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León Bakst

Traducción de Mario Merlino

IN MEMORIAM DE CARMEN PIÑON, MI MADRE

1

[dropcap]S[/dropcap]cherezade no teme a la muerte. No cree que el poder del mundo, representado por el Califa, a quien su padre sirve, decrete mediante la muerte el exterminio de su imaginación.

Intenta convencer a su padre de que es la única capaz de interrumpir la sucesión de las muertes de varias doncellas del reino. No soporta ver el triunfo del mal que se imprime en el rostro del Califa. Ofreciéndose al soberano en sedicioso holocausto, quiere oponerse a la desdicha que afecta a los hogares de Bagdad y alrededores.

Su padre reacciona al escuchar la propuesta. Le suplica que desista, sin poder alterar la decisión de su hija. Vuelve a insistir, esta vez, hiriendo la pureza de la lengua árabe, pide prestadas las imprecaciones, las palabras espurias, bastardas, escatológicas, que los beduinos usaban indistintamente en medio de la ira y de las juergas. Sin avergonzarse, echa mano de todos los recursos para convencerla. Al fin y al cabo, su hija le debía, además de la vida, el lujo, la nobleza, la educación refinada. Había puesto a su disposición maestros en medicina, filosofía, historia, arte y religión, que despertaron la atención de Scherezade sobre aspectos sagrados y profanos de la vida cotidiana que jamás habría aprendido si no hubiese sido por influencia de su padre. Le había brindado también a Fátima, el ama que, después de la muerte prematura de su madre, le había enseñado a contar historias.

A pesar de las protestas del visir, bajo la amenaza de perder a su amada hija, Scherezade insistía en una decisión que implicaba a los familiares en el drama. Cada miembro del clan del visir valoraba, en silencio, el significado de este castigo, los efectos de aquella muerte en sus vidas.

También Dinazarda, la hermana mayor, había intentado disuadirla. La preveía incapaz de doblegar la voluntad del soberano. Siendo así, ¿por qué acompañarla al palacio imperial, como le había pedido, y participar de un acto que ahora la llevaba a las lágrimas, manifestaciones de un luto anticipado?

El debate había dejado los límites de los aposentos, de las dependencias de los servidores, para circular por el submundo de Bagdad, constituido por mendigos, encantadores de serpientes, charlatanes, mentirosos, que en el bazar adoptaban formas obscenas y jocosas mientras propagaban la noticia de la hija del visir, la princesa más brillante de la corte que, con la mira de salvar a las jóvenes de las garras del Califa, había decidido casarse con él.

La noticia del sacrificio, frente al cual nadie se mantenía indiferente, se difundió por el califato. No habiendo ya cómo sofocar la red de intrigas que generó la información, se comentaba que el visir, después de amenazar a su hija menor con el exilio en Egipto, para que ella viviese allí, donde un príncipe de ese reino la tomaría como esposa, se vio de nuevo contrariado en sus planes. Desobedecido por Scherezade, atentó contra su propia vida, cortándose las muñecas. No se desangró gracias a la aparición providencial de sus dos hijas, que, cogiendo la cimitarra con la que él había cometido tal desatino, amenazaron con arrancar sus propias vidas con la misma hoja si el padre insistía en inmolarse. No soportaban de ninguna manera el disgusto de enterrarlo. Temiendo el descabellado gesto de las hijas, expresión, no obstante, de amor filial, el visir se recogió en sus aposentos, resignado a su suerte.

Con la difusión de tal hecho, el destino de Scherezade ganó notoriedad. Conmovía a la vieja medina que, de costumbre, lidiaba con la coba y con la burla. Los sentimientos que inspiraba la joven hacían que teólogos, filósofos, ilustres traductores, incluidos sus maestros, se reuniesen pesarosos frente a las puertas del palacio del visir y, arrodillados, con los ojos puestos en dirección a la Meca, escandiesen versículos enteros del Corán con el propósito de hacerla desistir de semejante acto. En la mezquita, no lejos del palacio del visir, la turba de mercaderes y mendigos, incrédulos tal vez de la eficacia de tal holocausto, rezaba también por el éxito de la joven que soñaba con liberar al reino del maldito decreto.

