Lorna esperó a que Nancy saliera de su clase y se nos juntara a Hattie y a mí para hacer el gran anuncio.

–Les tengo una sorpresa –dijo entonces–. Logramos meterlas a la lista de invitados oficiales para el aniversario de la Revolución.

¡Invitadas oficiales de la Revolución! Estallamos las tres en una polka festiva, gritando y aplaudiendo a Lorna, y ella, siempre tan atribulada, rió con nosotras. Como invitadas podríamos asistir a algunos eventos especiales, explicó, y también nos llevarían de paseo, pero lo mejor era que para el acto central del 26 de julio estaríamos en la mismísima tribuna central desde donde siempre hablaba Fidel. ¡Cerca de Fidel! La esposa de Manuel Piñeiro rió de nuevo, apenada de pensar que tuviéramos tanto que agradecerle:

–Creo que tal vez no al lado de Fidel sino un tantico más lejos. La tribuna es muy grande. Pero lo podrán ver y escuchar sin problemas, y van a estar sentadas muy cómodamente.

Hay otra cosa –añadió–. Para lograr esto tuvimos que inscribirlas como delegación, porque como individuos sólo pueden asistir personas un poquito más famosas que ustedes. Siempre son delegaciones. Entonces me van a perdonar, pero en la lista van a quedar como la “Delegación méxico-norteamericana de técnicos extranjeros”.

 Ahora sí soltó la carcajada, y nos miró entre divertida y pidiendo disculpas.

–Esta muy bien, –mentí, rabiando por dentro de que se ocultara ante el mundo nuestra condición de artistas. Pero realmente no importaba... ¡Todas a la plaza con Fidel!

 

No había mejor vida que la de un delegado. Junto con otros afortunados invitados a conocer el paraíso revolucionario, nuestra pequeña delegación técnica y binacional viajó en un capullo de aire acondicionado hasta lo alto de una loma. Ahí bajamos del ómnibus y nos encontramos en una fresca selva, reserva natural, donde lanzamos suspiros de admiración frente a una multitud de orquídeas, helechos y colibríes. Con aire acondicionado nos llevaron a la Habana Vieja. Tomamos daiquirís en el bar El Floridita y unos pasos más adelante, en la Bodeguita del Medio, bebimos mojitos y perdimos el recato y la mesura frente a enormes pirámides de carne de puerco frita –aquellas masitas con las que soñaba mi amigo Pablo– con su séquito monumental de arroz, frijoles negros, y tajadas de plátano maduro. Y más mojitos. Yo, que no sabía tomar, no pude resistir la fantástica mezcla de yerbabuena, azúcar, limón y ron, bebí un mojito entero y pasé la tarde riendo como una tonta. Luego nos llevaron en fresca peregrinación a la casa de Papa Hemingway. Muchos de los delegados ya habíamos visto los amplios jardines y los claros ambientes de la casa, porque una de las escenas claves de la película cubana más famosa, Memorias del subdesarrollo ocurre ahí. El protagonista deambula por la casa-museo, escondiéndose de la joven mujer que lo persigue y tratando de encontrar la perspectiva adecuada para juzgar a Hemingway y su obra, al cazador compulsivo y al turista intelectual que vivió veinte años en la playa de San Francisco de Paula sin haberse interesado jamás por Cuba. ¿Por qué tan gran novelista no fue capaz de entender la Revolución?

Construida sobre el mar en las afueras de La Habana, la casa de Hemingway era como una jaula para atrapar el sol. Una luz deliciosa iluminaba los muebles de caoba y los frescos pisos de mármol, dándole a todo lo que tocaba un brillo ligero y cálido. En este castillo de aire claro Hemingway escribió El viejo y el mar y París era una fiesta, y de ahí salió por última vez a finales de 1960, un año después del triunfo de la Revolución. Se instaló en Idaho y seis meses más tarde apuntaló un rifle de cacería contra el suelo, lo encañonó contra su paladar y se voló los sesos.

–Estás pensando en su muerte ¿no es cierto?

Me causó sobresalto un hombre barbudo y con cara de roedor nocturno que me hablaba al hombro. Al sonreír, como ahora al presentarse, no dejaba de ser feo, pero resultaba encantador. Dijo que era integrante de la delegación chilena, y médico. Por esto último le producía un especial impacto un suicidio como el de Hemingway, a él que se pasaba la vida luchando contra la muerte.

–Tenía todo, absolutamente todo, ¿te das cuenta? Peleó en la Segunda Guerra Mundial como el hombrazo que era, escribió las grandes novelas de este siglo, vivió el triunfo de una revolución como ésta, y luego no resistió más. Y uno desviviéndose con la penicilina y la quimioterapia como un imbécil para que al final un suicida venga y le diga ¿sabes qué? tus pobres remedios no resuelven las cosas que verdaderamente importan… –Mi interlocutor interrumpió en seco su discurso y miró por la ventana–: ¡Pero este jardín es una maravilla!…dan ganas de dejar de pensar tonterías y convertirse en palmera.

 ¿Y yo qué hacía?, quiso saber.

–¡Claro! Bailarina. ¡Qué otra cosa podías ser! Ponte contra esa palmera para tomarte una foto.

Manuel era de esas almas bondadosas y gregarias que en los viajes de excursión se encargan de conocer a todo el mundo, tomarles fotos y apuntar la dirección de cada retratado, y que luego cumplen con su promesa de mandar la copia. Se apresuró a aclararme que no había venido a Cuba en un viaje de simple turismo. Faltaban menos de dos meses para las elecciones presidenciales en Chile, que ganaría, esta vez sí, sin posibilidad de duda, el candidato del Partido Socialista. Se llamaba Salvador Allende, y ya los teatreros chilenos me habían hablado de él.

–Médico como yo –dijo Manuel–, y revolucionario de tiempo completo. Gran hombre, de gran corazón.

El propio Manuel no era médico de consultorio sino especialista en salud pública; se ocupaba sobre todo de la salud preventiva, apuntó, actividad que, en América Latina, con frecuencia se limitaba a desesperarse por las condiciones de vida de los pobres. Había viajado a la isla con miras al trabajo que le esperaba cuando triunfara su amigo, pues lo que había hecho Cuba en materia de salud no tenía precedente en la historia.

 Tenía razón. Sin médicos se acababa el mundo. Hasta en Vietnam eran parte fundamental del esfuerzo de guerra. En cambio, sin bailarines como yo no pasaba nada.

–Me imagino que tú, cuando ves por primera vez a una persona, a mí, por ejemplo, te fijas sobre todo en si está conformado armónicamente o no. (¿Que no es cierto? Te vi mirándome.) Yo por costumbre muy arraigada sólo veo enfermos y sanos. Y desde que llegué me siento como Aladino en la cueva de los tesoros, deslumbrado. ¡Mira a tu alrededor!

            Y era verdad. Viéndolo ahora con sus ojos el paisaje cubano era un refulgente panorama de cuerpos sanos, musculosos y activos, dientes blancos, piel sin sarna ni las oscuras señas que la desnutrición tatuaba en los cuerpos de los niños de mi país, y que de tanta costumbre yo ya ni percibía. Llevaba marcado en el recuerdo, sí, los entierros infantiles, la procesión de cirios y flores y un pequeño ataúd blanco que era como parte del folclor de cualquier excursión a un pueblo. Ahora por primera vez notaba que en la isla no había sabido de niños muertos. Hasta el último niño campesino iba a la escuela, recibía todas las vacunas y acudía con un médico cuando se sentía mal. También todos los adultos cubanos tenían garantizada la atención médica. Y como no sobraba la comida, tampoco abundaban los gordos. El resultado era un despliegue de plenitud física y el sosiego elemental que produce tener la salud garantizada.

–¿Ves tú? Es como cuando uno sale de la ciudad y respira aire limpio. No toma conciencia de ello, pero inmediatamente se siente mejor.

            –¿Y eso vas a hacer en Chile? ¿Poner la salud igual que aquí? ¿De veras van a ganar?

            –Verás que sí. Entre Fidel y Allende van a transformar América Latina.

            –Y el Che también, ¿verdad? Porque él ya transformó todo. ¿Nunca te sentiste culpable de no dejar la medicina como él?

            –No, yo soy médico. Él era el Che. Hombre, ¡alguien tiene que poner las inyecciones!

