrevive, porque la supervivencia es su juego, es su carácter, por tanto, su destino. Ahab, porque es lo que desea, porque es su destino, sigue llamando a las puertas del cielo.

Ante las puertas de la miseria y de la muerte, Bartleby ha elegido el camino de la dignidad, y prefiere no desviarse de él, aceptando su destino

Existe también el carácter como negativa, la negativa, por ejemplo, de Bartleby, el escribiente, que prefería no hacerlo, sin dar siquiera una razón ni un atisbo de explicación. ¿Puede decirse que Bartleby es un carácter, o simplemente es esa negativa, enigmática, desesperante, importante por su efecto en los demás y no por sí misma? Me parece que es cierto lo primero, pues las negativas de Bartleby no son aleatorias, son coherentes. Bartleby tiene sus necesidades, es un sin techo y no tiene un céntimo y está viviendo clandestinamente en la oficina donde trabaja, y cuando su patrón una mañana lo sorprende en déshabillé, prefiere no dejarlo entrar hasta no estar presentable. Además, también se tiene en alta estima de sí mismo como trabajador, que copia sin descanso, pero que prefiere no repasar su trabajo con nadie. Su orgullo profesional podría no venir al caso, pero éste revela que este es un hombre que marca límites en su vida. Hará esto, no hará aquello, y amablemente seguirá sus propias reglas, cualesquiera que sean las consecuencias que ello pueda acarrearle. ¿Es pues una especie de fanático pasivo-agresivo? No lo creo, porque no tiene ideas que imponer a los demás. Ante las puertas de la miseria y de la muerte, ha elegido el camino de la dignidad, y prefiere no desviarse de él, aceptando su destino. Por tanto, si carácter es destino, la característica de la aceptación es tan convincente como la de la negativa. Bartleby rehúsa y acepta a un mismo tiempo. Preferiría no hacerlo, pero también, silenciosamente, prefiere.

Todo esto me hace recordar otra negativa, la de Michael Kohlhaas, el tratante de caballos, en la magnífica novela de Heinrich von Kleist del mismo nombre, que no acepta que no se haga justicia. Sólo insiste en que se cumpla lo que la ley ha decretado: que los dos bellos, lustrosos, y saludables caballos, que injustamente le ha confiscado Junker Wenzel von Tronka, y que éste ha permitido que se convirtiesen en un par de jamelgos decrépitos y esqueléticos, le sean devueltos en las mismas condiciones en que le fueron arrebatados, junto al resto de sus pertenencias perdidas, un fular, algunos florines imperiales y su colada; cuando su pequeño agravio no es atendido, se embarca en una carrera tan violenta que casi destruye su mundo y a él mismo. Su carácter se convierte en el destino de toda su comunidad, así como en el suyo propio. Pero cuando al final de la historia, y después de que se cometan actos de gran violencia, obtiene la plena restitución de sus pérdidas, acepta que la justicia le castigue por sus propios actos. Cuando ha sido satisfecho, Kohlhaas está dispuesto a dar satisfacción al estado y se somete sin discusión al hacha del verdugo. Una vez más, la negativa va de la mano de la aceptación.

Un siglo y medio después de escrita, Michael Kohlhaas inspiró al novelista estadounidense E.L. Doctorow, que basó el personaje de Coalhouse Walker de Ragtime en Kohlhaas. Coalhouse Walter, el guapito afroamericano con su lujoso coche que termina destrozado por unos racistas, insiste, como Michael Kohlhaas, en la restitución; insiste tranquila y cortésmente cuanto puede, más allá de los límites de la paciencia de muchos hombres, y sólo adopta medidas extremas cuando las más moderadas no dan resultado. La sensación de injusticia puede llevar al hombre al extremo —muchos descontentos del mundo actual pueden atribuirse a ello—, pero lo que hace únicos a estos hombres, Kohlhaas, Coalhouse, Bartleby, es su fe en la cortesía, su rechazo a proceder con descortesía o violencia hasta que todas las otras vías se han agotado, su preferencia por la no-violencia, a pesar de que, en dos de estos tres ejemplos, haya mucha violencia escondida bajo la superficie

