Había una vez un Cuervo Gris que vivía en el valle Demi-de-lú. Su padre también había vivido en el valle Demi-de-lú.

Su abuelo también había vivido en el valle Demi-de-lú. Sin embargo, su bisabuelo, por algún motivo, no vivió en el valle Demi-de-lú. Su tatarabuelo sí que vivió en el valle Demi-de-lú.

Este tema es menos dramático de lo que parece, ya que la vida de los cuervos es corta. Esta dinastía no se prolongó más que unos poco años contados en el sistema con que cuentan los hombres.

Valley Isle, pintura al óleo por D. Howard Hitchcock. Imagen vía.

El Cuervo Gris vivía en el valle, en un nido cuidado y protegido de los depredadores. Se casó con una mujer diligente, un poco aprensiva, pero sin llegar a ser melodramática. Cada mañana salía del nido y volvía al cabo de varias horas con un botín en el pico, principalmente gusanos. Todo el tiempo parecía estar a punto de decir algo, pero, al final, se quedaba callada. Quizás no quería decir nada.

Por lo general traía la comida del pueblo cercano, un pueblo antiguo y humilde cuyo nombre el cuervo no sabía pronunciar. Es que los cuervos no saben pronunciar los nombres humanos de los pueblos. Así como los hombres desconocen los nombres que los cuervos dan a los valles, como Demi-de-lú. Siempre ha sido así, desde la creación del mundo: cada especie con su lenguaje.

Con el tiempo, el Cuervo Gris y su señora tuvieron dos descendientes: un cuervito gruñón y apasionado, Cuervín, y una cuervita pequeña y tímida llamada Cuervina, a quien el Cuervo quería mucho. Era gris como él, pero su voz era mucho más dulce.

Sabedlo: éste era el valle más hermoso del mundo –según el Cuervo, claro está. Por las mañanas un cálido sol bañaba a la familia, un sol de esos que se cuela entre las alas y acaricia la carne. La luz tocaba el nido con ondas doradas y esparcía chispas de calor sobre sus habitantes.

–¿Por qué sale el sol? –preguntó Cuervina a su papá.

–El sol sale gracias a mí – contestó el Cuervo, sonriendo.

–Papá, haz que el sol salga también mañana –pidió Cuervina.

–Lo haré –afirmó su padre.

–Si es así, debes ser el mejor cuervo del mundo –respondió Cuervina.

Y el Cuervo orgulloso no mostró modestia alguna, porque los cuervos son criaturas más bien arrogantes, que no desprecian los halagos. Consideran que la timidez y la humildad son cualidades aún más deshonrosas que la modestia.

Cada mañana la escena se repetía. Cuervina preguntaba y el Cuervo Gris presumía de su sol. Y con el tiempo empezó a creer que el sol realmente salía gracias a él. ¿Y por qué no habría de ser así? ¿Existe acaso un mejor motivo para que salga el sol?

Los animales convivían en paz en el valle, bajo el apacible atardecer. A veces, algún depredador se comía un animal pequeño, pero eso estaba dentro de lo admisible y era de general acuerdo no ofenderse por ello. Dos veces al año, a veces tres, una gran inundación cubría el valle, arrasaba con la vegetación y ahogaba a los animales más pequeños. Sin embargo, todos sabían que el agua traía consigo vida. Incluso los topos lo comprendían, que eran los más perjudicados y que, como todos saben, tienen tendencia a la depresión.

Un día unos animales llamados hombres trazaron un sendero angosto hacia la montaña al otro lado del valle. En su cima pusieron un cartel colorido, con un dibujo de un gran edificio y a su lado una piscina. Junto a ella se veía el valle de enfrente y unos artefactos eléctricos que estaban de moda en ese entonces. Luego los hombres desaparecieron y no volvieron.

Los habitantes del valle estaban encantados con el cartel en la cima de la montaña y lo usaban como punto de encuentro. Muchos amores comenzaron sobre él. Era un punto de referencia para todo. “Ve hasta el cartel y gira a la izquierda”, indicaban unos conejos a otros. “Nos encontramos bajo la señal y salimos de caza”, decían las mangostas, “hay muchos conejos alrededor”. A los pájaros les gustaba detenerse sobre el cartel. Así fue como Cuervín conoció a una cuerva japonesa y juntos dejaron el valle y volaron lejos, muy lejos, sin despedirse de sus padres, algo muy frecuente entre los cuervos desde todos los tiempos.

