El hombre del paraguas blanco. Imagen de F. Antolín Hernández (Flickr).

Traducción de Víctor Úbeda

[dropcap]A[/dropcap]l principio eran dos. Me miraban tan campantes, como si tal cosa. Eran apuestos y, como una pareja de actores, se mantenían totalmente alerta. Recuerdo que iban vestidos de blanco y negro –aunque igual me equivoco en algún detalle–, uno con un chaleco y el otro con una camisa de abuelo. Uno era más alto; los dos eran delgados y ágiles. El alto tenía una mirada más ávida, era más descarado; el otro se contentaba con regodearse en su propia belleza cetrina. Me miraban, querían algo de mí, aunque yo no sabía muy bien qué.

A la sazón tenía veinte años. Ya se conocen ustedes el percal. Me había marchado de Dublín justo al día siguiente de mi último examen, había cogido primero un barco a Holyhead, luego el tren nocturno a Londres y por último un avión –mi primer viaje en avión– a Barcelona. Era un pipiolo, me sentía triste y extrañaba mi ciudad. A veces, durante esos primeros días en Barcelona, me pasaba el día entero en la cama, oyendo los ruidos extraños –el subibaja de las persianas, las motos, las voces– y con ganas de estar en mi camita de Hatch Street, en Dublín, donde todo me resultaba familiar y sencillo. Una noche soñé que me encontraba un globo enorme con el que cruzaba los Pirineos y el Golfo de Vizcaya y llegaba a mi cómoda y archiconocida Dublín. Soñaba con contemplar todos los reinos del mundo desde esa altura, un sueño tanto más sublime por cuanto brindaba la posibilidad de escapar del suplicio diario y del constante frenesí que suponía verse solo en una gran ciudad por un periodo de tiempo indefinido y sin saber ni jota del idioma local.

Los dos me miraban impertérritos. Para dejar claro que no me figuraba que quisiesen algo conmigo, me levanté del banco y me puse a caminar lentamente Ramblas abajo en dirección al puerto. Se levantaron del banco de enfrente y, cuando me giré, vi que me seguían. Volví a sentarme en otro banco y, con el mayor descaro, se sentaron enfrente. Uno me echó una sonrisa y yo también le sonreí a él. No me estaban amenazando ni amedrentando, pero tampoco pensaban irse. Claro que yo, a esas alturas, tampoco estaba seguro de querer que se fuesen.

El más alto se acercó y se me sentó al lado. Enseguida descubrimos que teníamos un problema. Yo no sabía español y él no sabía inglés. Me puse a chapurrear un francés de colegio pero me dijo que no con la cabeza, señaló a su amigo y lo llamó. El amigo tampoco sabía inglés pero hablaba francés con soltura. Pronto quedaron claros unos cuantos datos: vivían allí al lado, en la Plaza Real; uno era pintor y el otro, el más bajo, estudiaba letras. No se sorprendieron cuando les conté que estaba solo, que vivía en una pensión cercana y que estaba buscando trabajo de profesor. Me hablaban como si no fuesen a dejarme marchar jamás.

Seguramente tomamos una copa, o charlamos largo y tendido. Aunque también puede que, confiados y carentes como estábamos, saliésemos escopetados hacia un apartamento en el último piso de un edificio que hacía esquina en la Plaza Real, un inmueble en plan laberinto subdividido en muchos otros apartamentos más pequeños y cuartos cerrados bajo llave, uno de los cuales era propiedad del pintor. El del estudiante de letras, que también tenía retrete, estaba al final de un pasillo lóbrego y mugriento.

De camino al apartamento yo no sabía qué íbamos a hacer. Seguir charlando, pensé. Tal vez tomar una copa. Qué va, seguro que lo sabía. Tampoco yo era tan cándido, por más que nunca antes hubiese hecho nada por el estilo. Me imagino que lo que no sabía era cómo lo haríamos, ni cuándo, ni cuál sería la combinación. Sólo sé que al final terminé desnudo en una cama con cada uno por separado, aunque no tengo claro en qué órden ni en qué circunstancias exactas.

