MD8. Madrid, 03/03/08.- El escritor argentino César Aira, uno de los más originales de la narrativa latinoamericana, posa con motivo de la entrevista con Efe en la que habló de su nueva novela, "Las aventuras de Barbaverde", una obra impregnada de humor, ironía, ternura e inquietud. EFE/Acero
César Aira (Madrid). EFE/Acero

[dropcap]La[/dropcap] primera mañana fui a la casa de Lezama Lima. Sucedió un poco por casualidad: salí a caminar para ver la ciudad, y como no hay mucho que ver porque todo está en ruinas, todo es sucio y sórdido y uno trata de pasar de largo lo más rápido que pueda, dejé atrás la Habana Vieja, de pronto estaba en Prado, y se me ocurrió que la calle Trocadero no debía de estar lejos. Le pregunté a alguien, y aunque me dijo cualquier disparate (bienintencionado), la encontré, a unos pocos pasos. La dirección la sabía de memoria desde chico: Trocadero 162. Pues bien, tomé por ese pasadizo mitológico, esa vía regia que ahora es una callecita rota, con charcos y montones de basura y viejos sentados en los umbrales fumando cigarros malolientes. Un cartel en el 162 indica que es la Casa Museo de Lezama Lima. Estuve husmeando un momento por los postigos entreabiertos, sin mucha esperanza de entrar; eran las diez de la mañana y todo se veía muerto. La casa donde vivió Lezama es un departamento de planta baja, uno de dos perfectamente simétricos; el edificio tiene cuatro o cinco pisos. Parece una construcción del primer cuarto del siglo, bastante buena, con unos ornamentos vegetales en la fachada, columnillas y entradas bastante complicadas a primera vista; los departamentos de planta baja tienen entradas independientes y hay otra, creo, para la escalera. Había unos timbres, pero me pregunté si valdría la pena tocar. Casi había decidido irme y volver a la tarde cuando salió una señora por la puerta de al lado. Le pregunté si se podía visitar, y llamó a alguien. Salió otra señora, la directora del Museo, que me hizo pasar a una salita vacía donde dormía una pareja de jóvenes negros sobre un banco. Entreabrieron un ojo para mirarme pero no se movieron. La señora me llevó al cuarto contiguo, también desnudo salvo por una mesa y una silla. Ahí le pagué tres dólares, dos por la admisión, uno por la visita guiada, que me haría ella misma. Este sitio donde estábamos era el segundo departamento de la planta baja, que el Estado ha adquirido para usar como oficinas y depósitos del Museo, después de comunicarlos y tirar la pared que dividía el patio por la mitad.

La recorrida no puede llevar más que unos minutos, entre cinco y diez, aun contando los discursos memorizados de la guía. No hay gran cosa que ver: los muebles son dudosos, los cuadros no son muy buenos, hay unas vitrinas con libros (pero la biblioteca de Lezama la donó la viuda a la Biblioteca Nacional) y la mitad de los cuartos, que no son muchos (son cinco, y un pasillo) están vacíos y se los adorna con deplorables cuadros donados por jóvenes pintores. La sala, el dormitorio de la madre, el dormitorio del poeta, el baño, el estudio y el comedor. Todo pequeño, minúsculo, de casa de muñecas. En total el departamento no debe de tener más de treinta metros cuadrados. El patio, un diminuto cuadrado con una marca por la mitad donde estaba la pared divisoria, es un pozo oscuro al que dan las cocinas y lavaderos de los ruinosos departamentos superiores, que parecen superploblados. En uno de ellos, allá arriba, estuvo cantando un gallo todo el tiempo. Los pisos de todos los cuartos y del patio son de baldosas con dibujos verdes y rojos. En las paredes, en todas, descomunales manchas de humedad que han hecho saltar la pintura y hasta el revoque: “la humedad es invencible”, me dice la guía, “hagamos lo que hagamos vuelve siempre, como el espíritu mismo del Maestro”. No se diría que hacen mucho, pero la idea es poética. Si quisiera ser ingenioso, podría decir: ¿Qué es lo que más me gustó de la casa de Lezama? La humedad. (Haría pendant con la famosa respuesta iconoclasta de Cocteau a la encuesta “Qué salvaría del Louvre en un incendio”: el fuego.)

Lo que más me gustó, hablando en serio, fueron los objetos que había sobre las bibliotecas. La guía me los fue señalando: todos aparecen en un lugar u otro de Paradiso, el cofre alemán, el biscuit francés firmado (“Baudry”: es una compra de la señora Augusta). Y en un rincón del recibidor, sobre un estante, un objeto verdaderamente maravilloso: “Es el vaso danés, que aparece en Paradiso en un episodio importante: al niño Cemí se le cae al suelo y se rompe. Seguramente a Lezama se le cayó, porque tiene una rotura”. No ví la rotura; debía de estar en la parte de atrás y por supuesto no me atreví a tocarlo. El vaso es pequeño, de unos veinte centímetros de alto y cinco de diámetro en la base; se va angostando hacia arriba; es de esos floreritos para una sola flor. Es verde, y a cierta distancia parece moteado, pero visto de cerca tiene un dibujo abigarrado y minucioso, todo en verde y blanco, de casas, árboles, calles, autos, all over, tan detallado que se ve el número de ventanas de cada casa, las hojas de cada árbol, la marca y el modelo de cada auto, los postes de luz, el empedrado de las calles piedra por piedra, todo dentro de los milímetros. Una ciudad entera, se diría, un día de semana, una ciudad de Dinamarca si es realmente danés, y debe de serlo. Yo puse cara de entendido y exclamé ¡Ah, sí! ¡El famoso vaso danés! La verdad es que no me acordaba, aunque he leído Paradiso tres o cuatro veces; algo, vagamente, me sonaba, lo de “vaso danés”, pero quizás sea uno de esos recuerdos inubicables inventados ad hoc, por sugestión. Debería buscarlo en el libro, pero me da pereza, y lo haría por puro snobismo, por decir “yo lo ví”. Si hubiera toda una historia incluida, ambientada en una ciudad danesa, me acordaría.

