Mi madre nació aquí, pero mi padre no. Era un mercader de vasijas de barro. Cada año, casi siempre en primavera, venía de su país natal a comprar mercancías en nuestra región; si hacía bueno y la mar aguantaba, se quedaba todo el verano con nosotras. Hablaba bien nuestra lengua, pero aunque sabía leer y escribir con nuestro alfabeto, los maestros alfareros, que no sabían, lo llamaban barbaros y se burlaban de su torpe manera de pronunciar nuestra simple “th”. A las ampollas llamadas lecitos, por ejemplo, él las llamaba “lecidos”, lo que ciertamente suena infantil. Y a pesar de habernos traído prosperidad, era objeto de murmuraciones antipáticas y rencorosas.

Diosa Hestia en mármol. Imagen vía.

            Mi padre seleccionaba las vasijas que quería comprar en cuanto eran sacadas del horno y puestas a enfriar sobre listones de madera. Ponía en ello una diligencia no exenta de brusquedad y desdén: detectaba en el acto la pieza que no le convenía, por más que un observador rutinario hubiese sido incapaz de distinguir las piezas que él consideraba perfectas del esquifo o la crátera rechazado por sus imperfecciones. Después, tras envolverlas en tiras de lino, las embalaba con paja y eran despachadas al puerto, en un desfile de carretas tiradas por burros. Las vasijas escogidas, decía mi padre, llevaban aceites y jarabes y perfumes considerados exóticos en su país natal. Eran los únicos recipientes transportados como carga, ya que las vasijas más preciadas por su belleza estaban destinadas, añadía, a adornar las mesas de eruditos y aristócratas.

Otra razón había para el desprecio del que era objeto, y era mucho más grave que su dicción forastera: mi padre era un ateo confeso. También ello explicaba el hecho de que mi madre no tuviese entre los nuestros el rango de esposa y que fuese el blanco de crueles comadreos: se murmuraba que era la concubina, la esclava, la sierva de mi padre, y aun a veces, para mi vergüenza, su fulana. Mi padre se había negado a celebrar los habituales ritos matrimoniales bajo la égida de Hestia, a cuyo amparo mi madre había sido encomendada al nacer y cuya capilla era una de las más majestuosas. Cuando tuve edad suficiente para pasear sola, me gustaba demorarme entre las pilastras doradas y contemplar la imagen de la diosa. Allí siempre iba sola. Como sucedía con mi madre, sería inexacto decir que me sentía rechazada (nuestra polis era demasiado decorosa para incurrir en tan manifiestos agravios), pero lo cierto es que se nos evitaba discretamente, casi con tacto. Allí, sin embargo, en el ara oscura y fresca, la diosa, sin dejar de imponer con su pétrea gravedad, extendía los brazos como en una promesa de abrazo y parecía ofrecer un refugio. En su amplio regazo había siempre un fuego ardiendo en un brasero, y de él cuidaba un jovencísimo acólito, un chico de mi edad que vestía como los sacerdotes, con una túnica blanca plisada con orlas a altura de los tobillos. Con cada temblor de las serpentinas llamas, los pechos de la diosa brillaban como un escudo, mientras las sombras se mecían sobre el macizo bulto de los pies. Cuando me la quedaba mirando un rato, parecía que clavaba en mí sus labradas pupilas. Entonces pensaba que la diosa sabía quién era yo: el fruto de la humillación de mi madre y la rebeldía de mi padre.

            Mi padre, justamente, iba siempre a su aire, burlándose de las muestras de desprecio que llegaran a nuestros oídos. Y la verdad es que durante los meses que pasaba con nosotras, los tres éramos felices. Nos había construido una magnífica casa, amplia pero sencilla, sin ostentación, que transmitía bienestar y holgura, aunque menos por sus dimensiones que por la presencia de mi padre. En su interior, las paredes lucían, en animados frescos, paisajes cargados de huertos frutales y cielos surcados por coloridos pájaros. Mi padre había prohibido las habituales escenas de la vida de los dioses: en nuestra casa no había cabida para ellos. Mi madre protestó, pero sin mucho insistir. Se mostraba extrañamente sumisa, sobre todo cuando mi padre galanteaba con ella o la besaba. La llamaba su camellopardo: tenía el cuello largo y una cabecita que iba y venía sedosamente sin perderlo a él nunca de vista, como si con la mirada quisiera paralizarlo y tenerlo ahí, para siempre. Su sonrisa insegura se opacaba cuando el sol oblicuo anunciaba que pronto llegaría el otoño y, con él, la próxima ausencia de mi padre. No contaba más de diecisiete años cuando, siendo una de los muchos huérfanos del terremoto que habían quedado al cuidado de la polis, mi padre la conoció. De aquello habían pasado siete años, pero ella seguía guardando luto por sus padres. Estaba presente cuando se los tragó una grieta negra que fue abriéndose hasta que el bestial colmillo de una llamarada saltó para ensartarlos y arrastrarlos, dos teas vivientes, a las fauces del abismo. A mi madre le costaba mucho hablar de ello y cuando lo hacía, siempre era con un temblor reverencial, pero nunca supe qué o quiénes se lo inspiraban. ¿Los dioses, los sacerdotes, nuestra sibila? ¿El barbaros que inexplicablemente la había socorrido y le había dado un techo y la niña que sería la delicia de su padre?

Mi padre había prohibido las habituales escenas de la vida de los dioses: en nuestra casa no había cabida para ellos

            Que yo era la delicia de mi padre, eso era innegable. Su delicia, su cariño y alegría, y también su gorrión, su perla y su granada, su jardín de amor. Estos y muchos otros eran los fabulosos nombres que me daba. Logró convencerme (lo creí durante mucho tiempo) de que si cada año volvía, no era porque tuviera que atender a sus negocios con los alfareros, sino por maravillarse de lo mucho que yo había crecido entre tanto y traerme pulseras tejidas y colgantes de piedras pulidas y collares hechos con abalorios que en realidad eran las conchas de diminutas criaturas marinas. Me hablaba de los grandes peces que nadaban junto a su barco, cantando y gimiendo, monstruosos y descomunales seres de aletas peludas y ojos brillantes, y contaba cómo en las noches de tormenta las olas eran lenguas que azotaban la proa y la popa echando espumarajos, y todos aquellos insospechados peligros los arrostraba, decía, solo por poder una vez más tomar en sus brazos a su gorrión, su cariño, su jardín de amor, su única delicia.