Recuerdo que estábamos en el cuarto del pintor. Los cuadros me parecieron malos, demasiado evidentes y burdos, pero la habitación en sí era una maravilla, repleta como estaba de chismes raros, carteles, pósters y adornos curiosos. Había un pequeño aparato de música y, entre todos los discos de jazz, rock y viejas canciones españolas, un vinilo de música clásica: el Triple Concierto de Beethoven. Les pedí que lo pusiesen y en los meses posteriores se convirtió en la banda sonora de mis visitas, la única música que oía por aquella época. El precioso chelo que entraba al final era más que una simple faceta del placer que experimenté y las cosas que aprendí en aquel cuarto; hoy es sinónimo de todo aquello: sus acordes, sus cadencias, sus súbitas variaciones me bastan para recrear la escena en toda su novedad, emoción y gloria.

El cuarto del pintor se me aparece bajo dos formas. Era una pieza pequeña y de atmósfera íntima, iluminada por una lámpara y en la que destacaba una cama de gran tamaño; también era una habitación espaciosa en la podrían dormir a gusto varias personas. No sé me alcanza cómo pudo haber sido las dos cosas a la vez. Aquella primera noche fue un cuarto pequeño. Puede que hubiera una silla. Estaba puesta la música. Uno de nosotros estaba sentado en la cama. El pintor entraba y salía de la habitación mientras el otro, el aficionado a la literatura, se me iba aproximando hasta que empezó a besarme. Le olía el aliento, un recuerdo tan intenso como el del Triple Concerto. Nunca antes lo había olido: era el olor a ajo, y todavía hoy en día, si lo oliese en el aliento de alguien, me resultaría cargado de erotismo, una sensación de placer puro y sin complicaciones, de labios hermosos, de hermosas lenguas y dientes, una sensación que prometía piel suave y sexo cálido.

Me preocupaba que pudiese entrar el pintor y nos pescase besándonos, y cuando eso ocurrió, para gran regocijo de ambos, me aparté de golpe, como si un padre o un profesor nos hubiese pillado en flagrante. Barcelona en 1975 era un país extranjero, no tardé en darme cuenta de eso, y las cosas se hacían de otra manera. Traté de entender las reglas. Los dos chicos eran amigos, no amantes. Por lo visto me habían seguido sin decidir quién se iba a enrollar conmigo cuando llegásemos al cuarto. No tenían interés en hacérselo conmigo los dos a la vez, pero tampoco les daba apuro que el otro mirase durante esa fase preliminar.

Conque volvimos a besarnos, esta vez como si nos diese igual que hubiese alguien mirando. No recuerdo si fue aquella noche cuando hicimos el amor, y me parece que sólo lo hicimos una vez, o si fue otra noche. Tampoco sé si aquella noche acabé pasándola en otro cuarto, uno mucho más pequeño, con el pintor, viendo cómo terminaba aburrido de mí, después de haber empezado con una pasión inmensa y avasalladora, besándome, abrazándome, sobándome entero. Ni siquiera sé si tuvimos un orgasmo simultáneo, pero si lo tuvimos, señaló el punto final de nuestra breve relación sexual. La pasión que sentimos fue un pequeño juego que concluimos al poco de comenzar.

Aquella misma noche, u otra poco después, me follé al estudiante de letras en la cama del pintor. Desnudo, era con mucho el más bello de los dos; más terso, más femenino, con una cintura mucho más esbelta y las piernas largas y bonitas. Tenía el culo lampiño y casi rollizo. Besaba lentamente, con pasión, y reaccionaba con cuidado y parsimonia a todos mis movimientos. Lo que más me gustaba eran sus labios y su aliento.