Tenía razón. Sin médicos se acababa el mundo. Hasta en Vietnam eran parte fundamental del esfuerzo de guerra. En cambio, sin bailarines como yo no pasaba nada.

–Me parece que estás pensando otra vez en la muerte. Y el remedio es que te pongas aquí contra este muro de piedra para que te pueda tomar otra foto. Porque para las fotos hay que sonreír.

Las fotos que me tomó Manuel no llegaron nunca, seguramente porque a partir de esa fecha ya no tuve dirección fija. Y después, él tampoco. Pensé en él tres años más tarde, cuando su amigo Salvador Allende, que efectivamente resultó electo presidente de Chile, se encañonó en el paladar un AK-47 que le había regalado Fidel y se voló los sesos. Las tropas al mando de la junta militar golpista habían tomado el Palacio de la Moneda y estaban a punto de llegar hasta su despacho. Cuando me enteré del golpe no pude recordar bien el apellido de Manuel, pero años después le hice su descripción a algún chileno en el exilio que me dijo que sí, que había sido viceministro de salud de Allende y que había logrado salir con vida del terror pinochetista. En aquel momento, paseando entre los rosales y palmeras del jardín de Hemingway, resultaba imposible imaginar el triunfo pacífico de un socialista revolucionario, pero por simpatía a su amigo ahora deseaba de todo corazón que fuera cierto.

Comida y trago, playa y excursiones. Esta era la Cuba que conocían la mayoría de los peregrinos a la isla. Pero a los delegados del 26 de julio también les interesaban muy particularmente otro tipo de paseos. Con la notable excepción de la delegación méxico-norteamericana eran todos revolucionarios de carrera, o gente como Manuel, que tenía una profesión, pero que la ejercía en el terreno de la política. Sentían una enorme curiosidad por abrir la capota de la Revolución para ver cómo era el motor por dentro, y no querían perder el tiempo. En aquel entonces un militante de izquierda que quisiera conocer la isla de sus sueños no podía sencillamente pedir una visa e ir de turista: hacía falta ser invitado, y el gobierno invitaba a muy pocos. Entre los cien o doscientos delegados que subían y bajaban con nosotras a los autobuses gélidos seguramente había más de algún vividor de la causa revolucionaria, pero la mayoría se había ganado sus invitaciones con trabajo, prestigio, sacrificio y muchas veces con tortura y cárcel. Estos eran los extranjeros –principalmente latinoamericanos– a quienes la Revolución deseaba exaltar, y ahora los llevaría a ver los logros que a la Revolución le interesaba exaltar de sí misma. Otra manera de decirlo es que fuimos a conocer las cosas con las que a la Revolución le gustaba soñar, y puesto que a todos los delegados les gustaba soñar con la Revolución, en esas últimas visitas antes del 26 de julio huéspedes y anfitriones entraron juntos a un terreno gozoso, casi lúbrico, de fantasía compartida.

Las más aplaudidas fueron las vacas. Eran irresistibles, tan gordas y ecuánimes y estúpidas, tan ajenas al triunfo de su propia existencia. Nos las presentaron en una granja experimental en las afueras de La Habana, desde cuyas esmeraldas planicies y blancos laboratorios era imposible adivinar la miseria del campo. Era esta granja, precisamente, la que iba a acabar con la miseria para siempre, anunció el director. Hablaba como si fuera una parodia de Fidel, con idénticas pausas, reiteraciones y tono discursivo:

–La tarea que enfrentamoh nossotroh aquí no eh fácil –arrancó, parándose con los pies abiertos y el pecho bien adelantado, como desafiando tiros–. Ejta Rrrevolución… [pausa] se ha commprometido.. [pausa] a garantizarle a cada uno de susijo un litro de leche diario [dedo índice de la mano derecha apunta hacia arriba y señala repetidas veces un litro:] …por lo menoj hajta que cumpla ocho añosss [mano derecha da un capotazo y remata en la espalda]. ¡Pero rrresulta que en el mundo hay doss clasess de vaca: la que da leche –que es la suiza, la holandesa, la inglesa, que te produce hajta dieciocho litros de leche al día– y la que aguanta caló, que es la cebú. La hembra del ganado cebú, que se desarrolló en la India. Pero la que te aguanta caló no te da leche. Eh muy malo ese animal para dar leche. Da uno, doj, litro al día, y luego no te da máj. Entoncess, ¿qué éh lo que ejtamo haciendo nossotroh aquí? ¡Pueh vamos a producir un nuevo tipo de vaca! Lo que están viendo ujtedes eh una cruza entre la Holstein y la cebú… [pausa y arranque] que resiste perfectamente laj condicioneh climatológicass y que tiene un rendimiento promedio de leche que debe de poder llegar hajta los once litroh diarioh cuando se haya perfeccionado el cruce. [Dedo índice hacia abajo agujereando el aire con cada sílaba. Giro triunfal de medio cuerpo al presentar la conclusión:] Ejte animalito…se llama Deisy.

La primera persona del plural que siempre usaba Fidel era mágica: sustituía ese “yo”, que asume todas las culpas sin encontrarles un remedio, por la solidaridad de un “nosotros”, que éramos él y todos y que permitía compartir por igual el esfuerzo y sufrimiento y el destino de esta frágil isla.

Blanca y pura, no muy grande, con una delicada joroba y formas redondas, Deisy nos contempló con ojos de Hera desde su pulcro establo y siguió masticando, impasible. Caímos todos en un absorto silencio, rendidos de amor. Algunos pensarían en los grandes logros científicos que posibilita una revolución. Otros, en lo que sería poder garantizarle un litro de leche al día a cada niño en su país. Yo pensaba que si Manuel el chileno quería ser palmera, yo anhelaba por sobre todas las cosas convertirme en este animal inconmovible y bruto, para poder así conocer la paz. Por fin se oyó en un rincón la voz de alguien con marcado acento brasileño, un hombre alto y ya mayor, qué preguntó:

–Companheiro, ¿el señor piensa que Cuba va a guardar este grande descubrimento para ella sola? ¿No será que tiene la obligación de compartir con todos los pueblos de América Latina uma maravilha así? Los niños del continente entero van agradecer, acredito.

–Compañero, –respondió feliz el director–.Todo lo que tiene Cuba es para los pueblos hermanos. ¡Cómo no lo va a ser también Deisy y toda su descendencia, cuando está de por medio el hambre de nuestros niños!

Y nos fuimos todos a comer y a celebrar un futuro sin hambre.

 

En la semana que duró nuestra condición de privilegiados no visitamos una sola galería ni fuimos nunca a escuchar un concierto ni a ver una obra de teatro. No se nos invitó a conocer la industria editorial cubana ni a dialogar con un autor ni siquiera a visitar la redacción del periódico Granma. No pregunté por qué, pues es condición ineludible de los tours organizados que la pregunta ¿por qué esto y no lo otro? no exista. El último día de expedición fuimos a visitar un manicomio cubano, porque en ese momento era uno de los grandes entusiasmos de Fidel.

Al ver al director del Hospital Siquiátrico Nacional, que llegó hasta el pie de la guagua a recibirnos, todos los delegados nos entusiasmamos también. Nunca supe si el doctor y Comandante Eduardo Bernabé Ordaz era en verdad guerrillero, pero cultivaba la barba selvática que se habían dejado crecer los rebeldes durante la guerra. En la Cuba de temperaturas diarias de treinta grados, sólo una media docena de hombres cercanos al barbudo Fidel querían ir por la vida sin rasurarse, y después de Manuel Piñeiro el más notorio era el doctor Ordaz, quien ahora lucía una sonrisa de completa felicidad en medio de su rostro peludo, y se acomodaba y acariciaba las barbas por encima de la nívea bata médica. A todos nos dio la impresión de que estaba a punto de cantar un aria, bailar la jota o hincarle el tenedor a un gran lechón. Cuando bajé el último peldaño del bus me dio la bienvenida con un abrazo capaz de inmovilizar a un tigre. Por un instante pensé con alarma, y no fui la única, que se trataba de uno de los pacientes del hospital, y en realidad cuando entramos a las salas todos los pacientes que vimos parecían inundados de la misma felicidad galopante que el galeno. Lo fuimos siguiendo de sala en sala con una sonrisa cada vez más parecida a la suya mientras él explicaba, eufórico: la Revolución creía que el trabajo productivo era la raíz y la justificación del hombre nuevo, y que las enfermedades mentales eran el resultado de un desencuentro entre el paciente y su entorno social. Lo que enfermaba –si recuerdo bien la explicación– no era la persona en sí, sino su relación con la sociedad. Ahora bien, si el trabajo dignifica a los cubanos sanos, ¿por qué habría de negársele a los enfermos la posibilidad de trabajar, y de ser revolucionarios ellos también? Aquí en el hospital realizaban su trabajo productivo en granjas y talleres. En la nueva sociedad cubana tampoco se infantilizaba al paciente siquiátrico. Un ejemplo: aunque en la mayoría de los hospitales para enfermos mentales estaban prohibidos los espejos, aquí en el Siquiátrico Nacional el paciente tenía derecho a reconocer su imagen y a contemplarse.