En el bello patio de su casa, Scherezade reflexionaba sobre su propia desdicha. Cercano a la fuente, al salpicarle la túnica, el agua mojaba también sus largos cabellos. Tenía a su lado a Dinazarda, que le hacía frecuente compañía después de que Fátima se despidiera de Bagdad para siempre. Presa en el jardín, convertido en aquellos días en escenario del drama familiar, allí convergía la atención de los esclavos y de discretos cortesanos, solidarios con el dolor del visir. En torno a la joven florecían sentimientos ante la inminencia de un desenlace trágico.

El día previsto, Scherezade se preparó, indiferente al sufrimiento de su padre. A su vez, él se había negado a acompañarla hasta la puerta, al menos para despedirse. La hija dejó la casa del visir sin mirar atrás, arrastrando a Dinazarda, que formaba parte de su proyecto de salvación. Al presentarse ante el Califa, después de ser anunciada, él la escucha sin dirigirle la palabra. Rápidamente la conducen a los aposentos reales, sin una sola contracción facial. Aunque acostumbrada al deslizarse continuo de los esclavos sobre el mármol traslúcido, llevando y trayendo manjares, la intimida el confinamiento con el que se enfrenta en aquel escenario lujoso. Por primera vez salida de su hogar, se ve ocupando por un tiempo indeterminado el centro de una trama que podría fácilmente escapar a su control.

Observados de paso, los cortesanos murmuran viéndola camino de los aposentos, con la expectativa de que ha de ser la próxima víctima del Califa. Sus semblantes pálidos evocan máscaras procedentes de la gris luminosidad de Babilonia en el mes de enero.

Entre aquellas paredes, las hijas del visir se alimentan frugalmente. Testigos de la realidad fastuosa, se abrazan entristecidas, evitando mencionar entre sí la palabra fatídica que al amanecer llevaría a Scherezade al cadalso. Próxima víctima de la tiranía del Califa, se abstrae de tan grave amenaza. Ayudada por Dinazarda, ameniza la convivencia de duración efímera, quizá de no más de una noche, con historias graciosas. Y cuando finalmente les es anunciado el Califa, los trajes de las jóvenes, de tono pastel, sin ningún adorno, palidecen en acentuado contraste con los suntuosos aderezos del Califa, en medio de los cuales se destaca su turbante blanco. Así como las joyas que integran el tesoro abasí, exhibidas por él sin embarazo, y que reverberan a la luz del sol.

Como parte del cortejo de la hermana, Dinazarda se ajusta al ceremonial que precede a cada movimiento. Próxima a Scherezade y al Califa, forman un trío que actúa con gestos casi mecánicos. Cada cual sigue las notas de una balada a la sordina, con la expectativa de que el triángulo carnal se deshaga cuando Scherezade sea llevada a copular con el soberano.

Las hermanas sienten la ausencia del visir. Fiel servidor del Califa, él se mantiene apartado de la cercanía de los aposentos, padeciendo desde lejos la pérdida de Scherezade. Desde el instante en que viera partir a sus hijas, sin derecho a expresar dolor y rechazo, sobre este padre amargado se abatió el espíritu de la tragedia. En cualquier instante, sujetas al arbitrio del soberano, las hijas serían llevadas al ara del sacrificio sin tiempo a que él expresase su rechazo. Pero ¿en nombre de qué ambición había eludido defender a sus propias hijas, de inmolarse en su lugar?

El cadalso, de construcción esmerada, había sido levantado con la única finalidad de servir a las jóvenes esposas del Califa, condenadas al amanecer. Por orden del soberano, ninguna sangre vil, criminal y traidora, fuera de las jóvenes, mancharía el suelo de mármol diariamente preparado para la ceremonia de la ejecución de las esposas. Una función para la cual los verdugos, designados con tal fin, se mantenían en permanente vigilia.

Distante de las ventanas, Scherezade cierra los ojos, no quiere ver la silueta de la ciudad que se refleja en los jardines. O descubrir la sombra de la cámara de la muerte que se proyecta contra la pared próxima a los aposentos. Dinazarda, sin embargo, aun volviendo la cabeza, no percibe el cadalso vecino. Enamorada de los jardines imperiales, escudriña desde las ventanas en arco las alamedas que, perdiéndose en el horizonte, forman un laberinto que amenaza con tragarla. A pesar del hechizo de las flores cuyo aroma llega a su nariz, se distrae con los pájaros que, en vuelo rasante, se posan en el palomar de arquitectura extravagante.

Dinazarda anda sin rumbo por los aposentos, lugar de su disgusto. Busca en la memoria un recitado que exprese la agonía de ver a su hermana tan cerca de la muerte. Lamenta, al mismo tiempo, estar encadenada a alguien que se ilusiona contando historias que rediman a los hombres. Y que la hace reír y llorar, encantada por un talento con el don de transportarla tan lejos que tiene a veces dificultad para volver al punto de partida.