            Era entonces cuando, inquieto, preguntaba: ¿Qué era lo que más me gustaba comer? ¿Y por qué no quería tomar vino? ¿Con qué niños jugaba, por qué casi siempre estaba sola? ¿Por qué dejaba a mi madre sola y me iba a vagar por la capilla? ¿Qué buscaba allí?

            Y yo obedecía y contestaba, pero sin entrar en detalles. ¿Cómo podía admitir, envuelta en la dulzura de su abrazo, que mi padre era la causa de nuestro aislamiento? Es verdad que contrataba a un ejército de criados para que nos atendieran, pero en cuanto él se marchaba, invariablemente desaparecían. Mi madre, durante los largos meses de su ausencia, se encerraba en su soledad. Nadie venía a vernos. En un rincón, sobre una mesita de tres patas con forma de león cubierta con un paño de lana, colocaba una imagen de Hestia, su protectora. Era una talla de cedro, no más grande que su antebrazo, que escondía al llegar la primavera y acercarse la vuelta de mi padre. Ni siquiera yo, que de tan cerca que estaba podía distinguir su gesto más leve, sabía dónde la metía. Y todo porque mi padre era atheos y las dos llevábamos esa mancha. Pero mi madre menos que yo, pues su sangre corría en mis venas.

            No me atreví nunca a contarle, en cambio, cómo acabé recelando del sabor del vino. Mi madre y yo solíamos acompañar las comidas con agua, y a menudo mezclábamos algo de vino en nuestras copas; un toque entre amargo y dulce que, sobre todo en lo más hondo del verano, bebía con avidez. Extrañamente, mi padre nunca quiso probar nuestro vino, ni siquiera muy diluido con agua. Pero hacía algo más raro todavía: con gesto brusco de la mano rechazaba el pan que se le ofrecía, fuera de trigo o de cebada, pero esto solo lo hacía durante un breve lapso de ocho días seguidos, pasado el cual volvía a comer pan normalmente. Mi madre no cuestionó nunca esa incomprensible conducta; era lo normal en su país de origen, me decía, donde ni el pan ni el vino se parecen a los nuestros.

            El caso es que acabó resultándome insoportable el sabor, aspecto y aroma del vino. No podía beber de una copa que hubiese contenido siquiera una gota del dichoso líquido. El más leve aroma a vino, por tenue que fuera, me parecía amenazador, un olor impregnado del terror que había hecho presa en mí la melancólica tarde en que mi madre y yo acabábamos de despedirnos de mi padre. El aire nos traía el recuerdo de las separaciones de otros años y empezaba a cargarse de presentimientos de soledad. Mi padre nos estrechó en sus brazos, mientras nos hacía –a mi madre, sobre todo–promesas de venideros consuelos, y yo sentía el familiar roce de su barba en mi cara. Pero en sus ojos podía ver que estaba absorto en la partida, más que en el lejano regreso. Había pasado toda la mañana ocupado en el fragoroso pertrecho de la caravana, entre roznidos y cacas de burro y la algarabía de los arrieros lanzándose familiares dicterios. En cuanto desapareció la última carreta, la tímida sonrisa de mi madre se borró para dejar paso al silencio triste que, bien lo sabía, iba a mortificarla durante muchas semanas.

Busqué refugio en la última canícula de aquel verano y volví a deambular entre las capillas. Mi madre me veía partir aliviada: supuse que no querría testigos a la hora de sacar de su escondite la diminuta imagen de su protectora y rodearla de las rituales bandejas de higos y semillas sagradas. No acababa de comprender cómo una figurilla tan insignificante podía aspirar a ejercer el mismo imperio que la imponente Hestia desde su grandioso altar, pero mi madre creía en ello a pies juntillas. Del mismo modo que el agua llena cualquier recipiente capaz de acogerla, decía, así mismo la diosa está presente en cualquiera de sus encarnaciones materiales, aunque no sea más grande que la palma de una mano… ouai, concluía por lo bajo, ¡si al menos tu padre no se negara a verlo!

            En mi fuero interno también yo quería negarme a aceptarlo, y cuando entraba a hurtadillas en la umbría capilla de Hestia (era siempre mi obsesiva meta) y al fondo de la recóndita nave divisaba la imponente silueta de la diosa, la minúscula réplica de mi madre me parecía apenas el juguete de un niño. Acudía al templo impelida por el deseo, pero también azuzada por el miedo: me asustaba el contraste entre mi padre y yo. Ahora que él estaba irremediablemente ausente, la angustia atenazaba a mi madre, pero en la penumbra sacra de aquel lugar me sentía arropada por la fuerza y majestad de la diosa, con su ominosa testa y sus muslos orondos, por aquellas colinas de mármol donde ardía el fuego consagrado como en el fondo de un valle. Todo a su lado empequeñecía, sobre todo mi madre.

            Un día descubrí que el acólito no estaba solo: había una mujer delante del altar, a los pies de la diosa. Ni joven ni vieja, tenía una barriga grande y redonda como una calabaza, y vaciaba un jarabe oscuro contenido en un estrecho vaso en el profundo remolino del cuenco de las libaciones. El denso líquido se derramaba en ondas plisadas, y cuando la mujer acabó de vaciar el vaso, depositó junto al cuenco una torta de cebada con olor a miel. El acólito le acercó una copa tintineante. La mujer dejó caer una dracma y salió deprisa.

Que yo era la delicia de mi padre, eso era innegable

            El chico no me inspiraba confianza. Iba vestido como un sacerdote sin serlo, era solo un muchacho.

            “Siempre vienes por aquí”, me dijo. Era la primera vez que oía su voz, y parecía la de una niña. ¿Por qué? ¿Porque tenía prohibido hablar y había olvidado cómo hacerlo? Lo observé más detenidamente. Se fue hacia el altar, para despachar sus deberes. Normal. ¿Acaso no era un siervo de la diosa? Y sin embargo, para mi sorpresa lo vi partir un pequeño trozo de la torta y lamer las gotas de miel que derramaba.

            “¿Quieres probar?”, preguntó, con un extraño chillido. “Aunque esto es solo para los sacerdotes.”

            “¿Tienes su permiso?”

