En mi juventud parecía que no hubiese nunca un parto, o un apéndice reventado, o ninguna otra incidencia física de consideración si no ocurría a la vez que una tormenta de nieve. Las carreteras estarían cortadas, así que de todos modos no se podría pensar en sacar un coche, y habría que enganchar varios caballos para llegar al pueblo e ir al hospital. Era una suerte que siguiera habiendo caballos: en circunstancias normales la gente ya se hubiera deshecho de ellos, pero la guerra y el racionamiento de combustible habían alterado todo eso, al menos temporalmente.

Summer Night, Riverside Drive de George Wesley Bellows. Imagen vía.

Por eso cuando me empezó el dolor en el costado tenían que ser las once de la noche, y soplaba una ventisca y, como en ese momento en nuestro establo no había caballos, hubo que recurrir al tiro de los vecinos para llevarme al hospital. Un trayecto de apenas una milla y media, pero una aventura de todos modos. El médico estaba esperando, y nadie se sorprendió cuando se dispuso para extirparme el apéndice.

¿Se extirpaban más apéndices entonces? Sé que todavía sucede, y que es necesario, incluso sé de alguien que murió por no hacerlo a tiempo, pero en mi memoria ha quedado como una especie de rito al que pocas personas de mi edad debían someterse, o por lo menos no muchas, y no todas tan de improviso, y acaso no con tanta tristeza, porque traía consigo unas vacaciones de la escuela y daba cierta categoría: haber sido tocado por el ala de la mortalidad distinguía, aun fugazmente, del resto, en una época de la vida en que tal cosa podía llegar a ser grata.

Así que, ya sin apéndice, pasé varios días viendo por la ventana del hospital la nieve cernirse lóbregamente a través de unos árboles de hoja perenne. No creo que se me pasara por la cabeza en ningún momento pensar cómo iba a pagar mi padre esta distinción. (Creo que tuvo que desprenderse de una parcela de bosque que había conservado al vender la granja de su padre, con vistas a utilizarla para poner trampas, o hacer azúcar de arce, o tal vez movido por una nostalgia innombrable.)

Luego volví a la escuela, y disfruté que me dispensaran de Educación Física más tiempo del necesario, y un sábado por la mañana en que mi madre y yo estábamos solas en la cocina, me contó que en el hospital me habían extirpado el apéndice, tal y como yo pensaba, pero no fue lo único que me quitaron. Al médico le había parecido conveniente extirparlo, ya que estaba metido en faena, pero lo que más le preocupó fue un tumor. Un tumor, dijo mi madre, del tamaño de un huevo de pava.

Pero no te preocupes, dijo, ahora ya ha pasado todo.

La idea del cáncer en ningún momento se me ocurrió, y tampoco mi madre la mencionó nunca. No creo que hoy en día pueda hacerse una revelación como ésa sin alguna suerte de pregunta, alguna tentativa de esclarecer si lo era o no lo era. Maligno o benigno, querríamos saber inmediatamente. La única razón que se me ocurre para que no hablásemos de ello es que debía de ser una palabra envuelta en una neblina, similar a la neblina que envuelve la mención del sexo. O peor. El sexo era vergonzoso, pero sin duda encerraba algunas satisfacciones; desde luego nosotros las conocíamos, aunque nuestras madres no estuvieran al corriente. En cambio, la mera palabra «cáncer» evocaba una criatura oscura, putrefacta y hedionda, a la que no se miraba ni siquiera después de quitarla de en medio de una patada.

De modo que no pregunté, ni nadie me dijo nada, y sólo puedo suponer que era benigno o que lo extirparon con mucha eficacia, porque aquí estoy. Y tan poco pienso en ello porque toda la vida, cuando me piden que enumere las intervenciones quirúrgicas a las que me han sometido, automáticamente digo o escribo sólo «Apendicitis».

Esta conversación con mi madre probablemente tuvo lugar en las vacaciones de Semana Santa, cuando habían quedado atrás las ventiscas, la nieve de las montañas había desaparecido y los arroyos se desbordaban agarrándose a todo lo que se encontraran a su paso. El broncíneo verano estaba a la vuelta de la esquina. Nuestro clima no se andaba con devaneos, nada de clemencias.