Encerrada en los aposentos, rodeada de esclavas afligidas, se arrepiente por haber cedido a Scherezade. Sobre todo por sentirse mera pasajera del sueño ajeno, dispuesta a ocupar en la vida cotidiana de la corte un papel irrelevante, en caso de que el Califa perdone la vida de su hermana. Inmersa en un conflicto que afecta a su humor, acaba rindiéndose al saber de Scherezade que, entre enternecida y displicente, la obliga a seguir sus huellas fascinantes.

Scherezade no parecía registrar el estado de espíritu de su hermana. Concentrada en la propia salvación, que dependería, aquella primera noche, de la actuación de Dinazarda, ignoraba que ni siquiera las delegaciones extranjeras de visita en la corte se libraban del macabro espectáculo. Cruzando los jardines camino de la suntuosa entrada del palacio, debían pasar necesariamente delante del cadalso. La fantasmagórica presencia, proyectada pared arriba, avanzando a diferentes horas del día hacia las ventanas del salón del trono, servía de aviso a los transgresores del reino.

Enlazadas por el mismo destino, ambas hermanas esperan que caiga la noche. Reunidas en los aposentos, Scherezade disimula a duras penas la náusea. El miedo que siente acentúa su malestar debido a la convivencia forzada con las esclavas que la rodean. En breve el Califa vendrá a reclamar su cuerpo.

2

Al nacer la noche, Dinazarda anima a su hermana a resistir al Califa, que pronto vendrá a tomar posesión de su cuerpo. Ocupando el mismo aposento, Dinazarda no sabe cómo proceder a la llegada del soberano. Si debe, por propia iniciativa, abandonar la habitación antes de los preludios amorosos entre su hermana y el soberano, o aguardar a que él la eche.

Prevé el dolor de la despedida. No sabe si tendrá tiempo de abrazarla si el Califa, negándose a escuchar su primera historia, condena a su hermana a la muerte. Quiere esquivar los gestos preliminares a la cópula. A pesar de la curiosidad por el ayuntamiento de las carnes desnudas, una penetrando a la otra sin pudor, enlazadas como animales hinchados, Dinazarda no soporta que su hermana se someta a la concupiscencia del Califa. Prefiere no ver el desenlace de aquella unión.

La serenidad de Scherezade la impresiona. Acomodada en el lecho, su rostro, impenetrable, no traduce lo que piensa ni transmite aprensión. Enfrentando a aquel cuerpo que se ha despojado para el cumplimiento de su deber, Dinazarda rechaza la visión del Califa blandiendo el miembro como instrumento de conquista. Para aliviarse, atribuye naturalidad a lo que está a punto de ocurrir, cuando los avances del Califa, tendido al lado de Scherezade, pongan en su mira la consumación final. Y cada escena que va anticipando se integra a las muchas que se suceden en su imaginación perturbada.

El lecho, adornado con cojines y tejidos bordados, aguarda a los amantes. Entre estos magníficos brocados, Scherezade revive el escenario de las historias amorosas y concupiscentes que se había acostumbrado a contar a su ama Fátima, con la diferencia de que es ella ahora quien fornica, sustituyendo a sus personajes.

Había empezado a oscurecer. Dinazarda hace ademán de acariciarla antes del duelo amoroso, pero refrena el gesto. Es tarde para añadir o sustraer detalles al drama a punto de desencadenarse frente a ella. Las farolas mortecinas reparten sombras por donde el Califa transita, después de aparecer en los aposentos precedido de fanfarrias. A cada paso él se agiganta, anunciando la intención de reclamar el cuerpo de la joven, sin reivindicar su alma. Quede claro a los súbditos, entre ellos las favoritas, que prescinde de la carga de la intimidad. Él cumple la rutina del sexo, seguro de que no le causará daño alguno ni le dejará secuelas indelebles.

Por primera vez, Dinazarda lo ve de cerca. Avanzado en años, con una barba espesa, corpulento, el Califa esconde su mirada opaca frunciendo los ojos. Aunque él encarne el califato de Bagdad, ella no controla su rechazo del hombre en la inminencia de invadir la vulva de su hermana con actitud de amo. Se previene, sin embargo, evita demostrar complicidad con su hermana en presencia del invasor, revelar sus planes, que las imagine dispuestas a asestarle el golpe mortal. No sería buen camino hostilizar al regente de una realidad que prevalecía por encima de la justicia común.