Al cabo de un año, los animales llamados hombres regresaron. Trajeron máquinas que hacían mucho ruido y hacían sufrir a algunos de los animales, como las liebres. Sin embargo, para nuestra familia el tumulto era casi agradable, excepto para la madre. El padre esperaba que, con su presencia, los hombres trajeran más comida al valle. Y así fue: los trabajadores tiraban comida a la basura y, gracias a ello, su recorrido de recolección era más corto.

Los cuervos no saben pronunciar los nombres humanos de los pueblos. Así como los hombres desconocen los nombres que los cuervos dan a los valles

Al principio los trabajadores vivían en un pequeño contenedor. Después trajeron una grúa y construyeron sobre la montaña algo que, en el lenguaje de los cuervos, se llama Tzetzaj Crou, o sea, Algo Grande. Este Algo Grande era, en realidad, bastante pequeño, aunque no dejaba de crecer. Igual que el ruido. La carretera se llenó de coches y camiones.  El terreno fue cercado y la mayoría de los animales ya no podían llegar a Algo Grande. También trajeron un perro que, en lugar de pelear con los cuervos, se hizo amigo de ellos. Su dueño pensaba que ladraba para espantar a los animales, cuando, en realidad, el perro les explicaba cómo colarse dentro de la obra.

Una clara mañana la mayoría de los hombres se fue y la construcción de Algo Grande quedó interrumpida. Pero el esqueleto del edificio ya estaba levantado y tapaba el sol a todos los habitantes del valle.

Como no les pagaban, los trabajadores se encerraron en el edificio. Y si antes espantaban a los cuervos y les cerraban los botes de basura, ahora apreciaban su belleza y los trataban con amabilidad. Si comían algo, les daban las sobras. Pero un mediodía llegaron unos guardias con guantes en las manos y metieron a los trabajadores en los coches de la policía.

Y eso fue lo que pasó en el valle Demi-de-lú. Por culpa del edificio, el sol no llegaba al valle Demi-de-lú. También desaparecieron las buenas personas con sus buenos restos de comida. Mientras estaban allí, nadie se quejó, pero en cuanto se fueron, empezaron los problemas.

Cuervina preguntó: “¿Por qué ya no sale el sol?” Y su padre no respondió. “Me prometiste que el sol saldría mañana.” Y su padre no respondió. “¿Dónde se ha metido el sol, papá?”, dijo enojada.

Su padre, el Cuervo Gris, le dijo que el sol estaba detrás del edificio. Y que si volaban hasta el techo de la construcción abandonada podría verlo.

Pero Cuervina dijo que estaba demasiado triste como para volar, que no quería salir del nido nunca más. Siempre fue demasiado consentida y con tendencia a la tragedia y, cuando el sol desapareció, esto empeoró.

Según su madre, en otros tiempos no estaba bien visto que una cuervita se quedara encerrada en casa, porque los cuervos, por lo general, son alegres. Pero el Cuervo Gris pensaba que, en este caso, su comportamiento estaba justificado.

El coloquio de los pájaros, ilustración de Peter Sis. Imagen vía.

Nuestro cuervo estaba muy triste. Cada día miraba hacia Algo Grande y se llenaba de frustración. Decidió ir al valle vecino, que estaba más cerca del pueblo, a pedirle consejo a la Rata Anciana. Es sabido, al menos entre los cuervos, que la rata es el animal más sabio: vivió entre los hombres y escapó de vuelta al valle llamado El Valle de al Lado, a pesar de que estaba a unos cuantos valles de distancia.

–Rata, Rata –dijo el cuervo–. ¿Qué voy a hacer? Los animales llamados hombres construyeron frente a mi nido Algo Grande que tapa el sol.

–Pues múdate a El Valle de al Lado. Ven a vivir con nosotros. Aquí todavía sale el sol y aún no hay cosas grandes de los hombres. No creo que el hombre llegue hasta aquí. Además, en el valle hay comida suficiente para ratas y cuervos. Y cuando yo muera, dentro de poco, podrás comerte mi carne –no lo decía de verdad, sino por cortesía.

–Pero mi padre y mi abuelo nunca abandonaron el nido –dijo el cuervo.