Mirando sin ver una hilera de pacientes vestidos de civil que nos brindaban su risa anchurosa, pensaba de nuevo con amargura en la ausencia de espejos de Cubanacán, pero ocurrió que en ese instante fijé la vista en un delegado en quien no había reparado antes, y se esfumaron los pacientes y los espejos, pues supe sin más que estaba frente al hombre para quien había nacido.

Se llamaba Luis, era guerrillero, y no pasaron de tres los diálogos, todos breves, que tuve con él antes de dejar de verlo para siempre. Durante los días y las semanas en que lo llamé con el pensamiento como si fuera con un largo gemido de súplica nunca hubo respuesta, pero tengo que agradecerle la experiencia de ese flechazo instantáneo y fulminante, pues no me había ocurrido antes ni nunca más después. No me dijo gran cosa acerca de su vida. No tuve tiempo de fijarme si era bien parecido o no. Nunca me enteré si tenía algún oficio ni si le gustaban los mismos libros que a mí. Entendí antes de que me lo contara que era guerrillero y que había estado en la cárcel, porque estaba flaco y tenía la expresión de alguien que lucha por sobreponerse a una gran fatiga, y porque había algo en su manera de caminar y de ladear ligeramente el torso como si hubiera sido muy maltratado. No era alto, no era chaparro, tenía ojos grandes y un modo dulce que me pareció inconcebible en alguien que hubiera pasado por la tortura. Entre otras sensaciones, su presencia me provocó un alivio voraz frente al omnipresente machismo cubano, que volvía estentóreas e incontrovertibles hasta las afirmaciones de mi amigo Galo. De todo eso, de la arrogancia y la confusión, de la retórica y las exhortaciones, de mis dudas y las respuestas absolutas que me agobiaban, Luis me pareció desde el primer instante refugio y defensa.

–¡Hola!

            –¿Qué tal?

            –Hace mucho calor, ¿verdad?

Así fue el refulgente primer diálogo de amor.

En los jardines del hospital los pacientes del doctor Ordaz nos invitaron a presenciar la obra musical que tenían montada. Me coloqué al lado de Luis, tan cerca que podía percibir el ligero olor a madera de su piel. La obra podrá haber sido grotesca –o sumamente interesante, en última instancia, este desfase vanguardista entre los gestos altamente codificados de los intérpretes de la música cubana tradicional y la imitación que hacía de ellos un grupo de entusiastas esquizofrénicos– pero a mí lo que me pareció en ese momento fue celestial. Entre un número musical y otro Luis y yo intercambiábamos algunas frases, aunque tenía que hacer un esfuerzo para que se me oyera la voz. No recuerdo una sola palabra de lo que nos dijimos, salvo que era intrascendente.

            Yo moría por preguntarle todo –por qué Vietnam, por qué el arte no, por qué yo tenía que estar tan fuera de lugar– y por último le pregunté dónde estaba alojado y él me dijo, siempre con el mismo tono dulce y protector, que por razones de seguridad no tenía permitido darle esa información a nadie. Entonces entendí que mi presencia le incomodaba, que aunque él me pareciera alado y luminoso como un ángel, yo era torpe y fea, y además una frívola bailarina frente a un redentor del mundo. Dudé si sería peor quedarme allí a su lado, respirando su olor pero haciendo el ridículo o abrirme paso entre los demás delegados para tomar refugio en la guagua. En ese momento una anciana de chancletas y pañuelo amarrado en la cabeza se encaminó al centro del improvisado escenario al aire libre y empezó a cantar La bayamesa con voz ronca y destemplada, y al mismo tiempo por encima de su cabeza vi que de la loma donde quedaba el estacionamiento venía bajando una hilera de delegados que llegaban a unirse a nuestro grupo.

–¡Esto es magnífico!, –dijo reventando de felicidad el director del Hospital e interrumpiendo La bayamesa–. Acaban de llegar los heroicos compañeros vietnamitas. Compañeros, por favor, un aplauso. Nos honran, verdaderamente nos honran con su presencia estos camaradas. Por favor, compañera…

Y le hizo una señal de bienvenida a una muchacha de belleza frágil como un ala, vestida a la manera tradicional con un ao dai bordado en rojo. Con los ojos inundados y la garganta apretada aplaudíamos todos y ella, abochornada, escondía la cabeza y doblaba el talle en agradecimiento como si la moviera la brisa.

            –La camarada se quedará en Cuba algunos meses –dijo el director–. No ha cumplido aún los veintiún años, pero tiene la distinción singular, inimaginable, de haber desactivado ella sola más de trescientas bombas de fragmentación lanzadas sobre la tierra por los imperialistas. En la medida de sus pequeñas posibilidades Cuba quiere hacer un aporte a la heroica lucha de Vietnam, y le ha ofrecido a esta gran heroína una cirugía reconstructiva en las manos.

Entonces vi que la figura que sonreía y sonreía frente a nosotros tenía por manos dos bolas cocidas de cicatrices y adornadas con unas protuberancias de carne chueca.

            “Eres una comemierda,” me dije a mí misma: “No tienes redención. Comemiedda. Comemiedda.”  

Encontré silencio y soledad en un baño a la entrada del hospital, y ahí me estuve mirando un buen rato en el espejo, sin encontrar en la imagen reflejada a nadie de quien me pudiera hacer amiga.

Fidel Castro en un discurso en Cuba en 1978. Imagen vía.

En la plaza de la Revolución el sol brillaba aún sobre la figura de Martí, doblemente martirizada por la Corona y por su postrer retrato. El prócer de mármol, tan blanco que parecía yeso, surgía de una columna de concreto que dominaba toda la explanada, y desde allí una serie de rampas descendían suavemente hasta el pavimento. Sobre estas rampas se congregaban ya los primeros invitados especiales, buscando su lugar en la gran tarima donde muy pronto hablaría Fidel.

Había llovido mucho esa mañana. La ruidosa multitud que desde primeras horas de la tarde comenzó a abarrotar la plaza se había aprovisionado de paraguas y de bolsas de lona plastificada que hacían las veces de impermeables, así como de las indispensables maracas y tumbadoras. Las percusiones resonaban ya cuando el autobús nos depositó a las integrantes de la delegación méxico-norteamericana en las cercanías del monumento. De un extremo a otro de la gran plancha encharcada rebotaban gritos y consignas. En la luz canteada de la tarde se alcanzaba a distinguir un agitado mar de brazos y cabezas, y en sus olas surfeaba de repente una pancarta o un racimo de banderas. La gritería amainaba y volvía a surgir, se alzaba y amainaba, cuando un relámpago de tensión recorrió de orilla a orilla el mar poblado. ¡El Barbudo Mayor, el Hombre, el Caballo, ya estaba llegando! ¡Fidel ya estaba cerca! En la tarima la gente se revolvía en sus asientos asignados, torciendo el cuello como avestruces para ver por dónde saldría el Comandante en Jefe, pero yo, que también espiaba hacia todas partes, con la boca seca y el corazón vuelto un radar, en realidad buscaba a otro: tal vez Luis también se encontraba entre los invitados.

–¡Mira!, –gritó Nancy. Volteé electrizada–. ¡Allí va Nicolás Guillén!

Miré pasar con indiferencia al poeta del hablar cubano. ¿Dónde estaba Luis, el guerrillero a mi medida?