Sacó el tarro de vaselina del cajón de la mesilla situada a la derecha de la cama, se la aplicó en el ojete y me la untó en la polla. Entonces se dio la vuelta y se colocó boca abajo, con los brazos estirados hacia delante y la cabeza de lado. Yo sólo lo había hecho una vez. Me figuré que sería fácil. Me tumbé encima y se la metí con fuerza, con una agresividad que tal vez él no hubiese percibido en mí hasta entonces. Al instante pegó un chillido y se volvió, pidiéndome a voz en grito –en francés– que se la sacase, ¡sácala, sácala!, que le estaba haciendo daño. Cuando se vio libre, se giró y se puso a gimotear, estrechándose en sus propios brazos. El pensar que le había hecho daño me excitó, pero también me preocupaba que no volviese a hablarme o a acercarse a mí. No me parecía haber hecho nada malo.

No sé por qué, pero en los minutos siguientes el francés ya no nos servía. Tuvo que recurrir a los sonidos y a la mímica para recalcar que le había penetrado con demasiada brusquedad, más rápido y más fuerte de la cuenta, y que tenía que hacerlo más despacio, poco a poco, con delicadeza. Me llevó un tiempo procesar todas estas instrucciones. Ni se me pasó por la cabeza que pudiese perder interés en terminar lo que había empezado. Permanecí ansioso, dispuesto a que me instruyesen, ardiendo en deseos de follármelo un poco más. Así que, cuando volvió a darse la vuelta y a ponerse más vaselina en el ojete, yo ya estaba listo para retomar el asunto y seguir sus indicaciones. Quería que se lo follasen otra vez, pero me había dejado claro que sin que le hiciesen daño. Traté de complacerlo, pero así y todo el rostro se le crispó del dolor cuando le metí la polla tan a fondo como pude y empecé a follármelo lo más lento posible, afanándome en mantener un ritmo constante hasta que me pareció que le dolía y le gustaba al mismo tiempo.

Mientras el viejo dictador agonizaba, los tres tratamos de volver a vernos. Me pasé unas cuantas veces por el apartamento, llamé a todos los telefonillos y logré superar el portero automático, todo para darme de frente con un extraño en el último piso. Dejé alguna que otra nota. Un día, el chico que me había follado se pasó por mi pensión y también me dejó una nota. Debió llamar la atención de la patrona, que me hizo muecas y gestos como diciendo que un hombre extraño e interesante había preguntado por mí. Otra vez me encontré al pintor en las Ramblas, me indicó que llevaba prisa pero que nos veríamos después en su apartamento.

Dudo si la siguiente vez que encontré a mis amigos en casa fue la misma noche en que tuvo lugar la primera de las orgías. Sea como fuere, el cuarto del pintor se me expande ahora en el recuerdo y de repente hay otras camas y colchones por el suelo y puede que unos veinte tíos jóvenes. No había nadie borracho aquella noche, ni había una gota de alcohol en toda la casa, lo cual me sorprendió. En Irlanda, para que pudiese darse una orgía –algo inconcebible en 1975–, todo el mundo tendría que estar borracho, para empezar, y luego fingir que no pasaba nada. Esta orgía en el apartamento del último piso del edificio que hacía esquina en la Plaza Real era una bacanal de padre y muy señor mío, sin el menor escrúpulo ni reparo, en la cual los veinte tíos allí presentes nos pusimos en pelotas en menos que canta un gallo. No había drogas y sí muchas risas espontáneas y relajadas. Ingenuo de mí, creía que en las orgías no existían reglas. Te pillabas a quien te apetecía todo el tiempo que quisieses y luego, cuando te diese la gana, lo despachabas para ir a pillarte otro, o más bien otros, todos a la vez, si se daba el caso.

