Geografía

Cuando la geografía como asignatura apareció en mi mundo la consideré un presente inesperado y la acepté, gracias a mi tendencia a la confusión. Hasta ese momento, en un estadio sabrosamente precientífico, había revestido las metálicas enseñanzas escolares de un poco de carne, gracias a vagas y pintorescas nociones cosechadas aquí y allá, y ordenadas por mi cuenta en una especie de diorama, bello sin duda e incoherente, por el que pasaban patagones entre hielos y Tutankamon (que todavía no era un niño y tenía la cabeza de Ramsés) me llevaba por un túnel algo colapsado a su pirámide, no muy lejana de las fuentes del Nilo, protegidas por una selva bellísima donde las cacatúas miraban a los leones desde las lianas. Estas amenas imágenes tenían tanto que ver con la geografía como las acciones que sobrevuela el Orlando furioso con la historia en la que se inserta Federico II Barbarroja. Las había adquirido con sumo escrúpulo leyendo las Mil y una noches, un Telémaco (de Fenélon) adaptado, una hedonística selección propia de El tesoro de la juventud, Andersen y un pasto infinito del que guardo tan poca memoria como de los purés que me alimentaron. Luego, con más seriedad, si cabe, Los viajes de Nils Holgerson y Verne, mucho Verne. Mi mundo era feliz, ecológico y creía en el progreso. Fuera de las “ardientes arenas del desierto”, incombustible frase cosechada no sé dónde, lo demás que no fuese “mar color de vino” era bosque, más precisamente floresta, por la que trotaban caballeros de la Tabla Redonda (no voy a discutir ahora el galicismo, contra mí misma) y Parsifal y Robin Hood.

Mi topografía, noción tan fantástica como si proviniera de los viajes de algún hada veloz, adquirió un carácter más realista cuando Corazón de D´Amicis me bajó a los mundos del dolor humano con De los Apeninos a los Andes o El pequeño vigía lombardo.

El arribo inevitable de conocimientos más científicos no fue demasiado abrupto y traumático por obra y gracia de un suavísimo profesor de secundaria, don Horacio Ferrer Pérez. Nunca he dejado de agradecerle que aceptara y hasta con interés, las nociones que explayé a la hora de ser llamada de modo sorpresivo para dar la clase sobre África, sin haber tenido todavía la idea de estudiarla en las fuentes correctas. Con audacia nacida del pánico organicé mis recuerdos de Un capitán de quince años o de los Los hijos del capitán Grant, a partir de los cuales la descripción de los nidos de las termites gigantes fue reemplazando a los requeridos –y para mí complicados o desconocidos datos– acerca del sistema orográfico con nombres alturas ubicaciones de montañas y volcanes (si los hubiere). A medida que mi relato adquirió verosimilitud y un cierto brío expositivo, me iba sintiendo más segura, sin que me perturbara que mi versión, casi celeste, se fuese apartando indócilmente de las convenciones radicales de los libros de texto.

De todos modos, la geografía ortodoxa albergaba por aquí y por allá emociones inolvidables, como el Etna y su lava y una Pompeya viva que en unos instantes espantosos se convierte en una ciudad-museo, llena de estatuas contorsionadas y para colmo, bajo tierra. Me importaba tanto lo que existía visible, como lo que podía existir sumergido bajo la ceniza o bajo el agua, como supuestamente la Atlántida. También cabía soñar con los tiempos en que no habían sido descubiertas las fuentes del Nilo.

Ya llegaría la ambición de los tecnócratas a convertir esa materia, capaz aún de magia y de encanto, en un páramo de estadísticas atravesado por migraciones humanas, hambre y amenazas para el futuro y en cuyas montañas, plagadas de aerocarriles y de torres eléctricas, nadie iba a esperar la visita del ave Roc o del abominable hombre de las nieves. Y basta de sueños.

Muy natural entonces que la geografía haya vuelto a ser un espacio abandonado como insalubre. Savater, siempre ameno – deliciosa virtud–, recuerda de su pasaje por una mexicana Villahermosa, de hoteles atestados, que aunque no le hubieran ofrecido “media con limpio”, como en más antiguas hospederías se usaba, debió compartir habitación con un joven ingeniero cuyos azarosos conocimientos tuvo ocasión de mejorar, al informarle de por donde quedaba España y de que ya no se usan los virreinatos.

La ignorancia de la geografía servirá de excusa: para aferrarse a la mónada propia, para ser más obtusamente nacionalistas

En otro tiempo tal vacío de información me hubiese espantado. Hoy he visto que las aguas descienden muchos niveles, hasta el punto de temer que aparezcan los huesos de tantos cadáveres olvidados. He leído con ingenuo escándalo las respuestas de estudiantes universitarios texanos que ignoran las capitales de los Estados de su país y que apenas saben que al sur de éste está México y luego una extensa vaguedad donde hic leones. Para ser honesta, también a veces me descubro exculpándome con la provisoriedad de los mapas, cuando no sé dónde poner una ciudad de los confines de Europa o un país de África.

