Almazán era el conserje de la urbanización. “Almazán-mazapán” le gritábamos de niños al verlo pasar con la carreta llena de bolsas negras. Apestaba a humo de la basura de los vecinos, que cada atardecer recogía y quemaba en un foso circular del descampado. La hora de la merienda traía ese olor cenizo y yo sabía que Almazán estaba en su hoyo, chamán chaparro y negruzco orquestando el rito pagano de transmutar la mierda de treinta familias bien en aroma de tostada requemada. Con los años llegó la religión de los contenedores de colores y ya no lo necesitamos.

Hoy se murió. Me enteré de pasada por mi padre, que me dijo que iría a su funeral y enseguida imaginé un corro de empresarios, abogados, médicos y demás señores con corbata arrugando la nariz por el tufo a conserje incinerado.

A Almazán siempre le seguía su perrillo faldero de ojos saltones. En casa teníamos un pastor alemán con pedigrí que había sido adiestrado en la escuela canina “Las tres pirañas”. Allí había aprendido a sentarse y a tumbarse en francés a fuerza de recibir canicazos con un tirachinas. Nos hicieron una demostración el día que fuimos a recogerlo y ya era otro. Cada vez que le ordenábamos “au pied”, “assis” “couché”, acaso estos sonidos zumbaban en su cerebro como recuerdo del impacto de esferas de vidrio catapultadas contra su cráneo. La letra con sangre entra, aunque sea para que un perro de raza aprenda a sentarse en francés. Siempre quise pensar que no era agresivo de por sí, que lo volvieron fiero con canicas y palabras machaconas en un idioma que sonaba a fino y distinguido.

Era mi perro. Me lo habían traído los Reyes a los siete años, después de mucho insistir en cada carta. Cuando llegó era casi tan alto como yo. ¡Sácalo tu solita! Solté la correa de cuero cuando tuve las rodillas peladas y los leotardos agujereados. Tendida en el descampado donde Almazán quemaba la basura, veía borroso como mi regalo de Reyes huía de mí.

Era demasiado grande para sacarlo a pasear. Nadie lo sacaba, apenas nadie. Sólo contaba con los despistes de mi madre. Salía disparado como un demonio en cuanto ella olvidaba cerrar la puerta al entrar la compra o cuando abría el portón del garaje para aparcar el coche. Y entonces siempre lo mismo: el grito de alarma de ella, el bajar medio descalza los dos pisos con frío en la nuca, el correr detrás del perro sabiendo que no podría pararlo. Los descuidos de mi madre empezaron a ser constantes. El perro se escapaba casi una vez por semana, siempre de noche, nos esquivaba a mí y a mis hermanos cuando intentábamos acorralarlo. Ya ni salía, me quedaba en el hueco de la escalera temblando, pidiendo que en su huida no se encontrara a ningún otro perro. Oía los chillidos de mi madre, los gruñidos de mi perro atacando, los quejidos apagados de los otros chuchos siempre más pequeños, siempre más afables que el mío. Nunca llegó a matar a ninguno.

Cuando ya se había desahogado volvía a casa. Lo regañábamos, reñíamos a mi madre por no tener cuidado y vuelta a empezar. Al llegar del trabajo mi padre le sacudía un par de patadas en las costillas aunque ya hubiera pasado rato y el perro ni se acordara. Y yo me dormía entre hipos y lloros, porque era mi perro querido y las señoras vecinas rubias teñidas y con pestañas a pegotes se asomaban al bordillo de la piscina esperando a que sacara la cabeza del agua para decirme bajito: “niña, eres la dueña de un perro asesino”.

La letra con sangre entra, aunque sea para que un perro de raza aprenda a sentarse en francés

Fue la única vez que pasó a la luz del día. Yo tenía nueve años. Era verano, en casa había obreros reformando la cocina. La nevera estaba en el recibidor y todas las puertas abiertas, pero la verja de la entrada permanecía cerrada y yo vigilaba que el perro no se escapara. Almazán pasó con su perrillo. Iban a la reunión de comunidad que se celebraba en el local justo enfrente de nuestra casa. Mis padres no sé dónde estaban. No tuve tiempo de avisar a nadie, apenas de sentir un disparo de miedo al ver que el perro de un salto vencía la verja.

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Un corro de señores con corbata y un conserje contemplan un sacrificio canino y humano. En el centro del círculo un pastor alemán gigante destripando a un perrillo y una niña gritando, llorando, suplicando al perro que pare, a los adultos que la ayuden a separarlos. El perrillo de Almazán es del tamaño del hocico del pastor. Va y viene de un lado al otro va y viene a sacudidas, peluche mojado de baba de mi perro adiestrado con canicas que se clavan colmillos que se clavan en un pellejo húmedo de sangre que va y viene, gruñidos de rabia ronca de mi perro depredador arrugando el hocico rabia que corre por sus venas que corre en la familia de la que es mascota, no quiero que seas así tú eres mi perro querido para jugar te quise tanto antes de tenerte, soy la niña dueña del perro asesino soy la rabia él es mi rabia él es mis dientes y mis encías, ayúdenme no se queden ahí mirando lo va a matar lo va a matar exclaman impacientes es de locos atreverse a tocar a un perro rabioso y se mezcla la baba de mi perro macho y la sangre del perrillo y mi sangre al meter los dedos entre los dientes de mi perro, encías moradas que no lo suelta que lo sacude que lo va a matar que no se acaba nunca que esta vez no se desahoga rápido que esta vez tiene público un corro de humanos hipnotizados. Porque es mi boca porque muerde por mí porque el dentista dice que tengo la mordida abierta para poder morder y morder abierta como un perro lobo con los ojos de rabia roja morder y no ser más indefensa, pero yo no lo sé yo no lo entiendo tengo nueve años a mi me gustan todos los perros los chuchos falderos y mi perro querido asesino. No sé, no entiendo, nadie sabe que el perro lleva mi rabia y sacude a una bola de pelo gimiendo dolor que también soy yo y le cruje los huesos y saca un rugido de lo más profundo, estás tan feo tú no eres así no arrugues la nariz, por qué no hacen nada estos señores tan altos por qué miran en círculo cómo matas por qué giran y giran si no se mueven y yo en el centro pupila roja con un perro matando a otro, todos encerrados en una fría canica es mi regalo de Reyes que ruge desde la garganta una rabia de niña de nueve años de familia con pedigrí.

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No lo mató, lo dejó ciego. Daba lástima ver cómo seguía a tientas conserje y carreta. Creo que al cabo de poco Almazán tuvo que sacrificarlo para que no padeciera más de las heridas.

Mi perro murió ya viejo, solo en el garaje, ahogado en sus propias arcadas. Ese día mis padres no estaban. Después de purgar el desayuno fui yo quien lo encontró en un charco de bilis, el hocico entreabierto en una mueca helada de asco. La misma cara de espasmo y ahogo que ponía yo entonces con diecinueve años, apenas un par de segundos, entre que me acariciaba la campanilla con las yemas de los dedos índice y medio y que salía todo de dentro.

Ahora tengo dos gatas. Soy profesora de francés. En una llamada rápida mi padre me cuenta que hoy ha muerto aquel conserje que tuvimos hace años y todo vuelve como un mordisco que ya no duele. Total, sólo era un perrillo faldero, sólo era un conserje andaluz que apestaba a basura quemada.