            Me lanzó una mirada pícara. “No tienen por qué enterarse ¿verdad?”

            Cogió un cucharón y lo hundió en el cuenco de las libaciones. Lo vi beber a sorbos, una y otra vez. El rutilante vino temblaba en la crátera, y después centelleó, estremecido, en el borde del cucharón. Me sentí poseída al instante por una sed abrasadora: era el árido día de la partida de mi padre, y lo había pasado sin probar bocado ni beber una gota de agua. Aspiré el olor, un tufo acre y arisco, como de heces de alguna alimaña. El rastro que deja una fiera. El rastro del vino. En el cucharón, tembloroso, el líquido se fue acercando lentamente, hasta que una gota rozó mis labios y empapó mi lengua, y de pronto aquel tufo se convirtió en algo delicioso y dulce, como mariposas líquidas o el pico de un ave majado y reducido a polvos perfumados, y bebí a fondo, sin tasa ni medida, violadora, transgresora de los sacerdotes y de la misma diosa, pero qué importaba, por mi garganta subía una parra ardiente, mis dedos brotaban como sarmientos retorcidos, blancas cepas calcinadas se enroscaban por todo mi cuerpo, estaba sola, completamente sola, y un remolino de fuego me arrastraba hasta lanzarme a un vacío asfixiante, no tenía asideros y sentía miedo, miedo de la llama entre los muslos de la diosa, miedo de mis labios y mi lengua y las brasas encendidas que eran mis ojos. Miedo de todo lo que de repente y terriblemente supe.

            Pasó mucho tiempo antes que me decidiera a volver, y cuando lo hice, el acólito me evitaba. No volvió a dirigirme la palabra.

            Habían pasado varias semanas desde la marcha de mi padre y mi madre y yo vivíamos en nuestro acostumbrado aislamiento, cuando un día, inopinadamente, mi madre decidió revelarme lo que siempre pensó que era el secreto de mi padre. Fue por el terremoto y solo por eso, me dijo, que él se había hecho cargo de ella, una huérfana marcada por la cólera de Hades, y era el terremoto la causa de que ella no hubiese podido casarse y no fuese una esposa de verdad ni tuviera un esposo de verdad y de que ahora sufriera como una triste viuda, salvo que ella no era una viuda, y dado que no había podido casarse y no era una esposa de verdad, entonces qué era ella. La congoja de mi madre había poblado tantas veces nuestra soledad, que no me extrañó que volviera a abandonarse a ella. Casi siempre evitaba hacer comentarios sobre el cataclismo que había malogrado sus primeros años de vida, sobre todo en mi presencia; quería protegerme de aquel viejo drama, aunque quedaba tan lejos del paisaje de nuestras vidas que a mí me parecía poco menos que una fábula. Ahora, sin embargo, en su febril locuacidad (porque parecía un ataque súbito de fiebre), volvía una y otra vez sobre la cólera de Hades, porque aquello había sido un castigo del dios, las casas y huertos y animales y cosechas destruidos, la destrucción de toda forma de civilización, y después ella había permanecido horas y horas, en el yermo desolado, medio desnuda, con la túnica rota, al borde de la zanja humeante. Y habló de lo que vino después, de los saqueos cuando la comida empezó a escasear, y de los puñales y la furia y la sangre. ¿La cólera de Hades? Más bien parecían las elucubraciones de una mente trastornada. ¿Qué relación podía haber entre la causa de su dolor y nuestra seria y equilibrada polis, gobernada sabiamente por los sacerdotes bajo la inspiración de nuestra sibila? ¿Y acaso aquel viejo dolor no había sido redimido por el forastero que llegó un día a nuestro comedido y discreto ámbito, el salvador de mi madre y redentor de sus desgracias, por mi padre?

            “¡Cómo no pensar en ello –se lamentaba– cómo no temer desde el comienzo que acabaría pasando! Tantas idas y venidas, pero un buen día no volverá, el mar romperá su barco, y él dejará de respirar entre los peces, a menos que… que…” y con un hilo de voz: “un día no volverá porque ya no tendrá ganas de volver.”

            Pregunté por qué mi padre, que tanto me quería, iba a no querer volver nunca más.

            Y mi madre entonces confesó lo que siempre pensó que era el gran engaño de mi padre. En su país natal, dijo, tenía una esposa de verdad, ¿de qué otra cosa podía tratarse? Y una familia de verdad y, sí, una hija extranjera, ¿qué podía ser, si no?

            Creí lo mismo que ella creía. Lo creí con más fuerza que su creencia en el oscuro rencor del dios. ¿Por qué razón iba mi candorosa madre a merecer el castigo del amo de los infiernos? Pero la otra hija… ¡qué idea tan dolorosa! ¿Querría a mi padre con el mismo fervor que yo? Me dolía pensar que una simple forastera podía disfrutar de su tierna presencia durante casi todo el año, mientras yo lo perdía en el abrir y cerrar de ojos que duraba el verano. Y además hablaría en la lengua de su tierra, que yo no sabía, y conocería al dedillo las costumbres del lugar. ¡Cuántas veces había deseado que mi padre fuera uno de los nuestros! Pero a veces, cuando veía a mi madre suplicar ante el altar de su pequeña protectora, sospechaba que la otra hija tal vez no fuera más que un fantasma, un espectro que rondaba los temores de mi madre.

            Aquellos nubarrones se disiparon al volver mi padre. Su barco había surcado una mar serena y a él se le veía robusto, con las mejillas curtidas por el punzante viento del norte. ¡Y oh maravilla, los regalos que traía! Fíbulas cuajadas de turquesas, cestos multicolores repletos de aceitunas brillantes, tan diferentes de las nuestras en tamaño y sabor, y pañuelos y pulseras y un espejo de bronce bruñido, y hasta unas sandalias con cuentas de plata, como nunca antes habíamos visto. Mi madre se iluminó, la muñeca de Hestia fue rápidamente devuelta a su escondrijo, y al instante nos vimos rodeados por un pelotón de diligentes criados que se afanaban en barrer los rincones descuidados e iban y venían por el patio recogiendo agua y moliendo harina, mostrándose tan deferentes. Qué fácil era, así, tragarse los celos, qué evidente parecía que mi padre fuera incapaz de querer a una niña extraña más que a su perla, su granada, su gorrión…

El aire nos traía el recuerdo de las separaciones de otros años y empezaba a cargarse de presentimientos de soledad