Haber sido tocado por el ala de la mortalidad distinguía, aun fugazmente, del resto, en una época de la vida en que tal cosa podía llegar a ser grata

En los primeros días calurosos de junio terminé la escuela con unas notas tan buenas como para librarme de los exámenes finales. Tenía buen aspecto, hacía las tareas de la casa, leía libros como de costumbre, nadie se percató de que me pasaba algo.

Tengo que describir ahora el dormitorio que ocupábamos mi hermana y yo. Era un cuarto pequeño en el que no cabían dos camas individuales, una al lado de la otra, de manera que la solución fue poner literas y colocar una escalerilla por la que trepaba la que dormía en la cama de arriba. Esa era yo. Cuando estaba en la edad de las tomaduras de pelo, levantaba una de las esquinas del fino colchón y amenazaba con escupir a mi hermana pequeña, indefensa en la litera de abajo. Claro que mi hermana, que se llamaba Catherine, no estaba indefensa del todo. Podía esconderse bajo las mantas; pero mi juego consistía en observar hasta que la asfixia o la curiosidad la hacían salir de nuevo, y en ese momento escupirle en plena cara, o fingir que lo hacía y conseguir el efecto deseado, enfureciéndola.

Ahora ya era demasiado mayor para hacer esas tonterías, desde luego. Mi hermana tenía nueve años y yo catorce. La relación entre nosotras siempre fue desigual. Cuando no estaba atormentándola, fastidiándola con alguna necedad, adoptaba el papel de sofisticada consejera o le contaba historias espeluznantes. La disfrazaba con la ropa vieja que se guardaba en el arcón del ajuar de mi madre, prendas demasiado buenas para cortarlas y hacer edredones, y demasiado raídas y preciosas para que nadie las usara. Le ponía el carmín endurecido de mi madre en los labios, le empolvaba la cara y le decía que estaba preciosa. Era preciosa, sin asomo de duda, pero cuando terminaba de pintarla parecía una muñeca extranjera estrafalaria.

No pretendo decir que ejercía sobre ella un dominio total, ni siquiera que nuestras vidas se entrelazaran constantemente. Ella tenía sus propios amigos, sus propios juegos. Juegos que tendían más a la domesticidad que al glamour. Sacar de paseo a las muñecas en sus carricoches, o a veces, en lugar de las muñecas, a algún gatito disfrazado que siempre desesperaba por escapar. Además había sesiones de juego en las que alguien era la maestra y podía pegar al resto en los antebrazos con una vara y hacerles llorar de mentirijilla, por infracciones y estupideces varias.

Ya he dicho que en el mes de junio quedé libre de ir a la escuela y me dejaron a mi aire, como no recuerdo haberlo estado en ninguna otra época de mi crecimiento. Ya he dicho que hacía algunas tareas en la casa, pero mi madre aún debía de encontrarse con las fuerzas necesarias para ocuparse de la mayor parte de ellas. O quizá teníamos bastante dinero en esa época para contratar alguien a quien mi madre se referiría como «una sirvienta», aunque todo el mundo dijera «una empleada». En cualquier caso no recuerdo haberme enfrentado a ninguno de los trabajos que se me amontonaron los veranos siguientes, cuando luché por mantener la dignidad de nuestra casa. Por lo visto el misterioso huevo de pava me concedía cierta condición de inválida, así que a ratos podía deambular por ahí como alguien de visita.

Aunque sin darme aires de ser especial. Nadie en nuestra familia se hubiera salido con la suya en eso. Iba todo por dentro, esa inutilidad y extrañeza que sentía. Y tampoco era una inutilidad constante. Recuerdo haberme agachado a entresacar los brotes de zanahorias, igual que todas las primaveras, para que las raíces alcanzaran un tamaño decente.

Debió de ser simplemente que no había cosas por hacer a todas horas, como ocurrió los veranos de antes y después.

Quizá fue esa la razón de que empezara a costarme conciliar el sueño. Al principio, creo que me limitaba a quedarme despierta en la cama hasta cosa de medianoche y me asombraba estar tan despabilada, mientras el resto de la casa dormía. Había leído, me cansaba como de costumbre, apagaba la luz y esperaba. Nadie había venido a decirme que apagara la luz y me durmiera. Por primera vez en la vida (y esto también debió de marcar una condición especial) me dejaban a mí decidir esas cosas.

