llnunes@yahoo.com 5:58 AM (2 hours ago)

Saludos, Valeria:
Muchas gracias por el capítulo de Arboleda de los enfermos – es un texto brillante.

Me gustan particularmente los pedazos sobre Tiresias.

Sin embargo, los editores y yo consideramos que no era suficientemente ficcional para

ser incluido en el número de narrativa. Disculpas.

Estamos al habla.

y

LN

Esta es una historia inmoral. Es un gesto algo desvergonzado de mi parte. Pero no quiero sentirme culpable por las cosas que escribo. Se llama: “Pinche Tiresias”. Comienza en una casona en Acapulco, perchada sobre un despeñadero de más de doscientos metros de alto, aunque el espacio donde empieza una historia es siempre un poco relativo.

El personaje central de la historia es Tiresias – un hombre que tiene tetas de mujer y el don de la profecía.

Al pie del despeñadero relativo se extiende el mar. Llegamos aquí ayer en la noche. Vinimos porque mamá nos quiere dar una noticia a mi hermano y a mí. En realidad la noticia nos la dio apenas atravesamos la primera caseta de cobro, a la salida de la ciudad de México, así que no entendemos muy bien por qué nos la va a volver a dar aquí y no en algún otro lugar más cercano. La casona le pertenece a una amiga de mamá. La noticia es que mamá tiene un novio.

Pero lo verdaderamente inmoral de la historia radica en otra parte. Lo inmoral está en los mecanismos de su construcción y destrucción. Todo era verdad hasta que todo fue mentira.

Mamá tiene un novio y tal vez sí o tal vez no se va a casar con él.

La última vez que a mi hermano y a mí se nos dio una noticia de esta manera tan ceremoniosa la noticia era: Me voy a vivir Malinalco una época, tal vez un año, o dos, con mi grupo de meditación silente. Eso fue en la Navidad de 1999. Esa misma Navidad, después de la cena, probé el LSD en la azotea con mi hermano, y estuve tratando de insistirle que hiciéramos meditaciones silentes. Pero nos ganaba la risa cada que alguno de los dos pronunciaba la palabra silente. Por fortuna, el grupo de meditación silente se disolvió antes de la gran peregrinación a Malinalco.

El novio de mamá no es meditador silente ni se va a volver uno. Él se volvió primero ciego y luego sufi. En ese orden. Ciego hace trece y sufi hace doce años. Antes de eso era pelotari. Llega a Acapulco mañana por la noche para pasar el fin de semana con nosotros tres. Viene en camión, por supuesto, aclara mamá.

Se podría decir que todo era verdad hasta que fue devorado por la ficción de una manera atroz e irreversible. Pero eso sería levemente exagerado.

Ni mi hermano ni yo sabíamos qué hace un pelotari –eso mi madre lo sabía o lo intuyó– así que en la carretera se largó en una explicación detallada sobre los pelotaris. Mi hermano no hizo preguntas sobre los pelotaris ni sobre nada más. Es un hombre respetuoso, que nunca hace preguntas que incomoden a nadie. Yo sí, a veces, pero en esta ocasión lo emulé y me quedé callada, aunque en el fondo tenía curiosidad de preguntar cómo se había quedado ciego el pelotari. Sorbimos nuestro café con tapa en silencio. Cuando acabó la explicación, mi hermano puso un disco de Maná que encontré en la guantera del coche.

 

Pero lo verdaderamente inmoral de la historia radica en otra parte. Lo inmoral está en los mecanismos de su construcción y destrucción. Todo era verdad hasta que todo fue mentira.

Le preguntamos por qué, ¿Por qué tienes el primer disco de Maná en la guantera, Selene? ¿Por qué tienes un disco de Maná, Ma? Qué les importa, nos dijo –y tenía razón, qué nos importa. Escuchamos, esforzada y respetuosamente, la primera pista y la segunda. Cuando llegó la tercera pista –concretamente un verso que dice “Un tambor sonó muy africano / Es el pumpin pumpin de tu corazón”– a mamá la dobló la risa. A mamá la dobla la risa.

Nos ofreció cambiar el disco y desde el asiento trasero nos extendió uno de Leonard Cohen que siempre nos ha gustado a los tres.

No recuerdo la primera vez que mamá viajó en el asiento trasero y nosotros adelante. Pero hay un día en que los padres empiezan a viajar en el asiento de los hijos –y no lo digo de un modo metafórico–, eso sería una obviedad.