La disposición casi kármica de aceptar lo que la vida nos depara es también la naturaleza de Mr. Leopold Bloom, Odiseo refundido como un pícaro moderno, como el errante, aunque también irlandés, quijote judío. Mr. Leopold Bloom, que come con deleite las vísceras de las bestias y las aves de corral, que ama a su mujer, a pesar de la preferencia de ésta por Blazes Boylan, y que, después de su estancia en Nighttown, devuelve a Stephen a casa en el capítulo “Ítaca” del Ulysses,[2] el hijo perdido que Bloom nunca tuvo y que va en busca de la madre perdida, “Ah, no es más que Dedalus, al que se le ha muerto su madre como una bestia”, y después, en la cama con Molly, le habla de él, se lo presenta para que disfrute, dejándola que intuya lo que él mismo no sabe, “es escritor y va a ser profesor universitario de italiano”. Molly cavila acerca de Stephen “y yo voy a tomar lecciones qué pretende ahora enseñándole mi foto”, refiriéndose a Bloom, qué pretende Bloom, me pregunto si se la regalaría del todo y a mí también … supongo que tiene veinte años o más no soy demasiado vieja para él si tiene veintirés o veinticuatro”.

Qué conmovedor es, al final del largo viaje de un día de Bloom en la larga noche, al acabar el largo catecismo del capítulo, y justo antes de que la arrolladora voz de Molly caiga sobre nosotros, descubrir que hay una negativa de Bloom, también, una negativa bajo su aceptación: acepta la infidelidad de ella porque se niega a perderla, se mete en la cama de matrimonio y encuentra la huella de otro cuerpo, de otro hombre, no la suya, y, tendido junto a su esposa que duerme, pasa revista a los nombres de los amantes de su mujer, lista en la que él ni siquiera ocupa el último lugar, y experimenta sucesivamente envidia, celos, abnegación, ecuanimidad, y a pesar de lo que sabe, ella lo excita y la ama. Es entonces, cuando en un hermoso gesto, la humildad del cornudo se mezcla con la lujuria del marido, y “besa los gruesos blandos amarillos aromáticos melones de su trasero, en cada grueso hemisferio melonoso, en su blando amarillo surco, con oscura prolongada provocativa oscilación”. Y en lo que respecta a Molly Bloom, Molly la Sí, no es más que un carácter-como-destino, es Molly soliloquios, nada sino Destino, tumbada en su cama, durmiendo, despertando, haciendo y recordando. Ningún carácter fue nunca más Destino que ella, el destino de todos así como el propio inocente y sensual.

La disposición casi kármica de aceptar lo que la vida nos depara es también la naturaleza de Mr. Leopold Bloom

Entonces: juego, set y partido para Heráclito, pensará el lector. Carácter, destino, el uno lleva al otro, y aquí lo tienen, eso es todo. Ah, pero hay algo más, porque la sentencia de Heráclito no tiene en cuenta las cosas acerca de la gente y las historias, el lenguaje y la percepción, y sí valores morales que no se sostienen, que no son cimientos firmes. James Joyce, el creador de caracteres fuertemente predestinados, agenbitten by inwit,[3] conocía los límites de la carne así como de todo lo demás, era un maestro de lo cambiante, de lo mutable, y casi al principio del Ulises invocaba al metafórico viejo padre del océano, Proteo: “cuidado”, como nos previene el libro, “con las imitaciones”.