¿Pronto pasará la geografía a ser un arcano sin merecimientos? ¿Por cuáles territorios derivarán los sueños de los despojados? Un amorfo magma placentario dominado por números y gráficas va a espantar a los viajeros antes ociosos, curiosos, airosos, que ahora se perderán la primera parte del disfrute: bordar sobre la idea previa que cada uno tiene de la realidad antes de corregirla o corroborarla.

La ignorancia de la geografía servirá de excusa: para aferrarse a la mónada propia, para ser más obtusamente nacionalistas, para que los conocimientos que sobrevivan –históricos, artísticos, literarios o lo que cuadre– corran mayor riesgo de salir disparados no habiendo en que encajarlos.

Con el desconocimiento de las mitologías, y apenas hablo de la griega y la romana, fundacionales para el Occidente europeizado, se derrumbó una cúpula de resonancias infinitas, dejando sordos y analfabetos parciales a granel. Las bodas (deleitosas) de Cadmo y Armonía, de Calasso, son una resurrección inesperada de una parte de los mitos que nutren o debieran nutrir subterráneamente la aridez de un mundo que pierde sus ilusiones profundas. Pero sin duda no alcanzarán por sí solas a corregir el desastre. ¿A cuántos alígeros egresados de ciertas universidades que yo me sé les dicen algo el monte Parnaso o la Beocia, fuera de los devotos de las palabras cruzadas, gran auxilio cultural de estos tiempos? Debo admitir que ahora me descubro destinando una mirada de benevolencia, en cafés, en aviones y en salas de espera, a esas criaturas de las que en otros tiempos renegaba al verlas perder su tesoro de ocio en repetir la exhausta combinatoria de esos ejercicios de paciencia, por los que a cada rato corre el Obi y canta el autillo. Hoy celebro que ejerciten un poco su intelecto y aprendan nuevos términos, aunque es seguro que jamás tendrán ocasión de utilizarlos fuera de esas cuadriculadas jaulas para mandrágoras secas.

Y no me digan que la globalización y los medios televisivos aumentan de modo nunca antes previsto la información. Sí su posibilidad, que no es lo mismo.

Periclitar

Quizás periclitar no sea una palabra para ser usada sin precaución en la mesa, a la hora del almuerzo, mientras se despliega la servilleta en la falda, entre una tosecita rápida y una mirada selectiva a la fuente principal. Pero no me era posible reflexionar sobre esto, por múltiples razones, siendo la principal la edad que en ese momento yo tenía por frontera: ¿ocho, nueve años? Otra, no menos importante: la risa irreprimible que me ganó al oírla. En ese preciso instante estaba tomando agua, algo que los niños suelen hacer para postergar el momento atroz de empezar a “comer como un adulto”. Hace ya mucho que perdí un rasgo del que no era consciente y que no sé si quiero reconocer como pecado, pero al que le debo más de una situación incómoda (es posible que la que relato haya sido la primera): yo era “tentada” y al acometerme la risa no me detenía con facilidad, si bien era capaz de desdoblarme en alguien que reía y alguien que ordenaba: “ya basta”, aún sin apoyo exterior; pero el primero era indócil.

La conversación –fuese sobre lo que fuese– se interrumpió para que todos me contemplaran. Un principio indiscutido era que los niños no hablan en la mesa, salvo para pedir algo con discreción. Los niños era yo. No tengo muy claro si cuando venían mis primas de afuera y la proporción entre mayores y menores se modificaba, volviéndose menos desfavorable para éstos, el principio quedaba en suspenso. Me parece que a la sombra de una charla más consistente, nosotras instalábamos un cuchicheo, tolerado si actuábamos con tacto. Pero ahora estaba sola para asumir la incómoda categoría de culpable, no por hablar sino por cometer la inconveniencia de regar el mantel con mi trago de agua. Para colmo, mientras me miraban, seguía riendo sin parar. No podía explicar lo que me hacía tanta gracia, lo incomprensible: que una palabra, nunca antes oída, se relacionara con –yo sentía algo más intenso aún, manara directamente de – mi tío Pericles. Que éste tuviese verbo propio. Con los años llegué a descubrir la carga trágica que encerraba aquel personaje, importante en mi vida infantil. Por el momento, con perspicacia que la vida puede embotar, sentía que en aquella mesa los más cercanos éramos él y yo. Aunque sea porque él tampoco hablaba. Sin compartir la restricción que me correspondía, él tampoco hablaba. A diferencia de mí, él no quería hablar. Si mi abuela, por ejemplo, instándolo a que lo hiciera, le preguntaba algo, se hacía el distraído o se ponía un rápido bocadito de pan en la boca. Si era la tía Débora la que se dirigía a él, por lo general con alguna pregunta que no podía eludir, como estaba sentado a su lado, daba su réplica concisa y casi inaudible para los demás. Con mi padre sí, a veces hablaba, pero fuera de la mesa. ¿Sentía yo sin razonarlo que él estaba también en situación de dependencia? ¿Qué pese a ser un adulto era un adulto distinto de los otros?