Hattie y Nancy hacían el repaso de la deslumbrante concurrencia mientras yo seguía buscando a quien necesitaba. Nancy era la más enterada:

–Ese es Roberto Fernández Retamar, el poeta. Me parece que el que va allá es Amílcar Cabral, el líder de la independencia de Guinea y Cabo Verde. Ay dios mío… ¡ese es el papá del Che!

Palestinos e integrantes de la Venceremos, húngaros y congoleses y vietnamitas y laosianos sonreían y saludaban.

–Mira mira mira, –Nancy me jaló del brazo–. Ésa es la esposa de Régis Debray, estoy segura.

Hattie, muerta de la risa, se había puesto a saludar también:

–¿Y por qué no? –decía–. Si yo también soy delegada.

¿Y Luis?

Desde el fondo de la tribuna, por el lado contrario al nuestro, se oyó un rumor diferente, como el del partir de las aguas. De todos lados se acercaron de prisa unos hombres de brazos fornidos, dando órdenes urgentes: “Compañeras, por favor ocupen sus lugares”. En el reacomodo hubo codazos y desajustes, y en el esfuerzo por salir del paso y recuperar las sillas que nos habían asignado no supe en qué momento descendió un silencio como un fantasma sobre la plaza y luego se alzó otro rugido, más denso y poderoso que todos los anteriores. En el podio central, recortada su silueta por los faros de alta potencia, se erguía una figura verde olivo que miraba altiva por sobre el mar de gente. Ni todos los micrófonos del mundo hubieran podido lograr que un grito aislado surcara la gigantesca ola de voces que ahora lo aclamaban, pero el susurro de Fidel, su voz de papel plateado, voló quedísima por los aires:

–¡Compañeros! –saludó.

Y en Cuba entera todos callaron.

Recibimos el saludo con angustia. ¿Cómo iría a sortear Fidel los peligros de este día? Playa Girón, la crisis de los misiles, el embargo económico, los eternos complots de sus enemigos fueron retos que supo conjurar de la misma manera siempre: desafiando al destino, ni un paso atrás, la terquedad histórica de los que tenemos la verdad y la justicia de nuestro lado, el honor de un revolucionario no se rebaja ni se vende, patria o muerte. Hoy en la plaza el gladiador seguía siendo el mismo, pero los leones eran esta multitud que lo aclamaba desesperadamente pidiéndole una sola cosa: que hiciera renacer la fe. Eran ya diez años de esfuerzos y vida dura; diez años en que se vaticinaba el triunfo y no llegaba; diez años en que Fidel convocaba a la plaza a ofrecer deslumbrantes cifras y estadísticas a cambio de un esfuerzo mayor que el anterior; diez años de creer que el camino del socialismo no sólo llevaba al cielo, sino que aquí en la tierra era infinitamente más eficiente y productivo que el imperio del capital; diez años que culminaban hoy en una zafra malograda y la promesa de más colas, más apagones, mayores restricciones en la endeble libreta de abastecimiento. ¿Cómo seguir? ¿Y cómo abdicar, si lo único que querían todos era seguirlo? La delgadísima voz se escuchó de nuevo:

–Señores invitados y compañeros trabajadores…

Sentí que todos rezábamos lo mismo: “Fidel, Fidel, ¡habla bien!”

–En el día de hoy no vamos a hacer un discurso propiamente conmemorativo; quiero decir, no vamos a rememorar éxitos y logros de la Revolución…

Las frases enunciadas meticulosamente, las recargadas erres, las pausas hipnóticas, hoy llevaban una carga adicional de duelo, y al oírlo buscamos ya no tanto, quizás, el alivio de sus palabras, sino el consuelo que le podríamos brindar con nuestra atención.

–En el día de hoy, –dijo Fidel–, vamos a hablar de nuestros problemas y de nuestras dificultades, y no de nuestros éxitos sino de nuestros reveses…

¿Sería cierto? ¿Diría que la zafra había sido un fracaso, que los planes estaban mal hechos, que se habían equivocado?

Sí. Drásticamente y sin gran preámbulo, era eso mismo lo que ya estaba haciendo. El esfuerzo heroico de la zafra:

–Para elevar la producción, para elevar nuestro poder adquisitivo, se tradujo en descompensaciones en la economía, en reducciones de producción en otros sectores y, en fin, en un acrecentamiento de nuestras dificultades.

Sí, estaba hablando bien. De nuevo sentí el embeleso que me había producido escuchar su discurso anterior, aun cuando sus palabras nos habían sumido en la angustia a todos. En el silencio de la plaza me pareció sentir que flotaba una paz similar. Fidel estaba hablando con la verdad. No nos traicionaría:

–Claro está que el enemigo usó mucho el argumento de que la zafra de los diez millones traería alguno de estos problemas. Nuestro deber era hacer el máximo por impedirlo. Pero –y, ay, ¡qué duro!–, …en la realidad, no hemos sido capaces.

No, no fuimos capaces. La primera persona del plural que siempre usaba Fidel era mágica: sustituía ese “yo”, que asume todas las culpas sin encontrarles un remedio, por la solidaridad de un “nosotros”, que éramos él y todos y que permitía compartir por igual el esfuerzo y sufrimiento y el destino de esta frágil isla. Éste era el duelo que estábamos queriendo hacer: ¡Que hable más!

Y ya Fidel alzaba el vuelo y en alas de su retórica nos transportaba también, apuntando con el dedo flamígero de los profetas, contorsionándose con la emoción y la dificultad de sus palabras, desafiando lo más difícil que se puede enfrentar, que es la vergüenza. Tendría el gesto iluminado, imaginaba yo, viéndolo de lejos y a contraluz, totalmente entregada. Seguramente su rostro estaría radiante como el mío de tanto esfuerzo y lucha interna.

Una economía es una maquinaria: si una parte no sirve, se tira y se reemplaza con otra mejor. Y para los revolucionarios un economista era más o menos el equivalente de un mecánico altamente capacitado

–¡Nuestros enemigos dicen que tenemos dificultades! –gritó Fidel al mundo, transportado por su propio ritmo profético y reiterativo–, Y en eso tienen razón nuestros enemigos. Dicen que tenemos problemas ¡y en realidad tienen razón nuestros enemigos! Dicen que hay descontento ¡y en realidad tienen razón nuestros enemigos!…Como ven, no tenemos temor de admitir cuando nuestros enemigos tienen razón.

¿Quién hablaba? ¿Quién admitía, quién desafiaba? ¿Nosotros o Fidel?:

–¡El enemigo realmente nos importa un bledo! –gritó él, o nosotros. No, él, de nuevo, con todas las fuerzas de su delgada voz ronca, y en este punto, ya incontenibles, estallamos en un fervorín de aplausos que nos dejaron las manos coloradas y ardidas:

–Y si algunas de las cosas que decimos las explota el enemigo y nos producen profunda vergüenza, –gritó el Comandante–, ¡bienvenida sea la vergüenza! –Aplaudimos y aplaudimos de nuevo–. ¡Bienvenida sea la pena si sabemos convertir la vergüenza en fuerza, si sabemos convertir la vergüenza en espíritu de trabajo, si sabemos convertir la vergüenza en dignidad, si sabemos convertir la vergüenza en moral!

Fue el clímax. Al borde del llanto, agotados los brazos de tanto aplaudir, delirantes, gritamos “¡FI-del-FI-del-FI-del!” pateando a ritmo sobre la tarima para que se oyera fuerte y nos escucharan hasta los yanquis.

Ya estaba. Fidel enfrentaba la vergüenza, el descrédito, el castigo, y nosotros lo redimíamos. Roncas y exaltadas, intentando aplaudir todavía más, las integrantes de la delegación méxico-norteamericana nos unimos al estallido general, llenas de perdón y nuevamente de esperanza.

Pero el asunto, como vislumbré incómodamente incluso en aquel momento, era que no solamente los enemigos de Cuba advertían que el camino de la Revolución se acercaba al delirio. También mucha gente afecta al proceso y a Fidel formulaba críticas, preocupados sinceramente por los bandazos y los entusiasmos totalizantes del Comandante en Jefe. Con tal de no quedar del otro lado del círculo de tiza que él tan famosamente había trazado –fuera de la Revolución, nada– la mayoría callaba sus objeciones y sus conciencias, mientras que muchos otros apenas criticaban a medias. Y en la plaza, por ejemplo, en este preciso instante en que Fidel, ya de éste lado del parteaguas de su historia y acompañado nuevamente de todos, enumeraba una tras de otra las espantosas cifras de la economía, hubiera resultado verdaderamente impensable que alguien que no fuera su enemigo le dijera que no, que no bastaba con hacer una lista de fracasos, sino que había que cambiar el rumbo y dejar el puesto. Era impensable y no lo pensamos: Fidel había pedido perdón y, con la fuerza que da el otorgarlo, las cifras que iba soltando ya no nos podían asustar.