Volvimos a ser felices juntos. Por las mañanas mi padre iba a los hornos y volvía a ir al caer la tarde, pero las horas intermedias eran para mi madre y para mí. Salíamos a pasear por los prados, con morrales llenos de tortas y frutas. Caminábamos hasta que el sendero se acababa y delante solo había maleza y una maraña de verdes, y entonces mi padre nos recordaba que allá en su tierra el campo no era muy diferente, que solo las flores salvajes no se parecían. O bien, para sazonar nuestros abundantes platos de pescado o cordero, recorríamos los puestos del mercado en el ágora, en busca de hierbas y especias que solo él conocía. A veces mi padre consentía que le acompañara a los hornos antes del atardecer, cuando iba a hacer el recuento de las piezas que había comprado ese día y marcarlas con su sello. Temía que pudiera cansarme, decía, por lo tedioso del lugar, tan caluroso y lleno de polvo entre el griterío de los maestros alfareros. Pero a pesar del humo que nunca se disipaba y del punzante olor a esmalte y arcilla húmeda, nunca me cansé de ver aquellos ejércitos de vasijas acabadas avanzando en hileras brillantes. ¡Cómo me maravillaban sus formas y colores! Algunas tenían asas como orejas, otras eran ventrudas y tenían un cuello muy fino, y estaban adornadas con diseños tan variados, con volutas y franjas y hojas combadas como caracoles.

            Pero sin ninguna duda las que más me gustaban eran las vasijas que contaban historias, con figuras en distintas poses portando cráteras o arrodilladas o con los brazos en alto empuñando armas, y todas ellas pintadas con tan meticulosa devoción que parecía que hubiera bastado con que ellas lo quisieran para poder animarse y cobrar vida. Como los otros niños de nuestra polis, conocía bien todas sus historias: esta era Gaia, y aquella otra figura, Poseidón con su tridente, y Deméter y Zeus, y la pobre y aterrada Perséfone, arrastrada por el mortal Hades a las fauces crueles del abismo. ¡Y mi padre las quería todas!

            Por primera vez me atreví a preguntarle. ¿Acaso no había prohibido terminantemente que en las paredes recién pintadas de nuestra casa se exhibieran frescos representando a los dioses? Por más que mi madre lo hubiese agradecido, ella, cuyo más nimio deseo procuraba él siempre satisfacer. ¿En qué quedábamos? ¿Por qué comprar todas esas vasijas consagradas a los dioses y sus hazañas? Y encima, para llevárselas lejos de aquí…

            Acarició mis mejillas. Un gesto de ternura que siempre hacía para calmarme, pero que esa vez no surtió efecto. –Oh, pajarillo mío –dijo– mira qué bellas son las túnicas de las mujeres, cómo se hacen y deshacen los pliegues en un rico juego de sombras y luz, y los miembros de los hombres, lo fuertes que son…

            –¡Pero si son dioses! –grité–. ¿Acaso no lo veía, o es que no sabía?

            –En mi país no serán dioses, serán lo que son: hermosos mortales, mujeres y hombres.

            Y pensé qué estéril, qué pobre debía de ser la lejana tierra de mi padre, donde la belleza le era negada a los dioses.

            Fue después de ese diálogo desapacible (¿no había sido casi una pelea?) que mi padre comenzó insistentemente a contarme extraños relatos. Eran, dijo, la historia de su patria. Nos instalábamos en el patio a la hora de la siesta, cuando el calor hacía temblar el aire y crujir el empedrado y los criados dormitaban en mitad de la faena y mi madre se echaba en el frescor de uno de los cuartos interiores, con las contraventanas cerradas. Entonces me hablaba mi padre de un niño rescatado de las aguas por la hija de un rey, criado por ella como un soberano en el palacio real, y que acabaría encabezando una temible rebelión. Y me contaba de un joven que conocía el significado de los sueños y que fue vendido por sus hermanos a un reino extranjero, donde se elevó desde una mazmorra para convertirse en un poderoso visir. Y también de una gran inundación que se tragó toda la vida en la tierra, salvo a un viejo borracho en un barquito, que fue quien salvó toda forma de vida futura. Me hablaba de un viajero con mala estrella que, arrojado por la borda por unos marineros asustados, acabó en el vientre de un pez descomunal. Y de un muchacho que derrotó a un gigante gracias tan solo a una honda.

Mi padre me contaba todas esas historias, y muchas más. Algunas me desagradaron, otras me parecieron asombrosas, pero para mis adentros las consideré inferiores. Después de todo, no eran sino prosaicas aventuras del mundo cotidiano, tristemente alejado del deslumbrante Olimpo. No eran dioses sino hombres sus protagonistas, mientras que nuestras historias ¡qué gloriosas eran! La cólera, la codicia, la lujuria y los celos de diosas y dioses, que hacían retumbar los cielos y bullir los mares y que los hombres vivieran pendientes de sus pasiones. Y había que ver, al unirse a ellos amorosamente, qué héroes traían al mundo: Heracles, Aquiles…

            Nada de esto le dije a mi padre.

            Eso sí, le pregunté si en su patria también tenían una sibila, como nosotros.

            No, respondió mi padre. Y por primera vez, sentí un poco de pena por él. Pensé que mi padre, barbaros y atheos, debía de vivir en un lugar incivilizado. Pero esta vaga noción de disparidad, más tenue que la tela de una araña, me hacía sentir aún más apego por él y por los placeres diarios de nuestra pequeña familia. Los tres seguimos recorriendo los prados y retozando entre las altas hierbas, alegres y risueños, con la cabeza apoyada en las flores salvajes y la nariz manchada de polen y la boca morada por el mosto de las uvas. Y yo seguí siendo (por más que él no fuera y no quisiera ser uno de los nuestros) yo era su cariño, su gorrión, su granada, su jardín de amor.

            Pero también resolví mantenerme alejada de las capillas, no volver a vagar por sus naves ni dejarme seducir de nuevo por el brillo de la grandiosa Hestia en su gran altar.