Tardé bastante en entender que las palabras, pese a su poca circunspección aparente, no son responsables de las relaciones culposas que uno le crea

Como es natural, yo conocía el verbo “devorar”: el lobo pretendía devorar a Caperucita, las hormigas le habían devorado plantas a la tía Ida. No podía habérseme escapado la relación entre el nombre de Débora, la tía básica, y ese verbo. Pero no me causaba la menor gracia, ni a solas ni con gente. Tenía la certeza de que ella, como ese Dios del que sólo mi abuela hablaba, se movía más allá de nuestros límites y las cosas cómicas o absurdas le eran ajenas.

En cambio, “periclitar” –qué término tan raro– no podía no provenir de Pericles. Quizás fuese la clave para comprenderlo. Era graciosísima, sonaba como sonaban convencionalmente las campanitas de los trineos. Una música de la que por entonces la radio abusaba, En un mercado persa, de Ketelby, una de mis favoritas, parecía hacer juego con “periclitar”. Pero, ¿explicar todo eso? ¿De qué modo? ¿Acaso esperaban que yo lograse poner en claro y en palabras, algo tan confuso, algo que en precipitada y secreta suma, desencadenaba tanto retozo inoportuno?

La franja infranqueable pareció serlo para ambas partes. Se espero mi regreso a la normalidad y se me mandó traer un paño de la cocina para adecentar mis alrededores, sin insistir más sobre el motivo de la risa. ¿Intuyeron algo? El sistema familiar fragmentaba las situaciones incómodas en pequeñas partículas fáciles de ser eclipsadas sin huellas. Bueno, eso suponían. De todos modos, no olvidé el episodio ni aquel verbo, inolvidable por su vínculo. Todavía no me había acostumbrado a asistirme con los veintiocho tomos del diccionario que luego me sacó de unas angustias y me sumió más en otras. Tardé bastante en entender que las palabras, pese a su poca circunspección aparente, no son responsables de las relaciones culposas que uno le crea.

Caligrafía

¿Cuándo se despierta la inquietud estética? Si no homologamos la elección que la criatura humana hace en los primeros meses de su vida entre un color y otro con la que puede hacer décadas más tarde entre Dix y Nolde, tampoco debe haber dos experiencias iguales. Según la mía, ¿cuándo fijaría ese despertar? De niña me gustaba todo, de manera quizás convencional, pero con cierta tendencia barroca. O muchas cosas: las columnitas salomónicas de la Atwater Kent (espléndida radio primitiva con la que ingresaba a la onda corta con apenas mover una palanquita, algo que no se lograba con posteriores versiones), el falso ramo de acebo (hojas de nácar y botones rojos), el empapelado de discretos tonos verdosos, morados y café, muy grueso y con relieves (atesoré como un talismán un sobrante que luego protegió por años el diccionario de la R.A.E.), el centro de mesa de alabastro (bandejas de mayor a menor con avecitas en los bordes, desplazado hacia el aparador), los vidrios rojos de Murano dentro de la cristalera. Todos los ejemplos provienen del comedor, quizás porque me aburría comer y empleaba el largo tiempo generado por mi tesonera procrastinación en mirar, no a los adultos impacientes sino a los objetos impávidos. Preferiría unas cosas a otras, claro, ciertas formas, ciertos brillos, colores y transparencias a la opacidad morigerada del resto (humanos incluidos). Pero no sabía por qué. Por primera vez participé en un proyecto estético sabiendo de qué se trataba al empezar a copiar planas de caligrafía. Era bueno tener un modelo, aunque me pareciera inalcanzable y comparar mis últimos intentos con los primeros. Las varias curvas que la cursiva inglesa reclama para el gracioso acabado de las mayúsculas, de la G, la L o la S, bueno, de casi todas ellas, el punto de tangencia preciso de los dos semicírculos de la X, la necesidad de que en la F el trazo superior y el inferior que fractura el fuste anduvieran armoniosamente paralelos, fueron las primeras devociones artísticas conscientes de mi vida. Empezamos a dibujar antes que a escribir, pero el dibujo es espontáneo, casi tan natural como comer. Siempre que un niño tenga a mano papel y colores dibujará. Algún genio lo hizo sobre piedras. Pero hasta que no aparece la intervención adulta sólo lo guía, por suerte, la Divina Arbitrariedad. Si el lector no se sobresaltó ante mi mención de la caligrafía, esa asignatura denigrada que yace en la ceniza, mi lector pertenece a una generación perdida, quiero decir que, como yo, empieza a perderse hacia la nebulosa temporal. (Quizás hasta haya observado que los adelantos tecnológicos con los que el siglo XX quiso consagrarse lo han corrido a empujones hacia un siglo XXI que lo observa como un intruso.) Hace ya muchos lustros, pues, que en muchas partes del mundo se ignora el aprendizaje de aquel arte utilísimo. No sirve ya exaltarlo; sin embargo lo haré. 1) Es un arte manual y como tal, adiestra la mano en precisiones y sutilezas. Es bien sabido que el adiestramiento de la mano repica en el cerebro y ayuda a su desarrollo. ¿O será que pese a tantas alharacas pedagógicas, se busca que la gente se limite a mirar televisión o mover un ratón? 2) Exige orden. No se logra un buen resultado si no se siguen, uno tras otros, ciertos movimientos previstos. 3) Acostumbra a la calma. No admite precipitaciones ni nervios. Se relaciona, pues, íntimamente, con un tiempo, digamos, fuera del tiempo, como cualquier labor artesanal, con un tiempo que se confunda con el espacio, como le gustaba decir a Jung, al hablar de esas coordenadas de los cuerpos en movimiento. 4) Y a la prolijidad. Son imprescindibles una hoja limpia y sin arrugas, una pluma pulquérrima, brillante y sin pelusas y manos que no desmerezcan. 5) Enseña la necesaria admiración por la buena labor ajena* 6) Y a la larga, la necesaria dependencia como para apartarse de la norma, ya bien conocida, y elaborar el diseño propio, que es uno de los perfiles de la personalidad. (¿Cómo no hablar en este caso de “perfiles”, que es una de las cosas que, llegado este punto – la adultez- abandonamos, junto con la pluma especial, sea Perry o Lincoln?)

