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Pinturas rupestres de Taira. Atacama.

En casa, por Navidad alguien nos regalaba mazapanes pequeños, cilíndricos, blancos y alargados. Los llamaban huesos. No nos gustaban mucho. No sé si por lo dulcísimos o por lo de huesos. Terminaban rechazados en un rincón de la alacena. Allá por primavera, los redescubríamos, resecos, caducados, incomibles. Antes de tirarlos a la basura nos entreteníamos rompiéndolos entre nuestros dedos como muchos años después haríamos con las burbujas de los embalajes de plástico. Se partían con un chasquido seco pero lento, un sonido que se desmoronaba, una caída de ruido en polvo.

En el Salar de Atacama, por donde camino, el suelo cruje bajo mis pies como ese mazapán infantil cuyo recuerdo me ha llegado por sorpresa aquí mismo. Estoy a 2.500 metros, paseando o, más bien, vagando, derivando en círculos. Soy apenas un puntito en un espacio inmenso, sin concesiones, nada amable. Estoy rodeado de quilómetros de mazapán mineral, mucho más blanco que el de Navidad. Al caminar, reviento estos grumos de sal. Resulta extraño vagar aquí y así. Tiene algo de impertinente, de irrespetuoso. Siento que interrumpo algo en un lugar cerrado, a pesar de estar en un enorme espacio abierto. El trazo que dejo, sin ser poco más que una mínima línea blanca apenas menos blanca que el resto, molesta en esta extensión enorme. No sólo importuno al terreno. También interrumpo el silencio con mi traca de pisadas y sus estallidos de mazapán. Me siento insolente confirmando lo peor del viajero que turistea, esa curiosidad organizada que desfigura lo que toca.

No me gusta violentar los grandes vacíos. Prefiero callar y apreciar la soledad en alta mar donde el azul es ya negro o en los glaciares, donde lo blanco apenas retiene la tensión de una fuerza desmesurada. También aquí en el desierto uno no puede ser sino humilde. Si pone atención apreciará un lugar lleno de posibilidades a punto de realizarse. Las llega a ver si las sabe descubrir. O construir. No surgen nada más llegar. Hay que dedicarles tiempo.

En Atacama, de buenas a primeras, predomina lo seco. Pero, primero como el temblor de un reflejo en el horizonte luego ya con plena presencia, surgen grandes lagunas saladas, casi ácidas, donde sólo sobreviven unos camarones microscópicos, muy tenaces en su querer estar aquí. De los camarones viven unos flamencos delicadísimos que los persiguen, obsesivos, a picotazos y golpes de pata. Su crueldad rosada sólo explicable desde el hambre más violenta.

Los flamencos —pata, punto, raya— ponen perspectiva a toda esta enormidad. Le descubren a uno la dimensión de este altiplano y abruma. Los cielos son altos, muy altos, azul oscuro. Con la extrema sequedad del aire uno se engaña y cree que sus ojos han mejorado. Todo es preciso. La mirada se aleja y se concentra al mismo tiempo. Lo lejano se aparece próximo y tan exacto como lo cercano. Aunque no. Hay truco. No todo está tan a mano. Hay que ser tozudo para acabar de ver. Hay que mirar, caminar, acercarse, agacharse, tocar la sal, romperla con los dedos. O al revés, escanear el horizonte con paciencia, en panorámicas lentas, esperando que algo se haga comprensible.

Lo evidente no me contenta así que insisto en la mirada a ver qué pudiera estar oculto en la luz en estos salares. A lo mejor hay algo. A lo mejor, detrás, debajo o más allá de la sal no hay nada y lo demás lo pone uno mismo. Desde la camioneta que me ha transportado hasta el Salar, he visto aquí y allá, a lo lejos, algún grupo de cuatro o cinco personas, ya mayores, de pie, o en cuclillas, escrutando el suelo, desgranándolo entre sus dedos. Aficionados a los fósiles, supongo. Una más de las posibilidades disimuladas en este vacío.

Hablo con Estanislao, o Estanis como quiere que le llamemos. Es el guía de la compañía turística que he escogido entre las muchas que atestan la calle principal de San Pedro de Atacama.

—Este espacio es muy especial, le digo.

—Sí, es un lugar maravilloso.

—Parece que tiene un secreto. O más de uno pero cuesta encontrarlos.

—Bueno, los indígenas lo llenaron de leyendas —me dice. Será eso lo que sientes. El universo se revela al que sabe escucharlo. La fuerza de Pachamama te habla.