Sea como sea, el vaso danés, una vez que lo hube admirado en su realidad palpable (tan frágil) e increíble a la vez, podría abrirme un camino nuevo en la interpretación de la obra de Lezama. En realidad, un viejo camino: el de la imagen, el de la microscopía. Lezama teorizó largamente, a su modo, sobre la “imagen”, o las eras imaginarias, y aunque en él la palabra está contaminada con el sentido de “metáfora”, creo que coincide, o se lo podría hacer coincidir sin violencia, con la idea de Deleuze de nuestra época actual como “era antiimaginaria”. La imagen, para ser verdaderamente imagen, como lo fue en las eras imaginarias (por ejemplo el Renacimiento) debe surgir como enigma, fuera del lenguaje, definitivamente sin explicación ni justificación: fuera de todo relato posible, es decir como misterio y posibilidad infinita. Nuestra época, al revés de las eras imaginarias, se ha especializado en neutralizar el valor específico de la imagen, anulándola con algún relato de una clase u otra. Claro que en un escritor eso es inevitable. Si la imagen de verdad es la refractaria a las palabras, el escritor no podrá evitar desvirtuarla. Pero, supongo, hay modos de sugerir, aun dentro del discurso, el silencio de la imagen. Esos modos, que no soy yo quien pueda analizarlos, constituyen buena parte del estilo y el método de Lezama.

El vaso danés es realmente un prodigio. No sólo, o no tanto, por la calidad de su artesanía, sino por su realidad, porque existe. Aunque lo miré apenas unos segundos, y sin prestar toda la atención que habría debido, me produjo una intriga que persiste. Ese paisaje de ciudad escandinava no está en un cuadro plano, sino en un vaso, en un jarroncito, en su superficie curva; para verlo entero habría que tomarlo en las manos, con el consiguiente peligro de que se caiga, y darlo vuelta. Creo recordar que la perspectiva es alta, la ciudad está vista a vuelo de pájaro. Como es básicamente un cilindro, y salvo que haya un corte atrás, cosa que dudo, debe de continuarse indefinidamente, vuelta tras vuelta, quizás cada calle desemboca en sí misma, y esos autitos están girando en círculos. Ahora, lo que me pregunto, es cómo representar en la porcelana, en el tubo, las montañas que hay atrás de la ciudad, y el mar adelante, y, más difícil todavía, el cielo, con las nubes y los pájaros. Quizás no están representados sino sólo sugeridos, como si para el miniaturista también rigiera la máxima “decirlo todo es el modo más seguro de aburrir”. Lezama debe de haber pasado horas contemplándolo, o estudiándolo, y más que horas; no es imposible que lo haya tenido en su poder unos cuarenta años antes de escribir Paradiso. Ponerlo en el libro era inevitable, pero con un resquicio por donde podía subsistir la imagen: la realidad. Porque, roto o no, el vaso danés persistía allí en su lugar de la casa, silencioso e inagotable, indescifrable como lo es todo lo real. Esa es su virtud: la realidad. En ese sentido, es un modelo que sirve a mis meditaciones de novelista. Dentro de una novela puede haber objetos (no necesariamente objetos propiamente dichos como éste: pueden ser escenas, aventuras, personajes, ideas) refractarios al discurso mismo en el que viven, que se desprenden de la sucesión temporal del discurso y se hacen eternos con la eternidad de lo que no entra en las categorías del entendimiento. Lo real es el modelo de esos objetos.

¿Habrá vivido realmente ahí? Una vez que estuve otra vez caminando por la calle, la recordaba, y sigo recordándola, como demasiado chica, una “casa de la mente”, los cuartos tan pequeños que abriendo los brazos se podrían tocar las paredes enfrentadas, y habría que ponerse de perfil para pasar las puertas. Y los cuartos apretujados unos contra otros. ¿Es posible? Quizás es una impresión que produce la casa gemela: al comunicarlas y derribar el muro divisorio, es como si hubieran abierto la tapa de una caja, o puesto un espejo, creando esa sensación de maqueta o casa de muñecas. Lezama era muy gordo, pero además yo siempre me lo había imaginado alto y enorme; las fotos engañan en los tamaños, y en estas visitas a los sitios reales siempre se trata de tamaños –uno va a ellos justamente porque los ha venido habitando en la imaginación desde muchos años antes, en el sistema de tamaños relativos con el que opera la fantasía, y la peregrinación se hace casi nada más que para vivir el tamaño absoluto; pero una vez ahí, las dos clases de tamaños, los relativos y los absolutos, se mezclan. También se mezcla el antes y el después de la visita propiamente dicha, que suele ser breve. En mi caso, brevísima. ¿Cuánto tiempo había estado en la casa de Lezama? ¿Cinco minutos, seis? Siempre me propongo tomarme el tiempo, anotar el minuto de entrada y el de salida, y siempre me olvido, pero estoy seguro de que me comporto como el relámpago, debo de batir récords. Voy a todos los museos de todas las ciudades que visito, y por grande que sea mi interés en los tesoros que contienen, los cruzo como una flecha. No sé si es impaciencia, estupidez, derrotismo, lo cierto es que me da un apuro intransigente, y en un abrir y cerrar de ojos estoy afuera. Y sin embargo lo veo todo, me detengo un segundo, o medio segundo, delante de cada cuadro, pensando “ya habrá tiempo para recordarlo”, y por supuesto después me olvido de todo.

Esa noche estuve con un escritor cubano que fue amigo de Lezama, y me contó que lo recordaba “inclinado” sobre la mesita del teléfono (yo le había preguntado por la autenticidad del aparato que se exhibe), en interminables comunicaciones, esas clásicas charlas maricas por teléfono que son parte esencial de la fenomenología gay; ese adjetivo reforzó mi impresión de la casita de muñecas: “inclinado” como si no entrara de pie.

Algo que recordaba de la Casa Museo, y que debería poner en la lista de “lo que más me gustó”, fueron dos latas de tabaco que había sobre el escritorio. De este escritorio me dijo la guía que Lezama nunca lo usaba, porque estaba todo cubierto de libros y papeles, y él prefería escribir sentado en el sillón, sobre una tabla que apoyaba en las piernas. De las latas de tabaco me dijo, como ya se me había hecho habitual, que las escenas dibujadas en las etiquetas también habían sido descriptas en todo detalle en Paradiso. En realidad no sé si eran etiquetas de papel pegadas a las latas, o si las latas mismas eran de cartón impreso; esto ultimo me parece más probable. Eran tubulares, de unos treinta centímetros de alto por diez de diámetro, en el color amarillento del papel viejo. Tenían cosas escritas, en letras negras, y en el medio una ilustración en forma de medallón, una escena… Lamento no recordar nada de ninguna de las dos, pero diría que eran escenas de la industria del tabaco del siglo XIX. La guía me vio inclinarme sobre ellas y clavarles una mirada absorta, como para grabármelas a fuego en la memoria y me repitió que el Maestro había hecho una detallada descripción de ambas en su novela. Evidentemente ése es el punto fuerte de su discurso, lo mejor que tiene para ofrecer, lo que más puede impresionar a los visitantes, letrados o no: esos objetos reales y tangibles, domésticos y hasta triviales, figuran en otra parte prestigiosa, en la obra cuya calidad justifica que esta casita sea un museo.