Amedrentada, quiere regresar al palacio de su padre. Se arrepiente de la promesa hecha a su hermana, pero no puede fallar en cumplir la misión de despertar a la somnolienta Scherezade después de la cópula y convencer al soberano de la necesidad de escuchar la historia que ella le contará antes de ordenar su decapitación.

Con indolencia cautelosa, el Califa se mueve sin disipar energía. Esparce a su alrededor una rara fragancia cítrica. Su traje, imponente, trae por delante un bordado de inspiración extranjera, cuyos detalles meticulosos registran la evolución de la caza del ciervo. Evita cruzar la mirada con Dinazarda, la intrusa. Al acercarse a Scherezade, que se recuesta en los cojines del lecho, él no trasluce emoción, se extiende a su lado evitando rodeos. Y, sin más aviso, comienza las lides sexuales.

Disciplinado en la cuestión carnal, el Califa no altera su conducta en el lecho. Hace mucho que sus concubinas, afectas a sus convenciones, abandonan los aposentos al acabar el coito, pues no aprueba él ninguna manifestación ostensible de aprecio, tales como enviarle señales amorosas mediante misivas, pañuelos bordados, flores secas. Los caprichos femeninos no lo conmueven.

La ausencia de caricias por parte del Califa impulsa a Dinazarda a retroceder, en busca de un refugio donde esconderse. Apresurada, atraviesa los módulos que forman los aposentos reales hasta encontrar un rincón donde pasar la noche. El biombo, que separa su extremo en punta del resto de los aposentos, le sirve de tapia contra la realidad amenazadora. De laca, compuesto de innúmeras hojas, los dibujos, que enaltecen a la dinastía abasí, la distraen, así como las paredes decoradas con motivos florales y expresivos trazos caligráficos.

En el trayecto hasta el otro lado de los aposentos, sobresale en su retina la imagen de los amantes, que se esfuerza por borrar. Una angustia que combate, no obstante, con raciocinio simplista. ¿Qué podría ocurrir entre el Califa y su hermana Scherezade que ésta no haya previsto? Antes de abandonar el palacio de su padre, había sonsacado de un auxiliar del visir la afirmación de que no había en la vida del soberano registro de conducta que hiriese la ley islámica. Su comportamiento preveía las prácticas comunes a su estirpe, salvo el decreto reciente que ordenaba la ejecución de las jóvenes esposas después de la noche nupcial.

Aun así, ¿cómo aliviarse si tenía razones para creer que Scherezade, a la llegada del Califa, se despediría de ella para siempre? ¿Y que, al llegar el alba, su hermana tendría la misma suerte de sus predecesoras, no valiendo de nada, por tanto, su sacrificio?

No le llega ningún ruido. Bajo el amparo del biombo, Dinazarda se esfuerza por no mirar hacia el lecho. Pero la imaginación, huyendo a su control, engendra por todas partes falos deformes, menudos, algunos con alas, otros con aletas. Todos en igual posición eréctil, dispuestos a rasgar el himen de las novias con el mensaje del deseo desencajado. Como reacción al miembro que la persigue, su vulva late ante la inminencia de una penetración dolorosa. Atribuye al macho invisible actitudes que preceden a la cópula, irritándole que descuide la anatomía femenina, los pequeños labios ahora turgentes. Al mismo tiempo que, subyugado por la fantasía, le parece ver, al otro lado de los aposentos, al Califa arrancando las ropas de su hermana, susurrándole palabras torpes, que lo excitan; hasta tal punto los amantes han perdido el recato que son capaces de disfrutar a cielo abierto del mismo sexo que practican los miserables de Bagdad.

Dinazarda lamenta el destino de Scherezade. Duda de que el Califa, al abrirle las puertas del amor, la transporte al goce, la haga perdonarle sus acciones crueles. Espera al menos que él sea paciente con Scherezade, pues no debería suponer a su hermana ducha en las artes eróticas.

En medio de devaneos febriles, sin advertir lo que ocurre en el lecho de la pareja imperial. Dinazarda medita sobre la reacción de su hermana ante el miembro empedrado del Califa forzando la entrada en su sexo, sin tomar en consideración que aún tiene las paredes secas, infringiendo él, con tal precipitación, el precepto religioso que sólo libera la visita al órgano femenino cuando se ha manifestado dispuesto para el coito, lubricado con el bienhechor óleo del deseo.

