Estar al pie del gran lago y conversar con Oliver Sacks por las calles de Lima han sido dos de las experiencias que más me ha enseñado sobre los límites de la vida. De algún modo, ambas se relacionaron en el año 2006, cuando la Asociación Nacional del Síndrome de Tourette, a la que pertenecía mi esposa Kristin, invitó al gran científico escritor a dar una conferencia en la Universidad Católica del Perú.

Amanecer en el Lago Titicaca. Imagen vía.

En su respuesta Sacks solo puso una condición. Había leído muy joven el libro de Prescott sobre la conquista del Perú así como los relatos de Hiram Bingham, descubridor de Machu Picchu, y se sentía fascinado por su historia. Nos dijo que aceptaría la invitación si se le daban las facilidades para conocer el Cusco que le había descrito Prescott y para bañarse en el Lago Titicaca, en el Departamento de Puno, cerca de la frontera con Bolivia.

Yo había conocido el lago Titicaca muy joven y aún hoy conservo la impresión de la mañana que me acerqué a sus orillas por primera vez.

Lo escribí en algún lugar del diario por entonces. “El azul en el agua es un gran cristal, un espejo vasto y esplendoroso del cielo y una puerta de entrada a lo desconocido. Con la respiración entrecortada por los tres mil ochocientos metros de altura, me parece estar asomado a los límites del universo, una cristalización del aire y el agua. Siempre me he sentido conmovido por el agua, por su naturaleza evanescente y fluida, la naturaleza de lo efímero que somos. Y sin embargo, aquí está asentada con una belleza feroz que está hecha para durar siempre. Me acerco a tocar el agua, una turbulencia pacífica y profunda, como la huella huidiza de algo que viene del pasado. Siento el frío entre las manos y me estremezco. Una voz me interrumpe. ´El frío es una de las pruebas que nos pone el cielo´, me dice el guía.”

Ahora que me parece ver el gran lago otra vez en lo que escribí entonces, pienso que no es casual que Sacks, un científico que siempre ha explorado los confines de la vida, quisiera entrar allí.

El origen del lago, según la leyenda, es el llanto que derrama el dios Viracocha durante cuarenta días y cuarenta noches. La tristeza del dios se debe a la muerte de los hombres que subieron a la cumbre de las montañas, infringiendo la prohibición del dios Apu. Una vez que se formó el lago con sus lágrimas, al asentarse las aguas, surgen de sus profundidades dos sobrevivientes. Se llaman Manco Capac y Mama Ocllo. Son ellos quienes van a fundar el imperio incaico en el vecino territorio del Cusco.

Desde Freud, ningún médico había sido un narrador tan consumado

La belleza extraña del lago navegable más alto del mundo ha recibido algunas menciones ilustres. En su libro de viajes, El cóndor y las vacas publicado en 1949, Christopher Isherwood describe el agua y agrega que las islas del lago, gracias a una ilusión óptica, parecen estar algunos pies por encima de la superficie.

Hasta entonces muchos exploradores lo habían navegado pero ninguno se había sumergido en él. En 1968, cuando Jacques Cousteau descendió en un submarino al fondo del lago, encontró piezas de oro y muchos indicios de ciudades y puentes. Luego afirmó que el fondo del Titicaca contenía más secretos que la superficie de la luna.

Ese era el lugar que Sacks iba a conocer en el 2006 cuando llegó a Lima acompañado de su asistente Kate Edgar y del esposo de ésta, Allan, y su hijo menor.

“He amanecido feliz, mirando las costas del Pacífico, en la tierra que me hicieron conocer Prescott y Bingham”, declararía el primer día de su visita.

Desde el comienzo, Sacks irradió una curiosidad insaciable por lo que lo rodeaba. En una visita al Museo Larco Herrera de Lima que exhibe una valiosísima colección de piezas precolombinas, se interesó especialmente por la cultura Mochica y se mostró fascinado ante las piezas de arte erótico de los habitantes de esa cultura, cuyo esplendor fue previo al de la conquista de los incas. Se quedó contemplando la diversidad de los cactus de brazos atormentados que aparecían en el jardín del museo y mostró su entusiasmo por los platillos del restaurante. Era un conversador animado de muchos temas. En alguna ocasión, nos habló de su interés por los animales invertebrados, en especial por la sepia, un molusco parecido al calamar. La sepia es un molusco de ocho brazos, que pesa cuatro kilos. Es un animal extremadamente inteligente, según explicaba. Sacks lo veía como un ser muy parecido a los seres humanos.

Durante los días en Lima recorrió la ciudad registrando cada detalle. En una ocasión, cuando llegó a la casa con una piscina donde iba a poder nadar, vio que el número 729 en la puerta y, sin vacilar, dijo: “Es nueve al cubo, lo que me dará mucha suerte”.

En otra ocasión me habló de su pasión como lector de Borges y de Beckett. En medio de la conversación, me contó una historia de Beckett según la cual el escritor irlandés estaba en una ocasión tomando desayuno con un amigo en París, una mañana soleada. Lindo día, le dijo el amigo. Si, le contestó Beckett. ¿No te parece un día muy adecuado para sentirse vivo?, insistió su interlocutor. Yo no iría tan lejos, le contestó el irlandés.