Lo que yo habría querido decirle a la guía, y por un momento me pasó por la cabeza la idea de decírselo realmente, es que un escritor puede hacer otra cosa con una imagen que “describirla”: ella debía de creer que es la única posiblidad. Si no lo hice, si no empecé siquiera, fue porque para hacerme entender tendría que haber partido de una explicación de lo que es el procedimiento base de Raymond Roussel. Ya otras veces me ha pasado: Roussel es un autor tan necesario a mi idea de la literatura, y tan extendida la ignorancia respecto de él, que se me ha hecho habitual sentir que no puedo empezar siquiera a hablar de literatura si antes no pongo en antecedentes a mi interlocutor. Me apresuro a aclarar que nunca lo hago: sería una lata insoportable, una tortura infligida a inocentes. Además, no creo que pudiera hacerme entender, terminaría balbuceando incoherencias –son cuestiones que yo mismo no tengo del todo claras. En realidad lo que me importaría hacer entender no es el procedimiento propiamente dicho de Roussel (tal como lo explica en Cómo escribí algunos de mis libros), sino el método general de producción automática de relatos, del que ese procedimiento es un caso particular, el único (creo) que un escritor de primera línea haya desarrollado y utilizado hasta sus últimas consecuencias. Según esta generalización del procedimiento, un relato puede surgir no de la imaginación o la memoria o cualquier otro agente psicológico, sino de la ordenación y organización narrativas de elementos o “figuras” provenientes del mundo externo y reunidos por el azar.

Veo que al fin cedí a la tentación de explicarme: igual no creo que se haya entendido. A lo que voy es a esto: dadas dos escenas dibujadas en sendas latas de tabaco, el escritor que quiera hacer algo con ellas no está restringido exclusivamente a “describirlas”, como creía la guía; también puede usarlas “genéticamente” para construir con ellas un relato, por ejemplo inventando los hechos necesarios para que una historia empiece con la primera escena y termine con la segunda. Si estas dos latas cayeron en poder de Lezama Lima por casualidad, y eran parte de una serie extensa, por ejemplo de cien latas con otras tantas escenas diferentes dibujadas en sus etiquetas, esas dos escenas que tenía ante los ojos eran por completo independientes e incoherentes. Con lo que quedaba asegurada la novedad de la historia resultante, mucho mayor que si hubiera resultado de sus recursos psicológicos.

Esta posibilidad genética surge de que las latas son dos, no una. Si fuera una sola, entonces sí, no habría más que hacer con ella que describirla; salvo que fuera una escena compleja, y sus distintas partes pudieran utilizarse como “términos” de la invención.

Hablé de “generación automática de relatos”, pero es incorrecto, porque no es automática; yo reemplazaría esta última palabra por “no psicológica”. Y ahí está el mérito que entreveo, muy oscuramente todavía pese a los años o décadas que llevo subyugado con este asunto: en la posibilidad de liberarse del viejo sujeto artista, y democratizar la creación, saliendo de la trampa de lo obvio y haciendo infalible la novedad.

Pero sucede que la guía tiene razón, porque Lezama no hizo eso, sino que se limitó a “describir”, como dice ella, los objetos y las escenas pintadas en ellos; no los usó para generar relatos nuevos sino en todo caso para decorar relatos generados psicológicamente. Y sin embargo… Es como si esas descripciones fueran un paso previo a mi utopía de lo nuevo. A eso apunta, me parece, el hecho de que entre los libros de Roussel no escritos según su procedimiento están los poemas La Vue, Le Concert y La Source, que son descripciones de escenas pintadas sobre objetos (respectivamente: la vista en una miniatura insertada en una lapicera, el dibujo en el membrete del papel de cartas de un hotel, la etiqueta de una botella de agua mineral). En los tres casos el efecto buscado es el del contraste entre representaciones de unos pocos milímetros o centímetros y la cantidad de detalles que va sacando a luz la descripción, como en una magia. Es como el “big bang”: al desplazarse la mirada por el interior de una miniatura el espacio se va ampliando, siempre en dirección a lo pequeño, a lo nuevo pequeño que crece dentro de lo pequeño dado.

He estado pensando que hoy la tecnología podría hacer real hasta cierto punto este mecanismo, con las imágenes digitales en una computadora. Al menos es pensable, que una cámara muy sensible tome una escena compleja, por ejemplo un sector de un parque de diversiones un domingo a la tarde, con tanto detalle que registre cada pelito del bigote del policía ubicado al fondo, y después presente esa imagen en la pantalla en un tamaño corriente, digamos de diez por quince centímetros. Como en estos aparatos actuales la información realmente no ocupa lugar, podrían estar almacenadas todas las ampliaciones, que el observador podría ir actualizando con el zoom. Esto sería bastante lúdico, por lo que no creo que ninguna compañía de imágenes se tome el trabajo de crear el software necesario (aunque se toman infinitamente más trabajo por cosas muy estúpidas que son igual de lúdicas). Pero me parece que ya se hace, o se hace algo parecido, con los mapas satelitales: uno puede llamar a la pantalla el mapa de una provincia, y ampliar todo lo que quiera un sector hasta que lo que queda en la pantalla (unos guijarros, una mata de pasto) se ve en tamaño real. Borges lo anticipó en su famoso texto sobre los mapas tan grandes como el territorio que representan. Borges viene a cuento aquí por otra de sus invenciones: el Aleph, ese agujerito en el espacio-tiempo por el que se puede ver todo el universo, ampliado hasta el último detalle.

Un detalle importante: las “descripciones” de Lezama no son tanto descripciones de los objetos en sí, como de las imágenes que transportan. Lo cual postula la existencia de objetos portadores de imágenes. No sé si esta última idea me produjo una especie de alucinación, o bien si hubo un soporte objetivo, lo cierto es que en el resto de mi estada en La Habana ví muchísimos de estos objetos en todos los museos que visité. Casi podría decir que no ví otra cosa. Lamentablemente, el Museo de Bellas Artes estaba cerrado por refacciones, así que no ví cuadros, ni buenos ni malos. Quizás fue mejor asi. Quizás siempre debería ser así. En los demás museos, que en el tedio, en “el fastidio de la vida de hotel”, visité todos, no había más que objetos. Nunca había notado la cantidad de imágenes pintadas que pueden cubrir la superficie de los objetos. Dadas las circunstancias, decidí que era una característica cubana.

Lo primero que vi al entrar al primer museo (creo que era el llamado “de la Ciudad”) fue vajilla, mejor dicho platos, cientos de platos de porcelana colgados de las paredes, cada uno con una escena, un paisaje, una flor. Había para elegir.