Año tras año mantuve mi promesa, no solo en la feliz presencia de mi padre, sino durante los tristes meses en que se ausentaba y arreciaba la melancolía de mi madre. A veces volvía con las primeras brisas de la primavera, otras, cuando el verano ya había rebasado su mediodía. Su inconstancia era debida, decía en broma, al temperamento de los marinos: la indolencia, en una tripulación, es la madre de todas las demoras. Cuando no, era debido a los grandes peces golpeando con su cola a estribor, como gatos suplicando un bocado. Pero sabíamos que con ello quería decir los caprichos insaciables del mar.

En el espejo de bronce aprendí a reconocerme

            Y una vez que el verano estaba a punto de agotarse, mi padre aún no había llegado.

            –Será que los vientos –dije– le impiden avanzar.

            A menos que haya dicho, para tranquilizar a mi madre: Hay que ver lo holgazanes que son los marineros. O a menos que dijera: Esta vez hay muchos gatos en el mar. Pero sí sé que dije: Acabará viniendo, ya verás, siempre viene, pronto vendrá, nunca ha dejado de venir…

            Pero mi madre dijo: No, no vendrá.

            Y así fue.

            Y desde entonces, mi madre no salió de su aflicción. Ahora estábamos siempre solas. Comíamos frugalmente. Mañana y tarde oía a mi madre lamentarse y rogar entre murmullos delante de su pequeña protectora, que nunca más volvió a su escondrijo. Pero ahora las bandejas de ofrendas estaban vacías.

            –Ouai –susurraba– ha muerto ahogado, se ha ahogado.

            Y ocultaba el rictus de su boca con las pálidas manos, en las que podía ver los collados grises de las venas, tan parecidos a los que dejan en la tierra los surcos de las carretas después de la lluvia.

            A veces decía, con voz neutra y tensa: Se ha quedado con su familia de verdad, en su hogar de verdad.

            ¿Y no era esta, después de todo, la causa de que lo quisiéramos con tanto fervor? Porque sabíamos que no era, que no quería ser uno de los nuestros. Y sin embargo, había venido a socorrernos y alegrarnos la vida.

            Fui viendo cómo el corazón de mi madre se embotaba y aturdía por la pena. Ahora hablaba del terremoto con más facilidad y frecuencia, deteniéndose en sus secuelas, en los años posteriores, años de miedo, caos y violencia, tan funestos como el cataclismo. Volvía una y otra vez (¡qué tedioso era aquello!) a las consabidas consejas. Que los sacerdotes, desesperados, habían llamado en su ayuda a nuestra sibila, que vivía en el lejano norte; que la ocultaron en un lugar apartado, nadie sabía dónde, si en un monte, una cueva o un bosque, y cómo, gracias a sus oráculos y profecías, nuestra polis finalmente fue pacificada y devuelta a su pureza. Estos relatos historiados no impresionaban a mi padre. La sibila, le reconvenía a mi madre, no era más que una mujer, y por sabia que fuera, ninguna mujer sabía gobernar… Mi madre se llevaba las manos al pecho, como si una bestezuela la devorara por dentro, y gritaba “¡Ouai, atheos!”.

            En aquellos tristes días de duelo, la amputación de mi padre de nuestras vidas la hacía divagar. No el mar, sino la tierra, el terremoto, se lo había tragado. Cuando no era eso, caía en vagas ensoñaciones y promesas de que volvería cuando el sol calentara el dintel de la casa y las aves de paso volvieran a surcar el cielo. Y a veces, cuando sorprendía mi indiferencia a su pequeña Hestia y me veía pasar delante del altar sin dedicarle siquiera una mirada, me acusaba de renegar de los dioses y, con ojos lastimeros, preguntaba: ¿Quién querrá casarse con una como tú?

            Así, entre penas y perplejidades, mi madre fue enfermando. Vomitaba las gachas que le obligaba a comer y devolvía al vaso el agua que acababa de beber. El cuello, lleno de arrugas y raspaduras, parecía una soga de esparto, y la primavera siguiente, cuando mi padre tampoco volvió, murió. Pasaron muchas estaciones más, muchos meses pasaron. El tiempo repartía más tiempo despiadadamente y lo pasé todo en la casa paterna (que eso era mi casa para mí), viendo agrietarse las piedras del patio, trepar la maleza por el laberinto de fisuras, borrarse y saltar los frescos, que el roce de un dedo acabó bastando para reducir a polvo.

            Pero no había olvidado mis tesoros, los incontables regalos de mi padre, los prendedores y collares, pendientes y pulseras, cada uno con sus joyas ensartadas, y las sandalias con cuentas de plata, tan bellas que nadie se atrevió nunca a calzarlas, y el espejo de bronce. Hacía mucho que había dejado de adornarme, todos esos objetos eran inútiles ahora. Uno tras otro, los fui llevando al ágora a venderlos, para conjurar la pobreza. Solo me quedé con el espejo de bronce.

            No me gustaban nada mis habituales visitas al mercado, y procuraba espaciarlas. El intenso aroma de las especias me lastimaba, pues allí, entre los puestos de mercancías, se había solazado hace tiempo nuestra pequeña familia, mientras mi padre rebuscaba entre hojas arrugadas y raíces y tubérculos y toneles de corteza sin desbastar con el mismo delicado empeño que ponía en escoger los lecitos de los alfareros, como si una espiga de fenogreco tuviese el mismo encanto para él que una jarra pintada. Pero ahora, perdida en el incesante cotilleo del ágora, me sabía convertida en un rumor, una comparación, una advertencia, aunque no comprendiera porqué. ¿Acaso no era yo un miembro más de nuestra polis? Las miradas de los vendedores me perturbaban: al verme llegar, se retiraban a la oscuridad de sus tiendas. ¿Sería porque estaba sola? Una mujer solitaria, un vestigio abandonado entre ruinas vacías, sin hijos, superflua. ¿O porque casi nunca abría la boca? Pero con quién hablar, y para decir qué. ¿Quién iba a quererme como una vez me quiso mi padre?

            En el espejo de bronce aprendí a reconocerme. Los ojos de mi padre me devolvían la mirada con furia desconocida. Debajo tenía bolsas negruzcas. Mi pelo, blanco como una nube, suelto y despeinado, recordaba algún arbusto vagabundo arrancado en una ventolera. Pero la boca me aterraba: una colmena de silencios terribles.

            El año en que cumplí cincuenta y siete, y cuando hacía ya mucho que había vendido el espejo, murió nuestra sibila. Pocos eran capaces de recordar la época en la que aún no se había convertido en la guardiana de nuestro orbe y nuestras leyes. Nadie sabía de dónde venía, nunca nadie oyó su voz. Se contaba que al nacer, la diosa a la que había sido consagrada decretó que no viviría más de doscientos años.