Hay, por ejemplo, otra cuestión: el azar. En el Mahabhárata, el rey Yudhísthira, un jugador adicto, pierde su fortuna, su reino, la libertad de sus hermanos, e incluso su esposa en sucesivas tiradas de dados. Por lo tanto, está claro que su carácter crea su destino; pero persiste la idea sobre lo que habría ocurrido si los dados hubieran caído de forma distinta. El carácter de Yudhísthira no explica el resultado aleatorio, y lo que sugiere el Mahabhárata de que su oponente, Shakuni, era un maestro de los dados mientras que Yudhisthira era un novato no es convincente; no hay forma de ser un maestro de los dados. Una explicación de los asuntos humanos que no tenga en cuenta la influencia de lo impredecible, de lo caótico, de lo que no tiene ninguna razón de ser, nunca será una explicación cabal. Una batalla puede perderse por una nimiedad; un niño puede caer desde un tercer piso y levantarse, milagrosamente intacto; el mismo niño pude caer de la misma ventana en otra ocasión y morir en el acto; si una noche durante una fiesta cruzamos el gentío en una dirección determinada y encontramos al hombre o a la mujer que será nuestra pareja, podemos pensar que si hubiéramos tomado otra dirección, nunca nos hubiésemos encontrado. Una casa es arrastrada por un tornado con una niña dentro y, cuando aterriza aplasta a una bruja cuya escoba devuelve a la niña a casa. Pero, ¿y si la bruja no hubiese estado allí en ese momento?

El escritor creyente ve en el azar la mano divina. En el Puente de San Luis Rey, Thornton Wilder se plantea la tarea de comprender el sentido de las muertes de cinco individuos, no relacionados entre sí, que estaban cruzando el puente en el momento en que se derrumbó. ¿Por qué estas personas y no otras? El libro rechaza casi heroicamente aceptar la respuesta de que no había razón alguna, de que sólo se trataba de mala suerte, e intenta comprender los designios divinos. Hasta cierto punto, todos hacemos lo mismo, no nos gusta la idea de que nuestras vidas estén al albur de los caprichos de la fortuna, de la buena o la mala suerte, de las cosas que están más allá de nuestro control. Pero el azar existe. Paul Auster y Jerzy Kosinski son escritores que, de forma distinta, prestan mucha atención a este tema. Auster, como Vyasa, la figura mítica a quien se atribuye el Mahabhárata, usa a placer la metáfora del juego —la catastrófica partida de póquer que juegan los principales personajes, Nashe y Pozzi, contra los solitarios de Pennsylvania, Flower y Stone en La música del azar, en realidad nos recuerda el desastre de Yudhísthira— que cambia la vida de sus personajes, mientras Kosinski en su mejor libro, Desde el jardín, deja que su dulce idiota, Chauncey Gardiner[4] —cuyo nombre verdadero no es éste sino que se lo ha dado el azar— ascienda en la escala social desde su condición de ingenuo sirviente de un hombre rico a la de consorte de los grandes y consejero de los poderosos. (En la película basada en la novela, Bienvenido Mr. Chance, Peter Sellers, en su mejor papel, tiene una extraña semejanza con el Vicepresidente de los Estados Unidos, Dick Cheney, por lo que quizá la novela de Kosinski fue más profética de lo que creyó).

El cine de Hollywood casi dejaría de existir, por supuesto, si a los directores les estuviese prohibido basar sus obras en el azar —la picadura accidental de una araña que convierte a Parker en Spiderman, el descubrimiento azaroso que hace Bilbo Bolsón de un misterioso anillo de poder (para ser justos, J.R.R. Tolkien, miembro de la escuela de la “mano oculta” de Thornton Wilder, hubiera argüido que el anillo quería ser encontrado, y escogió a Bilbo para ello: su carácter era su destino), por no mencionar toda la industria cinematográfica sobre “fortuitos” encuentros románticos de hombres y mujeres: Meg Ryan y Tom Hanks que se conocen por internet, Meg Ryan y Billy Crystal que se topan accidentalmente media docena de veces en la misma película: parece que la gente en las películas nunca es presentada con propiedad, prefieren vestirse de mujer para escapar de una banda de hampones y dar de narices con Marilyn Monroe en un tren, o conocerse en un barco que se hunde, o tras un accidente de coche o de tren, o en una tragedia aérea o como náufragos en una isla desierta, u obligados a casarse para heredar una fortuna, o a causa de una ley de un cuento de hadas para que siga existiendo Santa Claus.