Tiresias no nació ciego. Se volvió ciego. Creo que antes de eso tuvo hijos. Tuvo una hija llamada Manto.

En cuanto llegamos a Acapulco, ayer en la noche, dejé mi mochila en el cuarto del fondo –hay un pasillo con cuatro recámaras que dan hacia un jardín– y me fui a una esquina de la casa desde donde se puede ver el mar. Estaba segura de que, solemne y postrada frente al mar bravo –abierto– de esa coda de la bahía, se me ocurriría alguna idea. Una idea brava, inteligente, amplia, que sirviera para explicar este viaje un poco absurdo al que nos había obligado nuestra madre. Algo para hacer reír a mi hermano o para atufar a mamá. O viceversa. Pero lo único que pude pensar durante los diez minutos que duró mi meditación forzada fue si acaso un tsunami nos alcanzaría en lo alto de este despeñadero. No puedo evitar últimamente pensar en todos los posibles desastres –naturales, políticos, familiares– que nos pueden acontecer. Las tragedias imaginarias de cualquier tipo se reproducen en mi cabeza con la autonomía de un virus. Creo que no –que no nos alcanzaría un tsunami. Es un barranco realmente alto y la casa está situada en la mera cima.

Después cenamos cereal, los tres de pie en la cocina, y nos fuimos a acostar. Me quedé un rato viendo el techo sin poder dormirme. La última vez que viajé con mi hermano y con mamá fue en 1989. Volamos los tres de San José, Costa Rica, a Los Ángeles, y luego en un jumbo de dos pisos desde Los Ángeles hasta Corea del Sur. No sé si sigan existiendo los jumbos de dos pisos. Hace tantos años que no veo uno que tengo dudas de si en verdad existen. Esa vez viajamos, para mi enorme decepción, en el primer piso y no en el segundo. Cuando llegamos a Seúl, mi hermano me despertó a empellones y con una manga de su sudadera trató inútilmente de desempañar la ventanilla: Mira, está todo nevado, me dijo. Y me volví a quedar dormida, tan profundamente, que mamá me tuvo que sacar del avión en brazos.

Me quedé dormida viendo el techo –el ventilador trabajosamente desgajando el aire pesado de la noche.

Todo el mundo quiere una teoría. No hay.

Hay, sobre la mesa del comedor, dos cafés. Uno de mi hermano y el otro mío. Hay un jugo de papaya, de mamá. Hay un cenicero, un periódico con un encabezado que anuncia “López Obrador impugnará la elección”, una pluma. Hay un ejemplar de El libro uruguayo de los muertos, de Mario Bellatín, que leo a ratos; un ejemplar de Fuegos que lee mamá, de Marguerite Yourcenar; y una Sección amarilla abierta en las páginas de vulcanizadoras acapulqueñas que mi hermano hojea, buscando números telefónicos.

Sobre Tiresias sí hay muchas teorías. La que más me gusta es la que, una vez confinado en el octavo círculo del infierno dantesco, lo condena a mirar hacia atrás eternamente. Tiresias –un profeta que sólo puede mirar hacia atrás.

Se nos ponchó una llanta 281 kilómetros antes del despeñadero donde comienza esta historia y 107 kilómetros después de la caseta de cobro, cerca del comedero Cuatro Vientos –una cafetería como soviética con largas mesas de aluminio que atienden meseras vestidas de reas y peinadas a la marimacha. Comimos ahí y luego, entre mi hermano y yo, remplazamos la llanta ponchada por la de refacción. Pero ahora tenemos que conseguir una llanta verdadera, del tamaño de la demás, porque resultó que la de refacción es demasiado pequeña y el coche va como chueco, como desequilibrado. Mi hermano dice Como mayate rengo – y yo no entiendo bien esa imagen que me hace sonreír pero no reír.

La única vez que he visto a alguien orinarse de risa es a mamá. Es, además, la única persona que se ríe con todo el cuerpo y que no se deforma por los efectos físicos de la risa. La mayoría de las personas adquieren algo de monstruoso en plena carcajada. Algo de monstruoso y algo demencial. La voz se expande y quiebra, los ojos desaparecen, los cuerpos se balancean como piñatas heridas. Una vez tuve un novio ni guapo ni feo cuyo rostro adquiría rasgos porcinos –las fosas nasales aleteando furiosamente, la cara henchida y rosada, los ojos dos canicas inexpresivas, minúsculas, clavadas en el infinito. A Mamá no le pasa nada de eso –ella se ve hermosa cada vez que se ríe.

