Niña del color quebrado,

o tienes amor o comes barro.

Lope de Vega

La escultura «The Mud Maid» en los Heligan Gardens en Reino Unido. Imagen vía.

 

Aquí, digo señalando un punto cualquiera del camino con la punta de mi zapato. ¿Qué ocurrió aquí?

Aquí no ocurrió nada, contesta.

Asiento.

¿Y aquí?

Ana baja la mirada hasta su propio pie mientras piensa la respuesta, la alza desafiante, elude la mía como si amenazara la integridad de su visión interior, se acuclilla, extiende su mano derecha, roza la tierra con la palma.

Aquí se detuvo un caballo, de él bajo un hombre, lo ató a ese árbol, se escondió tras esas matas, esperó, más tarde llegó otro hombre en otro caballo, se detuvo, descabalgó, miró a su alrededor, desató al animal para llevárselo, apareció su dueño, saltó encima del ladrón, le clavó un cuchillo, se quedó con los dos caballos.

Entonces también era un ladrón, digo.

Si robas a un ladrón, dejas de serlo, replica al tiempo que retoma la marcha, sin dignarse a girar la cabeza.

Apresuro el paso hasta colocarme a su altura.

¿Y para qué quería dos caballos?, pregunto.

Para conseguir un tercero y un cuarto, y así hasta el infinito.

Seguimos caminando en silencio. Ana abandona el sendero, aborda la pendiente y se detiene en la franja donde comienza a hacerse más pronunciada. Señala un hueco entre los arbustos, lo marca desde lejos con su dedo roñoso, aquí, dice, ¿qué pasó aquí?

Me muevo con desgana hacia el lugar indicado.

Sé que no tengo opción, así que me obligo a encontrar una respuesta válida cuanto antes, el brazo comienza a dolerme un poco, la pierna no tardará en dormirse

Creo que nada, digo, agarrada a unas raíces secas, estirando la pierna, pisando apenas el terreno calvo.

Y tanto que pasó, insiste Ana, sus ojos, ahora sí, horadando los míos, piénsalo bien, no hay prisa. Se sienta sobre una roca, las pantorrillas pintadas de arañazos, las rodillas amoratadas como dos ciruelas.

Sé que no tengo opción, así que me obligo a encontrar una respuesta válida cuanto antes, el brazo comienza a dolerme un poco, la pierna no tardará en dormirse.

Un rayo partió un árbol.

Creo que no, dice Ana.

Un cazador tropezó y quedó inconsciente durante horas.

Ana niega con la cabeza.

Una loba perdió a una de sus crías.

Puede ser, concede, se levanta, reemprende la marcha, retorna al sendero.

La sigo. Me sacudo el polvo del pantalón. Propongo regresar al pueblo. Ana finge no oírme.

Te toca, ordena otra vez.

Y el juego se repite, como se había ido repitiendo desde hacía algunos veranos, creciendo al mismo ritmo que sus dos únicas practicantes, sumando jornadas hasta configurar un solo día sin principio ni fin, una tarde estirada por debajo de la siesta de los adultos, conservada en el ámbar de su sueño colectivo, en su estúpido formol.

Ana sujeta una horquilla de madera a la altura del ombligo. Da vueltas sin sentido como si una fuerza invisible tirara de la horquilla y la horquilla tirase de ella. Después de que yo insista lo suficiente, la palabra zahorí brota de sus labios como un chorro de agua hirviendo.

¿Qué es zahorí?, pregunto.

No sabes nada, dice Ana.

Descubrimos a continuación un pájaro muerto al pie de un árbol (posiblemente se trate de una ocasión distinta, pero no me importa hacerlas coincidir; necesito ensamblarlas abruptamente, de hecho: preciso la violencia de su encaje). Veo cómo Ana le da la vuelta con la horquilla, y luego lo levanta pinzando una de sus alas con los dos índices, y entonces decide que merece reposar de una forma más digna. La tierra no es tan fácil de horadar como esperábamos, pero la experiencia nos revela enseguida que las zonas umbrosas oponen menor resistencia; tras un esfuerzo que de todos modos nos parece enorme en relación con el pequeño hueco robado al terreno, depositamos el cuerpo del pájaro, lo cubrimos con hojas, volvemos a rellenarlo.

Luego Ana sale corriendo, y allí acaba aquel verano, y allí acaban, en cierto modo, todos los veranos

Ana se muestra convencida de que la operación que acabamos de llevar a cabo seguramente se ha repetido infinidad de ocasiones antes, así que comenzamos a buscar tumbas por los alrededores. Yo acaso objete que, en el supuesto de que a alguien más se le hubiera antojado enterrar por allí a un bicho muerto, no hay duda de que ya habría servido de cena a alguna alimaña nocturna, como ocurrirá pronto con el que acabamos de sepultar, y Ana, deslumbrada por un instante, es probable que encuentre un argumento que juzgue sólido sin otorgar a su perplejidad un espacio excesivo:

No si está enterrado muy profundo, diría, dijo, está diciendo; o dentro de una caja bien cerrada.

Poco después, en efecto, durante otra fracción           intercambiable de nuestro verano perpetuo, llama mi atención acerca de unas piedras dispuestas en forma de cruz. Cavamos unos minutos y nos topamos con una caja de zapatos en sospechoso buen estado, en cuyo interior reposan un puñado de huesos que a mi juicio encajarían mejor en el esqueleto de una gallina que en el del hipotético pajarillo silvestre invocado por Ana; no pongo objeción, en cualquier caso.