La casa iba transformándose, de la luz del día hasta que las luces de la casa se encendían a última hora de la tarde, del trajín general de las cosas por hacer, tender y terminar, hasta convertirse en un lugar más extraño, en el que las personas y el trabajo que gobernaba sus vidas languidecían, las necesidades de cuanto les rodeaba languidecían, y los muebles se retraían hacia dentro sin menoscabo ni requerir atención alguna.

Podría pensarse que era un alivio. Al principio tal vez lo fuera. La libertad. La novedad. Sin embargo, a medida que mi dificultad para conciliar el sueño se extendía y finalmente se apoderaba completamente de mí hasta el amanecer, se convirtió en una creciente preocupación. Empecé a recitar rimas, luego poesía de verdad, primero para obligarme a perder la conciencia, y ya después al margen de mi voluntad. Aun así, era una actividad que parecía burlarse de mí. Era yo quien me burlaba de mí misma a medida que las palabras terminaban en el absurdo, en un discurso tonto sin pies ni cabeza.

No era yo.

Había oído decir eso a veces de otra gente, toda la vida, sin pensar qué podía significar.

¿Quién crees que eres, entonces?

También había oído decir eso, sin atribuirle una verdadera amenaza al comentario, tomándolo simplemente como una especie de mofa rutinaria.

Vuelta a pensar.

Para entonces no era dormir lo que quería. Sabía que de todos modos lo más probable era que no me durmiera. Quizá ni siquiera era deseable. Había algo que se estaba apoderando de mí y tenía la obligación, la esperanza, de vencerlo. No me faltaba sentido común para lograrlo, aunque al parecer tampoco me sobraba. Había algo intentando decirme que hiciera cosas, no por una razón concreta sino sólo por ver si tales actos eran posibles. Algo me estaba informando de que no hacían falta motivos.

Varias noches me quedé en la cama hasta que creí que no podía más, como si fuese una derrota dejar de intentar dormir, pero al cabo empecé a abandonar la cama por costumbre, en cuanto la casa parecía estar soñando.

Sólo hacía falta rendirse. Qué extraño. No por venganza, ni siquiera por crueldad, sino sólo por haber acariciado una idea.

Y desde luego lo había hecho. Cuanto más me esforzaba por desterrar esa idea, más acudía. Sin deseo de venganza, sin odio: ya digo, sin otra razón que una suerte de pensamiento profundo y absolutamente frío, no tanto un impulso como una contemplación, pudiera apoderarse de mí. Algo en lo que no debía pensar, pero en lo que pensaba.

La idea existía y persistía en mi cabeza. La idea de que yo pudiera estrangular a mi hermana pequeña, que dormía en la litera de abajo y a la que quería más que a nadie en el mundo.

No lo haría por celos de ninguna clase, malevolencia o rabia, sino en un acceso de locura, la locura que acaso yacía junto a mí ahí mismo durante la noche. Y tampoco una locura feroz, sino algo más próximo a una broma pesada. Una insinuación perezosa, burlona, medio indolente, que parecía llevar al acecho mucho tiempo.

Sería decir por qué no. ¿Por qué no probar lo peor?

Y lo peor ahí, en el lugar más familiar de todos, la habitación en la que habíamos dormido toda la vida y donde nos creíamos a salvo. Y lo haría sin ninguna razón que yo misma o cualquiera fuese capaz de entender, más que por no haber podido evitarlo.

La única solución era levantarse, salir de esa habitación y de la casa. Bajé los travesaños de la escalerilla sin mirar en ningún momento hacia el lugar donde mi hermana dormía. Luego, en silencio, hasta la planta de abajo sin despertar a nadie y llegar a la cocina, que conocía tan bien como para orientarme sin luz. La puerta de la cocina no estaba cerrada con llave, ni siquiera estoy segura de que la hubiera. Encajábamos una silla bajo el pomo de la puerta, para que si entraba alguien hiciese mucho alboroto. Despacio y con cuidado se podía quitar la silla sin el menor ruido.