            En el área prioritaria de ganadería y lácteos, por ejemplo, y a pesar de todos los esfuerzos de Deisy, el acopio de leche fresca se había reducido en un veinticinco por ciento respecto al año anterior. La producción de cemento era veintitrés por ciento menor. El acero había disminuido en casi cuarenta por ciento. Los fertilizantes químicos lo mismo. El plan de producción de maquinaria agrícola se había cumplido en apenas un ocho por ciento. En llantas en un cincuenta por ciento. La descarnada letanía de Fidel se prolongaba:

–Calzado de cuero… Hasta mayo se han dejado de producir aproximadamente un millón de pares… De ese atraso, unos cuatrocientos mil pares corresponden a calzado de trabajo. Existe, además, un deterioro en la calidad del calzado, fundamentalmente en el de trabajo.

Zapatos, jabón, carne, frijoles, pasta de dientes, desodorante… todo faltaba, y seguiría faltando. En todos los colapsos económicos del último medio siglo en América Latina no se habría de producir otra crisis remotamente parecida hasta que el colapso de la Unión Soviética hundió a Cuba en un abismo todavía más profundo. Pero eso entonces no lo sabíamos. No lo hubiera podido vaticinar ni siquiera un economista inteligente y crítico como Pablo, que ese día se encontraba también gritando y llorando entre la multitud, porque en última instancia su visión de los asuntos económicos la había aprendido de Fidel. Según los socialistas revolucionarios como él, una economía no era un misterioso y frágil organismo vivo, sensible a cualquier intervención y susceptible de desangrarse igual que un cuerpo si se le cercena un miembro paralítico o sarnoso. Una economía es una maquinaria: si una parte no sirve, se tira y se reemplaza con otra mejor. Y para los revolucionarios un economista era más o menos el equivalente de un mecánico altamente capacitado. Agradecía siempre que Pablo me explicara el mundo así, con razonamientos tan sencillos que hasta yo los podía entender. ¡Cuánto más si el que me daba a comprender el mundo era Fidel! La Revolución tenía un futuro económico brillante y alcanzable; todo era asunto de tornillos y fuerza de voluntad.

–En esta enumeración estadística diríamos que sólo aparecen parte de las causas, –decía Fidel, aterrizando justamente en este punto–. Hay que señalar la ineficiencia… es decir, el factor subjetivo, entre las causas que han estado incidiendo en estos problemas… Hay, sí, dificultades objetivas. Se han señalado algunas. Pero no estamos aquí para señalar las dificultades objetivas. La tarea es señalar los problemas en concreto. Y la tarea es sencillamente que el hombre ponga lo que la naturaleza o los hechos de la realidad de nuestros recursos y nuestros medios no han podido poner.

El río de plata de las palabras del Comandante se detuvo. En el silencio portentoso se acabó de hacer de noche:

–El hombre, –dijo Fidel después de una larga pausa–, está jugando aquí un papel fundamental. Y fundamentalmente, los hombres que tienen tareas de dirección.

Al escuchar esto en la plaza, entendimos lo que estaba por pedir el Comandante, lo que estaba en nuestras manos otorgar, más allá del perdón. Al fervor con que escuchábamos se agregó ahora una especie de tensión silbante, un segundo en la cuerda floja tendida sobre el vacío, pues era verdad que en ese momento, y probablemente nunca más, Fidel estaba reconociendo que la multitud que coreaba su nombre tenía en realidad la facultad de elegir su destino.

–Vamos a empezar por señalar, en primer lugar, en todos estos problemas la responsabilidad de todos nosotros. Y la mía, en particular. No pretendo ni mucho menos señalar responsabilidades que no me pertenecen a mí y a toda la Dirección de la Revolución…

Aplaudimos todos, no sé por qué. Fidel estaba a punto de ofrecer su renuncia:

–Lamentablemente estas autocríticas no pueden ser fácilmente acompañadas de otras soluciones consecuentes. Mejor sería decir al pueblo: busquen otro. Incluso: busquen otros.

Fidel se había equivocado. Fidel lo había reconocido. Fidel había cometido la hombrada de ofrecerse a sí mismo en sacrificio. Fidel decía que era humano, y se humillaba ante nosotros

La cuerda se tensó a un máximo en la fracción infinitamente pequeña de segundo entre ese “busquen otros” y el primer grito que se escuchó desde la plaza: “¡No!” Y enseguida un cueterío de gritos: ¡No!”, que Fidel ni siquiera pareció escuchar. No hacía falta:

–Sería mejor. En realidad también por nuestra parte sería hipócrita. Creo que nosotros, los dirigentes de esta Revolución, hemos costado demasiado caros en el aprendizaje.

¿Qué decía? ¿Qué decía? ¿Qué estaba queriendo decir?

–Y desgraciadamente nuestro problema… no cuando se trate de sustituir a los dirigentes de la Revolución, ¡que este pueblo los puede sustituir cuando quiera, y ahora mismo si lo quiere…!

            Y aquí fue el estallido de toda la angustia y la emoción guardada. Revolotearon mil pancartas y sonaron todas las tumbadoras mientras la gente gritaba entre aterrada y feliz “¡No!” y “¡No!” y de nuevo “¡FI-del-FI-del-FI-del!”

Ya no hizo falta el humilde remate de la frase “…uno de nuestros más difíciles problemas es, precisamente, y en eso estamos pagando una buena herencia, la herencia en primer lugar de nuestra propia ignorancia…” Fidel se había equivocado. Fidel lo había reconocido. Fidel había cometido la hombrada de ofrecerse a sí mismo en sacrificio. Fidel decía que era humano, y se humillaba ante nosotros. El revuelo duró largos minutos, y cuando terminó fue porque el gladiador de la plaza se erguía triunfante, y el león de la plaza, agradecido, se acurrucaba a sus pies.

 

Habían transcurrido casi dos horas de discurso y Fidel no daba señas de acercarse al final. Después de la catarsis sentí que iba volviendo poco a poco a otra realidad, la del tumulto de la plaza, y al calor y al desasosiego en la boca del estómago que me decía que Luis podía andar cerca. ¡Sería tan bueno comentar todos estos eventos con él, saber si él también se había emocionado, si Fidel inspiraba su lucha y si creía que valía la pena seguir!

            –Tengo ganas de ir al baño pero no sé si Fidel va a terminar de hablar en lo que vuelvo –le dije a Hattie.

–No creo que exista el menor peligro de eso –contestó, abanicándose–: Ve a ver qué encuentras y luego me dices por dónde es.

Me fui acercando al podio iluminado donde el Comandante seguía su discurso, examinando sin suerte hileras de rostros de los invitados especiales. Uno de los hombres fornidos me cerró el paso. “El baño”; balbuceé, y el hombre me hubiera hecho regresar a mi lugar si no hubiera aparecido entre la luz de los faros el poeta Guillén, rotundo como un tambor, feo como un sapo y resplandeciente en traje y zapatos blancos. Andaba paseando su acaloramiento por los pasillos, enjugándose la cara morena con un pañuelo blanco.

–¡Compañero, a las mujeres hay que darles siempre lo que quieren! –proclamó. Cerró el pañuelo como si fuera abanico y me abrió camino con un guiño y una perfecta reverencia cortesana. Unos cuantos pasos detrás de él vislumbré a Luis, y sentí el impulso de ofrecer una oración de gracias cuando sonrió al verme.