El último emperador de la China, Pu Yi, al principio de su vida creía que era un dios y terminó, bajo el comunismo, como un jardinero que afirmaba ser feliz

La importancia de lo impredecible en los asuntos humanos —una revolución, una avalancha, una enfermedad repentina, el colapso de la bolsa, un accidente— nos obliga a aceptar que el carácter no es el único factor determinante en nuestras vidas. Es más, el carácter ya no es lo que era hace dos mil quinientos años. Cuando Heráclito afirmó que el ethos del hombre es su daimon, ambas palabras, ethos y daimon se referían a conceptos que en aquel momento se consideraban estables. El carácter no era mutable, sino fijo. El espíritu que guiaba nuestras vidas no cambiaba. Como Popeye el marino dijo sucintamente. “Soy lo que soy y es todo lo que soy”.[5] En la actualidad, sin embargo, tenemos un concepto mucho más resbaladizo, más fragmentario de lo que es el carácter. Discutimos mucho acerca de qué parte de nuestro comportamiento está determinada desde el exterior y cuál desde nuestro interior. No estamos seguros de la existencia del alma, y sabemos que somos distintos según las circunstancias: nos comportamos de forma distinta en casa y en el trabajo. Somos más inestables y metamórficos que lo que suponían nuestros antepasados. Sabemos que en nuestro Yo hay un bullicio de yos diferentes empujándose para hacerse un hueco, que pasan a primer plano, retroceden, crecen, se encogen, hasta desaparecer, mientras que nuevos yos crecen. A lo largo de nuestras vidas podemos cambiar tan profundamente hasta el punto de no reconocer a nuestro identidad juvenil. El último emperador de la China, Pu Yi, al principio de su vida creía que era un dios y terminó, bajo el comunismo, como un jardinero que afirmaba ser feliz. ¿Puede un hombre cambiar tanto y estar contento? ¿Se trata de un lavado de cerebro o de una transformación? Es una pregunta sin respuesta. Pero la naturaleza del yo, y la medida en que éste determina nuestros actos, son temas más problemáticos que antaño. Carácter puede ser destino, pero ¿qué es el carácter?

Una tercera respuesta a Heráclito la encontramos en la esfera política o al menos en la creciente penetración de los asuntos públicos en nuestras vidas. La brecha que hay entre lo privado y lo público ha disminuido hasta el punto de dejar de existir.

En gran parte del mundo la niñez misma ha sido abolida, la niñez como una época segura, un periodo protegido durante el cual un ser humano puede crecer, aprender, desarrollarse, jugar; en el que un ser humano puede ser inocente, infantil, y ser consentido y ahorrarse las penalidades del adulto. En nuestros días la miseria mundializada obliga a los niños a trabajar en la fábrica y en el campo, los convierte en golfillos callejeros y los lleva al crimen o a la prostitución. Mientras, la inestabilidad política no sólo se cobra muchas de sus vidas, en Sudán, Ruanda, India o Irak, sino que también les convierte en asesinos. Vemos en la televisión a niños-soldado de África disparando sus armas automáticas y hablando con pavorosa familiaridad sobre la muerte. En un tiempo en que las presiones externas sobre nosotros son tan grandes, en Palestina, Israel, Afganistán, Irán, muchos artistas se han sentido obligados a tener en cuenta la terrible verdad de que para una gran mayoría de la población mundial, sus caracteres, fuertes o débiles, tienen muy pocas posibilidades de determinar su destino. La miseria es destino, la guerra es destino, los antiguos odios étnicos, religiosos o tribales son destino, una bomba en un autobús o en la plaza del mercado es destino, y el carácter tiene que ocupar su lugar en la lista. Un especulador financiero multimillonario ataca la moneda del país, se derrumba, y entonces pierdes tu empleo; no importa quién seas o si eres buen trabajador: estás en la calle. No se trata siquiera de un problema del Tercer Mundo. El 11 de septiembre de 2001, miles de personas murieron por causas que no tenían nada que ver con su carácter. En aquel trágico día, su ethos no fue su daimon.