No es lo mismo una imagen en un cuadro y una en un plato, o en cualquier objeto. Tampoco es lo mismo un objeto que otro. Un objeto espera a ser representado en una imagen (esa espera es la que lo vuelve objeto), y la representación es la génesis de una historia. Pero si además el objeto es soporte de una imagen, la historia se duplica… Creo que más fácil sería explicarlo con un ejemplo.

Supongamos un personaje de novela, un fugitivo, que atraviesa alguna porción del territorio de Cuba y llega a una casa aislada (una casa señorial, de ingenio o plantación, para verosimilizar la rica vajilla pintada), donde le dan hospitalidad, parte importante de la cual es la comida. Acabado el primer plato, le piden amablemente que cuente su historia; la verdadera no puede contarla, porque es algún asunto criminal, y como el sujeto no tiene imaginación, “cuenta” lo que está viendo en el plato vacío. Resulta bastante apasionante, por inesperado y exótico (hay que pensar que las pinturas de esos platos no son muy realistas, y hasta suelen ser chinas). Los anfitriones, ansiosos, preguntan como sigue. Pero ya le han servido el segundo plato, y como el narrador se precipita sobre él, contienen la curiosidad y le dan tiempo para alimentarse. Al desaparecer la comida aparece otra escena pintada en el fondo del plato, e inspirándose en ella el huésped continúa el relato. Por supuesto, al hacer pasar el cuento por hechos vividos, es preciso mantener el verosímil, y para ello hay que conducir los hilos de la trama resultante de la escena del plato 1 a los de la escena del plato 2, que pueden no tener nada que ver una con la otra, por ejemplo pueden saltar de la pastoral Luis XV al cotilleo intelectual de la Dinastía Tang, o al catálogo botánico, y todo eso hay que adaptarlo al realismo autobiográfico. La historia se hace interesante de verdad. Lo que no han logrado los novelistas contemporáneos de este fugitivo, él lo consigue con un elegante automatismo, y de paso se alimenta, que buena falta le hace. “¿Algo más? ¿Un ala de pollo que sobró del almuerzo?” “Sí, por favor.” A ver si le encuentra el final a la maraña que se le ha hecho el argumento. “¿Postre?” “No le voy a decir que no, señora.” Las aventuras siguen. “¿Café?” “¿Y a usted qué le parece?” En el pocillo asoma el sol del desenlace, que no es otro que la casa donde se encuentra. Justo en ese momento cae la policía. El fugitivo, reanimado por el alimento, salta sobre la mesa, les arroja lo que tiene a mano (la vajilla), se resiste como un demonio, se escabulle por una ventana, y la aventura sigue por los campos y los montes. En el piso del comedor han quedado los platos rotos, y si uno de los niños de la casa trata de armarlos como un rompecabezas, se equivoca y se forman escenas nuevas, compuestas, que cuentan otras historias.

Debería haber tomado notas de todas las cosas que vi. Es curioso, a mí mismo me asombra, pero nunca tomo notas, aunque jamás salgo sin una lapicera y una libreta en el bolsillo, porque estoy seguro de que si se me llega a ocurrir algo en la calle, de lo único que me voy a acordar es que lo olvidé. No me costaría nada, realmente. Ya que me tomo el trabajo de ir a los museos, y pagar la entrada, y cansarme al punto de no tenerme en pie, debería conservar algo. Mi memoria no conserva absolutamente nada. Si ahora me pongo a exprimirla, haciendo una presión de veinte mil atmósferas sobre una pasa de uva, lo único que logro rescatar de mi extenuante recorrida por los museos de La Habana es un reloj de bolsillo con un hermoso paisaje pintado en el centro del cuadrante, pero en dos niveles, uno de los cuales seguramente va cubriendo al otro a medida que pasan las horas, con lo que la escena pintada cambia, como un lentísimo flip-book… creo.

Sería difícil convencer de que esas miniaturas me impresionaron y me hicieron soñar, si no me acuerdo siquiera de cuáles fueron, y sin poder, mucho menos, hacer una descripción siquiera aproximada. Es como si la miniatura hiriera la memoria como una bala, antes que la percepción, o: pasando de largo la percepción. Por eso suena absurdo hablar de una miniatura y decir que no se la recuerda. ¿Qué hay que decir de ella entonces?

La pintura en miniatura tiene por soporte privilegiado los objetos; casi habría que decir que la pintura se hace objeto cuando es pintura en miniatura. Cuando más inesperados o más inadecuados sean los objetos elegidos como soporte, más se acentúa la esencia de la miniatura. De ahí que ésta sea la imagen desprendida y viajera, que ha venido de lejos, siempre exótica. Sobre platos o estuches no se practica la pintura realista sino la fantasía oriental o rococó, o la fantasía a secas. Y lo exótico tiene una relación intrínseca con su nombre, con las historias adheridas a ese nombre; la participación del lenguaje desvirtúa el carácter propio de la imagen. Es como si la imagen propiamente dicha se diera siempre en tamaño natural. Por ejemplo La Habana para mí en estos días, cuando se alza ante mis ojos en su realidad perceptible. Pasada por la memoria, la imagen se vuelve miniatura y exotismo. Debe de ser por eso que La Habana es tan desalentadora: ruinosa, gastada, llena de turistas, con esa tristísima música alegre sonando por todas partes.

Ahora, escribiendo esto, me acuerdo milagrosamente de otra, que debería entrar en el rubro de “miniatura grande”, porque eran las pinturas, bastante oscurecidas, en los lados de una silla de manos. Creo que se llaman así, pero no son sillas ni se le parecen, sino cubos de madera con portezulas como las de los autos, con ventanillas y todo, y pértigas adelante y atrás que sostenían dos portadores, y adentro se sentaba una señora o un obispo o lo que fuera. (No se vaya a pensar que bajo el socialismo esas cosas se han abolido; ahora se llaman “bicitaxis”.) Pues bien, ésta tenía pintadas en las puertas, y adelante y atrás, no sé si en el techo también, sendas escenas que recuerdo oscuramente, como provenientes de un sueño. Eran todas de un mismo tema, el de una especie de juego practicado con una gran manta blanca sostenida por las puntas y que se hinchaba como una vela de barco. Algo así como la manta desde la que vuela el pelele en el famoso cuadro de Goya. Aunque aquí tal vez no era un juego, no creo que lo fuera, sino un sistema para dar sombra… ¿Por qué no me habrá fijado bien? En mi apuro por salir de ese museo, debo de haber pasado a su lado sin detenerme. Creo que había palmeras y negros, todo oscurecido, semiborrado. De todos modos, hay algo de capricho irracional en la idea de pintar esas escenas, escenas de ese tema, en una silla de manos. Lo que significa que debía de tener alguna explicación.