Me enganché con el primero que me entró. Era simpático y ancho de hombros, de ojos castaños y piel suave. Se empalmó en cuanto lo toqué. Encontramos una cama al lado de la grande y nos pusimos a juguetear. Enseguida fue tomando cuerpo un decálogo de normas. Nadie se follaba ni le chupaba la polla a nadie. Todos se besaban y acariciaban con todos. Era como si imperase un extraño pudor. Todos estaban emparejados; nadie molestaba a otra pareja ni dejaba al tío de su elección por otro que de repente se les antojase más. Al cabo de media hora de estricta y placentera monogamia caí en la cuenta de que lo había malinterpretado todo. Debería haber esperado. Había cometido un error garrafal.

Un error que ahora me sonreía mientras nos besábamos. Yo también le sonreía. Era un tío majo. Pero en la otra punta del cuarto, a solas, había otro chico más majo todavía. Se dedicaba a contemplar la orgía con notable interés pero aún llevaba puestos los calzoncillos. Se dio cuenta de que lo miraba. No era alto pero sí fuerte, sin pasarse de musculoso. El cuerpo de un atleta o de un nadador. Tenía el pelo castaño y lustroso, y lo llevaba todo alborotado. Tenía los ojos oscuros pero no parecía español. Podría haber sido perfectamente holandés o de Europa del este. Tenía una pinta curiosa, casi asilvestrada, como la de un cazador implacable y feroz, listo para abalanzarse sobre su presa. Ojalá lo hubiese esperado, pensé, y poco a poco quedó claro que otro tanto pensaba él. El problema era cómo librarme del tío con quien estaba, que cada vez se mostraba más ardiente y ansioso.

Me pregunté si tal vez haciendo que se corriese, podría librarme de él. Pero no quería correrse; ni él ni, por lo visto, ninguno de los presentes. Ésa era otra de las reglas secretas. Semejante pérdida de la serenidad, como en su día la denominara el Papa, no formaba parte de aquella orgía. La eyaculación suponía un momento privado de íntima revelación y nadie quería hacerlo en público. Conque me tocó esperar. Mi pareja tardó un buen rato en percatarse de mi pérdida de interés. Se lo tomó de buen talante. Se levantó y salió de la habitación, indicando que enseguida volvía. Reparé en que del pasillo salían otros cuartos con más camas. Lo seguí en busca del cuarto de baño. Al pasar delante del chico que seguía con los calzoncillos puestos asentí con la cabeza y él hizo lo propio. No tardé en encontrar un cuarto vacío con una cama libre, y me puse a esperar.

El nuevo chico se mostró tímido e indeciso al entrar en el cuarto. Se sentó al borde de la cama y se me quedó mirando. Ya sabía que yo era irlandés, se lo había dicho alguien. Hablaba muy bien inglés, pero solía hacer una pausa entre frase y frase para pensar. Me fijé en lo tersa que tenía la piel, en lo fibroso y ceñido de su cuerpo. Me pregunté qué querría y también cómo sería besarlo. Sin embargo, por la forma en que estaba sentado y el modo en que me hablaba, me quedó claro que no me daba permiso para intentarlo. Tenía un no sé qué de distante. Una sexualidad más oculta, más custodiada que los otros chicos del cuarto. Se mantenía aparte. Supe que no le importaría salir de allí sin haberse acostado con nadie, algo que no me entraba en la cabeza.

De pronto, sin previo aviso ni excusa, le puse la mano en el pecho. Me miró muy serio, sin mover un músculo. Hasta entonces me había sonreído mientras hablaba, y unas cuantas veces, al sonreírnos el uno al otro, se había quedado callado. Pero aquello ya era demasiado serio como para sonreír. Se me quedó mirando. Era como si la sangre se le estuviese cambiando de color o de naturaleza, y la cosa iba para largo. No podía hacer nada hasta que tal proceso terminase. Nos tiramos cinco minutos rígidos como estatuas. Pero supe que al final terminaría por venir a mí y, en cuanto lo supe, me contenté con observar cómo se disponía a dar el paso.