La mayoría de las personas adquieren algo de monstruoso en plena carcajada. Algo de monstruoso y algo demencial. La voz se expande y quiebra, los ojos desaparecen, los cuerpos se balancean como piñatas heridas.

 

Rompo el silencio perfecto de la mañana y digo: Vulcanizadora viene de Vulcano, el dios romano del fuego. Repito Vulcano, vulcano – la o adelgazada, insegura, casi un soplo. Se lo digo a la ventana pero en realidad se lo digo a mi hermano, Vulcanizadora viene de Vulcano. Me dice Ah bueno, y sigue marcando números de vulcanizadoras. Así hacía mi padre cuando nos daba una orden –le hablaba a la ventana o al librero que quedaba a la derecha de la mesa, nunca directamente a nosotros, pero sabiendo que el anzuelo iba a caer en el lugar exacto y que el hijo al que iba dirigido iba a morderlo– somos cuatro, todos de distintos padres y madres, pero somos cuatro e incluso a veces somos cinco, aunque eso no importa por ahora. A papá nunca le respondíamos Ah bueno. Decíamos Bueno, ok, sí.

Mi madre, su belleza, su risa –estruendosa y expansiva. Teresa de Cartagena, sorda como un cangrejo. Tiresias, ciego como el pelotari. Yo le copié a papá eso de hablarle a la ventana cuando quiero que uno de mis hermanos me escuche –pero realmente nunca me ha funcionado muy bien. Terminando el desayuno mamá lava los platos, mi hermano se va al mercado y yo me pongo a leer en la hamaca, sintiéndome un poco holgazana. Le marco a mi esposo para ver cómo están todos en la ciudad pero no me contesta el teléfono así que dejo un mensaje.

Tiresias fue transformado en mujer tras una apuesta entre Zeus y Hera. La apuesta era: quiénes sienten más placer, los hombres o las mujeres. Tiresias respondió mal –según Hera. Entonces lo transformó en mujer. Extraño castigo.

Mi hermano tiene tres hijos y yo tengo una hija y dos hijastros que de cariño –o sea a veces sí y a veces no– me dicen Lucas. Cuando están los seis niños juntos, forman una tribu perfecta. Una tribu más ruidosa, desparpajada y alegre de lo que fuimos nosotros dos en la infancia –siempre fuimos un poco callados– no melancólicos pero tal vez saturninos –que es casi lo mismo. Observábamos mucho a los adultos que nos rodeaban. Ahora observamos a los niños que nos rodean. En ese lugar liminar aprendimos a estar más cómodos. Tal vez más felices.

En esta historia no hay teorías ni tampoco moralejas. Es una historia inmoral sin moraleja. Nadie gana y nadie pierde.

Mucho antes de que tuviéramos hijos, cuando éramos niños, jugábamos al futbol americano. El juego consistía en que él tacleaba y yo aguantaba vara. Así, una y otra vez. También jugábamos Nintendo y luego, unos años después, Supernintendo. Me ganaba y yo tragaba saliva para no llorar de coraje –así, una y otra vez. Recuerdo un solo juego en el cual ni ganábamos ni perdíamos ni yo lloraba. Lo jugamos sólo durante una mañana del primer invierno que pasamos en Corea del Sur. Consistía en transformar las cajas de cartón de nuestra reciente mudanza en trineos, y salir a navegar el barrio –un barrio con muchas cuestas llamado Chang Chung Dong. Colocábamos la pila de trineos desechables en la cima de la calle inclinada y nos tirábamos –una y otra vez, hasta que los pedazos de cajas que con marcador indeleble indicaban Libros, Cocina, Sala, Niños, Otros, quedaban anegadas en agua de nieve y tierra y mierda semicongelada de perros callejeros.

A la hora de la comida, nos sentamos a comer un ceviche que mi hermano preparó con un pulpo que compró en el mercado de Caleta. Mamá habla del indispensable cambio de llanta antes de que llegue su novio esa noche, y de la necesidad de investigar el tamaño correcto de la de repuesto. De ahí pasa a los derviches giratorios sufís, que más que a las llantas emulan los movimientos de los planetas.

Mientras habla, pienso en todas las posibles actividades vacacionales que sirven para integrar a las familias y desintegrar el tiempo que se debe pasar con los familiares. Póquer, Risk, Monópoli, Dominó, Diccionario, Mentirosa. Todos requieren de la facultad de la vista.

