Me hice amante de Ruth convencido de que para el amor yo era un discapacitado. Al principio apenas me atraía. Admiraba sobre todo su elegancia, sus zapatos, su perfume. La conocí una noche en casa de Beatriz, una sueca que emigró al mismo tiempo que yo y que expone en dos galerías del SoHo. Beatriz tiene un loft en Brooklyn, un departamento grande y decorado con muebles de los años setenta que ha ido recolectando en las ventas de garage a las que acude con frecuencia. Quizás esa noche tuve el presentimiento de que algo iba a suceder o quizás me sentía particularmente solo y se propició que me abriera a esa chusma con la que no suelo mezclarme. Los artistas en general me parecen gente frívola cuyo único interés es comparar sus proezas. Durante la comida no dejaron de hablar de sus proyectos y de la forma en que conseguían la aprobación de los críticos. Entre los invitados estaba Ruth, una mujer de cincuenta y pocos años que se limitaba a escuchar en un rincón de la sala. Junto a ella, una especie de cacatúa vestida de colores chillones y unos espejuelos amarillos describía la reciente exposición de Willy Orozco como una maravilla que iba a hacer palidecer a todos los artistas latinos de Chelsea. Me agradó el silencio de aquella mujer y no pude sino interpretarlo como un gesto compasivo: Ruth era más adulta y serena que el resto de la concurrencia, al punto que tuve ganas de sentarme junto a ella en ese rincón. Sentí deseos sobre todo de callar a su lado, de reposar en su silencio, y eso fue lo que hice. En cuanto la mujer de los espejuelos amarillos se alejó unos metros para servirse otro whisky, tomé cínicamente su lugar. Le sonreí a Ruth con sincera simpatía y no hubo poder humano, ni siquiera el de mi amiga Beatriz, que me apartara de ahí en toda la noche. Ese fue el comienzo de lo nuestro. En su rostro preservado por los cosméticos descubrí un cansancio fascinante. Adiviné –y no creo haberme equivocado– que Ruth era una mujer sin energía. Su presencia era tan ligera que en ningún momento iba a representar una amenaza. La miré sin decir una palabra durante más de un cuarto de hora y después, sin ningún preámbulo o presentación, le aseguré que una boca como la suya merecía toda mi admiración, que junto a una boca así era capaz de permanecer la vida entera, postrado. Los labios de Ruth son grandes y carnosos, pero no era eso y tampoco el color carmín que los cubría aquella noche lo que inspiró mi comentario, sino esa forma tan rotunda de callar. Le pedí su teléfono. La semana siguiente, no recuerdo si fue el sábado o el domingo, la invité a ver una película francesa, Un conte d’automne de Eric Rhomer en la que no pasa nada, como ocurre siempre en mis películas favoritas. No había mucho que comentar al salir del cine, pero la película me dio la oportunidad de deslumbrarla con mi francés, lengua que ella había aprendido en la escuela y recordaba muy poco. Fue Ruth quien escogió el bar de Tribeca donde tomamos el único trago de la noche, un vino excelente de cuarenta y cinco dólares la copa. Me gustaba la mesura con la que Ruth bebía. Las mujeres que he conocido en esta ciudad o evitan el alcohol o se dan a él sin reservas, lo cual, la mayoría de las veces desencadena espectáculos bastante bochornosos. Ella, en cambio, bebía casi siempre una sola copa, si acaso dos pero nunca más y esa actitud me parecía una buena prueba de su templanza. Insistió en pagar y ese acto de generosidad no sólo me convenció de su bondad, sino consiguió que me sintiera seducido, envuelto en esa aureola protectora de las ricas a la que poco a poco me he ido acostumbrando. La llamé dos semanas más tarde, tiempo suficiente para despertar en ella un poco de ansiedad y anhelo. El mes de abril suele ponerme seductor, y emplee con Ruth mi técnica más efectiva: una mezcla intermitente de indiferencia e interés, de ternura y desprecio que suele poner a las mujeres de rodillas. Sin embargo, la inmutable Ruth permanecía tranquila y resignada: al parecer le daba lo mismo que yo albergara la urgencia de besarla o que la mirara como a un ser frívolo y desabrido. Su afabilidad me intrigaba.

Los artistas en general me parecen gente frívola cuyo único interés es comparar sus proezas

Una tarde Ruth me llamó a la oficina. Me había demorado en salir, corrigiendo un libro de historia para estudiantes de secundaria y era el único empleado en el piso 43. Respondí a su llamada con alivio pues sabía que nadie iba a escucharme. Cuando hay gente alrededor, me resulta casi imposible pronunciar una frase por teléfono sin la sensación de que todos en la editorial están al pendiente de lo que digo. Disfrutando de la absoluta soledad del piso, me instalé frente al ventanal de la oficina. Me sentía exaltado frente al paisaje de Penn Station, cuyas luces conozco de memoria, como si en vez de hablar por teléfono con una mujer prácticamente desconocida, estuviera susurrando al oído de la ciudad, esta ciudad impersonal que me gusta tanto justamente por la libertad que me concede. Le conté los detalles de mi día, el lugar y las personas con quienes había almorzado, el libro que estaba corrigiendo. Le hablé del gimnasio al que voy por las mañanas y le describí la excitación que me provoca aumentar la velocidad de la máquina caminadora.

