Nadie lo había visto todavía y no era raro que nadie lo viera. Nadie miraba a nadie, ya nunca. La helada pupila de las cámaras no registraba ningún movimiento sospechoso sobre el andén, pero quizás no hubiera nadie detrás de las cámaras; nadie prestando ojo.

Y la multitud vivía sumida en pantallas diminutas; sus cuerpos encorvados sobre ellas, los brazos en arco, los dedos apretando teclas, veloces, voraces, porque la urgencia de la tarde consistía en disponer caramelos en fila, por colores, hacerlos explotar.

Ganar el juego era todo en los andenes de luz artificial y aire no acondicionado: detonar reacciones en cadena, sumar o multiplicar puntos, sortear obstáculos sin perder ninguna de las vidas otorgadas por el programa.

Ganar era todo.

Subir de categoría a punta de pastillas estalladas mientras esperaban sin sentir que estaban esperando.

Sin saber que Alguien estaba ahí, también a la espera.

Pero nadie había visto a ese Alguien apostado en el andén, atrás, con el cuerpo pegado a sus huesos como otra piel. Alguien de seguro afirmado en los azulejos, hundido en un abrigo sucio y en una capucha de muerte.

Una concentración admirable los distraía, a ellos, los nadie, mientras mataban el tiempo que les quedaba haciendo volar puñados de caramelos de colores, y entrando y saliendo de las vidas de amigos a quienes no habían visto nunca, pero que sentían tan cercanos, ahí, en la pantalla.

Todos ellos, juntos, jugando cabizbajos sin conocerse, clavados todos sobre el cemento, y un tren que ya se empezaba a intuir en las profundidades.

El chirrido de las ruedas pronto sería un insoportable rechinar. Sería una detención, un resoplido metálico. Puertas que se abren, puertas que se cierran, una voz ininteligible a la que los cerebros de nadie, ebrios de pastillas explosivas, no llegarían a prestar oído.

Ganar el juego era todo en los andenes de luz artificial y aire no acondicionado

Absortos como estaban tampoco iban a notar el correr de las ratas entre sus pies, huyendo, alertadas ellas por la vibración del tren que ya se asomaba con las luces encendidas; agazapándose, las ratas, debajo de los rieles o perdiéndose por unos minutos en el oscuro final del túnel.

Las sordas ratas del subterráneo.

Sus dientes como píldoras filudas y fluorescentes.

El destello de sus ojos rastreros, allá, al fondo. Ojos fríos de neón, los suyos, que no habían logrado capturar el interés de nadie. Porque solo el brillo reflectante de la pantalla detonaba un estímulo en el tejido nervioso de ellos, y los mantenía despiertos a la vez que enteramente adormecidos.

Las pastillas caían como somníferos dentro de un mecanismo que las pulverizaba, caían como dientes sueltos de una boca rota, y acaso por eso, porque el juego y el escaso oxígeno y la luz pastosa provocaban un estado anestésico, nadie lo había visto.

A él.

(Se especulaba por las redes que ese Alguien era un Él.)

Pero nadie había oído hablar de Él hasta que noticias de su existencia empezaron a rebotar por las redes. Esas noticias estaban siendo compartidas a una media de tres segundos, y estaba aumentando la frecuencia del compartir aun cuando no había ni retrato hablado ni instagram ni video en baja res.

Olía a inminencia sobre el andén.

De Él nadie tenía una impresión ni una imagen: se acercaba siempre por detrás.

Nadie habría podido referirse a esas manos seguramente enguantadas que empujaban por la espalda.

Nadie las sintió.

Nadie parecía recordar.

Nadie había percibido su fugitivo olor entre el pronunciado aroma de la adrenalina secretada por la multitud que destruía caramelos como se destruye a una casta enemiga: de manera continua e implacable.

Olía a inminencia sobre el andén.

Todo era apremiante, el juego, la caída mortal. Y ahora todos los muertos tenían nombres y un golpe seco en sus biografías.

Juana Mena, enfermera de verde, 34.

Charles Leshner, abuelo jubilado de anteojos hechos triza, 73.

Tenían edades y tenían roles después de ser reventados por el vagón. La muerte les otorgaba una vida pasajera, un retrato de frente y acaso de perfil, y debajo, dos líneas.

Markos Moltz, asistente de investigación, 28, y un rechinar de dientes.

Kendra Sarabu, abogada, 49, no tuvo fuerzas para trepar fuera de su oscuro destino (nadie la oyó caer, nadie sintió que pedía auxilio).