En su libro Del archivo de la memoria, el médico Armando Filomeno, que estuvo con Sacks en Lima cuenta otra historia. Sacks le confesó que viajaba tanto que algunas veces se despertaba en un hotel sin saber en qué parte del mundo estaba. Entonces iba al baño y ponía en marcha su plan. Si al jalar la válvula del inodoro, las aguas corrían en sentido del reloj, sabía que estaba en el hemisferio norte. Si fluían en sentido contrario, estaba en el hemisferio sur.

El día de su conferencia en Lima, Sacks pidió algunas condiciones. Una de ellas era descansar quince minutos antes de su presentación, en un cuarto silencioso, sin interrupciones. Cuando llegó el día, en el camino al auditorio de la Universidad Católica, Kate le puso una flor en el ojal y ambos se detuvieron a admirar un cactus y un helecho en los jardines del campus. Antes de la charla, Sacks colocó al borde mismo del podio un vaso de agua. El vaso parecía un pequeño personaje al borde del suicidio.

En su conferencia contó de muchos casos de pacientes con síndrome de Tourette, en historias magníficamente bien contadas, llenas de suspenso. Recuerdo haber pensado que, desde Freud, ningún médico había sido un narrador tan consumado.

Al terminar sus actividades en Lima, Sacks viajó al Cusco y a Puno, como se lo había propuesto. Poco antes, me dijo que sentía debilidad por las islas. Había nacido en una, Inglaterra, y había elegido otra, Manhattan, para vivir. Al regresar, habló de su inmersión en el lago Titicaca, aunque confesó luego que el agua había estado algo fría. Había pasado una noche con Kate y Allan en una de las islas flotantes, hechas de junco que pertenece a la etnia de los uros.

Según contaría luego, estas islas son comunidades en movimiento, donde los pobladores cazaban y pescaban y además comerciaban con los habitantes de tierra firme. Sacks contaba que si dos personas de islas diferentes se enamoraban, los pobladores ataban los juncos y unían las dos islas. Si por el contrario, había una pelea al interior de una isla, ésta podía separarse en dos comunidades que navegaban por su cuenta. “Eran islas tipo amebas –dijo–, lo que me pareció realmente extraordinario.” Lamentaba, sin embargo, que ese modo de vida estaba llegando a su fin pues los periodistas de la televisión ahuyentaban a los pobladores.

La medicina no era una ciencia general sino una narrativa, la del testimonio del enfermo

Estoy seguro de que la idea de las islas flotantes lo fascinaba porque él se había sentido siempre una de ellas. Rechazado por su madre cuando le confesó su homosexualidad (“Nunca debiste haber nacido”, le dijo), Sacks se radicó en los Estados Unidos, donde sin embargo nunca se haría ciudadano. Era un médico, apasionado por la botánica y un melómano fascinado por los problemas de la mente. Era un marginal que buscaba conocer, estudiar y ayudar a los enfermos, otros marginales. Él mismo no quería renunciar a su condición de paciente y no faltaba a sus dos citas a la semana con el psicoanalista. Incluso cuando abrazó una vida de viajes y conferencias seguía atendiendo algunos para seguir nutriéndose. La medicina no era una ciencia general sino una narrativa, la del testimonio del enfermo. Era lo primero que había escuchado su infancia londinense cuando cenaba con sus padres médicos que llegaban del trabajo a contar los casos del día.

Médico de sí mismo, fue testigo de su propio cáncer, y ante el anuncio de su muerte, hace unos meses escribió que su sensación principal no era de miedo sino de gratitud hacia su vida. Había tenido una relación intensa (“intercourse”, palabra que le gustaba mucho) con el mundo, “la que le está reservada a los escritores y a los lectores”, según escribió en su carta de despedida en The New York Times.

Releyendo su obra estos días, me he encontrado con esos personajes tan cercanos y extraños, habitantes de otros reinos en movimiento, como el suyo. El pintor que solo puede ver en blanco y negro pero que no quiere recuperar la vista de colores porque teme perder la forma que ha adquirido su obra. El que siente que su pierna es ajena a él y que quiere eliminarla. El que vive durante años con la experiencia del recuerdo de lo que le ha ocurrido en los últimos dos minutos.

Detrás de estos casos hay siempre la pregunta sobre la identidad. ¿Qué nos define? ¿Nuestra memoria, nuestra percepción, nuestra conciencia? ¿Qué tenemos que perder para dejar de ser quienes somos? ¿Las mutaciones y las enfermedades no son acaso formas privilegiadas de la lucidez, refugios aventajados y observatorios frente al tiempo y la muerte? Estas preguntas que se desprenden de su trabajo como científico son las mismas que se puede hacer un escritor o un lector literario.

Seguirán siendo legados esenciales a la vida de un autor que vivió navegando a muchos kilómetros de altura, en esas relaciones apasionadas, un “intercourse” con el mundo, desde la paz turbulenta de las islas y los lagos de su vida de aventurero riguroso. En algún momento de la conversación, mientras íbamos a llegar a la universidad, me habló de sus numerosos viajes por el mundo, de su interés entusiasta por todo lo que lo rodeaba, y me hizo una confesión, alzando las manos: “Si uno lo mira bien, de cerca, todo es tan emocionante”.