–Es verdad, pero tu bisabuelo vivió aquí en el valle. Lo recuerdo de mi infancia, antes de irme a la ciudad. Le gustaba comenzar a contar chistes, pero se quedaba dormido a medio camino. Siempre le pedíamos que contase un chiste y nos reíamos de eso.

–¿Y por qué se mudó a este valle? ¿A él tampoco le daba el sol?

–No, su motivo era completamente distinto. Su mujer lo echó del nido. Era un cuervo que pensaba demasiado. Llegó a preguntarme “¿Qué sentido tiene volar?” En realidad, era vago y consentido: no le faltaba nada y, a pesar de todo, se hacía preguntas existenciales que no llevan a ningún sitio. Vaya vago.

–Pero yo también soy un vago –dijo el cuervo.

Los cuervos consideran que la timidez y la humildad son cualidades aún más deshonrosas que la modestia

–Entiendo –dijo la rata–. En aquellos tiempos yo creía que la vagancia era un problema. Pero desde la perspectiva de mi edad, puedo decir que ser emprendedor puede ser la cualidad más destructiva. Es mejor que el vago sea vago y el emprendedor, emprendedor. Todos los problemas del mundo empiezan cuando se rompe este antiguo equilibrio, o cuando los animales tratan de cambiar su forma de ser por medios artificiales.

–¿Y cuál es la alternativa?

–Yo predico que es mejor darse por vencido.

–No quiero venir al Valle de al Lado. Me gusta mi valle hermoso y quiero quedarme allí. Está más cerca de la ciudad, por lo cual tenemos más restos de comida para los cuervos.

–Pues quédate allí.

–¿Y qué hacemos con el sol? ¿Hay que darlo por perdido?

–Si lo das por perdido, perdido estará. En cambio, si crees que aún se puede hacer algo, quizá te equivoques; pero, si tienes razón, quizás logres recuperar tu sol.

–¿Y si no encuentro ninguna solución?

–Por lo general, aquello que parece imposible de resolver, con el tiempo, se puede solucionar.

–Pero, ¿cómo?

–Las cosas que parecen no tener solución tienden a resolverse solas.

El cuervo volvió a su casa y se fue a dormir. A la mañana siguiente, antes de que su hija se despertara, un sentimiento de ira se apoderó de él. Recordó las palabras de la Rata y decidió destruir el edificio. Salió de su casa antes que el sol tuviera intenciones de asomar sus rayos. Subió a la construcción abandonada y empezó a picotear la pared.

Su mujer, que solía levantarse antes que él, pasó por allí y, al verlo, se preguntó si debería llamarle la atención. Decidió no hacerlo. El Cuervo se detuvo al cabo de un rato. Le dolía el pico. Había perdido todas las esperanzas y maldijo a la Rata. En un ataque de furia cogió una bellota que había traído su mujer, voló hasta el edificio y la dejó caer sobre sus tejas. Luego volvió a recoger la dura bellota, la llevó alto, muy alto, y la dejó caer una vez más. Así hizo durante varias horas, hasta que la bellota se partió. Para su sorpresa, descubrió una pequeña grieta en una de las tejas. No sabía si era una grieta vieja o si él había causado el daño. Decidió creer que había sido él.

Llamó a todos los integrantes de su gran familia, que habitaban las quebradas alrededor del valle, y les enseñó la teja agrietada. Les pidió que recogieran bellotas y las dejaran caer sobre el edificio. Un primo llamado Susu, que sufría de estrabismo, cogió un trocito de piedra, porque no encontraba bellotas. Lo llevó bien alto y lo lanzó sobre el edificio.

El Cuervo Gris iba a llamarle la atención, pero la piedra levantó el revoque. Al ver lo que había pasado, los otros cuervos también comenzaron a buscar piedrecitas para tirar al edificio. Poco a poco fueron llegando más y más cuervos, y todos lanzaban piedras sobre la estructura. El primo Susu, al que nunca nadie había prestado atención, se convirtió en un héroe.