Algo que registré a pesar de todo fueron las vidrieras de colores. Imposible no verlas al entrar a algún viejo edificio, tanto brillan con la luz de afuera, y tan chillones son los colores. Las puse del lado de una observación que me hizo una señora argentina en un aparte: “los cubanos tienen un problema grave con lo visual”. Tuve que darle la razón, porque todo lo que fuera murales, carteles, pinturas, iba más allá de lo feo y torpe. Lo mismo las tapas de los libros, las ilustraciones. Hasta que ella no me lo dijo no lo había observado especialmente, acostumbrado como estoy a desplazarme entre adefesios. Pero al oirla recapacité, y realmente era notorio. Quizás eso tenga una explicación histórica, y la sangría de talento que sufre un país socialista hacia sus vecinos capitalistas se acentúa en el campo de las artes plásticas y el diseño. Quizás aquí no quedó nadie que sepa combinar dos colores o trazar una línea. Porque las agresiones visuales que uno sufre en el capitalismo están planeadas y realizadas por gente que “sabe hacerlo”, y de esa gente hay una demanda incesante, que la expulsaría de Cuba.

De modo que había supuesto, sin ponerme a pensarlo especialmente, que las vidrieras de colores de los edificios antiguos se habían destruido con el tiempo, y las habían reemplazado con esos mamarrachos. No tendría nada de extraño: si todo se ha destruido, el vidrio, que es lo más frágil, tenía que ser el primero. Y de verdad parecen nuevas, por lo brillante de los colores, y por abstractas y simplísimas. Creo que siempre, o casi siempre, tienen una simetría bilateral. Cada una deriva de su propia mecánica generadora automática, lo que es típico de un diseñador aficionado. Los colores, primarios: amarillo, rojo, azul, lisos por supuesto (pero en los vitrales nunca hay claroscuros). La impresión general es infantil, de plástico, Walt Disney.

En un museo había una sala dedicada a esas vidrieras, desmontadas, seguramente provenientes de edificios demolidos. La forma es de abanico, como que están puestas en el “medio punto” encima de las ventanas o puertas, pero también las hay como ventana completa, por ejemplo en la Catedral. Si lo hubiera pensado medio minuto, verlas en el museo me habría bastado para comprender que eran antiguas. Pero no: la idea me vino después, de pronto, y un cubano me confirmó que efectivamente eran las vidrieras originales de esos edificios, siglo XVII. La revelación me obligó a modificar mi juicio, o directamente a invertirlo. No por snobismo, o no sólo por snobismo, sino por una elemental consideración histórica. Si eran antiguas eran hermosas, atrevidas, antecedentes de Sol Lewitt, modernísimas, un hallazgo inesperado. Hasta el método generativo, que hoy sería la marca de un incompetente, en el barroco las volvía arte superior.

Nadie negará, y yo menos que nadie, que el tiempo es uno de los elementos que hacen al arte. La señora argentina también podría haber dicho que los cubanos tienen “un problema serio” con el tiempo. Por la pasión de la utopía, salieron de la Historia, y “lo visual” se les congeló. La obra de arte necesita de la Historia para efectuar sus transformaciones. Debe de tener algún sentido que la única transformación que descubrí en La Habana tuviera que ver con las imágenes abstractas de las vidrieras: lo abstracto sólo se hace imagen triangulándose en el tiempo. Es el antes o el después de la imagen: antes de que se haya aprendido a representar nada, y después de que se lo ha representado todo.

A propósito: no existe la miniatura abstracta, o existe pero es otra cosa: es el objeto. El objeto no es abstracto ni figurativo porque no representa: es.

Pero basta de miniaturas. No quiero caer en bizantinismos. La palabra “miniatura”, a mi juicio, suele usarse incorrectamente, por ejemplo para definir un escrito breve o una pieza teatral de poca duración. Esas son metáforas. En sentido estricto, la miniatura se restringe a los objetos visuales, pero entre ellos no se restringe a los de tamaño pequeño. El objeto visual llamado miniatura debería definirse como el instante de la mirada que genera un escrito extenso: cuanto más extenso más miniatura, como en los tres poemas de Roussel, en los que a fuerza de extenderse llega al nivel subatómico del objeto soporte. Por otro lado, hay que recordar que no existe la escritura abstracta. La escritura complementa a la miniatura, pero con un desfase temporal, como cuando se viaja en avión de este a oeste o viceversa. La operación crea el tiempo, o al menos lo hace inteligible.

El objeto supremo lo encontré en un museo, en una sala dedicada a armas. Las había de toda clase, porque la historia de Cuba ha sido bastante sangrienta. En una vitrina estaba expuesto el fusil Remington que se había usado, supongo, en las guerras de la Independencia. Debió de ser un arma importante, seguramente provista por los norteamericanos; había carteles explicativos, que no leí, pero todo el dispositivo montado para exponerlo, aislado dentro de su caja de cristal, indicaba que se trataba de una especie de monumento histórico. Y la vitrina se continuaba en otra accesoria, con implementos para su limpieza y conservación, balas, estuches, y este objeto ante el que me detuve un momento, porque valía la pena.

Era un pañuelo, de tela blanca, quizás algodón, de trama apretada. Estaba extendido: un cuadrado de unos treinta o cuarenta centímetros de lado, el tamaño de un pañuelo común de bolsillo, quizás un poco más grande. Y estaba impreso, en negro, todo cubierto de texto e ilustraciones. Tampoco en este caso leí la tarjeta con la explicación, pero no era difícil entender de qué se trataba. El pañuelo contenía las instrucciones de uso y cuidado del fusil, impresas por la fábrica Remington. Seguramente a cada soldado se le entregaba un pañuelo junto con el fusil; los compradores habrían pedido un manual de instrucciones ya que los soldados de esas guerras eran improvisados, no habían tenido tiempo de pasar por una academia militar y quizás ni siquiera de recibir el adiestramiento mínimo. En realidad no tiene nada de raro: estamos acostumbrados a que cada aparato venga con un manual, y debió de ser tanto más necesario para soldados que marchaban de inmediato a la guerra, podían quedar aislados de sus oficiales, y dependían del fusil para seguir con vida. ¿Qué hacer si una bala quedaba trabada en la recámara? ¿Si una bala explotaba en el caño? ¿Si se desenganchaba el percutor? ¿Cómo aceitarlo? Ahí estaba todo explicado. Lo novedoso era que en lugar de imprimirlo en papel, en un librito, lo habían hecho en un pañuelo. Idea bastante razonable, ya que el papel habría durado menos que la tela, no sólo por la resistencia del material sino porque un soldado de aquella época seguramente iba a cuidar más un pañuelo que un papel o folleto. Además podía ser útil, para limpiarse, para vendarse, para limpiar el mismo fusil, y después podía lavarse y volver a leerse. La tinta en la que estaba impreso debía de ser indeleble, a prueba de lavados. Este ejemplar había resistido intacto, salvo unas pequeñas quemaduras. El texto estaba en castellano.