 Tras la primera noche logré encadenar mis movimientos sin interrupción y salir de la casa en un par de segundos.

Listo. Al principio todo estaba oscuro, porque habría pasado mucho rato en vela y se habría ocultado la luna. Varias noches me quedé en la cama hasta que creí que no podía más, como si fuese una derrota dejar de intentar dormir, pero al cabo empecé a abandonar la cama por costumbre, en cuanto la casa parecía estar soñando. Y también la luna tenía sus propias costumbres, así que a veces me daba la impresión de salir a un estanque de plata.

Por supuesto no había alumbrado público: vivíamos demasiado lejos del pueblo.

Todo era más grande. A los árboles de alrededor de la casa siempre los llamábamos por su nombre: la haya, el olmo, el roble, los álamos, en plural y sin distinciones, porque crecían muy juntos. El lilo blanco y el lilo violeta, a los que nunca nos referíamos como arbustos porque se habían hecho enormes. El terreno que rodeaba la casa por delante, por detrás y por ambos lados, era de tránsito fácil, porque yo misma cortaba la hierba pensando que nos daba el aire respetable de las casas del pueblo. Mi madre pensó lo mismo una vez y plantó una zona de césped más allá de los lilos, bordeándola con espíreas y ranúnculo, pero para entonces todo eso había desaparecido.

La cara este y la cara oeste de nuestra casa daban a dos mundos distintos, o eso me parecía. La cara este miraba al pueblo, aunque no pudiera verse ningún pueblo desde allí. A dos millas escasas había hileras de casas, con farolas en las calles y agua corriente, y a pesar de que pudiera verse, como he dicho, no estoy del todo segura de que no se apreciara un débil resplandor si se observaba el tiempo necesario. Hacia el oeste, nada interrumpía jamás la vista a la amplia curva del río, y los campos, y los árboles y las puestas de sol.

Caminaba de un lado a otro, primero cerca de la casa, y luego aventurándome aquí o allá, a medida que me acostumbré a confiar en mi vista y en no tropezar con la bomba de agua o la plataforma que sostenía la cuerda de tender la ropa. Los pájaros empezaban a agitarse y a cantar, como si a todos se les hubiera ocurrido lo mismo por separado, en las copas de los árboles. Despertaban mucho más temprano de lo que hubiera imaginado. Pero pronto, poco después de aquellos primeros trinos madrugadores, el cielo empezaba a clarear. Entonces volvía a entrar en la casa, donde de repente la oscuridad lo envolvía todo, y con cuidado, en silencio, ajustaba debidamente el pomo de la puerta torcida y subía las escaleras sin un solo ruido, manipulando puertas y escalones con la necesaria cautela, aunque parecía ya medio dormida. Me hundía en mi almohada y me levantaba tarde; tarde en nuestra casa eran las nueve.

En ese momento lo recordaba todo, pero era tan absurdo ―la parte mala, desde luego, era tan absurda― que ni siquiera llegaba a inquietarme. Mi hermano y mi hermana ya se habían ido a la escuela: al no haber sacado buenas notas en los exámenes, como yo, seguían yendo a clase. Cuando volvían a casa por la tarde, era inconcebible que mi hermana hubiese corrido semejante peligro. Era absurdo. Nos mecíamos juntas en la hamaca, una en cada punta.

No teníamos costumbre de saludarnos así en mi familia. No por hostilidad, sólo que se consideraba innecesario, supongo, saludar a alguien al que verías a cada rato a lo largo del día

En esa hamaca pasaba yo la mayor parte del día, y esa pudo ser la sencilla razón de que por la noche no lograra conciliar el sueño. Y, como no hablaba de mis problemas nocturnos, a nadie se le ocurrió darme el sencillo consejo de hacer más actividades durante el día.