Cuando oigo algo así de un guía turístico, o de cualquiera, he de hacer un esfuerzo por evitar la avalancha melosa que, malicio, me va a sepultar de inmediato. Será que uno es más de enfrentarse al vacío con la respetuosa felicidad de estar en el vacío tal cual, sin edulcorarlo. Pero en estas desolaciones chilenas ya llevo varios días donde su vacuidad zen me la emborronan con variantes New Age de tradiciones locales. Igual me las podrían explicar aquí que en Nuevo Mexico. Es más, parece que se les hayan revendido desde California para incorporarlas al repertorio de las agencias. Es como una doble o triple recolonización, más flagrante aún en un país donde lo indígena está arrasado. Apenas sí los mapuches sobrevivieron, allá abajo en el sur chileno, al borrado de su cultura por los españoles y sus sucesores, los líderes de la colonia emancipada.

Magris en El Danubio recordaba, creo, a Flaubert cuando hablaba de esos momentos epocales entre Marco Aurelio y Adriano, cuando los hombres se enfrentan solos a los átomos y el vacío, cito de memoria. Debe ser una constante que cuando algunos notan demasiado vacío, corren a llenarlo a toda costa. Cierto: no es fácil mirar de frente a la nada. Pero creo que cuesta más haber de escrutarla con gafas de espiritualidad indígena reinterpretada y revendida desde el dominio cool global.

Cuando Estanislao me cita a Pachamama, a pesar de mi disgusto, me digo a mí mismo que paciencia. Es el precio de apuntarse a esa variante del turismo que convence a sus clientes de que no son turistas —¡por favor!— sino viajeros. Y no viajeros de cualquier tipo, sino viajeros concienciados y en busca de la conexión iluminadora con lo profundo de las culturas locales. En realidad, todos sobrevuelan —sobrevolamos— de punto a punto el desierto sin apenas tocar el paisaje humano. Además ¿alguien es tan ingenuo como para creer que es posible viajar hoy en día por aquí como en los tiempos en que, digamos, Alexandra David-Néel se fue al Himalaya?

No estoy en vena, pues, para entrar en discusiones muy turístico-místicas con Estanis. Entre otras cosas porque no quiero que perdamos la vez en la obediente fila de turistas que avanza hacia el desayuno que está cocinando nuestro chófer en un fogón portátil junto a la furgoneta. Mantenemos —chilenos, brasileños, alemanes, suizos, italianos, australianos y yo mismo— una cola ordenada y formalita. No es cuestión de desordenarla. Con el desayuno cada vez más cerca, a cinco bajo cero, dos mil y pico de metros y tras una noche de poco sueño se me desvanecen las conexiones místicas de los espacios llenos de posibilidades. Crece un vacío muy real: el de mi estómago. Con todo, Estanislao me cae bien así que le quiero mostrar mi aprecio por lo que nos ha compartido.

—Sí, ya he oído lo que nos contabas en la furgoneta, las bellas leyendas de Licancabur y sus amores con Quimal. Buena explicación del solsticio de invierno, por cierto. Y muy poética —se lo digo sin ironías.

—¿Te gustó?

—Bueno, tiene su punto. Es una forma muy hermosa de fijar el espacio y el tiempo, las estaciones y de transmitir la Astronomía con mucho amor, emoción y hasta calor diría yo. Me hace pensar en aquellos tiempos en que las cosas no estaban tan separadas en relatos diferentes. Eso lo hemos perdido. Pero tampoco es que me sienta nostálgico por ello, no creas.

—Gracias, entiendo lo que me quieres decir. El espacio, el tiempo y la Astronomía son muy importantes para mí. Y explicarlos desde lo bello también.

—¿Y eso? —le pregunto.

—Estudié Física. Fuí maestro. La emoción fija lo que se aprende, por eso funcionan los relatos en clase.

Como casi todos los guías turísticos que me he encontrado por aquí, Estanislao es un chileno urbano, replantado de Santiago al desierto. Otro universitario que ha de buscarse en el turismo una nómina. Otro más que abandona una vocación por la supervivencia. Como tantos otros. Como casi todos.

—¡Oh! ¡Vaya! Pues debías explicar Física bien a tus alumnos. Te debían de querer.

—Sí, fue una buena época y me querían pero me impliqué mucho en las huelgas, tuve problemas y me quedé sin trabajo.

—Lo siento.