Al tumbarse le acaricié la espalda y el pecho. Me tocaba como si fuese a recordar todas y cada una de sus caricias, como si el menor contacto fuese a cobrar un significado. No se quitó los calzoncillos. Lo interpreté como una reticencia que para él era importante, conque no le toqué ahí. Besaba con una intensidad pasmosa. Enseguida se nos unieron el tío con quien había estado al principio y el pintor, que, me imagino, era el anfitrión del evento. El pintor iba disfrazado con una mantilla en la cabeza, un sujetador en el pecho y nada más. Estaba maquillado. Los dos estaban comentando sin el menor rebozo el morro que le había echado yo al saltar tan rápido de un tío a otro. Mi nuevo amigo me lo tradujo y los dos nos echamos a reír, pero me di cuenta de que había quebrantado una norma y de que aquella, por extraño que parezca, era una casa donde imperaban las normas, aunque no diese esa impresión.

No recuerdo cuándo fue que le dejé a mi nuevo amigo que me follase. El año anterior ya me habían dado por culo unos segundos, pero me había dolido tanto que hube de pedirle al tío en cuestión que sacase la polla inmediatamente y no me la metiese más. Otro tío, el verano antes de irme de Irlanda, lo había intentado con mejor fortuna, pero era mejor cuando me lo follaba yo a él. Así que cuando mi nuevo amigo me preguntó qué me gustaba más, si dar o tomar, le dije que dar. Me dijo que a él también, es más, que odiaba que le diesen por culo y que era algo superior a sus fuerzas. Se cortó un poco al contarme todo eso, pero así y todo me lo dejó muy claro. Teníamos un problema, así que tuve que ceder.

Jamás podríamos haberlo hecho con gente entrando y saliendo del cuarto. Me parece que esperamos hasta el amanecer, cuando en el apartamento reinaba la calma y casi todos se habían ido a casa o bien estaban durmiendo. Yo estaba nervioso. Algo tenía él que sugería una inmensa vida interior en la cual todo acto externo se destilaba y consideraba con antelación, se rumiaba y experimentaba primero en teoría y sólo después, con flema, lentamente, se ponía en práctica. Tardó en empalmarse, pero luego se le mantuvo dura. La tenía muy bonita. Larga, daba gusto agarrarla, pero no demasiado gruesa ni difícil de manejar.

Me entraron ganas de que me follase mientras me abrazaba y me besaba, diciéndome que no había prisa, que ya lo haríamos otro día. Pero yo sabía que él quería hacerlo ya mismo, y para mí, por aquel entonces, no existía eso de “otro día”: lo quería todo al momento. Conque esa misma noche, en aquel cuarto extraño, me di la vuelta, me tumbé boca abajo, y él, moviéndose con la misma parsimonia misteriosa con que lo hacía todo, me acarició los hombros, me giró la cabeza para poder besarme y a continuación me pasó la mano muy despacio por la espalda, hasta llegar al culo y explorarme el ano con el dedo, sondándomelo lentamente. Lo oía resollar con fuerza, como si esa acción, más que ninguna otra –y mira que habíamos hecho cosas en las dos horas anteriores–, lo hubiese excitado sobremanera. Yo también estaba excitado, pero a la vez tenso. La idea de que se lo follasen a uno era mucho más agradable que la práctica en sí, el incómodo, desmañado y doloroso proceso de recibir efectivamente la polla de otro tío en tu culo.

El principio me entró el pánico. Pensé que me cagaba y quise avisarle. Me tenía cogido de los hombros y me los asía con fuerza, sin moverse ni embestirme, simplemente dejando que la polla fuese penetrándome. Ya no lo oía respirar. Estaba completamente inmóvil, y me sujetaba también a mí, aplacando mi pánico con una energía intensa y estable. Poco a poco me fui relajando y, después de haber estado a punto de pedirle que la sacase, ahora lo que quería es que me la metiese más. Lentamente empezó a follarme.