            No tardó nuestra polis en ser presa de la más salvaje conmoción. Los tachos de basura en el ágora amanecieron un día volcados, las frutas podridas pisoteadas, los puestos del mercado cerrados a cal y canto, entre gritos de ancianas conmocionadas. Peligrosas bandas de jóvenes merodeaban, arrastrando cantos rodados para lanzarlos colina abajo contra todo lo que se moviera. Había saqueadores al acecho, asaltando a sus presas. Perros febriles vagaban en la noche, rastreando las sobras, con las pelambres colgando de la panza. Y el miedo, miedo por doquier, miedo de la indigencia, el hambre, el homicidio, la perfidia.

            Solo yo permanecí inmune, con mi pelo enmarañado, mis palabras atascadas y rotas, día y noche sentada bajo el dintel de la casa de mi padre que se caía a pedazos, oyendo los quejidos y maldiciones de la agonizante polis. Incendios en las colinas, los campos, las capillas, el ágora en llamas, fuego y más fuego, hasta donde la vista alcanzaba. El sol, siempre velado por la humareda.

La diosa había querido hacer de mí quien ahora era: vieja y vaticinada, y virgen, además. Una mujer aparte

            Una de aquellas tardes de viento abrasador, llegaron los sacerdotes.

            Los divisé a lo lejos: siete figuras embozadas avanzando en procesión. Pensé que se dirigían a otro de los muchos ritos expiatorios, concebidos para aplacar las llamas. A menudo había visto pasar estas inútiles comparsas envueltas en cánticos y nubes de incienso, como si las brasas de los incensarios pudieran apagar el verdadero incendio. Cuando estuvieron más cerca, pude detallarlos. Todos iban vestidos de blanco. Las largas túnicas plisadas orladas en los tobillos estaban manchadas de hollín. Seis de ellos tenían la cabeza descubierta y estaban totalmente afeitados; dos, sin duda, eran acólitos adolescentes, y había un patriarca enclenque, con media cara paralizada. La otra figura, que supuse sería la del jefe, llevaba en la cabeza una corona dorada, y una abundante barba adornada con trenzas de seda multicolor, también manchadas de hollín.

            Pero no traían incensarios ni entonaban cánticos. El cortejo avanzó misteriosamente hacia mí, hasta que se detuvo justo a mis pies.

            Uno de los acólitos se arrodilló para quitarme las sandalias. El anciano con la parálisis facial dijo algo (por lo visto era el portavoz del grupo, aunque no el jefe) y el otro acólito se adentró en la sucia penumbra de la casa de mi padre, de la que salió prontamente con el juguete divino de mi madre en las manos. El altarcillo a Hestia seguía en su viejo rincón, intacto y olvidado. Pero la mesa con patas de león había sido vendida hacía tiempo.

            Se me indicó que debía acompañarles. Dejamos atrás el ágora arrasada y atravesamos campos con hierbas como paja calcinada, hasta llegar a inhóspitos yermos tiznados por la lumbre, donde mi padre nunca nos llevó. Seguimos avanzando, y más allá de una elevación, finalmente nos detuvimos en un pedregal. Hasta aquí no habían llegado las llamas. Me obligaron a caminar descalza, para que mis pies se fortalecieran y endurecieran, sin importar los cardos que se me clavaban en los talones o que acabara con las plantas llenas de heridas sangrantes. A medida que avanzábamos las piedras eran más altas, hasta que parecieron formar una especie de gruta, una caverna hecha de tierra y rocas por la que corría un hilillo de agua helada. Me enseñaron donde estaba la cercana fuente de la que manaba y me permitieron beber de ella y hacer mis necesidades, pero estaba prohibido bañarse en aquella agua, salvo cuando la luna se achicara hasta el tamaño de una uña. También estaba vedado rastrear y buscar hojas o bayas: debía comer solo de lo que me trajeran los acólitos dos veces al día, mañana y tarde. Cuando hiciera frío no debía encender una hoguera, sino que también debía conformarme con lo que fuera que los acólitos me trajeran para vestirme, y estaba prohibido dirigirles la palabra. Tampoco podía cubrir mis pies, esto era una ofensa a los dioses. No debía nunca alejarme de ese lugar, hacerlo sería una profanación. Y el día prefijado para recibir la visita de los sacerdotes, había de haber purificado mi cuerpo y, por tanto, no podía comer ni beber.

            Estas normas me fueron comunicadas por el sacerdote con media cara paralizada.

            El sumo sacerdote, que hasta entonces había guardado silencio, tomó la palabra: de su boca salió un falsete deforme. Era su deber, dijo, recitar los indicios y eventos, los signos y confirmaciones que me habían conducido a esta hora de la iniciación. Sabido era que, a pesar de todo, mi madre había sido una mujer devota que rendía culto a Hestia, ante cuyo altar doméstico siempre se inclinaba piadosamente. También que, después de su muerte, y tras despojar mi casa de todos sus objetos preciosos, como confirmaron los comerciantes del ágora, había yo conservado y continuado la fe de mi madre. La prueba era ese altar, que un acólito recibió la orden de buscar como prueba fehaciente. En segundo lugar, se sabía de mi temprano apego, manifiesto desde mi más tierna infancia, a las capillas sagradas, que frecuentaba en búsqueda de la verdad y potestad de los dioses. Y en cuarto lugar…

            Como presa de un escalofrío, el sumo sacerdote marcó una pausa. En las sombras frías y alargadas de las rocas, se adivinaba la inminente llegada de la noche. Me fijé en su rostro, o en la parte de su rostro que la inmensa barba adornada dejaba a la vista, y en la luz menguante descubrí a un hombre entrado en años y de mi edad, con una voz extrañamente rota y atrofiada y chirriante, parecida a un vagido. Y supe quién era.

            En cuarto lugar, dijo, retomando el hilo con aquel tono infantil, la sangre de tu padre se ha vuelto como el agua, y ahora has sido liberada y estás santificada. Era un hombre peligroso y despreciable, un intruso blasfemo, que vino a nosotros con la única finalidad de expoliar nuestros tesoros. Ha sido justamente destruido por los dioses. ¡Contemplad la obra de los dioses! Yo, Supremo Sacerdote y Siervo Máximo del Oráculo, con el poder que ellos me confieren ¡borro el estigma!