Hablamos en voz baja para no distraer a los que aún tuvieran bríos para seguir el discurso de Fidel; con el valor que me había dado la galantería pícara de Guillén aproveché para acercar mi cara a la de Luis y respirar otra vez su olor. Saltábamos de un tema a otro sin coherencia, y sonreíamos tontamente y sin motivo a cada rato, fingiendo no darnos cuenta de que teníamos los brazos muy juntos, y que la electricidad que generaban las dos pieles al casi frotarse nos tenía erizados a ambos: era tan inevitable el siguiente paso que empecé a sentir miedo. Entonces escuché a mis espaldas una voz que hablaba el español con un acento conocido:

–Muy interesante discurso, pero pienso es poco largo, ¿no? –¡Nancy, maldita sea! Pero no venía a interrumpir. Mi colega de la ENA también había llegado en busca de alguien: saludaba sonriente a otro de los delegados guerrilleros que habíamos conocido el día anterior.

            Ahora éramos cuatro los que cuchicheábamos con las cabezas muy juntas mientras me seguía dando tumbos el corazón, suspendido entre el alivio y la rabia infinita.

–Y ustedes, ¿no tienen miedo de que los cubanos las tomen por agentes de la CIA? –preguntó Luis sin que yo entendiera por qué la duda venía a cuento. En realidad, respondió Nancy, sí era un problema. Por lo menos, le incomodaban mucho las bromas constantes que le hacían al respecto, pero ella era revolucionaria, y entendía que al hacer el mayor esfuerzo posible por cumplir bien siempre con su trabajo, cualquier duda se tendría que desvanecer.

Algo en el tono de voz de Fidel nos dijo que ahora sí, su discurso entraba en cierre. Era hora de volver a nuestros lugares.

–¿Cuándo nos podemos ver? –le dijo su guerrillero a Nancy con toda naturalidad.

–No sé, estoy en el Habana Libre, llámame –contestó ella, también como si fuera lo más fácil del mundo. Los hombres fornidos empezaban a recorrer las filas con aire de gran eficiencia. Había que echar a andar, pero Luis no me había hecho la misma pregunta a mí. Estaba a punto de perderlo.

–Yo también estoy en el Habana Libre –le dije, tratando de lucir la misma naturalidad que Nancy y sonriendo como una idiota.

–Sí, buena suerte, que su danza sea siempre linda –contestó Luis con una sonrisa igualmente insensata y descompuesta, y se alejó.

Bajando por la rampa hacia nuestro autobús, apreté todo el cuerpo en un esfuerzo por no soltar el llanto que me nacía desde el fondo del estómago, de manera que cuando Hattie preguntó qué me pasaba, pude afirmar sin mentir que tenía un dolor que me estaba quitando el aire. ¿Qué había pasado? ¿Cuál habría sido mi error, o qué secreta falla me había adivinado Luis, qué oscuros rincones elitistas, individualistas, comemierdas había entrevisto que lo impulsaron a darme la espalda? ¿O tal vez tendría que haberme peinado mejor? Hattie se estaba quitando el carnet que la identificaba como miembro de la delegación méxico-norteamericana:

–Éste será un día inolvidable –suspiró. La certeza me partió como un rayo: claro, yo hablaba inglés y convivía con Hattie y Nancy; radicaba en Estados Unidos; el término “méxico-norteamericana” que traía en el carnet quería decir “chicana”. Era de mí de quien dudaba Luis, el guerrillero perseguido. ¿No sería yo la agente de la CIA? “¡Espera, soy mexicana, te puedo enseñar mi pasaporte!”, le grité en silencio.

–Ya vengo –le dije a mis amigas, y traté de regresar entre la marea de gente al punto donde lo había dejado, pero ya era tarde. No lo volvería a ver más.

Una última cosa dijo Fidel después de cerrar su discurso con el “Patria o Muerte, ¡Venceremos!” que coreamos roncos todos. Regresó al podio y pidió atención:

–Ciertamente mientras exponíamos estas ideas… ciertamente se nos olvidaba algo que nosotros queríamos comunicarles el día de hoy.

Hablaba en otro tono, sin impostaciones teatrales, sino como quien habla con un niño y le dice que su mamá está un poquito enferma:

–Mencionábamos nosotros al doctor Arguedas –decía, calmado–. Que hizo llegar a nuestro país el diario del Che. Hay algo más, que deseamos que el pueblo lo tome con, digamos, una cierta serenidad. Y es lo que sigue…Después del diario el doctor Arguedas…conservó e hizo llegar a nuestro país…las manos del Che.

Raúl Castro y el Che Guevera durante la Revolución cubana. Foto de Andrew St. George. Imagen vía.

Me tocaría averiguar después cómo era que existía siquiera este regalo atroz; cómo era que un ser humano entero, completo, quedaba convertido en fragmentos que se podían repartir por el mundo, como por ejemplo este paquete de manos que ahora, años después, un boliviano nos hacía llegar. Sumergiéndome de nuevo en la vida del Che me enteraría que lo de las manos, como su misma muerte, fue algo que se decidió a última hora, casi de improviso. A las veinticuatro horas de la captura de Ernesto Guevara por tropas del ejército boliviano, cerca del miserable caserío de La Higuera, el agente cubano de la CIA que asesoraba a los bolivianos confirmó su identidad a Washington. Por instrucciones del General René Barrientos, que en ese momento gobernaba el país, se decidió a ejecutarlo. Un sargento boliviano le segó la vida a tiros el 9 de octubre de 1967. Su cadáver fue enterrado sin ninguna seña o letrero que permitiera identificar el lugar, pero antes le cercenaron las manos. Las razones aducidas –que hacía falta una prueba de su muerte, que era necesaria la identificación dactilar– no explican la decisión. Más bien el gesto parecería el de cualquier cazador con su presa (sería memorable años después –pero no excepcional– el coronel del ejército salvadoreño que conservaba en una jarra las orejas de sus víctimas). El caso es que a las pocas semanas del asesinato del héroe, un curioso personaje, Roberto Arguedas, Ministro del Interior del régimen boliviano, había sentido el impulso de hacer llegar a Cuba el diario del Che en Bolivia. En este julio había decidido devolver la mascarilla mortuoria y las manos a quien consideraba su verdadero propietario, es decir, a Fidel, quién ahora sometía a consulta el destino de este encargo.

–Se conocen bien las tradiciones de nuestro pueblo. Nosotros enterramos a nuestros muertos, es una tradición…Maceo, Martí. Ha sido así y siempre será. Pero nosotros nos preguntábamos… ¿Qué hacer con las manos del Che?

Tal vez pocos entendieron de inmediato de qué se trataba la consulta.

–Es de su materia física lo único que nos queda –aclaró entonces Fidel–. No sabemos siquiera si algún día podremos encontrar los restos. Y es por eso que queremos preguntarle al pueblo cuál es su criterio, qué debemos hacer con las manos del Che.

–¡Conservarlas! –gritaron unos en este punto, según la transcripción del discurso, y Fidel dio por buena la respuesta.

–¡Conservarlas! –exclamó él también.

            Por fin había una reliquia para el altar del mártir.

 

En las dos o tres semanas que duró mi affaire con Eduardo, el guerrillero sudamericano que nunca dejó de caerme mal, aprendí muchas cosas. La primera fue que el gobierno cubano fiscalizaba las relaciones sexuales de los huéspedes del Habana Libre. Creo que ni siquiera me había fijado en el personal del Ministerio del Interior que vigilaba los pasillos: tal vez Hattie y yo estábamos hospedadas en el mismo piso, pero no recuerdo que alguien hubiera impedido que Hattie pasara un momento a charlar a mi habitación, o yo a la suya. En todo caso, las veces que interceptaron a Eduardo rumbo a mi cuarto lo hicieron volver a su piso. Las visitas, le recordaban perentoriamente, estaban prohibidas. Aprendí entonces también las ventajas del entrenamiento clandestino: Eduardo me avisaba por la tarde si iba a pasar por la noche, y por instrucciones suyas yo deslizaba un papelito doblado entre el marco de la puerta y el pasador de la cerradura, de manera que cualquier compañero inspector encargado del pasillo pudiera creer que la puerta estaba cerrada. Ya entrada la noche Eduardo se asomaba por la escalera del servicio; si no había moros en la costa se escurría a toda prisa hasta la habitación y entraba sin tocar.

Nuestros encuentros eran una especie de penitencia. Eduardo no me gustaba ni me simpatizaba, aunque hacía aparatosos esfuerzos por aparentar lo contrario. Tampoco yo le gustaba mucho a Eduardo, aunque él no hacía el menor intento por disfrazarlo. No hubo entre nosotros un solo intercambio de ternura ni un asomo de comunicación, pero me sentí usada por un guerrillero, con lo cual logré disminuir temporalmente la abismante sensación de estar de sobra en el mundo. Y Eduardo siempre se mostró dispuesto a contestar todas mis preguntas. Prendía un cigarro, se recargaba contra la almohada, y comenzaba la lección. ¿Que yo tenía dudas en cuanto al papel del arte en la revolución?