Me sería difícil describirlo, porque era bastante complicado, pero voy a hacer la prueba, inventando donde no me acuerde. En el centro, un dibujo técnico del Remington, tipo plancha de enciclopedia, entero y rodeado de cada una de sus partes, como un sol con sus planetas girando alrededor, cada parte con su nombre. Sobre los bordes del pañuelo una fila de cuadrados como de comic cada uno con un dibujo y abajo un texto de cinco o seis renglones, en gruesas letras negras de imprenta. Estos cuadrados había que leerlos desde afuera, es decir que para leerlos todos había que hacer girar el pañuelo desplegado. Habría unos cinco cuadrados por lado, contando los de las puntas, o sea que serían dieciséis en total. En cada cuadrado estaba ilustrada una circunstancia pertinente al uso del fusil: la posición correcta para dispararlo, el modo de acondicionarlo en la montura del caballo, cómo cargarlo, cómo limpiarlo. Eran dibujos claros, dramáticos, con un monte estilizado de fondo, y el soldado ejemplificador muy alto y atlético; más que a dibujos de comic, se parecían a los de las ilustraciones de los viejos libros de aventuras; en ese sentido me resultaron familiares. Abajo, el texto, que debía de ser redundante pero con indicaciones útiles y consejos prácticos; el autor debió de hacer un esfuerzo extra por ser conciso y claro.

La serie de dibujos, el pasaje “razonado” de uno a otro, podría formar una historia, el cuento del soldado solitario perdido en el monte. Y no un solo cuento sino tantos como narradores emprendieran el trabajo de escribir usando el pañuelo como aparato generador. Además, un mismo narrador podría obtener relatos distintos, según cuál de los dibujos del círculo tomara por inicial.

Ese argumento del guerrero solitario enfrentado a enemigos invisibles y a la naturaleza hostil es un clásico, del que se han explotado innumerables variaciones. No falta en la literatura cubana; Novás Calvo por ejemplo lo hizo un leitmotiv. En esos casos, los autores, librados a su inventiva, no tienen más remedio que avanzar hacia los casos extremos, en busca de la originalidad. Un caso extremo, de uno de los extremos posibles, es el de ese soldado japonés que se pasó veintiocho años escondido en la selva creyendo que la Segunda Guerra Mundial no había terminado. (Cuba, con un poco de ironía o malevolencia, podría ser una variante nacional, aplicada a la Guerra Fría, del soldado japonés.) Pero la realidad seguirá trabajando para hacer obvia y redundante la inspiración, de ahí que los procedimientos mecánicos como el del pañuelo representan una salida radical fuera de los recursos del sujeto (el talento, la experiencia, las intenciones, y todo el resto de la miseria psicológica.)

La radicalidad está asegurada por el analfabetismo deliberado al que hay que someterse. Los dibujos ilustran los momentos culminantes de la historia, pero la historia no podemos leerla, porque no existe. Las ilustraciones están dadas de antemano, y se las dibujó pensando en cualquier cosa menos una historia. Es el autor el que se las impone como dato. “Etant donnés…” Esa es la fórmula de un arte no psicológico, que podría ser hecho “por todos, no (necesariamente) por uno”.

Como dije, la historia podría empezar en cualquiera de los dieciséis cuadrados del borde continuo del pañuelo. Los elementos materiales concretos del objeto tienen una utilidad de primer orden en el proceso generativo. Para hacer bien las cosas habría que contar dieciséis historias, cada una empezando en uno de los cuadritos. O mejor, una sola historia en dieciséis partes, de dieciséis capítulos cada una. También se podría utilizar como generadores los dobleces que se le hacen a un pañuelo para meterlo en el bolsillo, y aprovechar la contigüidad casual que se produciría entre algunas imágenes, el alejamiento de otras… Las que quedaran ocultas en los pliegues podrían ser los sueños del soldado.

Aunque ya creía haberlo visto todo, después del pañuelo, el museo me reservaba otra interesante visión.

En realidad debía de haber muchas, como la que me mencionó un escritor cubano con el que pasé al día siguiente frente a ese museo, que funcionaba en un gran palacio colonial. Me preguntó si lo había visitado, y respondí que sí. Entonces, dijo, habrás visto esa bañera de lapislázuli del Obispo gobernador de la isla… ¡Por supuesto! mentí. Y él: Es lo mejor que hay, lo único que vale la pena ver. Asentí vagamente, sintiéndome un idiota. Me había obnubilado tanto el pañuelo que me había perdido esa maravillosa bañera. El único consuelo es que siempre me pasa lo mismo. El escritor cubano insistió: ¿Y notaste lo pequeñita que es? Resulta asombroso que el Obispo, con lo gordo y enorme que era, pudiera caber. Sí, dije tristemente: ¡es asombroso!

Con todo, la mañana anterior, al retirarme después de mi ensoñación frente al pañuelo, había visto algo que compensaba en parte la bañera. El palacio tenía un patio central, grande y sombreado, con árboles y estatuas. Y en el patio había una pareja de pavos reales. Mejor dicho, un pavo real y una hembra. Me acerqué porque el macho tenía la cola desplegada, y era una ocasión de verlo de cerca, cosa que la vida nunca me había dado la ocasión de hacer antes. Aquí debo decir que soy miope, y los anteojos que uso corrijen esta situación apenas lo indispensable para que yo pueda seguir funcionando en sociedad, nada más. Miopía y timidez van siempre juntas; están divididas las opiniones sobre cuál es la causa y cuál el efecto. La timidez me ha hecho un solitario, y de solitario a excéntrico no hay más que un paso. Por la miopía, me he perdido todos los detalles, pérdida que seguramente causó el desarrollo excesivo, un poco monstruoso, de mi imaginación.