Mis problemas regresaban con la noche, por supuesto. Los demonios se apoderaban de mí de nuevo. Y lo cierto es que la situación empeoró. Me levantaba y salía de mi litera sabiendo de sobra que era inútil fingir que las cosas se arreglarían y que me quedaría dormida de poner el empeño suficiente. Recorría el camino para salir de la casa con el mismo sigilo que antes. Llegué a orientarme con mayor facilidad, incluso el interior de aquellas habitaciones se me hizo más visible, y más extraño a la vez. Lograba distinguir el machihembrado del techo de la cocina, que colocaron al construir la casa, quizás hacía un siglo, y el marco de la ventana que daba al norte, roído en algunas partes por un perro que una noche quedó encerrado en la casa, mucho antes de que yo naciera. Recordé algo que había olvidado completamente: allí, en un lugar desde el que mi madre podía vigilarme por la ventana que daba al norte, era donde me ponían a jugar con un cajón de arena. Una espléndida mata de margaritas amarillas florecía en ese mismo sitio ahora y por la ventana prácticamente no se veía nada.

La pared de la cocina que miraba al este no tenía ventana, sino una puerta que daba a un porche, donde tendíamos la colada más gruesa y la recogíamos cuando estaba seca y todo olía fresco y triunfante, desde las sábanas blancas a los bastos petos oscuros de trabajo.

En ese porche me detenía a veces en mis paseos nocturnos. Nunca me sentaba, pero me tranquilizaba mirar hacia el pueblo, aunque sólo fuera para inhalar la sensatez que transmitía. Pronto todo el mundo se levantaría, con sus compras por hacer, sus puertas por abrir y sus escaparates por arreglar: el trajín cotidiano.

Una noche, que pudo ser la vigésima o la duodécima, o apenas la octava o la novena que me levantaba y me ponía a caminar, tuve la impresión, demasiado tarde para cambiar el paso, de que había alguien a la vuelta de la esquina. Alguien estaba esperando allí y no pude hacer otra cosa que seguir adelante. Si daba media vuelta me pillarían.

¿Quién era? Mi padre, nada más. Él también miraba hacia el pueblo y aquella luz tenue e improbable. Llevaba ropa de diario: pantalones de trabajo oscuros, no exactamente un peto, y camisa oscura y botas. Estaba fumando un cigarrillo. De liar, claro. Tal vez el humo del cigarrillo me alertara de otra presencia, aunque es posible que en aquellos tiempos el olor a humo de tabaco estuviese por todas partes, dentro y fuera.

Buenos días, me dijo, de un modo que podía parecer natural pero que de natural no tenía nada. No teníamos costumbre de saludarnos así en mi familia. No por hostilidad, sólo que se consideraba innecesario, supongo, saludar a alguien al que verías a cada rato a lo largo del día.

Buenos días, le contesté. Y de hecho pronto iba a hacerse de día, o mi padre no hubiera llevado ropa de trabajo. Quizá el cielo clareaba, pero oculto aún entre los tupidos árboles. Quizá también cantaban los pájaros. Cada vez me quedaba fuera de la cama hasta más tarde, aunque ya no me reconfortaba como al principio. Las posibilidades que antes habitaran únicamente el dormitorio, las literas, estaban conquistando todos los rincones.

Ahora que lo pienso, ¿por qué mi padre no llevaba el peto de trabajo? Iba vestido como si tuviera que ir al pueblo para hacer algún recado a primera hora de la mañana.

No pude seguir caminando, se había roto completamente el ritmo.

―¿Te cuesta dormir? ―me dijo.

Mi primer impulso fue decir que no, pero entonces pensé en las dificultades de explicar que sólo estaba dando una vuelta, así que dije que sí.

Dijo que eso solía pasar las noches de verano.

―Te vas a la cama rendida y entonces, justo cuando crees que te estás quedando dormida, te desvelas. ¿No es así?

Dije que sí.

En ese momento supe que no era la primera noche que me había oído levantarme y dar vueltas por ahí. La persona que tenía el ganado en la finca y velaba de cerca por lo poco que le procuraba el sustento, la persona que guardaba un revólver en el cajón del escritorio, sin duda se despertaba con el menor crujido en las escaleras o el más sigiloso giro de un pomo.

No estoy segura de hacia dónde pensaba mi padre encaminar la conversación acerca de mis problemas de sueño. Había dicho que desvelarse era un fastidio. ¿Eso sería todo? Desde luego yo no pensaba contarle nada. Si hubiese dejado entrever que sabía que había más, incluso si hubiese insinuado que estaba allí con el propósito de oírlo, no creo que me hubiera sonsacado nada. Tuve que ser yo la que rompiera el silencio por voluntad propia, diciendo que no podía dormir. Que tenía que salir de la cama y andar.