Sólo gana y pierde Tiresias, que al final siempre queda tablas: pierde la vista, gana el don de la profecía; pierde la virilidad, gana un órgano femenino.

Cuando estamos lavando y secando los platos, mi hermano me pregunta si me dan celos el nuevo novio de mamá. Él lava y yo seco. No, nada de celos, le digo sin titubear. Pero me paso el resto de lo que dura el trasiego con la vajilla pensándolo. Le pregunto si se le ocurre algún juego que podamos jugar con el novio de mamá, cuando llegue. No, no se le ocurre ninguno. Tal vez una versión adaptada de Mentirosa. Pero en cuanto empezamos a tratar de afinar los detalles de la posible adaptación nos damos cuenta de que algo no amarra. De que nada amarra, nunca.

No, no me dan celos, pienso de nuevo cuando terminamos con los platos –pero no lo repito ya en voz alta. Quiero decir que me da todo lo contrario de los celos, pero no estoy segura de que eso exista.

Mamá entra al baño donde me estoy bañando y me cuenta que hace poco le leyó parte de mi novela Los ingrávidos a su novio. Le leyó una parte sobre la ceguera progresiva que aqueja al personaje que se llama Gilberto Owen. Le gustó, al menos esa parte, me dice. Le digo Gracias, dile que digo gracias. También me dice que lo quieren llevar al centro de traductores del Braille. No se acuerda si son traductores o transcriptores. Lo va a investigar. Pero lo importante es que lo van a llevar a que lo pasen al Braille. Le pido a mamá que me pase una toalla. No sé si mamá ya se bañó alguna vez con su novio.

Otra teoría dice que Tiresias perdió la vista cuando vio bañarse un día a la pudibunda diosa Hera. La muy ñoña lo cegó.

Es difícil imaginarse cómo hacen el amor los padres y las madres, sea con las respectivas madres y padres propios o con los padres y madres de otras personas. Hubo un momento, por ejemplo, en que todos los jóvenes intelectuales de mi generación emulaban al protagonista de los Detectives salvajes, que masturba a su pareja dándole pequeños golpes en la vagina. Las prácticas son siempre generacionales y vistas desde cierto punto de vista, son un poco ridículas. No sé qué libros y qué películas emulen los abuelos de nuestros hijos.

Me preocupa un poco, mientras me visto, la posibilidad de que algún día futuro mamá y su novio quieran llevar este texto, si se convierte en algo más largo, al centro de traductores o transcriptores del Braille. Pero no tengo por qué enseñárselo a mamá.

Sólo gana y pierde Tiresias, que al final siempre queda tablas: pierde la vista, gana el don de la profecía; pierde la virilidad, gana un órgano femenino.

 

Mi hermano y yo salimos de la casa para ir a la Vulcanizadora Variedades, con cuya dueña habló él para explicarle nuestra urgencia. Nos aseguraron que tienen el tamaño de llanta que necesitamos. Cuando encendemos el coche para salir de la casa, empieza a sonar I’m your man de Cohen, ya casi al final de la canción. Lo de los coros femeninos en Cohen le hizo un daño irreparable a la música, dice mi hermano. Apagamos el radio. El novio pelotari debe estar subiéndose al camión para viajar a Acapulco –le digo– son seis horas de viaje y llega a la medianoche. La ciudad es un despliegue de fuerzas armadas: judiciales, federales, estatales, el ejército, la marina. Los que dan miedo son los de la marina –parecen gringos encabronados.

            Una vez en la vulcanizadora el problema se resuelve rápido –pero no bien. La llanta que tienen es un poco más grande que las otras tres. Es mejor más grande que más chica, argumenta el vulcanizador. Espeta: Cuanti más más, pues más. Ese último argumento convence a mi hermano. Poco a poco podemos ir remplazando las otras tres llantas por unas más grandes. El vulcanizador nos vende la llanta y también un tostón de mariguana.

¿Todavía fumas mota?, le pregunto a mi hermano.

No, ¿tú?

Tampoco.

Ah bueno.

Después de pagar la llanta y el tostón de mariguana, la señora que atiende la caja de la vulcanizadora le extiende a mi hermano una tarjeta promocional del negocio que muestra una figurilla. Nos explica, Es Vulcano, el dios romano del fuego.

¿Ves?

¿Ves qué?

Nada, Vulcano.

De vuelta en casa mamá se está acicalando en el espejo. En unas horas va a ir por el novio pelotari a la estación de autobuses. Es la primera vez en diez años que mamá tiene novio. Se ve hermosa. Le digo Te ves guapa. Me dice Pues qué importa, ni me ve. No sé si reírme, pero ella se ríe y entonces también me río un poco.