—Hice lo que tenía que hacer, no me arrepiento. Y no creas, aquí estoy bien. Me gusta este lugar. Además, de vez en cuando subo a ver algunos viejos amigos de la universidad que están en el observatorio astronómico. Allí.

Me señala en la distancia unas minúsculas pelotitas de ping-pong, muy arriba. Desprenden una irradiación hi-tech exacta, blanca blanquísima.

—¿Ves aquellos puntos blancos?

—Sí.

—Pues eso es el observatorio Alma. Me estoy preparando y aplicaré para mantenimiento. Me haría muy feliz que me seleccionaran.

—Eso sería estupendo.

Me cuenta —los visitaré más tarde— lo que hacen los astrónomos, allí en sus setas brillantes.

—Siempre me ha fascinado, que cuando miras galaxias tan lejanas, en realidad, estás viendo una luz muy antigua

—Sí, así es. Me gusta eso que dices Estanis. Lo de luz antigua es muy poético.

—Es que es antigua. Y es exacto.

—Exacto y bello.

—Sí

Y así, hablando de luz antigua, llegamos al desayuno, a los huevos revueltos, la palta, el café y todo lo demás. Seguiremos después hacia el Salar de Tara. Mañana, otra vez con la misma camioneta, iremos en alegre revoltijo de nacionalidades hacia la Laguna Roja que resultará bastante blanca y azul pero igual de sorprendente en su cromatismo preciso bajo este cielo sequísimo.

Luego todo quedará atrás pero la luz antigua me acompañará mientras vuelo de regreso a casa, deshaciendo 11.000 quilómetros por el mismo cielo de la ida. En la noche, desde más allá de la estratosfera llegará , quizá mezclada con la del sol, alguna luz fósil que iluminará el anodino fuselaje comercial. Me acurrucaré y dormiré envuelto en tiempo viejo.

Meses más tarde, en Madrid, pasando el rato en la sección de vídeo de un centro comercial enorme, rebusco en el cajón DVDs/Oportunidades.

Ciudadano Kane, tengo.

A bout de souffle, tengo.

Sed de Mal, tengo.

Star Trek. La ira de Khan, tengo.

—, tengo.

Cosmos de Carl Sagan, tengo.

Nostalgia de la Luz. ¿Nostalgia? ¿De la luz? ¿Qué es esto?

Nostalgia de la Luz, está filmada en Atacama. La compro, claro. Conecta varias historias con el tiempo y la luz antigua. Por un lado, la exacta precisión de los astrónomos de Atacama que miran al cielo y su luz vieja (así dicen ellos). Por otro, surge un pasado distinto, convertido en más viejo aún de lo que es en realidad, un pasado soldado a la historia e incrustado en la tierra salada del desierto.

Las figuras que ví a lo lejos, los escrutadores del suelo de Atacama son los otros protagonistas de la película pues también estaban mirando lo viejo. Lo viejo que buscaban, no eran fósiles sino pedacitos de huesos: los de sus familiares. Muchos fueron enterrados aquí con prisas. Y desenterrados con más prisas cuando las tornas cambiaban para la dictadura. El régimen vació a toda velocidad las viejas fosas de Atacama para hacer desaparecer a los ya desaparecidos. Lanzó al mar los cadáveres exhumados, con la seguridad de que de allí no volverían. Los familiares buscan ya no huesos enteros sino los pedacitos de aquellos fragmentos que cayeron de los bulldozers y palas de unos desenterradores frenéticos. Quieren un resto de un resto de sus muertos, algo con lo que agarrarse a otra luz —la de esas sonrisas convencidas de la juventud que fue. La película de Patricio Guzmán entrecose los relatos de astrónomos y de familiares, paso a paso, con la excusa de que ambos escrutan el pasado. Es de una emotividad grave. No puedes dejar de sentirte tocado por el contraste entre nuestra pequeñez en el cosmos y la enormidad de la crueldad humana.

En la noche de casa el vídeo termina y deja un silencio difícil, un vacío tenso. Así pues, resulta que sí, que Atacama tenía su secreto y que estaba a plena vista. Pero no supe verlo. Tampoco me lo pusieron fácil, claro. Me lo taparon con Pachamamas, Licancabures y Quimales. O se los taparon a ellos mismos. En la madrugada de Barcelona me vuelve el crujido del mazapán de Atacama bajo mis pies. El recuerdo cambia totalmente. Se recompone en la sensación, ahora siniestra, de haber estado rompiendo algo que no debería haber estado allí.