Susu era muy bueno imitando animales y aprendiendo idiomas. Llamó a los topos y les pidió que golpearan la estructura desde abajo. Habló con ellos de manera depresiva y desganada, ya que los topos son animales pesimistas, y cualquier referencia a mejorar el mundo les hace desconfiar y enfadarse. Habló con las hormigas, les aconsejó trasladar sus nidos al edificio abandonado, ya que en sus paredes escondía grandes cantidades de comida. Las hormigas, animales materialistas y oportunistas, como todos los esclavos, no tardaron en mudarse y en hincar sus dientes en las paredes con gran deleite. Mientras más tardaban en llegar al tesoro, suponían que, si estaba tan bien escondido, debía ser enorme.

En aquellos tiempos yo creía que la vagancia era un problema. Pero desde la perspectiva de mi edad, puedo decir que ser emprendedor puede ser la cualidad más destructiva

Gracias a que hablaba tantos idiomas, Susu fue nombrado director de obra. Reunió armadillos, tejones, zorros, mangostas y ovejas. Con cada especie usaba un argumento distinto y cada uno hacía lo que podía para derribar el edificio abandonado, que ni siquiera en su mejor momento había sido gran cosa y, ahora, se veía más arruinado todavía. A las mangostas, las menos disciplinadas de los animales, las nombró supervisoras y cazadoras de haraganes. También reclutó un ejército de ardillas, consideradas inferiores a causa de su alegre talante –motivo por el cual son las protagonistas de tantos chistes entre los animales. Su tarea era traer comida a todos los que venían a ayudar. Pero el valle no podía alimentar a tantos animales. Los árboles sufrieron daños irreparables y, finalmente, murieron. Cada vez eran más los animales que se comían unos a otros. Susu se negaba a regañarles, porque sabía que dejarían de ayudar.

El esfuerzo de los cientos de animales, de los pequeños y los grandes, de los peludos y los regordetes, causó algunos daños en el edificio: levantaron el revoque y abrieron agujeros en las paredes y los techos. Pero no era suficiente: ni una sola de las seis plantas se vino abajo. Susu empezó a perder la paciencia, especialmente con las ardillas, que no traían la comida a tiempo y dejaban a todos los animales con hambre.  Se produjo entre ellos una pelea feroz. Las ardillas, que suelen estar de buen humor, de un momento a otro se transformaron y decidieron ser supervisoras, como las mangostas. Es que entre las mangostas y las ardillas existe una rivalidad milenaria, una guerra mundial que no hace falta explicar porque, seguramente, el lector instruido conoce. Basta decir que esta situación provocó que las ardillas se negaran a traer comida a las mangostas y que éstas se enfadaran muchísimo.

Nuestro Cuervo Gris, que al principio supervisaba la destrucción del edificio, no estaba al tanto de todas estas intrigas. A pesar de haber sido el promotor de la hazaña, le costaba llegar a tiempo y, como Susu no dejaba trabajar a los que llegaban tarde, apenas trabajaba. Le parecía que ya no lo necesitaban; sentía que todo el regocijo de los primeros días se había perdido y pasaba casi todo el día en su casa, con el pico adolorido.

Un día llamaron a la puerta del nido. A través de la mirilla Cuervo Gris vio a las mangostas. No quería abrir, pero ellas insistieron que lo necesitaban en el trabajo. Se vistió y, cuando salió, las mangostas se abalanzaron sobre él, su mujer y Cuervina; los rasgaron con sus garras afiladas y se comieron su carne. Esto es algo usual entre los animales: las mangostas estaban hambrientas por culpa de las ardillas; de no comerse al cuervo y a su familia, se hubieran muerto de hambre.

Si alguien se había encariñado con el Cuervo Gris y con su insoportable hija Cuervina, y pensaba que seguiría leyendo más sobre ellos, ha de saber que esto es una historia real. La vida es así y cualquiera que se embarque en grandes proyectos de ingeniería como el de nuestro cuento puede encontrar un terrible final como éste.

Las ardillas argüían que ya no había ningún motivo para seguir con la destrucción del edificio. Pero Susu les exigió continuar con la labor porque sabía que sólo pretendían provocar a las mangostas. “¿Qué sentido tiene seguir destruyendo si Cuervina está muerta?”, preguntaban las ardillas. Es sabido que no son animales demasiado inteligentes. Susu les explicó que era una cuestión de principios, quizá lo más importante que un animal puede hacer en su vida: precisamente por el hecho de que Cuervina estaba muerta, había que cumplir con su deseo. Al pronunciar estas palabras todos los animales lo aplaudieron y decidieron echar a las ardillas del valle. Continuaron golpeando y despedazando Algo Grande, pero cada vez con menos resultados. Día tras día, eran menos los animales que llegaban a trabajar. Al final, el propio Susu decidió tomarse un descanso y se mudó a la ciudad. Se prometió que volvería a supervisar la destrucción del edificio después de airearse, pero no lo hizo.

