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Traducción de José Manuel Baptista

Cuando Church subió la calle después de la cena, traía consigo uno de los costales de avena de su padre, lo suficientemente grande para llevar un barril repleto de nueces. Yo tenía un costal de harina de veinte kilos, y lo esperaba en la esquina.

–Nos romperemos la espalda si cargamos estos costales llenos de nueces –dije al detenerse Church y mostrarme el suyo–. ¿Por qué no conseguiste uno más pequeño?

–¿Por qué no lo hiciste tú? –dijo Church.

–Es el único que encontré. No es necesario que los llenemos. Esta vez me contentaría con llevar el mío a medias.

–Igual que yo –dijo él–. Vamos. No tendremos tiempo ni para llenarnos una muela si no nos apuramos. Apuesto a que en este instante hay alguien allá en el bosque adelantándose a nosotros.

Subimos hasta el final de la calle y cruzamos el campo de algodonales detrás del establo de P.G. Howard, bordeando el camino. El campo medía casi un kilómetro de ancho, y más allá estaba el bosque donde buscábamos nueces cada otoño. Había montones de nogales ahí, pero el bosque era tan grande que a veces tomaba un buen tiempo encontrar alguno.

–Espero que encontremos de las enormes esta vez, Ray –dijo Church, mientras corría entre las hileras de algodonales y saltaba sobre los tallos secos–. Me gustaría llevarme a casa las suficientes para llenar una cuba de lavada, después de pelarlas y secarlas.

El año anterior habíamos llevado a casa tres o cuatro cargas, y tras pelarlas y esparcirlas bajo el sol para que maduraran, guardamos suficientes para casi todo el invierno.

–¿Te acuerdas del año pasado? –dije yo–. Si conseguimos tantas como esa vez, podríamos vender una parte y ganar un poco de dinero.

–Eso no tiene gracia –contestó Church, recogiendo una piedra y lanzándola delante de nosotros tan lejos como pudo–. Prefiero comerlas.

Cruzamos una de las zanjas laterales de desagüe que iba desde la parte baja del pueblo hasta el arroyo. En ese momento del año estaba seca, porque solo llevaba agua durante las lluvias de invierno. Abajo, en el fondo arenoso de la zanja había montones de huellas de conejo. Por cómo lucían, los conejos habían aprendido a usar las zanjas para mantenerse fuera de la vista de los perros que estaban siempre merodeando, buscándolos en los campos de algodón y avena.

Church se detuvo en el costado de la zanja y pateó un poco de tierra al fondo.

Apuesto que cuando los conejos se caen la pasan mal tratando de salir de ahí—dijo—. Odiaría ser un conejo.

—La pasan mejor que nosotros —dije yo—. Y al menos tienen senderos y peldaños que pueden usar cuando quieren salir.

Church pateó más tierra dentro de la zanja. Como todas las zanjas de desagüe excavadas cerca del pueblo, ésta tenía unos dos metros de profundidad y entre medio metro y uno de ancho en el fondo. No era difícil saltarlas, pero a veces los perros y los conejos se caían cuando no se fijaban en lo que hacían.

Church retrocedió y tomó impulso para saltar. Yo lo seguí. El bosque ya no estaba lejos, y no volvimos a detenernos hasta llegar ahí. Los robles eran tan grandes que escondían a los demás árboles, y era difícil buscar nogales. Después de haber llegado casi hasta el otro lado del bosque encontramos uno, uno grande, además; pero alguien se nos había adelantado, y no quedaba una sola nuez ni el árbol ni en el suelo. Quienquiera que fuese se había llevado la cosecha, e incluso había abierto algunas nueces ahí en lugar de llevarlas primero a casa.

—Es lo que me temía —dijo Church, dejando caer su costal y mirando las cáscaras en el suelo—. Sea como sea, me gustaría saber quién se las ha llevado.

—No pueden haber encontrado todas —dije yo—. Apostaría a que hay cien árboles más alrededor de nosotros.

Me puse en camino, y Church levantó su costal y vino detrás de mí. Era obvio que estaba enfadado por no haber venido antes. Cuando llegamos al otro lado del bosque, no habíamos encontrado ni una sola nuez.

—¿Qué te parece, Ray? —exclamó, y pateó el costal vacío de su padre por el suelo.

—Intentemos en la arboleda detrás de ese campo —le dije—. Tiene que haber nueces en algún lado.

Church me siguió, arrastrando el costal detrás de sí.

Nos encontrábamos a medio camino cruzando el campo hacia la segunda arboleda cuando nos topamos con otra zanja de desagüe. Estábamos a punto de saltarla cuando vi a alguien tumbado en el fondo arenoso. Cogí a Church por la manga antes de que pudiese saltar, y tiré hacia atrás.

—¿Qué sucede, Ray? —preguntó Church.

—No hables tan fuerte —le dije, tirando de él hasta que no se nos viera desde el fondo de la zanja—. Hay alguien allí abajo, Church.

—¿Dónde? —dijo él, asustado.

Apunté al lugar donde había visto a alguien.

—¿Qué vamos a hacer? —quiso saber, temblando un poco—. ¿No sería mejor que volviéramos a casa?

Me puse de cuatro patas y Church se dejó caer a mi lado, manteniéndose tan cerca como podía.

—Déjame ver quien es —le dije—. Voy a arrastrarme hasta allí para averiguarlo. Es extraño que alguien esté así, tumbado en el fondo de una zanja.