La primera vez que vi un pavo real fue a los doce años, en el zoológico de Buenos Aires, donde nos habían llevado de excursión a todos los mejores alumnos de los sextos grados de las escuelas de Pringles. Estaba con la cola desplegada, pero lejísimos, en el fondo de un enorme corral con aves. Mis compañeros, todos chicos de campo en su primera visita a la gran ciudad, de inmediato mencionaron algo que era el leit-motiv de ese viaje: la increíble suerte que nos acompañaba en el viaje. En efecto, se habían dado circunstancias que podían adjudicarse a la buena suerte; la más llamativa había sido unos días antes, cuando visitamos el puerto y descubrimos que esa tarde era la única en que se permitían visitas al portaviones 25 de Mayo, y subimos y lo recorrimos, guiados por un atento oficial. Nunca en el resto de mi vida conocí a nadie que hubiera estado a bordo de ese portaviones, el único que tuvo la Argentina, y que ya no existe. (Al portaviones volví a verlo una vez más, un cuarto de siglo después, por un curioso azar: fui a ver a un amigo a su oficina en el piso veinte de una de las torres de Catalinas, y me llevó a la ventana a mostrarme algo: ahí abajo, en una especie de dársena arrinconada justo atrás del Sheraton, estaba el portaviones: “Lo han tenido ahí toda la guerra”, me dijo; en esos días estaba terminando la guerra de las Malvinas. Si lo sacaban a mar abierto, los ingleses lo hundían con un solo misil. La única ocasión de servir para algo, y se la había perdido, por anticuado y frágil, y por valioso. Sobre una de sus torres tenía una pantalla de radar girando todo el tiempo muy rápido, en un patético simulacro de acción. Se lo veía muy pequeño, muy ansioso con su pantalla girando, como un animal asustado.) En la cola abierta del pavo real, mis compañeros veían una confirmación de esa suerte que nos beneficiaba, y para confirmar la confirmación inventamos el dato de que era rarísimo ver la cola abierta de un pavo real; la abría una vez al año, durante cinco minutos, a la medianoche, etc. La verdad es que yo nunca he visto un pavo real con la cola cerrada, porque después de aquel primero sólo ví uno más, el año pasado, en el zoológico de México DF, y tenía la cola desplegada, aunque, igual que el anterior, estaba muy lejos. De modo que ahí en el patio del museo iba a darle a mi miopía la primera ocasión de ver un pavo real a medio metro de distancia, y eso es lo que voy a contar. Pero antes debo decir que la miopía es sólo una de las caras de la moneda. La otra es la falta de atención. ¿De qué sirve ver, si la imagen no se transmuta en experiencia?

Pues bien, me acerqué. Tardé un poco en hacerme cargo de la situación. El macho estaba con la cola totalmente desplegada, una especie de superabanico de tres o cuatro veces su altura, mirando a la hembra, que parecía una gallina gris y picoteaba unas semillas en el piso de piedra. Había una alternancia; un silencio, y el macho daba unos pasos posicionándose frente a la hembra, y entonces producía un temblor con un ruido eléctrico, un zumbido raro, seguramente efecto de un movimiento casi imperceptible de la cola. Esta no era plana sino que tenía una pequeña curvatura hacia adentro, como una pantalla parabólica, y los pasitos del pavo eran para apuntar a la hembra, que se movía todo el tiempo picoteando las semillas. El temblor duraba unos segundos, veinte o treinta, más que un temblor era una tensión, como un grito ahogado del cuerpo. Ella no le prestaba la más mínima atención, hacía como si él no existiera.

Dos cubanos estaban mirando también a mi lado, uno era un empleado del museo, seguramente cuidador o jardinero porque estaba muy al tanto de lo que pasaba con la pareja animal. “A ella le faltan dos semanas para el celo”, decía, “no está clueca todavía”. Usó la palabra “clueca”, que es de Pringles, qué curioso. Siempre me asombra el modo en que palabras y expresiones de mi infancia en Pringles se han abierto camino por el mundo. Por lo visto el macho sí estaba en celo, se había adelantado, o quizás estaba siempre en celo. La cola abierta, el temblor, eran el cortejo, pero tan inútil, tan desperdiciado, si ella todavía no estaba receptiva. Y al no estarlo, simplemente no lo veía. Su atención se encendería en su debido momento, y mientras tanto no había simulacro de atención, ni buenos modales, ni curiosidad. Él insistía, y lo más probable es que siguiera insistiendo esas dos semanas. Es cierto que no tenía otra cosa que hacer, pero aun así resultaba desalentador. Es raro; uno piensa que en el mundo de la Naturaleza todo está mágicamente coordinado. En este caso, el cuidador humano sabía más que el interesado.

Y el pavo lo hacía en serio, no por deporte. Todo el operativo tenía por su parte una seriedad mortal, que la indiferencia de ella volvía ridícula. Visto el macho de frente, de la base del gran abanico salía el pecho y el cuello y la cabeza, de un plumón azul fosforescente que brillaba. Otro temblor. El ruido parecía provenir de un terrible aparato vibrador. Era una especie de monstruo. Quería fascinar, pero el mensaje se perdía en el vacío. Una metáfora adecuada sería la de una pantalla enviando un mensaje de ondas de radio a una estrella, y el mensaje se perdía no en el espacio sino en el tiempo; el desafasaje aquí no era de millones de años sino de dos semanas, pero aunque hubiera sido de dos segundos habría sido lo mismo. En realidad, el dimorfismo sexual de por sí opera con el tiempo, el de la evolución.

Mis vecinos habían seguido hablando, y el cuidador estaba diciendo: “el año pasado puso cuatro huevos”. El otro comentó algo admirativo, como si cuatro fuera mucho, y seguramente debía de serlo. Cuatro pavos reales debían equivaler a un capital. Pero la historia de los cuatro huevos era triste: “dos los robaron, uno se nos rompió y uno se malogró” Después de admirar un rato más las inútiles maniobras del macho, agregó: “Vamos a ver qué pasa este año”.

Me fui, acordándome de la frase de Perón: “me llevo en las retinas la imagen más maravillosa…” Se refería al pueblo, y a su propia muerte inminente. Ahí también había un desfasaje: sus dieciocho años de exilio, las reivindicaciones postergadas, la Historia, que nunca coincide consigo misma; el pueblo por su parte se llevaba la imagen de Perón, la miniatura, hasta su propia muerte como sujeto revolucionario, tras la cual la miniatura quedaría como souvenir. Me imaginaba un pueblo de pavos reales reunidos en la Plaza de Mayo, todos enfocando sus ojos de pluma al balcón, y el zumbido.