            Entre tanto, los acólitos me habían conducido a una piedra plana cerca de la fuente, y allí, oculta tras un cerco de altas piedras, fui obligada a postrarme. Sobre mí se inclinó el sumo sacerdote. Él mismo, anunció con su voz chillona, había sido testigo de la niña que un día fui, y en el altar principal de Hestia, guardiana del hogar cívico, y en la luz trémula que arrojaba la llama sacra entre sus muslos, me había visto arrebatada, exhibiendo los signos de la elección que la diosa solo confiere a quienes ha decidido ungir: el delirio sacerdotal, con sus alaridos y giramientos reveladores, los gritos de terror y euforia que señalan el momento de la posesión. La diosa había querido hacer de mí quien ahora era: vieja y vaticinada, y virgen, además. Una mujer aparte.

            Mientras estaba allí, tendida, oliendo la tierra húmeda, mi rostro una breve mancha que sobresalía del suelo, de pronto sentí algo, algo vivo y mojado que me lamía la planta de los pies y ondulaba y se enroscaba y se deslizaba, hasta que pude ver qué era: me hallaba en el recinto de las serpientes.

No me asustaban las serpientes. Como yo, también ellas vivían en una cárcel de piedras

            Y así empezó lo que iba a ser mi destino. No me fue difícil aceptar todo aquello, las advertencias y testimonios, los ritos y anunciaciones. Me daba igual estar entre piedras que vivir aquella vida vacía bajo el dintel carcomido de la casa paterna. Y si quisiera, nada me impedía huir de este lugar. Pero ¿adónde iría? No tardé en comprender que mis pies descalzos eran mi cárcel. No tan pronto se cerraba una de sus heridas que ya otra se abría, bien porque fuera a dar en un nido de abrojos o porque me cortara el talón al pisar sin querer un pedrusco semienterrado, agudo como una flecha. Acolché trozos de corteza con hojas y hierbas que amarré con la hiedra que crecía entre las piedras, y con estos artefactos conseguí andar someramente calzada. Los acólitos, para mi sorpresa, no se inmutaban ante esta y otras transgresiones. Cuando me dirigía a ellos, contestaban sin trabas: eran negligentes cuando no estaban cerca los sacerdotes, como niños que eran. Les oía reír y jugar a lo lejos cada vez que llegaban, y sucedía a menudo que derramaban los alimentos que me traían, y tenía que pasar el resto del día con hambre.

            Por ellos supe cómo había muerto nuestra sibila. No fue por designio divino, como proclamaron los sacerdotes, sino por una mordedura de serpiente en un talón. Un accidente cualquiera, una calamidad que cualquiera hubiese podido sufrir, aun en un lugar tan corriente y frecuentado como el ágora. No me asustaban las serpientes. Como yo, también ellas vivían en una cárcel de piedras. Eran mis vecinas y compañeras, y a veces me divertía persiguiéndolas hasta sus escondrijos, lo que un día me permitió descubrir un tesoro de bayas dulces para calmar mi hambre. De vez en cuando, si veía que alguna se enroscaba y permanecía inmóvil, me quedaba extasiada detallando los colores y dibujos de la piel, como hace tiempo me había emocionado ver los de las cerámicas que mi padre compraba a los alfareros. Y las piedras que me rodeaban parecían hablarme en la luz cambiante, cuando las formas que adoptaban las sombras en sus anfractuosidades evocaban rasgos humanos. Más de una vez creí ver el rostro de mi padre, mirándome.

            No tenía ganas de abandonar este lugar, no necesitaba nada más. Mis pies ya habían encallecido y por fin hubiera podido marcharme, pero ¿por qué iba a querer irme? Cuando un viento cortante soplaba o el sol abrasador caía a plomo, las altas piedras me protegían. Me bañaba cuando tenía ganas, dormía y despertaba cuando quería. Los acólitos iban y venían, como los días y las noches. La polis y sus disturbios quedaban lejos.

            Pero la luna me inspiraba pavor. Noche tras noche la veía crecer: pronto llegarían los sacerdotes. Y cuando estaba blanca y redonda y surcada de venas azuladas, era la hora prefijada de los oráculos. Entonces aparecían ellos, como siempre, en muda procesión, seguidos de los acólitos portando las grandes tablillas enceradas. Traían una multitud de peticiones y devociones, tareas y propósitos, mandamientos y decretos… ¡Qué temible era esa hora! Porque todo aquello que traían había de traspasarme cuando la diosa penetrara mi cuerpo.

            Me hacían vestir una toga de lino puro ceñida al cuello que caía hasta mis rodillas. Los pechos quedaban al aire. Sentía vergüenza de mis pechos de anciana, con sus pezones secos y tetas arrugadas, pero también por ellos había sido elegida: los altivos dioses desdeñan a quienes rivalizan con su belleza. Nadie envidia a una vieja.

Volvía a estar descalza, y mis pies se veían feos y amarillentos y duros como conchas.

El sacerdote supremo me condujo hasta la fuente, donde debía subirme a la piedra de mi iniciación. Allí debía permanecer, encerrada tras la pared circular de piedras, y desde allí convocar a la diosa. ¿Había comido o bebido algo ese día? Dije que no. Pero aunque los acólitos habían recibido la orden de no alimentarme, me había pasado la tarde devorando bayas y bebiendo de la fuente.

            Bien. Ahora, bebe.

            Y tras depositar a mis pies un cáliz de plata, el sacerdote se retiró. A través de las hendiduras de las rocas los vi a todos apiñados, con las tablillas en la mano, callados y expectantes; pero solo veía sus espaldas. Tenían prohibido acercarse, prohibido presenciar el acto de la posesión.

            Tomé el cáliz en mis manos y miré en su interior. De un lado a otro de la copa se mecía, como agitado por dos mareas contrarias, un mar viscoso y púrpura. Desprendía un olor pestilente y vapores amargos.

            ¿Y qué debía hacer ahora?

            Alcé los brazos hacia la blanca luna e invoqué a la diosa.

            Ven. Ven, dije, una y otra vez. Ven. Ven de una vez.

            Pero no vino. ¿Y ahora qué?