Church no me siguió hasta que casi había llegado al borde. Entonces vino corriendo detrás de mí.

—Que no nos vean, Ray —dijo—. Podrían dispararnos o algo.

Me arrastré lentamente hasta el borde, conteniendo la respiración, y miré hacia el fondo. Annie Dunn yacía tumbada de espaldas en la arena, con los ojos fijos en el cielo azul. Su ropa estaba revuelta alrededor suyo, y la cubrían unas rayas rojas de arcilla como sangre fresca a la luz del sol. Estaba inmóvil como el silencio a nuestro alrededor, y no obstante lucía cómo si hubiera tenido una pelea terrible con alguien allí abajo.

Annie vivía a la vuelta de mi casa, y siempre estaba yendo o viniendo de algún lugar. Desde el accidente fatal de su padre en el molino de harina, no se quedaba mucho tiempo en su hogar y a veces su madre venía a preguntar si alguno de nosotros la había visto.

Church me sujetó por la manga y trató de tirar de mí. Sacudí la cabeza y me liberé. Después de un rato dejó de intentarlo y volvió al borde de la zanja, donde estaba yo. Desde que la vimos, Annie no se había movido un centímetro.

—Hola, Annie —dije.

Unos terrones se desprendieron del borde de la zanja y cayeron rodando sobre ella. Nos miró a la cara.

—¿Pasa algo, Annie? —dijo Church, tan asustado que a duras penas podía estar quieto el tiempo suficiente para mirarla.

Annie nos miró pero no dijo una palabra.

—¿Qué haces allí abajo en el fondo de esa zanja, Annie? —le pregunté—. Parece que te hubieras peleado con alguien.

Annie cerró los ojos, un momento después, su rostro se puso tan blanco como una mota de algodón. Mientras la mirábamos, su cuerpo se retorció, y luego comenzó a patear los costados de la zanja. Se le había salido un zapato, y la húmeda arcilla roja cubría la suela de su media. Church retrocedió un poco, pero cuando Annie gritó, se apresuró en volver para ver qué le pasaba.

Cuando se hubo calmado de nuevo, Church la miró con la boca abierta. Dijo:

—¿Te lastimaste? ¿Qué te duele tanto para gritar así? ¿Por qué no dices nada, Annie?

—¿Por qué no te levantas de ahí y te vas a casa, Annie? —le pregunté a mi vez.

Ella gritó de nuevo, y después se quedó tranquila por un rato, sin moverse y sin hacer ruido. Su cara recobró algo de color, abrió los ojos y nos miró del mismo modo que la primera vez.

—No se lo digas a nadie, Ray, ni tú, Church —dijo débilmente—. No quiero que nadie lo sepa.

Sonaba como una verdadera súplica y no tuvimos otra opción que prometer en silencio.

Church insistió:

—Será mejor que te levantes de ahí ya.

—No puedo —dijo Annie—. No puedo levantarme, Church.

—¿No quieres?

Negó con la cabeza tanto como pudo.

—Voy a decírselo a tu mamá, Annie —dijo él—. Si no sales del fondo de esa zanja y vas a casa, iré directo a decírselo a tu mamá.

De repente, el rostro de Annie se puso blanco de nuevo, y enterró las manos en los costados de la zanja, apretando la húmeda arcilla roja que rezumaba por entre sus dedos. Empezó a gritar de nuevo.

—Me voy a casa —dijo Church—. No me quedaré aquí.

Yo también tenía miedo, pero me parecía mal irnos y dejarla ahí tumbada gritando en el fondo de la zanja. Sujeté a Church por la manga. Un poco más de tierra se soltó bajo nuestras manos y cayó rodando a la zanja al lado de Annie. Ella no parecía notarlo.

Cuando dejó de gritar y abrió los ojos y miró hacia nosotros, no parecía Annie para nada. El color no había vuelto a sus mejillas.

—No se lo digas a nadie, Ray, ni tú, Church —dijo débilmente—. ¿Prometido?

—¿Por qué no? —dijo Church. ¿Por qué no quieres que se lo digamos a nadie?

—Estoy teniendo un crío —dijo ella, y cerró los ojos.

Church se asomó tanto hacia adelante que un puñado entero de arcilla y arena se soltó y cubrió uno de los pies de Annie. Retrocedimos del borde sin levantarnos hasta estar a diez metros de distancia.

—Vámonos de aquí —dijo Church, conteniendo el aliento mientras hablaba—. Quiero irme a casa.

Corrimos a través del campo. A medio camino recordé los costales de nueces que habíamos dejado en la zanja, pero no le dije nada a Church. Cuando alcanzamos la arboleda, Church estaba sin aliento, y tuvimos que detenernos un minuto y apoyarnos contra un árbol para recuperar el aire.

—¿Crees que Annie va a morir, Ray? —me preguntó, conteniendo el aliento entre las palabras y casi ahogándose cada vez que las pronunciaba.

No supe qué decir. Eché a correr de nuevo, y Church comenzó a llorar porque se quedaba atrás. Cuando llegamos al campo detrás del establo de P.G. Howard, Church lloraba tanto que no podía ver hacia dónde iba. Dos veces o más cayó y rodó de cabeza, pero no me detuve a esperar a que me alcanzara. Solo seguí corriendo hasta llegar a la puerta de mi casa.