–Eso se te irá aclarando conforme vayas intensificando tu estudio del materialismo dialéctico.

¿Que la estancia en Cuba me había puesto el mundo de cabeza?

–Es natural que así sea, querida: si tú eres un ser humano capaz de reaccionar frente a la realidad, la experiencia de una revolución tiene que contradecir todos los supuestos falsos con los que has manejado tu vida. Esto habla bien de ti.

Lo interrogaba con ansia acerca de la tortura. Necesitaba saber cómo era, cómo se hacía para resistirla, si se borraba del recuerdo. ¿Era posible perdonar, era posible creer en la bondad fundamental del ser humano después de haber sido torturado? Eduardo en este punto defendía su intimidad, y su reacción era comprensible: creo que son pocas las víctimas que han estado dispuestas a describir no los mecanismos del suplicio –cuántos electrodos y en dónde– sino sus propias reacciones y la subsiguiente alteración de su paisaje interno:

–Óyeme –decía Eduardo–: Tú te preocupas demasiado por ese género de cosas. Esto no tiene tanto misterio. Fundamentalmente uno trata de resistir porque no quisiera que otra persona tuviera que pasar por lo mismo que uno. Y después trata de olvidarse del asunto, porque si nosotros estamos luchando por el futuro sería idiota quedarnos varados en el pasado.

¿Pero el tema del perdón, y el problema de la naturaleza fundamental del ser humano? ¿Acaso los torturadores no son humanos también?

–Lógico que son seres humanos, pero a ti te hace falta entender la teoría de clases. Un torturador es ser humano, pero también es opresor, está al servicio de la clase dominante. Si le buscas por ahí, seguro sale que su papá lo golpeaba de niño y cosas por el estilo, pero eso ya no es problema mío. Si fuera psicólogo o trabajador social o cura trataría de redimirlo, pero soy revolucionario. Ahí es donde entra el tema ese tuyo del perdón: nosotros no somos pacifistas. Nosotros le hemos declarado la guerra a un sistema corrupto, explotador y asesino. Hijo de puta que cogemos, hijo de puta que va al paredón.

Una sola vez traté de explicarle que más que perdonar en sí, me preocupaba entender cómo recuperar el interés por la vida en un mundo en que el mal absoluto se manifestaba con total impudicia, a lo cual me miró con tanta impaciencia que cancelé el tema de una vez por todas. Pero aunque le parecía que yo hacía dramas donde no había ninguno, también él, a su manera, trató de enseñarme a vivir.

–Tú te planteas unas preguntas tan fundamentales que no pueden tener respuesta nunca. Yo soy más concreto. Lo de la naturaleza del ser humano lo dejo para después del triunfo del socialismo. Por ahora lo que me preocupa es cómo acortar el tiempo de aquí a entonces, para que sean menos los niños que se mueren de hambre, menos los hombres que le pegan a sus mujeres porque no tienen con quién más desquitar la rabia de estar desempleados, menos el número de mujeres que mueren en el parto. Puede que el hombre, aquí y ahora, tenga una capacidad fundamental para el mal: yo y tú también. Pero en el socialismo generaremos al hombre nuevo, tal como lo soñó el Che, y entonces tus preocupaciones dejarán de tener razón de ser.

Y si los malos eran los opresores y los oprimidos eran los buenos, ¿en dónde quedaba yo, que no había creído ser mala pero que jamás hice nada por ganarme un lugar al lado de los justos?

Me sonrió. Era casi el equivalente de una caricia. Para corresponder al gesto, me guardé el pensamiento que me corroía: ¿cómo se le ocurría que era tema secundario lo de la naturaleza fundamental del hombre? Si el ser humano no era un mecanismo susceptible de perfeccionamiento, si no se podía destapar la maquinaría y reemplazar las partes que no servían por otras buenas, abnegadas y solidarias, si el ser humano iba a ser siempre el mismo –en el mejor de los casos algo egoísta y medio flojo, siempre convenenciero y cogelón– entonces, ¿el intento por crear a un hombre nuevo no era un esfuerzo perdido de antemano, y quién sabe si hasta peligroso?

Y si los malos eran los opresores y los oprimidos eran los buenos, ¿en dónde quedaba yo, que no había creído ser mala pero que jamás hice nada por ganarme un lugar al lado de los justos? La respuesta se desprendía del mismo trato que me daba Eduardo: yo pertenecía a esa categoría indiferenciada y anodina, acomodaticia y enteramente dispensable –comemierda, en fin– de los artistas, los artesanos, los oficinistas, todo ese runfla pequeño-burguesa que para algo sirve pero que se las arreglan para no quedar nunca ni de un lado ni de otro de las grandes luchas, y que está destinada a vagar para siempre en el limbo de la historia. En cuanto a él, no negaba que venía de una familia más o menos acomodada, pero al unirse a la lucha revolucionaria había ido logrando poco a poco trascender sus orígenes, lo que entonces se llamaba “proletarizarse”. A veces me parecía que más bien lo que había logrado era extinguir cualquier rasgo de personalidad espontánea o propia.

–¿Tú tienes amigos artistas?

–No, francamente no. Claro que me gusta el arte tanto como a cualquiera… me gusta leer, sobre todo. Hay cierto tipo de novela que te entretiene mucho: me gustan las novelas de detectives. Y luego hay grandes novelas, claro. Cien años de soledad me gustó mucho. Y Así se templó el acero, esa es una novela fantástica, de gran contenido humano.

            Eduardo se cuidaba de no revelar gran cosa de su pasado ni de sus actividades presentes, pero un día lo sorprendí en un estallido de mal humor. Había entrado preguntando si no tenía yo un trago que ofrecerle, aunque sabía ya la respuesta:

–Claro, si ni siquiera bebes –refunfuñó, añadiendo este reclamo explícito a la lista que guardaba para sí; estuvo de pie un rato frente a mi escritorio, revolviendo libros y papeles y esforzándose por hablar de temas inconsecuentes–. Habías de leer otra cosa que no fuera sólo novelas –reclamó, revisando los títulos–. Procúrate algo de formación teórica.

 Ojeó uno de mis cuadernos y lo dejó caer. Recogió otro. Volteó hacia el closet que tenía siempre abiertas las puertas corredizas y jaló todos los ganchos con ropa hacia un extremo de la barra y luego hasta el lado contrario. Volteó de nuevo al escritorio y le dio una patada corta, dirigida y fuerte a un cajón.

–¡A esta revolución se la está tragando la burocracia, carajo!

Cuando se calmó un poco prendió el radio, encendió un cigarro y se sentó en la esquina de una de las camas, recibiendo en la espalda el viento fresco que entraba por la puerta abierta del balcón.

            –No apagues el aire acondicionado –dijo.

–¡Pero si nunca enfría! Sólo hace ruido.

–No importa, déjalo así.

–Hijos de puta… –dijo, pasado un tiempo–. Otra vez no me dejaron salir.

Eduardo estaba sufriendo un ataque de impaciencia, según él mismo reconoció después. Los guerrilleros latinoamericanos que llegaban a la isla estallaban así con frecuencia, pues su situación era difícil, y aunque los propios cubanos lo comprendían, argumentaban que no podían hacer otra cosa. En primer lugar, por razones de seguridad a Eduardo y a todos los guerrilleros se les requisaba el pasaporte –falso o auténtico, no importaba– en el momento de llegar a Cuba: sin documentos, no tendrían ninguna posibilidad de volver a salir sin la autorización cubana. En segundo lugar, quedaban a partir de ese momento bajo el cuidado –y sobre todo, la supervisión– del Departamento Américas de Manuel Piñeiro.