La ocasión en que vi a mamá orinarse de risa yo tenía cuatro o cinco años. No puedo estar segura, pero creo que se estaba fumando un gallo con una amiga. Estábamos en una casa frente al mar que tenía, de un modo tal vez un poco triste y redundante, una gran pecera con ejemplares de peces tropicales en la sala. Afuera caía una tormenta. Mamá y su amiga estaban tumbadas en un sillón detrás de mí, fumando, mientras yo miraba los peces. En un momento dado, la amiga de mamá me dijo Mira, Valeria, tu madre se convirtió en pez. Volteé y mamá ya no estaba en el sillón. Se había esfumado, había desaparecido, ya no estaba. Al principio me pareció maravilloso. Mi madre tenía, además de todas sus cualidades, la capacidad de transformarse en pez. Pero al cabo de un rato me empecé a angustiar.

Cuando la amiga de mamá por fin se dio cuenta de que el juego había dejado de ser divertido, me dijo que me quedara mirando fijamente la pecera y que enseguida ella volvería con mi madre. Eso hice. Conté muchas veces hasta diez mirando los peces, hasta que ya no veía la pecera de tantos lagrimones –las lágrimas de los niños son siempre más pesadas, voluminosas y graves que las de los adultos. Finalmente mamá apareció empapada, tomada de la mano de su amiga. Se reían a carcajadas. La abracé de una pierna que me olió ligeramente a orina y ella me besó la mollera.

Nunca le terminamos de perdonar nada a los padres aunque ellos casi siempre nos perdonen todo –o casi todo. Pero a la vez, nosotros los admiramos mucho más de lo que jamás nos llegarán a admirar ellos. La admiración es un acuse de recibo que sólo le concedemos a quienes nos resultan insondables. Y por más que pase el tiempo y también nos volvamos adultos, y levantemos muros y familias y carreras profesionales, no somos nunca insondables para ellos. Es tal vez un efecto natural del gran mecanismo darwiniano. Si puedo escribir todo esto es sólo por ese motivo, por ese efecto natural con causas artificiales.

Nunca le terminamos de perdonar nada a los padres aunque ellos casi siempre nos perdonen todo –o casi todo. Pero a la vez, nosotros los admiramos mucho más de lo que jamás nos llegarán a admirar ellos

 

Esperamos a mamá jugando Mentirosa en la mesa del comedor. Mi hermano saca el tostón y yo poncho un gallo vaciando con cuidado un cigarro, removiendo quirúrgicamente el filtro.

¿Crees que si llegara un tsunami a esta costa, nos alcanzaría?, le pregunto.

Ya no te malviajes.

Bueno, ok, sí.

Fumamos como primerizos, exagerando maneras, emulando viejas muecas, nuestras caras de ahora mucho más severas que las de antes. Póquer de reinas, dice. No levanto el cubilete aunque sé que es mentira. Miro el juego y, en efecto, hay sólo un par de reinas. Las saco y vuelvo a tirar.

¿Cómo estaba lo del juego de Mentirosa sin ver?, pregunta él.

No sé, pero probemos.

En cambio, es desproporcionado el amor a los hermanos –que también son de algún modo insondables. Pero a ellos no les cobramos nuestra incapacidad para sondearlos, como sí se la cobramos a los padres. Los adoramos y ya. A veces, no los adoramos, pero los queremos bastante.

Tiresias no tuvo hermanos. Tuvo el don de la profecía, tuvo tetas, tuvo hijos, tuvo la dicha de pertenecer a ambos sexos. Pero no tuvo hermanos.

Mamá regresa a la 1.33 am. No entra junto a ella el pelotari. Esperamos un poco en silencio, pensando que tal vez un ciego se tarda un poco más en salir de los coches y que estará por aparecer en el umbral de la puerta, bastón en mano. Pero no entra nadie –no se asoma la punta de ningún bastón– ya no vendrá nadie.

Mamá deja su bolsa sobre la mesa y se sienta con nosotros. Nos sonríe. Mi hermano dice Póquer de ases y reina. Mamá cierra los ojos e intercepta el cubilete. Con los ojos cerrados lo levanta sin mostrar el juego, saca el póquer de ases y luego vuelve a menear el cubilete con un único dado antes de dejarlo caer en pico, boca abajo, sobre la mesa. Todavía con los ojos cerrados dice Quintilla de ases.

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