De noche, la Luna sobre La Habana era siempre un delgado cuerno tumbado, con las puntas hacia arriba. Las reflexivas caminatas se transformaban en vertiginosas carreras en taxi por las calles muertas. Mi chofer durante la jornada era un joven gordo hijo de rusos, Sasha, uno de esos falsos ingenuos cubanos, desocupado ambiguo, que lo sabía todo sobre su país justamente donde no había nada que saber. Hacia la medianoche desaparecía y yo recurría a los taxis, a los lustrados taxis que hacían fila en el patio del Hotel Nacional o a los destartalados Cadillacs sin patente que esperaban en las esquinas. Me llevaban a restaurantes disidentes de un solo plato, a veladas tristes con poetas homosexuales, o a los siniestros Palacios de la Música llenos de norteamericanos. De día o de noche, la cantidad de turistas de esa nacionalidad era tal que terminaba sintiéndome como en Miami. Pensaba que debía de haber algún error, porque hasta entonces había creído que los norteamericanos no podían viajar a Cuba, pero la evidencia me desmentía.

La última noche, mis amigos me convencieron de no acostarme, porque tenía que estar en el aeropuerto a las cuatro de la mañana. Hice el bolso, lo dejé sobre la cama, y salimos a hacer tiempo en lugares nocturnos. Se me han confundido los sitios, pero recuerdo una especie de cabaret que estaba en el piso alto de un edificio abandonado, con ascensor. El ascensor lo manejaba una mujer ciega, y tenía la rara particularidad de ir a oscuras. Tenía su lógica, porque la ascensorista no necesitaba luz ya que se las arreglaba con el tacto y el oído, pero aun así era raro. Después, hubo una progresión de lo sórdido a lo horrendo, hasta culminar en un antro que se llamaba las Vegas: lo anoto por si alguien va allá alguna vez, y tiene ocasión de evitarlo.

Por afuera parecía un chalecito blanco y celeste de Pringles, con la verja y los canteros adelante, el garage al costado. Pero uno entraba y había un cuarto largo y estrecho, con una barra. Al fondo había un cuartito lleno de gente, donde estaban las puertas de los baños y la entrada a un salón que parecía grande, en tinieblas, con música tecno sonando a todo volumen y una masa compacta de cuerpos bailando. Me asomé, pero era imposible entrar, no había espacio para uno más. El aire era sólido de humo y olor a humanidad.

Había muchísimas prostitutas negras, que lanzaban sus miradas características. Nunca antes había tenido que hacerme cargo de miradas como ésas. Unas miradas que querían decir todo, y a la vez nada. Profundas y superficiales. Prolongadas, podían seguir por siempre, pero sucedían en un segundo congelado, no seguían a nada y no anunciaban nada, prometiéndolo todo. Se las podía definir como “inexpresivas”, ningún adjetivo les cuadraba más, pero eso se debía a que estaban expresando con tanta intensidad la nada. Siempre me sorprendió ver cómo los bebés de pocos días de vida pueden enfocar los ojos del que los mira. “Devuelven la mirada”, y ése es su primer gesto humano. No aciertan a hacer nada con el cuerpo, no dominan brazos ni piernas, no sonríen ni reconocen, pero devuelven la mirada, saben que los ojos son ojos. ¿Por qué? Estas jóvenes cubanas miran a los ojos de los extranjeros como eternidades, con una apasionada cautela: al parecer las llevan presas si osan hacer algo más. Pero la mirada en sí es la nada, es lo inexpresivo absoluto. La fascinación de la nada. En fin, uno termina acostumbrándose. Ademas, no es del todo cierto que yo nunca hubiera visto miradas así. Las había visto todo el tiempo porque eran las únicas que había. Y tampoco es cierto que fueran tan inexpresivas, porque hasta lo inexpresivo expresa algo, o mucho, o todo. En realidad no se trataba de una mirada sino de dos; el encuentro era lo que las hacía inexpresivas. Se suspendía el lenguaje, se establecía una impasse más allá de la atención y la distracción, fuera del pensamiento. Se anulaba la distancia, dos almas se pegaban, y en la contigüidad no podían decirse nada. No había nada que decir. Era como un transporte mágico, al extranjero, que evidentemente muchos cubanos habrían querido realizar. Ahora me acuerdo de otra mirada, unos días antes, en un acto oficial al que fui por curiosidad: Fidel Castro pasó a mi lado y me clavó los ojos en los ojos. Fue un instante apenas, nada que ver con la insistencia de las negras (además él tiene los ojos chiquitos y muertos), pero me bastó para que lo inexpresable se expresara.

Por raro que parezca, este antro era estatal y estaba operado por personal del ejército. Había uno que era el centro de todas las miradas: un hombre joven, negro, de más de dos metros de alto y muy gordo. No obeso, pero con mucha carne, y además obeso. Muy serio, muy feo, muy amenazante. Estaba en al puerta cuando entramos, pero después lo ví en el cuarto del fondo. Parece ser una costumbre en todo el mundo, emplear a sujetos corpulentos y disuasivos para evitar o solucionar problemas en sitios nocturnos. Este era un ejemplar desmesurado; debía de pesar doscientos kilos, y me quedo corto. Si el tamaño del guardián indicaba, por relación inversa, la categoría del lugar, y por relación directa su peligrosidad, no había duda de que aquí habíamos tocado fondo. Más grande no podía ser. Se desplazaba como pensativo, muy atento a todo, pero también distraído, como ausente. Era demasiado grande para entrar en las categorías de la atención y la distracción.

Estuve conversando con una joven española que me dijo que ella en Barcelona iba todas las noches a sitios como ése. Yo manifestaba una exagerada incredulidad. Es lo último que recuerdo, aunque después debió de pasar un tiempo, no sé cuánto, una hora, media hora. De pronto, me vi yendo hacia la puerta roja, necesitaba aire. Alguien debió de seguirme, porque recuerdo que cuando quise sentarme en el muro bajo del porche y los soldados gritaron que no se podía y amartillaron sus fusiles, unas manos suaves me ayudaron a ponerme de pie, y una voz me decía algo… Fui hacia una pared, y me desmayé. Lo último que recuerdo es esa pared blanca deslizándose frente a mí. Al caer, sonreía, como diciendo “no se preocupen”. ¿Cómo lo supe? Yo no me veía. Me lo contaron. Además, podía imaginármelo perfectamente porque es una de las instrucciones del programa con el que funciono. Una de esas sonrisas corteses como la de la duquesa que al subir al estrado de la guillotina tropezó y pisó el pie del verdugo y dijo “Perdón, ¿lo lastimé?” No por heroísmo, sino por mantener hasta el final las apariencias de la normalidad.

Fue como entrar al ascensor negro que me llevaba a otro lugar, que era ningún lugar. A la mañana siguiente estaba de regreso en el mundo capitalista. No hay nada que decir de eso; es inexpresable, y es el presente. Ese fue el fin de mi paso fugaz por La Habana.