Susu era un cuervo inteligente y poco a poco fue aprendiendo las costumbres de los hombres, así como había aprendido de las hormigas, de las ratas y de las mangostas. Se le daba bien imitar su comportamiento y sus palabras. Al principio, repetía los argumentos que le llamaban la atención y de esta manera consiguió obtener un título en leyes de la universidad. Aprobó las oposiciones de abogacía a pesar de no entender el significado de las palabras que pronunciaba. Pero aun teniendo el título, no conseguía trabajo: eran pocos los que estaban dispuestos a contratar a un hombre con apariencia de cuervo. En cuanto se le asomaban las plumas, le suspendían cualquier entrevista.

 Para sobrevivir realizó diversos trabajos. Llegó incluso a robar, una ocupación bien vista entre los cuervos y otros animales, no más cuestionable que otras. Incluso se podría comparar a la banca entre los hombres: un trabajo del cual estar orgulloso.

Las cosas que parecen no tener solución tienden a resolverse solas

Uno de sus compañeros de clase era un joven muy rico, que había discutido con su padre y quería demostrarle que podía triunfar en los negocios por su cuenta. Compró una fábrica de calcetines que, según el periódico, estaba a punto de quebrar. Le pidió al cuervo Susu que lo ayudara a redactar el contrato. Cientos de personas trabajaban en la fábrica y a ninguno le importó que su nuevo director anduviese en chanclas y sin calcetines. Lo cargaron sobre sus hombros y, también, al abogado y al contador y a la secretaria con la que se acostaba.

Al cabo de dos años, casi todos los trabajadores fueron despedidos uno tras otro. El hijo rico se quedó con el dinero de la caja y así recuperó la inversión de la compra. Poco después, mientras una guerra acaparaba las páginas de los periódicos, cerró las puertas de la fábrica. Los pocos obreros que quedaban querían denunciar los hechos a la prensa. Pero ante las demandas enviadas por el abogado, el cuervo Susu, los dirigentes del sindicato aceptaron dejar de lado el asunto a cambio de una generosa suma de dinero. El resto de los obreros estaban demasiado cansados para pelear.

       El señor rico, padre del hijo rico, se codeaba con políticos y consiguió los permisos para construir en los terrenos de la fábrica, un barrio para oficiales del ejército que volvían de una guerra que habían ganado; pero, después resultó ser que habían perdido, lo cual llevó a otra guerra, que por ahora iban ganando y todavía no habían perdido y, entonces, ¿por qué no celebrarlo mientras se podía?

Susu negoció la construcción del barrio con el alcalde, un hombre que solía hablar consigo mismo. El asesor legal del ayuntamiento causaba muchos problemas y por eso lo despidieron. El alcalde y el señor rico convinieron que el cuervo Susu ocupara el puesto vacante.

Si en los primeros días entre los hombres a Susu no le interesaban las mujeres y seguía mirando con anhelo a los cuervos del otro género, poco a poco empezó a admirar su belleza. Igual que sus amigos, salía con mujeres jóvenes o recién casadas. Igual que sus amigos, las prefería rubias, con pechos grandes, por lo general hechos de materiales plásticos, que su pico conocía muy bien de los días en que robaba de la basura. Todas tenían el cabello teñido. Y si bien Susu era muy feo, las impresionaba con su insolencia y frivolidad.

Solía acostarse con camareras de tabernas baratas, a quienes trataba como si le pertenecieran. Igual que sus amigos, las trataba con prepotencia, les dejaba una generosa propina y, mientras las sujetaba por las muñecas con sus garras, les exigía encontrarse con él después de trabajar. Su favorita era una camarera de un restaurante de lujo, al parecer una chica muy popular. Una noche fueron al cine y al cabo de una semana se acostaron. Desde entonces no deja de atormentarla.