            Los rayos de luna labraban pequeños surcos y cauces en las rocas que me rodeaban como centinelas, y en ellos vi los ojos de mi padre, negros y sin párpados, que me miraban desde la lápida más cercana. Y supe lo que no debía hacer.

            No puedo sucumbir, no puedo rendirme.

            Erguida sobre el montículo sacro, con el cáliz en la mano, lentamente, muy lentamente fui vertiendo mancha sobre mancha en las aguas de la fuente, viendo cómo el púrpura se diluía en rojo y el rojo se aclaraba y volvía transparente, hasta que la fuente volvió a fluir inocente, como antes.

            Y entonces lancé un espantoso alarido, y luego otro y otro, hasta sentir que la garganta quería salírseme por la boca, y di patadas en la piedra y la golpeé con el cáliz hasta que el tañido infernal retumbó alrededor, un ejército de címbalos despeñándose cielo abajo en la noche, mientras vomitaba una sarta de palabras sobrehumanas que más que palabras eran sílabas mutiladas y gruñidos y chillidos salvajes, y ladraba como un mastín y bufaba como un gato, y me enroscaba y reptaba como hacen las serpientes, y me arrancaba mechones de pelo y los enredaba hasta darles forma de gusanos, y me revolvía sobre la piedra y me golpeaba y azotaba con ella, y me retorcía y cacareaba y bramaba, pero aguantaba, aguanté sin desfallecer: no iba a sucumbir, no podía rendirme. Y la diosa no vino.

            Y cuando no vino, me desplomé sobre la losa, sin aliento, exánime, agotada. Ni un solo rayo arrebatador había conseguido penetrar los orificios de mi cuerpo, seguía siendo quien siempre he sido desde que nací, apenas una mujer mortal, y en el centro del clamor que yo misma había desatado, un brutal silencio, el silencio del oráculo que nunca ha sido y nunca será, el despiadado silencio de la diosa que nunca ha sido y nunca será, y ahora se oían las voces de los sacerdotes cantando, insistentes, las loas y bendiciones de la diosa y su aterrador poder, rogando por su piedad y perdón, lanzando a gritos sus trémulas peticiones y quejas, perplejidades y anhelos, mandamientos y petulantes decretos, siempre en respetuosa sumisión a la sublime voluntad de la diosa… ¿Y qué se supone que tenía yo que hacer, ahora? Yo, la farsante impostora de falsos éxtasis, falsos arrebatos, yo, que en mis venas llevo la sangre de quien nunca fue, de quien nunca quiso ser uno de los nuestros…

Porque los dioses son una mentira. Pero ¿cómo afearles sus ilusiones a estos ancianos solemnes?

Ha pasado mucho tiempo y he sobrevivido a todos ellos, al sacerdote supremo y sus maullidos de castrado, al otro, el de la boca retorcida por la parálisis, y también a los descuidados acólitos, todos ellos reemplazados por otros sacerdotes y otros acólitos igual de negligentes. Siempre habrá sacerdotes y tendré siempre de compañeras a las serpientes de ojos impasibles y piel radiante. Y siempre siempre siempre, las altas piedras custodiarán mi altar. Pero ahora protejo mis pies con chanclos de cuero (fui picada dos veces por serpientes, pero las picaduras fueron leves y la fiebre pasó pronto), y cuando hace mucho frío, si me apetece enciendo una hoguera (los acólitos me traen la madera), y, en suma, vivo a mi antojo y estoy satisfecha.

            En la noria del tiempo, los acólitos se parecen: los mayores son reticentes; los más jóvenes, gárrulos, y todos sorprendentemente bellos (los sacerdotes supremos, sin duda, los escogen por sus bocas adorables y dúctiles cuellos). El más joven siempre está dispuesto a contar lo que sucede en la polis; que la casa de mi padre, un desdichado otoño, fue reducida a escombros por los vientos huracanados de una tormenta que pasó rauda y que ya casi todos han olvidado, pero que al parecer causó muchos destrozos en los barcos; y que desde entonces no han vuelto los mercaderes y los alfareros se han tenido que instalar en otras tierras para poder seguir trabajando. Y en los campos detrás del ágora, ahora hay prensas de vino y aceite, que traen mucha prosperidad. Las hierbas calcinadas han reverdecido y abundan las flores salvajes, y en la polis reinan el orden y la calma.

            Los sacerdotes, como siempre, siguen buscando consejo en la diosa. Pero aunque ellos no lo saben, soy yo quien dispone, y quien gobierna y decreta sus leyes. Hace tiempo que no temo a la luna y que no me intimidan el vino y sus trampas, y el espectáculo de las procesiones sacerdotales me dejan impávida. Soy su ama y señora, y cuando en el montículo sacro prorrumpo en aullidos convulsos, lo hago no para avivarles la fe, sino para burlarme de ella. Porque los dioses son una mentira. Pero ¿cómo afearles sus ilusiones a estos ancianos solemnes? Sería como reprender a las serpientes por su veneno, cuando esa es su verdad.

            Y con el tiempo he aprendido a dar a las palabras de la diosa la forma de un acertijo o adivinanza, como un enigma con tantas caras como un polígono, pero que basta con analizar detenidamente para descubrir, en cada una de ellas, una pizca de razón o utilidad. En cuanto al vino, me cuido mucho de dejar de teñir con sus cambiantes tonos las aguas de la fuente. Aunque también reconozco que, a veces, dejo en el fondo del vaso unas gotas para repartirlas, la mañana siguiente, entre los acólitos que me traen la comida. El más viejo se muestra reticente y temeroso, pero el más joven apura el cáliz con avidez.

            El rostro de mi padre ha ido borrándose de los salientes y hendeduras de las piedras, y ya casi nunca lo busco ahí. Pero algunas noches de verano, cuando bogan a salvo en el mar los barcos y las serpientes se han refugiado en sus guaridas y la fuente discurre sin ruido y hasta las piedras parecen sosegarse, pienso en esa tierra primitiva y bárbara, la patria de mi padre, donde hablan una lengua que no es la nuestra y comen un pan distinto del nuestro, donde se cuentan otras historias, una tierra sin sibilas ni dioses… y me pregunto: ¿quién, entonces, dicta sus leyes, si no tienen ni han tenido nunca alguien como yo?

TRADUCCIÓN DEL INGLÉS DE ANA NUÑO

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