Tal vez el Califa, motivado por este transitorio sinsabor, se abstenga de entrar en el sexo de Scherezade, consolándose con llevar la mano de la joven a su pecho para que, bajo su dictado, roce la maraña de sus pelos y la deslice enseguida hacia el falo, susceptible en los últimos tiempos de fallar, hasta endurecerlo y hacerlo feliz.

3

Aún en casa de su padre, en vísperas de la partida, Scherezade se había imaginado desnuda en la cama, con el soberano cabalgando jadeante sobre su cuerpo. Anticipando el horror que la escena le inspiraba, había cerrado los ojos para impedir el desenlace de aquella cópula que proseguía en el sueño, a despecho de sus planes de combatir el sexo descomedido de aquel dictador a cuya presencia sería conducida a la mañana siguiente. Y a quien le cabía saber que, aun viviendo en el palacio imperial, no asumiría el papel de alguna célebre meretriz de Bagdad, preparada para reparar el cuerpo gastado del amante con recetas mágicas, pociones milenarias. Aunque en su bagaje de saberes hubiese fórmulas y rituales capaces de prodigar un sexo con un desempeño excepcional. Como bálsamos, linimentos, la ingestión, en la penumbra de la noche, de alimentos raros. O la receta que aconsejaba frotar en los pliegues del falo a la deriva pelos de la cola y trozos de cerebro de animales portentosos, tales como el tigre, el oso, el propio asno.

Su destino no era vencerlo en la cama, sino superarlo al iniciar la primera historia. Sujeta a este recordatorio, Scherezade siguió el gesto del Califa al desnudarla de la cintura para abajo, con visible menosprecio de los senos. Una escena cuya evolución, manteniéndola fría a pesar de que el Califa le arañaba el vientre con las uñas, la llevó a pensar en Dinazarda, del otro lado de los aposentos, en la tentativa de adivinar cómo su temperamento, atrevido en la cuestión sexual, reaccionaría ante las llamadas que ahora emanaban del lecho del Califa. Pues aunque su hermana se hubiese tapado los oídos con cera de miel traída del mercado para no participar de aquel interludio sexual, tanta cautela no protegía su cuerpo, que ahora ardía de deseo. En estas circunstancias, entonces, sería natural que los muslos de Dinazarda se mojasen con el líquido que se escurría de su vulva, fuente inagotable de placer, y que, en el curso de tal escena, friccionase el sexo con la expectativa de que le aflorasen estremecimientos, descargas eléctricas. Y que, transida de ansiedad, temiendo frustrarse, clamase por quien frotase su sexo, rascase la región delicada, le arrancase pelos, masticase su carne, a fin de precipitar el goce.

Aunque le interesase el éxtasis atribuido a Dinazarda, Scherezade volvió al Califa justo en el instante en que él, arrancándole la prenda íntima, exponía, a la luz de la lamparilla, su pubis oscuro, en cuya raja cerrada introdujo, de un solo golpe, el miembro autoritario.

El Califa teme sucumbir al esfuerzo de agitarse hacia arriba y hacia abajo, dispuesto a dar fin a un espectáculo seguido a distancia por las mujeres que dormían en el extremo de los aposentos. Y cuya presencia no le pesa, pues hace mucho que ha perdido el sentido de la intimidad, la noción de que el cuerpo le pertenece a él y a nadie más. Así, desde la adolescencia, al adueñarse la corte de cada acto suyo, se había vuelto, en consecuencia, sujeto principal de la maledicencia de Bagdad. Cualquier iniciativa suya se divulgaba inmediatamente por los salones, adquiriendo versiones contradictorias.

Niño aún, le bastaba con requerir que una favorita acudiese a su lecho para que se divulgara cuántas veces había entrado él, afanoso, en el vientre de la hembra. Incluso hasta el instante en que, después de alcanzar el orgasmo, había caído exhausto al lado de la compañera.

El porfiado control de los cortesanos había accionado su instinto de defensa, dándole el pretexto de no revelar jamás, fuese a quien fuese, la naturaleza de sus emociones. Y era con esta decisión en mente como montaba sobre el cuerpo de la concubina, apresurado por correrse, por librarse de su compañía y devolver luego a la mujer al harén sin una sola prueba de cariño. Desconsiderando, además, en estas sus travesuras sexuales, si ella tenía dueño, hasta el punto de usurpar, en cierta ocasión, a la favorita de su tío sin pedirle al menos permiso o disculparse posteriormente. Un hurto que no le había ocasionado problemas, porque el tío no deseaba criticar al heredero abasí, cuyos actos predadores estaban endureciendo visiblemente su sensibilidad, dañando las cuerdas susceptibles del amor.