Un día llegó temprano a la oficina y se encontró a la camarera en el despacho de su jefe. El cuervo enfureció y presentó su renuncia. El jefe lo llevó a un lado y le explicó que se había acostado con casi todas sus amantes: a veces antes que él, otras después. En cuanto se enteraba que alguno de sus empleados se había acostado con una mujer, de inmediato la buscaba y se acostaba con ella. Era una cuestión de jerarquía.

Si hasta ese momento Susu estaba dispuesto a sacrificarse por su jefe, en ese mismo instante empezó a aborrecerlo. Aun así lo ayudó a comprar otras empresas a bajo precio y a transformarlas en barrios para oficiales que volvían de la guerra que, mientras tanto, ya se sabía que habían perdido y por lo tanto hacía falta otra guerra para devolverle el honor al país.

La vida es así y cualquiera que se embarque en grandes proyectos de ingeniería como el de nuestro cuento puede encontrar un terrible final como éste

A sus espaldas, Susu se puso en contacto con el peor enemigo de su jefe: su hermano. Abandonó el ayuntamiento y se convirtió en el gerente general de sus negocios. Le reveló todos los secretos de su antiguo jefe y se encargó de ganarse para su nuevo empleador la simpatía del alcalde y del juzgado. Logró llevar a la quiebra al hombre de negocios, quien huyó con su dinero muy lejos, lo cual tenía pensado hacer de cualquier modo, porque ya no le gustaba esa tierra.

Una de las camareras con las que Susu se había acostado le avisó que estaba embarazada de él y que faltaba un mes para el nacimiento. Él le pidió que lo mantuviera en secreto, puesto que mientras tanto se había casado con la mujer a la que quería, la del restaurante de lujo. Susu decidió dejar los negocios y fundar un museo.

El hijo de Susu y la camarera creció. Susu nunca lo conoció, pero le enviaba dinero. Era un niño raro y cabeza dura. De pequeño se hizo vegano y solía perder la cabeza en libros tristes; de los cuales concluyó que el mundo es cruel. Se convirtió en crítico literario, luego en periodista. Su madre siempre le contaba de los fraudes de su padre y sobre la malicia de los hombres de negocios. Resultó ser un escritor rápido, talentoso y era conocido por su crueldad. En poco tiempo se convirtió en jefe de la sección de turismo de un importante periódico. Como el director del periódico despedía a todo aquel que fuese muy agresivo, decidió que era mejor ser un poco más comedido.

  Así pues, un día, un reportero le contó una historia de corrupción: había descubierto que unos años antes el Estado había otorgado ayudas a un contratista para hacer un barrio para oficiales en el Valle Hermoso. El contratista se quedó con el dinero y nunca acabó la obra. Ahora, el mismo contratista había conseguido los permisos para hacer otro barrio en el último valle virgen que quedaba, el que los animales llamaban El Valle de al Lado.

Al hijo de Susu le gustó mucho esta historia. Se reunió con un señor mayor del ayuntamiento y con el antiguo asesor legal, quienes trajeron documentos que respaldaban las denuncias. Prometió que destaparía el caso sin piedad.

Al día siguiente ocurrió algo extraño: el director del periódico, conocido por su habilidad para desaparecer, lo citó a su oficina. Le preguntó si podía guardar un secreto: le contó que el periódico buscaba un nuevo jefe de redacción y que él, el hijo de Susu, era uno de los candidatos al puesto. Luego, agregó que la diseñadora gráfica le había comentado sobre el artículo de la corrupción y que le parecía que no era necesario tratar ese tema con tanta agresividad. Después de todo, se trataba de construcción y construir no tiene nada de malo. El hijo de Susu quiso contestarle, pero sus labios no se movieron. Sólo pudo susurrar “de manera tan agresiva”.

Los correctores ya habían preparado el texto para la publicación. Los artistas gráficos ya habían diseñado la portada. Los impresores ya habían montado las páginas. La imagen del edificio destruido en medio del paisaje idílico del valle era impactante. El titular era de color rojo sangre. El hijo de Susu no sabía qué hacer. Finalmente, le dijo al reportero que los abogados del periódico temían una demanda por difamación y que publicarían un artículo más discreto sobre el tema.

El reportero renunció y amenazó con denunciar al periódico. A pesar de las insinuaciones del director, el hijo de Susu nunca fue ascendido a jefe de redacción. Se quedó en su antiguo puesto como jefe de la sección de turismo.

 

Traducción del hebreo de Valentina Sutovsky

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