Tenía sueños.

No sé si me preguntó si eran pesadillas.

Podía darse por hecho, creo.

Me dio tiempo a continuar, no preguntó nada. Yo quería evitarlo, pero seguí hablando. La verdad afloró, apenas alterada.

No pude seguir caminando, se había roto completamente el ritmo.

Cuando hablé de mi hermana pequeña dije que me daba miedo hacerle daño. Creí que entendería a qué me refería. Matarla. No hacerle daño. Matarla, y sin ningún motivo. Una posesión.

Realmente, una vez lo solté no hubo ninguna satisfacción. Tenía que decirlo en ese momento. Matarla.

Así ya no podría desdecirme, no podría volver a ser la persona que había sido hasta entonces.

Mi padre lo había oído. Había oído que me creía capaz (sin ningún motivo, simplemente capaz) de estrangular a mi hermana pequeña mientras dormía.

―Bueno ―dijo. Luego dijo que no me preocupara. Y añadió―: A veces a la gente se le ocurren esas cosas.

Hablaba con gravedad, pero sin dar muestras de alarma o sobresalto. A la gente le asaltan esa clase de ideas, o miedos, si lo prefieres, pero no hay por qué preocuparse de verdad, no más que si fuera un sueño. Probablemente tenga que ver con el éter.

No dijo explícitamente que no existía ningún peligro de que hiciera algo así. Parecía más bien dar por hecho que semejante cosa no podía suceder. Un efecto del éter, dijo. No tiene más trascendencia que un sueño. No podía suceder, del mismo modo que un meteorito no podía caer encima de nuestra casa; por supuesto que podía, pero la probabilidad de que ocurriera lo ponía en la categoría de lo imposible.

Aun así, no me culpó por pensarlo.

Podría haber dicho otras cosas. Podría haber cuestionado mi actitud hacia mi hermana pequeña o mi descontento con la vida que llevaba. Si esto ocurriese hoy, me habría pedido una cita con un psiquiatra. (Creo que es lo que yo habría hecho, una generación después, y con otros ingresos.) Tampoco dijo que no me culpaba, en su lugar.

La verdad es que lo que hizo funcionó mejor. Me afianzó, sin burla y sin alarma, en el mundo en que vivíamos.

Si un padre o una madre vive lo suficiente, descubre que ha cometido errores que no se molestó en ver, además de los que vio perfectamente, y se siente un poco humillado en el fondo, a veces disgustado consigo mismo. No creo que mi padre sintiera nada parecido, pero sé que si alguna vez le hubiese planteado la cuestión, me habría dicho que si no me gustaba, me tocaba aguantarme, o algo por el estilo. Los encuentros que tuve de niña con su cinturón o la correa con que afilaba las cuchillas (¿por qué digo encuentros? Es para demostrar que ya no soy una llorica, que puedo quitar hierro al asunto), no serían en su recuerdo, si es que los recordaba, más que un modo apropiado de atajar a una cría respondona que imaginaba que podía llevar la voz cantante.

―Te creías demasiado lista ―sería la razón que me hubiera dado, un comentario que por lo demás se oía mucho en aquellos tiempos. No siempre iba dirigido a mí, pero algunas veces sí.

Sin embargo, aquel día al romper el alba, mi padre me dio justamente lo que necesitaba oír, y que poco después olvidaría.

He pensado que quizá llevaba sus mejores ropas de trabajo porque tenía una cita en el banco, donde supo, sin sorprenderse, que no iban a prorrogarle el préstamo; se había dejado la piel trabajando, pero las leyes del mercado no iban a revertirse y tuvo que buscar una nueva manera de mantenernos y a la vez pagar lo que debía. O tal vez averiguó que existía un nombre para los temblores de mi madre, y que no iban a desaparecer. O que estaba enamorado de una mujer imposible.

Qué más da. A partir de entonces pude dormir.

 

TRADUCCIÓN DE EUGENIA VÁZQUEZ NACARINO

 

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