A lo largo de los años, estas prácticas acarrearon cambios en su comportamiento. Bajo el yugo de esta especie de desilusión, fue debilitándose lentamente su espontaneidad en el sexo, sin que tal sentimiento, en contrapartida, aplacase la tristeza que lo envenenaba y para la cual no había antídoto. El proceso de envejecimiento, sin embargo, lo asustó. Comenzó a esconder el declive de su cuerpo hasta el día en que, vencido por ciertas evidencias, descuidó los detalles, tal vez por saber que, a pesar de sus debilidades, tenía a su favor el poder de ordenar la muerte de sus enemigos.

Ya le daba igual que las mujeres se extrañasen de sus tropiezos viriles, de su retraimiento continuo. Con ellas en los brazos, bregaba por el placer instantáneo, aunque le pasase ahora por la cabeza el deseo de susurrar al oído de Scherezade, desnuda y paralizada, a manera de orientación, que diese nuevo vigor a la zona de sus genitales, sensibilizando su piel con las uñas, preparándolo para trabar la batalla del amor, antes de que se perdiese el vigor de su vara.

Detrás del biombo, Dinazarda no tiene sueño. El cuerpo le hormiguea pensando en Scherezade engolfada en poderosa experiencia. También ella, atravesada por aguijonazos, siente una extraña boca que le arranca pedazos y delicias, mientras de la carne, herida, parecen gotear secreciones, esperma, en medio de lamentaciones suyas y del amante imaginario que, caóticas, se entrecruzan. Sobresaltos que la ablandan, doblegan su voluntad. Le viene a borbotones el gusto de la sangre, surgido de la vulva dilatada. En medio del delirio, lanza esta placenta a la caldera de la bruja, calentada con leños, con carbones, bajo el fuego de la imaginación. De repente, se cree la mujer que el Califa ha elegido para crucificar con su miembro enemigo.

 Nada oye de Scherezade. Si sigue viva o ha desfallecido. Los ruidos que distingue corresponden al jadear desacompasado del Califa. Scherezade incluso no emite sonido ni lamentos. Actúa con la certeza de que es menester sobrevivir. No obstante, su cuerpo arde. Discreta, se palpa el sexo, la brecha producida por el paso del Califa, caído a su lado, ambos genitales hechos jirones. Conscientes, no obstante, de que el arma mortífera de la pasión no los ha enlazado ni comprometido en voluptuosidad alguna.

Scherezade reza para que su hermana no se retrase, temerosa de que el soberano repudie la propuesta de Dinazarda, que se acerca ahora sin hacer ruido. El Califa divisa primero su sombra, después su presencia, pero ¿quién podría molestarlo a aquella hora, trayéndole noticias del reino? Observado por la joven, cuyo rostro apenas identifica, el Califa se cubre, se sienta sobre el cojín.

En el esfuerzo de salvar a su hermana, Dinazarda arriesga su propia vida. Sobre sus chinelas doradas se desliza, amedrentada, hasta el lecho real. Valora los riesgos, con la cabeza puesta en juego. No tiene, sin embargo, a quién apelar, a merced de un soberano que desprecia el lírico arbitrio del amor. Teme alterar las instrucciones recibidas, fallar en la argumentación que Scherezade le ha preparado cuidadosamente, mostrándose incapaz de probarle al Califa el talento de su hermana para contar historias. Precipitando su muerte, en este caso, en vez de salvarla.

Crece el silencio en medio de la noche. A pesar de la penumbra, Dinazarda observa a Scherezade postrada en la cama, rendida. En gesto impensado, se inclina sobre los muslos de su hermana, sigue el impulso piadoso de lamer la sangre coagulada entre sus muslos. Se reincorpora luego, arrepentida, intentado corregir una situación conflictiva. Dispuesta a luchar, no se abate, se inclina en profunda reverencia. Murmura sonidos que el Califa apenas registra, pero cuyas palabras, valerosas, le despiertan la voluntad de escucharla. Dinazarda aumenta el tono de voz y sólo enmudece cuando arranca del Califa la promesa de escuchar a Scherezade. Sólo entonces ayuda a su hermana a contar la primera historia.