Los cubanos defendían con enojo esta política cuando se les cuestionaba. Obviamente a Cuba le interesaba alentar las luchas revolucionarias en el hemisferio, no sólo por razones de interés propio y del más elemental espíritu de solidaridad, sino porque era su compromiso histórico, pero no por eso iba a exponer sus flancos a la infiltración, ni permitir que el estado cubano quedara expuesto a burdas acusaciones de intervencionismo por parte del enemigo. En primer lugar, aclaraban, ningún guerrillero entraba, ni de visita ni a recibir asilo, si su organización no había entablado antes una sólida relación con Cuba basada en la cooperación y la información puntual. En segundo lugar, Cuba aportaba desinteresadamente toda la ayuda que estaba en sus manos brindar –desde asistencia diplomática para lograr acuerdos en la eterna guerra de facciones de las organizaciones revolucionarias, hasta el entrenamiento militar más depurado y exigente– pero no podía dejar de tener injerencia en decisiones que le afectaban: cómo y cuándo un guerrillero emprendía el regreso a su país, y en qué momento su organización pasaba a la fase de la lucha armada.

            Tanto la ayuda como los controles los administraba el esposo de Lorna, pero al igual que Eduardo, todos los guerrilleros creían que si lograban hablar directamente con Fidel su situación en la isla se haría más llevadera y lograrían adelantar el retorno a su país de origen. Se conoció en los años siguientes el caso del Coronel Francisco Caamaño Deñó, rebelde dominicano con un importante caudal de seguidores entre sus ex compañeros del ejército, quien esperó casi cuatro años su mítica entrevista con Fidel y finalmente logró regresar a la República Dominicana, pero sin haberla conseguido. Murió en las primeras escaramuzas del desembarco que había organizado Piñeiro. Con los años, algunos revolucionarios más avisados aprendieron a darle la vuelta al sistema de control cubano. Mario Monje, por ejemplo, el dirigente del Partido Comunista de Bolivia, que tanta desconfianza tenía de los planes insurreccionales del Che, se guardó su desacuerdo para sí cuando la gente de Piñeiro lo mandó llamar a La Habana, y, en una serie de maniobras tácticas por conservar su autonomía frente a los cubanos, y para impedir que se le retuviera en la isla, aceptó el entrenamiento militar que se ofreció a los comunistas bolivianos. O, por lo menos, así explicó sus decisiones años después. Otros insurgentes, mandados llamar por Piñeiro, alegaban prudentemente razones de salud o de seguridad para evitar el viaje.

Así aprendí una nueva lección: que, según los más entendidos, las habitaciones del Habana Libre estaban equipadas no sólo con excusado y bidet, lámparas y sillón, sino con un micrófono, cortesía del aparato de seguridad del estado.

Eduardo, que había aceptado con gusto la invitación de asistir a la conmemoración del 26 de julio, llevaba apenas unas cuantas semanas en la isla, y ya se estaba impacientando. No quería reponerse de las secuelas de la tortura. No quería hacer un taller intensivo de marxismo. No quería hacer un recorrido de los centros agrícolas cubanos ni –siquiera– tomar el curso de entrenamiento de combate que dictaban los guerrilleros más curtidos de la revolución cubana. Quería regresar a su país y retomar el trabajo organizativo que, sospechaba, se le estaba yendo de las manos. Y ahora le habían dicho por tercera o cuarta vez que lo sentían mucho, compañero, pero tendría que esperar un ratico más para poder hablar de su asunto con el Comandante Piñeiro. Prendió un cigarro con la colilla del otro y masticó tres o cuatro frases que no entendí.

–¿Qué? Eduardo, déjame apagarle al aire acondicionado ¿sí? No te estoy escuchando nada.

–No seas tonta. ¿No ves que si le apagas todos los demás van a escuchar también?

Así aprendí una nueva lección: que, según los más entendidos, las habitaciones del Habana Libre estaban equipadas no sólo con excusado y bidet, lámparas y sillón, sino con un micrófono, cortesía del aparato de seguridad del estado.

            La información más dolorosa la impartió mi instructor sin darse cuenta, una tarde que nos encontramos en el lobby del hotel.

            –Vengo de ver a tu amigo –anunció.

–¿Cuál amigo?

–Ese con el que estabas secreteándote la tarde que nos conocimos.

–¿Cómo? ¿Qué no se había ido?

–No, sigue aquí. Acabo de verlo en una charla sobre teoría revolucionaria marxista.

–¡Ahh!

            –¡Qué éxito que tiene con las mujeres ese desgraciado!

En ese instante se desvaneció el efecto analgésico que me había proporcionado la relación de uso mutuo con Eduardo y se redobló el asco que me producía el contacto físico con él, pero todavía nos vimos un par de veces más. Por mi parte hubiera seguido: en la danza había procurado siempre hacer mi aprendizaje cerca de los genios, y según la idea que me había formado de la jerarquía del conocimiento marxista, quienes encarnaban teoría y práctica en un solo cuerpo eran los guerrilleros. Aún no sabía que iba a ser cosa simplísima hacerme de otro maestro, de manera que me interesaba conservar este, porque mis dudas se multiplicaban.

Había sobre todo un nudo en mi interior que no lograba desatar, y me asombra ahora mi ocurrencia de que Eduardo hubiera podido tan siquiera ayudarme a encontrar uno de sus cabos. Era el siguiente:

–Eduardo –le dije yo–, creo que tengo claras muchas de las ideas del materialismo histórico, y de la práctica revolucionaria también. Pero lo que me preocupa es que a mí no me gusta la Revolución. No me gusta porque soy artista y no nos tratan bien. No me gusta porque soy anárquica y todo lo quieren controlar. No me gusta –aquí, en vez de hablar, señalé el micrófono que supuestamente nos vigilaba desde el techo–. No me gusta porque no creo que los Beatles sean dañinos, ni que el pelo largo tenga que ver con que uno sea revolucionario o no. Bueno, no vamos a tomar en cuenta lo último, porque hasta las Revoluciones pueden cometer errores, y yo estoy segura de que lo de los Beatles es un simple error. Pero en fin… lo que te estoy tratando de decir es que no me gusta vivir aquí y al mismo tiempo tengo claro que la Revolución es indispensable para mejorar el futuro de la humanidad. Pero entonces, ¿qué hago yo con mis propias opiniones? ¿Cómo combato lo que siento?

Acepté su respuesta agradecida, porque me proporcionó la única solución posible frente a un nudo que no se puede desatar, que es la de tomar un machete y cortar el estorbo por la mitad.

–Óyeme –dijo Eduardo–. Yo creo que es cierto todo lo que dices de la postura de la Revolución frente al arte, y de paso estoy de acuerdo en que lo de la censura a los Beatles y a la música de moda es una grandísima cagada, aunque no tenga mucha importancia. El asunto es que la Revolución también hace bien en desconfiar de ustedes, porque los artistas –la mayoría, la mayoría– son siempre esclavos de su propia subjetividad. Cómo tú. Tú le das mucha importancia a tus percepciones, que no son más que el reflejo de tu origen de clase. Crees que lo que estás viendo o pensando es verdad, pero esa verdad está dictada por tu concepción pequeño-burguesa del mundo. Te fijas en cosas que jamás serían importantes para ningún proletario. No tendría tiempo de andarse fijando en los detalles que a ti te parecen grandes problemas. (No vayas nunca a decirle a un obrero que te preocupa que a los artistas los traten mal, porque no va a dejar de reírse por horas: ¡un maltrato frente a una ola de despidos masivos!)

–Mira –continuó, navegando feliz por su río socrático–.Vamos echándole cifras al asunto: ¿cuál es la población de América Latina? Doscientos millones y medio de personas. Y de esos ¿cuántos son como tú? Es decir, ¿cuántos se ganan la vida sin mayor esfuerzo? ¿Te parece bien quinientos mil? ¿Y cuántos pobres hay? ¿Ya sacaste la cuenta? Muy bien. Entonces, ¿a quién le deben de dar prioridad las Revoluciones?

–No te confundas, querida, no te confundas. Esta lucha es a favor de los pobres. La verdad objetiva se encuentra del lado de ellos, y esa es la que tú tienes que buscar y mantener presente.

Fue Eduardo el que por fin suspendió nuestros encuentros. Me dijo que se iba, y por lo menos es cierto que se fue del hotel, pues no lo volví a ver más. Nos despedimos sin falsos sentimentalismos, aunque él hizo un intento por ser caballeroso.

–Fue muy agradable pasar estos ratos contigo –dijo, dándome un beso ligero–. En realidad, me había llamado más la atención Nancy. Pero fue muy interesante conocerte.

***

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