Jenny Wang, dueña de casa, tres hijos, 41. (Se fue rodando dentro de las vías como un palitroque: así se escribió su fin en las redes).

Peter Ramírez, inmigrante sin papeles, 52, despertaría en un hospital, sin memoria del empujón y sin extremidades.

Empujados, sin tregua, seguían cayendo también sin demora antes de sumergirse para siempre en la estadística: Marta Ríos, rubia de 13 y de audífonos no alcanzaría a levantar la vista de su dispositivo (El romance acabó mal: crujieron juntos: esta línea fue compartida 5434 veces y luego desapareció. Ella volvió a ser nadie).

Venía entrando el resplandor: focos blancos, y dentro de un enorme círculo azul, la A mayúscula que sacaba al vagón de su anonimato.

La multitud adelantaba pequeños pasos hasta la línea amarilla; por no perder un punto, ninguno de ellos, los todavía nadie, levantó la cara cuando se sintió el grito del recién empujado. El empujador aprovechó para escabullirse sin dejar rastro en el fondo de ojo digital de las cámaras. Se esfumó entre las cabezas bajas y los cuellos torcidos y los brazos y los codos y unos dedos como garfios en las teclas.

Las huellas digitales se les estaban empezando a borrar, a ellos; sus córneas iban perdiendo brillo mientras las baterías se iban a negro

Otro punto ganado y el tren detenido hasta que la policía acordonara la vía y los trabajadores del metro retiraran el cuerpo que nadie iba a molestarse en identificar. La policía tendría que buscar un nombre en los bolsillos del empujado y lo colgaría, el nombre, en las redes, junto a la descripción de un hallazgo: un diente o dos.

Otro diente manchado entre tantos que los limpiadores encontraban sobre los andenes, por las madrugadas, después de un empujón.

Un diente o dos: de quién.

(Corrían apuestas a la velocidad de los dedos).

Dientes de algún hombre sin albergue, de un interno en el socavón, como tantos, como oscuros roedores. Dientes de un inmigrante con delirios de persecución amparado en los túneles. Dientes de neonazi, de predicador. O quizás los dientes pertenecieran a las ratas sordas del metro: ratas del tamaño de gatos sobrealimentados de basura, guarenes de enormes incisivos que se quiebran mordiendo huesos.

Nadie podía estar seguro.

(Se levantó un olor truculento por las redes).

El tren seguía detenido y con él la multitud.

Ellos, los nadie, empezaban a inquietarse.

Nadie padecía de un cortocircuito. Los dedos de nadie se agitaban ahora atravesados por la fatiga y por el horror de las baterías alcanzando el punto rojo que anunciaba el perentorio final del juego. Hasta el último minuto continuarían cayendo caramelos. Hasta el último instante el movimiento de esos dedos electrizados. Las huellas digitales se les estaban empezando a borrar, a ellos; sus córneas iban perdiendo brillo mientras las baterías se iban a negro.

Y ellos o nadie echaron entonces suspicaces miradas de reojo por encima de los hombros, y levantaron levemente sus rostros para rastrear inexistentes salidas de electricidad.

Vislumbraron entonces el paciente mirar de las cámaras, el ojo sin pestaña que esperaba ese momento para grabarlos a través de la estática, para escudriñarlos apretando pixeles, separando cabezas, ampliando y comparando los perfiles, las mechas que se asomaban por los bordes de sus capuchas.

Cundía la desconfianza sobre la línea amarilla pintada en el cemento mientras ellos seguían esperando el informe que les permitiera abordar el metro y salir de los andenes que empezaban a oler como una segunda casa. El aire parecía estancado pero corría el rumor de que el empujador podía ser un hombre, en efecto, o una mujer, o varios hombres y varias mujeres habitantes del socavón, o incluso multitudes que veían competidores en los demás pasajeros y entraban al vagón dando codazos y empellones para conseguir asiento, para sentarse a seguir matando caramelos.

Ganar era todo en los andenes del metro.

Las cabezas ahora giraban alrededor, en busca de una salida, pero saltó una voz desde el altoparlante exigiendo que todos ellos levantaran sus rostros hacia las cámaras, que separaran los labios, que abrieran la boca un poco más.

Faltaban piezas en todas esas dentaduras.

Había dientes saltados y rotos o ausentes en las mandíbulas de los nadie, que en el infatigable estallido de los caramelos se habían vuelto Alguien.

 

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