Hasta los catorce años, cuando fui enviado desde Bombay a una escuela privada en la lejana Inglaterra, yo era un individuo más homogéneo de lo que soy ahora. Había vivido siempre en la misma casa y en la misma ciudad, en el seno de mi familia, entre gente cuyas costumbres conocía inconscientemente, hablaba las lenguas que la gente hablaba en aquella ciudad, en aquel país y en aquella época. Éstas son las cuatro raíces del yo: la lengua, el lugar, la comunidad y las costumbres. Pero en nuestra época —la gran época de las migraciones— a muchos de nosotros nos han arrancado una de esas raíces. Hemos abandonado el lugar que conocemos, la comunidad que nos conoce, para ir a un lugar donde las costumbres son diferentes y, quizás, no dominamos la lengua más común, o si la hablamos, es con incorrección, y no podemos expresar las sutilezas de nuestros pensamientos y de lo que somos. En mi caso, fui criado en el multilingüismo, y mi inglés era bueno, era la única raíz plantada en la tierra, pero las demás habían desaparecido.

En la mitología escandinava, el árbol de la vida, el gran fresno Yggdrasil, tiene tres raíces. Una se hunde en el estanque de la sabiduría cerca del Valhalla, el estanque del que bebe Odin, pero las otras son destruidas poco a poco; una roída por el monstruo Nidhogg; la otra paulatinamente consumida por las llamas de Muspelheim, la región del fuego. Cuando estas dos raíces son destruidas, el árbol cae y el Götterdämerung comienza. El emigrante al principio también es como un árbol sin raíces que intenta mantenerse en pie. La emigración es un acto existencial, que nos despoja de nuestras defensas, y nos expone despiadadamente a un mundo que no nos comprende, como si la tierra fuera despojada de su atmósfera y el sol cayese sobre ella con toda su fuerza despiadada.

Esta es una época de escritores emigrados, emigrantes voluntarios y exiliados y refugiados involuntarios. Para ellos, la inestabilidad se da por supuesta, la inestabilidad de la residencia, del futuro, de la familia, del yo. Para semejantes escritores la ausencia de un tema inevitable se da por supuesto también. Algunos, como el largamente exiliado somalí Nuruddin Farah, lleva a Somalia consigo, igual que Joyce llevaba a Dublín con él, y nunca recurre a lugares o a temas distintos. Otros, como la escritora india Bharati Mukherjee, en la diáspora se redefinen a sí mismos según sus alteradas circunstancias, pensando y escribiendo, en su caso, como una estadounidense. Otros más, como yo, estamos en medio, a veces mirando a oriente, otras a occidente, pero sintiendo siempre el carácter provisional de toda verdad, la mutabilidad de todo carácter, la incertidumbre de todo tiempo y lugar, no importa lo asentadas que parezcan las cosas. No puedo sino envidiar profundamente a los escritores con hondas raíces, como William Faulkner o Eudora Welty, que dan por supuesta su parcela y la explotan de por vida. El emigrante no tiene suelo donde pisar hasta que lo inventa. Ello también agudiza la sensación de precariedad de todo y lo conduce a la literatura de la precariedad, en la que ni el destino ni el carácter pueden darse por sentados, ni tampoco la relación entre ellos. Borges sabía que la historia es un jardín de senderos que se bifurcan, y que a pesar de que las cosas hayan ocurrido en un sentido, podían haber sucedido en el sentido opuesto, y, entonces, ¿quiénes seríamos?, ¿cuán diferentes hubieran sido nuestros pensamientos o nuestros actos? ¿No debería nuestro destino haber moldeado nuestro carácter y no a la inversa?