De niña me gustaba todo, de manera quizás convencional, pero con cierta tendencia barroca

* Si no cuento aquí una experiencia personal, ¿cuándo lo haré? Dudo de que la vida me dé muchas posibilidades de hablar de tema tan traído por las plumas. De acuerdo a una tradición familiar de buena letra y armoniosas rúbricas, fui la mejor de la clase en caligrafía, ya que no en matemáticas. (Es evidente que siempre preferí lo inútil, lo condenado al desastre.) Fuera del honor, esto me traía complicaciones. La maestra, la querida, amistosa Pía Cúneo, salía del paso en este asunto con una corrección esforzada y muy personal. Su letra, que reconocería entre cientos, seguía el canon desde una discreta distancia. Por ello, en aquel 6° año A, los rótulos que llevaban todos nuestros cuadernos, que no sé por qué tradición escribían las maestras, estaban a mi cargo. Por primera vez me tocó cumplir una tarea pública, una obra negra, secreta o casi y fatigosa, ya que cada alumno utilizaba varios cuadernos y éramos unos treinta.

Violeta Aldabe era baja, acolchadita y dulce y tenía la peor letra de la clase. Supongo que Pía manejó ese extremo sin escrúpulos. No sé cómo adivinó el amor propio oculto en la tímida corrección de la niña. Llegó la Semana Santa y sus vacaciones y Violeta la recibió armada de planas. Siete breves días después presentó sus espectaculares resultados, en cuadernos y pizarra. Su letra nada tenía que ver con la anterior. Tampoco con la de la maestra, ahora superada por dos alumnas. Me alegra recordar que sentí un gran respeto por ese triunfante empeño. Sabía que mis caligráficas virtudes – que dejé durar poco- eran apenas el resultado de una costumbre y que de no ser así hubiese sido incapaz de los esfuerzos que tan drástico cambio requería.

Terminado ese año y la escuela, nunca más vi a Violeta, pero me viene a la memoria siempre que imagino a Juan Ramón Jiménez aplicado a la tarea inversa de abandonar la tradición, en un plazo que no sé si algún biógrafo se ocupó de determinar, borrando el peso de la cursiva inglesa, tan normal, para lanzarse a la invención, coherente con su poesía, de una belleza que hablaba en español con un casi ininterrumpido grafismo arábigo. Descubrir su diseño hermosísimo –del que guardo un ejemplar que con el tiempo están fagocitando las pecas–, muchos años después de aquellas planas, me iluminó sobre la necesidad de desaprender lo debidamente aprendido, a la vez que me mostraba que conviene tirar por la borda la cáscara de la sustancia que ya nos nutrió. Este gesto redondo le reintegra a nuestra naturaleza la posibilidad gozosa de crear, sea lo que sea.

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Portada: Mapa del mundo en una hoja de trébol, 1581. Imagen vía