El poeta Don Paterson, en su libro The Book of Shadows, una colección de aforismos, dice así: «El sexo anal presenta una gran ventaja, y es que existen muy pocos precedentes cinematográficos que instruyan a ninguna de las dos partes sobre qué aparentar durante el acto». Mi amigo, por lo que alcancé a imaginar, aparentaba estar a punto de dar con la solución a todos los misterios del universo. Me figuro que cerraba mucho los ojos. Follaba despacio. A veces me giraba la cabeza y nos besábamos con la máxima pasión posible teniendo en cuenta lo forzado del ángulo. Resultaba incómodo. Cuando se corrió, me tuvo sujeto un buen rato, sin moverse. (Hubo una vez, cuando la polla se le salió cinco o diez minutos después de haberse corrido, que dijo «Adiós», pero me parece que no fue aquella primera vez.) Entonces volcó toda su energía en hacer que me corriese yo.

La ciudad era enormemente divertida. Descubrí un restaurante de mi gusto; unos cuantos bares; unos pocos amigos que hablaban inglés. Me salieron unas cuantas clases particulares. Me matriculé en un curso de español. Como todo hijo de vecino, seguía con interés las noticias acerca de la posible muerte del viejo dictador. Y de cuando en cuando, en aquellos meses, una época crucial en la historia de España, me daba cuenta de la indiferencia que la gente manifestaba en general por todo lo que no fuese el ámbito privado, una esfera que los jóvenes vivían con enorme intensidad. Los libros que leías, los amigos que frecuentabas, los amantes con que te acostabas, la música que oías… Aquel otoño en Barcelona ésas eran las cuestiones verdaderamente importantes. La lenta descomposición del viejo y su régimen eran como una resaca invisible. La superficie de la vida era tan emocionante que nadie podía sino encogerse de hombros ante la posibilidad de que esa resaca empezase a arrastrarnos lentamente a otra parte.

Siempre que andaba cachondo me dejaba caer por la Plaza Real. A veces mi amigo andaba por allí y hacíamos el amor. Quedábamos para vernos y volver a hacer el amor, a menudo en otros cuartos, en otras casas de la ciudad propiedad de amigos suyos. Nunca le presenté a ningún conocido mío. Jamás le revelé a nadie esa faceta secreta de mi existencia. A veces, cuando pasaba por allí y él no estaba, me quedaba si había una fiesta. Estaban bien, las fiestas. Me di cuenta de que el pintor, poco a poco, se estaba convirtiendo en todo un personaje de la ciudad, con sus disfraces de señorita sin afeitar, sus historiados vestidos, mantillas y abanicos. Se pateaba las calles arriba y abajo, con el mayor descaro, pura astracanada, acompañado de un amigo o dos y vestido de jovencita española en traje de fiesta o de comunión, pero con una barba de tres días.

Y según pude ver una noche, resulta que era muy gracioso. Me había quedado a dormir en su cuarto, tumbado con otros en un colchón tirado en el suelo. A primera hora de la mañana el pintor se arrancó con un monólogo, imitando acentos, impostando voces. Yo no tenía idea de lo que decía, pero todos se tronchaban de risa. Pudo ser aquella misma mañana, o tal vez fuese otra, cuando una mujer, al parecer inquilina de uno de los cuartos dentro del laberinto de habitaciones que era aquel piso, llegó con su hijo, un bebé de menos de un año que gateaba pero todavía no andaba, y allí que nos lo dejó, en mitad de veinte tíos medio desnudos y medio dormidos. Nuestro amigo el pintor se puso a entretener al niño y todos los demás nos apuntamos a hacer lo propio. Todos estábamos celosos de cualquiera que lograse atraer la atención de la criatura. Se nos subía encima, se reía y nos hacía reír a todos. Le poníamos caritas, voces, y jugamos con él a todo lo que se nos ocurría hasta que su madre volvió a recogerlo. Al ver que se lo llevaban de nuestro lado, se echó a llorar.