En el corazón de la novela está y siempre estará la figura humana, pues la naturaleza de la novela es mostrar la figura humana en movimiento, a través del tiempo, del espacio y de los acontecimientos

La literatura estadounidense, como corresponde a la literatura de un país hecho de inmigrantes, bien conoce los procesos proteicos de cambio de formas por los cuales los inmigrantes, como individuos y como comunidad, se rehacen a sí mismos y son rehechos, y no es casual que las más prestigiosas obras maestras, El gran Gatsby, por ejemplo, traten de la comedia y la tragedia del yo reinventado. La literatura de Estados Unidos está atrincherada en la actualidad, no llega de tierras del otro lado del océano como ocurrió en el pasado (aunque hay siempre nuevas historias estadounindeses que se añaden a la multitud, ya comenzamos a oír hablar de los afgano-americanos, por ejemplo: lean la novela de Khaled Hosseini Cometas en el cielo), pero es bueno saber que muchos de los autores jóvenes como los de la selección de Granta de los mejores jóvenes novelistas estadounidenses de 2007, adoptan las tradiciones proteicas de Estados Unidos.

En el corazón de la novela está y siempre estará la figura humana, pues la naturaleza de la novela es mostrar la figura humana en movimiento, a través del tiempo, del espacio y de los acontecimientos. Si no nos interesa el carácter, difícilmente nos interesará la novela, así de simple; pero los seres humanos no lo son todo, de hecho ni siquiera son los héroes de la historia que se nos cuenta, tienen sólo un papel secundario en sus propias vidas. Incluso los personajes de ficción más poderosos tienen que enfrentarse en algún momento a la absoluta extrañeza del mundo.

El carácter puede conformar el destino con mucha fuerza y en la novela debe permitirse siempre que sea posible, pero lo surreal también es parte de lo real. Lo surreal es la extrañeza del mundo hecha visible: es un procedimiento legal que parece no tener fin, como el de la novela Casa desolada de Charles Dickens; es la Oficina del Circunloquio que existe con el fin de no hacer nada, son los montones de polvo de Nuestro amigo mutuo, las pilas de desechos que se acumulan para llegar a ser Alpes de basura, Pirineos de basura, Himalayas de basura que se yerguen sobre la ciudad que los ha creado como una metáfora o como un juicio. Heráclito, que nos enseña que el ethos de un hombre es su daimon, también escribió:

17
Pitágoras recogió más información que todos los demás hombres, incluso afirmaba que recordaba detalles de vidas anteriores, en que fue pepino y sardina.

Aquí estoy de acuerdo con Pitágoras. Me gusta la historia del Pitágoras total, el del cuadrado de la hipotenusa así como el de la suma de los cuadrados de los catetos, y no podría sentir que conozco a Pitágoras debidamente si no supiera también acerca de sus secretos, sus vidas anteriores lejos de las matemáticas en que fue pepino y sardina.

TRADUCCIÓN DE VICTORIA PRADILLA

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[1] El autor del presente artículo usa como referencia y fuente de las sentencias de Heráclito el libro de Haxton Brooks: Fragments: The Collected Wisdom of Heraclitus, Penguin Books, New York, 2003. Las traducciones de Brooks difieren mucho de cualquier otra versión directa del griego, tanto al inglés como al español, y algunas son una interpretación muy libre de los fragmentos del filósofo griego. Por ello, he usado siempre que he podido una versión directa del griego al español, menos en los fragmentos 14 , y 17 en que traduzco directamente del texto de Rushdie, pues la divergencia es tal que se perdería el sentido del comentario que le sigue.

[2] Ulises, versión en español de José María Valverde, primera edición Barcelona (1976).

[3] «Agenbite of inwit» locución en inglés medieval que tiene el sentido de “remordimiento de conciencia” popularizada por James Joyce en el capítulo 10 de Ulises.

[4] Chance, the gardener. En inglés chance tiene el sentido de casualidad, suerte, oportunidad; y gardener el de jardinero.

[5]En español no puede reproducirse la connotación que implica la pronunciación de este personaje: “I yam what I yam and tha’s all I yam.”.