Al retomar el rastreo, sin embargo (otra tarde, todas las tardes), y hallar un túmulo bajo el que aparece un ave similar a la primera, todavía intacta, metida ahora en un oxidado estuche de chapa, y al mirarme Ana, y al sonreírme Ana, y al extender Ana la palma de su mano demandando la moneda que hemos apostado a que de nuevo encontrábamos la tumba de un animal, es posible, es casi seguro que yo no transija y que con una suavidad desajustada, sin apenas cambiar la expresión de mi rostro ni el volumen de mi voz, la acuse no solo de haber hecho trampa, sino también de haber matado para salirse con la suya a aquella minúscula criatura (que en algún momento del curso siguiente encontraré reproducida en un atlas y podré identificar con un herrerillo común, un cyanistes caeruleus), a aquella nimiedad emplumada que mucho más tarde, definitivamente lejos de ese pueblo, de ese bosque, de ese mundo difuminado, se me aparecerá en sueños de vez en cuando, volando alrededor de mi cabeza y al mismo tiempo rígida, inmóvil y etérea, inofensiva y amenazadora.

Ana me mira. Yo advierto el temblor que recorre sus puños y me presto a lo inevitable. Pero no es eso lo que ocurre. Imagino la vara de zahorí dirigiendo su telúrica señal hacia los ojos de Ana. Luego Ana sale corriendo, y allí acaba aquel verano, y allí acaban, en cierto modo, todos los veranos.

Correteo con otros niños, me presto a otros juegos, me aburro de múltiples formas. Persigo a Ana durante días. Reconozco mi error hasta la saciedad.

Siento ganas de huir, y soy consciente de que no lo haría por nada del mundo

Voy a ser arqueóloga, proclama (entonces, o cuándo, o siempre), de la misma forma que a veces había anunciado su pretensión de convertirse en paracaidista, en actriz, en cirujana. Siglos atrás todo lo que nos rodea era distinto, asegura. Donde ahora hay una casa, pudo existir una montaña, donde ahora crecen árboles puede que hubiese una cabaña, una gruta o un manantial.

Me habla de los estratos de terreno, y aunque por supuesto sé que está distorsionando la lección, no tengo la más mínima intención de contradecirla. Tampoco rechazo el impreciso sistema que instaura con el fin de averiguar la historia de cada punto del recorrido que escogemos al azar. Vuelve a someterme al arbitrio de sus caprichos, y yo me persuado de que ese es el menor de los males.

No guardo memoria de que aquel agosto agonizante ofrendara ninguna tormenta, solo la idea de que hubo de haberla, pues el terreno estaba enfangado.

Ana me obliga a detenerme junto a los charcos, repitiendo nuestra absurda letanía:

¿Qué ocurrió aquí?

Me invento historias, me dejo llevar, pero Ana no tiene suficiente.

No fue eso lo que ocurrió, responde una y otra vez.

Decide que no basta con la simple adivinación por contacto. Hunde la yema de su índice izquierdo en el lodo. Se lo lleva a la boca.

Mucho mejor, confirma, así funciona más rápido.

Siento ganas de huir, y soy consciente de que no lo haría por nada del mundo.

Mojo mi dedo; lo lamo.

Aquí murió un pájaro, digo.

Muy bien, aprueba Ana.

Nos internamos en la arboleda, perdemos de vista el camino. La textura y el color del barro son diferentes, supongo que también su sabor. Ana sigue degustándolo con su dedo esquelético y me fuerza a imitarla. Comienza a anochecer, apunto que es hora de marcharse. Ana se detiene.

Un momento, dice: Aquí.

Se acuclilla.

Aquí ocurrió algo fabuloso.

Prueba de nuevo el fango, asiente, vuelve a recorrer la superficie del terreno, ahora con dos dedos, índice y anular fundidos, los hunde con ganas y los alza a la altura de mi boca, mira, dice, tienes que verlo.

Observo de cerca los insistentes apéndices, las uñas mal cortadas, ennegrecidas en el borde, el barro goteando desde las yemas hasta las segundas falanges, aproximo mis labios, siento el roce frío, permito que franqueen la frontera de los dientes, extiendo la lengua, el barro es depositado suavemente sobre ella, los dedos se retiran, el barro resbala, resbala hasta las glándulas salivales, cubre mi cavidad bucal, siento una arcada y venzo el reflejo de escupirlo, la masa se calienta, se licúa, dejo que descienda por mi garganta, que la recubra, y Ana me vigila, y yo cierro los ojos pero es como si continuaran abiertos, pues veo sombras y volúmenes, veo la estela del sol y el reflejo de cien lunas, veo hombres y veo mujeres, veo cuerpos difusos y otros hirientemente claros, veo paisajes familiares, veo habitaciones desconocidas, veo a una anciana en un país que sé extranjero, el cabello de un color que es y no es el suyo, la piel tantas veces mudada, la piel rugosa como una costra de arcilla, como una máscara tallada, y la mujer dice:

Aquí,

y yo abro los ojos para imitarla:

Aquí, le digo a Ana con una voz que es y no es la mía, tuvo, tendrá que ser aquí.

***

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Imagen de portada vía.