Descubrí que mi amante era capaz de leer inglés con una facilidad y soltura pasmosas. A la hora de hablar titubeaba, pero luego me percaté de que con el castellano y el catalán le pasaba lo mismo. Algunas veces, por la noche, me tumbaba a su lado y me ponía a observarlo mientras leía novelas tardías de Henry James; la perspicacia con que captaba hasta las frases más enrevesadas me dejaba atónito. Un día en que el pintor no estaba en casa y mi amigo tenía la llave de su cuarto, o aquél se había dejado la puerta abierta, hicimos el amor en su cama. Yo sabía dónde guardaba la vaselina. Fue la primera vez que me folló por delante, abriéndome de piernas y con los tobillos en sus hombros. Al principio me resultó aún más extraño y doloroso que de costumbre, pero enseguida le pillamos el tranquillo. Me encantaba mirarle a la cara mientras me follaba, cerrados los ojos, con esa piel tan suave, y luego abriéndolos y mirándome tan fijamente como si fuese a devorarme o lo supiese todo de mí.

Cuando llegó el pintor y nos vio a los dos en la cama y el tarro de vaselina en la mesilla, se llevó las manos a la cabeza y exclamó: «¡Por favor!*».

La noche en que murió el dictador mi amante no estaba allí, ni yo tampoco. Luego me contó que la fiesta de esa noche había sido la mejor de todas. Que cometieron una barrabasada detrás de otra. Lamenté habérmelo perdido. Me estaba distanciando. El pintor se había hartado de verme sentado en su cama escuchando el Triple Concerto. En aquella época lo que a mí me interesaba era quitarme la ropa; disfrazarme de señorita no era mi rollo. Así que no asistí al estreno, en el cine Malda, de la película de Ventura Pons sobre el pintor. Lo leí en el periódico. Para entonces, el nombre del pintor, Manuel Ocaña, se había convertido en sinónimo de la nueva libertad y de todos los escándalos públicos cometidos en su nombre.

Dejé de ver a mi amante. Medio año después, sin embargo, me alquilé un piso a la vuelta de la esquina de la Plaza Real y descubrí que se había instalado en otro apartamento en el mismo piso del mismo edificio. Yo sabía cuando estaba en casa porque veía sus luces encendidas desde una de las calles entre Carrer Escudellers y la Plaza Real. A veces, al volver andando a casa me fijaba en las luces y, si me encontraba de humor, iba y llamaba al timbre. Entonces interrumpía su lectura, bajaba a abrirme y subíamos las escaleras juntos. Jugaba a su viejo juego de hablar y escuchar como si entre nosotros no existiese la menor carga sexual. Entonces yo me acercaba a él y lo tocaba, y, como aquella primera vez, se quedaba inmóvil, presa de aquel viejo trance suyo tan encantador. Ese tránsito de lo social a lo sexual, que yo podía efectuar en décimas de segundo, le llevaba su tiempo, pasado el cual se encontraba preparado. Después de tantos años como han pasado, todavía siento placer al evocar su figura tensa y resistente, su lengua ávida, la bruñida empuñadura de su verga, el brillo de sus ojos, la timidez de su sonrisa. Siempre supe que si no me cuidaba de conservarlo, se marcharía. Y otro se apoderaría de él. Una noche, hacia el final de mi estancia en la ciudad, vaciló más de lo normal cuando lo toqué y entonces me dijo que no podía hacer el amor conmigo. Que había aparecido otra persona que también lo quería, y que ya no podía follar con ningún otro. Dijo que lo sentía. Asentí con la cabeza. Era culpa mía. No debería haberme distanciado así, acudiendo a él sólo cuando estaba muy cachondo como para guardar la distancia. Bajé las escaleras de aquel piso en la Plaza Real por última vez y me adentré en la rutilante ciudad. Una vez más, estaba dispuesto a todo.

* En español en el original (N. del t.)