—¿Cuándo nos vemos? —preguntó Ruth. Y su voz de fumadora me devolvió a la realidad. Nueva York podía estar frente a mí, pero había alguien del otro lado del teléfono. Por poco cuelgo el auricular.

—¿Quieres venir a cenar? —insistió la voz—. Mis hijos no duermen en casa esta noche y podremos estar tranquilos. La palabra boys repercutió en mis oídos. Me sorprendió sobre todo la soltura con que la dijo, como si se tratara de la cosa más natural del mundo. Esa mujer que hasta ahora se me había revelado translúcida, trémula como un papel de china en el que sólo se puede calcar, no escribir ni pintar algo, cobró una dimensión insospechada. Por primera vez pensé en la posibilidad de que Ruth tuviera una historia, una familia, una vida.

—No me habías dicho que tenías hijos.

—Te lo digo ahora —respondió con la tranquilidad de siempre.

Llegué a Tribeca con un vino barato que mi delicada anfitriona guardó en la despensa y remplazó discretamente con otro de calidad. Aún guarda esa botella, junto a los Saint Emilion y los Château de Lugagnac de su cava, como un valioso recuerdo de mi primera visita.

Templé con Ruth por primera vez en la cocina de su departamento. Se había parado de puntas para buscar no sé qué especia en la alacena. Levanté su falda de seda y le hice el amor como nadie en su vida, ya que nunca antes había estado con un latino, mucho menos con uno que sólo se producen en mi isla.

A sus cincuenta y tantos años, Ruth grita como una felina cuando le clavo la pinga hasta el fondo. Terminamos en su cama entre unas sábanas de lino color durazno y dormimos juntos esa noche. Por la mañana me fui sin hacer ruido y llegué al trabajo oliendo a alcohol y a desvelo. Ninguno de mis compañeros hizo un solo comentario, me conocen de sobra como para saber que no me gustan las indiscreciones. Tenía ganas, sin embargo, de contar a alguien mi hazaña, aún sabiendo que en toda la oficina no había una sola persona que mereciera mi confianza. De modo que en el almuerzo llamé a Mario, el amigo de quien más me he sentido cercano y que me conoce desde los años de nuestra niñez en el Cerro hasta los últimos episodios de mi vida que en ese momento ni siquiera imaginaba. Había pasado más de un año desde nuestra última conversación y ninguno de los dos había intentado reanudar el contacto.

Cuando terminé de contarle, exaltado, casi con romanticismo, Mario guardó silencio, gesto que consideré como una señal de respeto de su parte. Probablemente quería pensar unos instantes en la atmósfera de mi relato.

—Pobre mujer —exclamó al fin, en voz baja— ¿Qué maldad habrá hecho para merecerte?

Lo decía en serio.

Al colgar el teléfono tuve muy clara la razón de nuestro distanciamiento. Entre Mario y yo la cortesía había quedado aplastada bajo una sinceridad implacable. Volví a ver la imagen de Ruth recargada en su despensa, desvestida a medias por mis caricias furiosas. Miré de nuevo su expresión de abandono, de quien se deleita ofreciéndose a otro aunque yo fuera un desconocido, el cabello rubio desparramado junto al fregadero, las pecas en los hombros. Ese cuerpo de cincuenta años que se deja atrapar con un candor fingido, el de una quinceañera incauta. Me sentí irritado, aunque ignoro exactamente por qué. No volví a llamarla en un mes. Ella tampoco dio señales de vida. Ni una llamada por teléfono, ningún correo electrónico invitándome al cine o a cenar en su loft, nada. Ni siquiera tuve la impresión de que pensara en mí y que se estaba conteniendo. Simplemente desapareció. Como siempre, en el contestador apenas había algún mensaje de un compañero del trabajo, para verificar no sé qué dato en las pruebas de imprenta. Si acaso un mensaje de mi madre desde Cuba, pero de Ruth ni una palabra. Los primeros quince días no oír su voz áspera cada vez que escuchaba los mensajes me hizo sentir aliviado. Era una liberación. Nada parecía corroborar el hecho de que nos habíamos conocido.

Emplee con Ruth mi técnica más efectiva: una mezcla intermitente de indiferencia e interés, de ternura y desprecio que suele poner a las mujeres de rodillas

Como a la tercera semana la ausencia de Ruth pasó de ser un alivio a resultar una interrogante divertida y curiosa. ¿Qué le habría pasado a la temba? Me parecía impensable que hubiera preferido alejarse después de lo bien que la había pasado conmigo en sus sábanas color durazno. ¿Se había enfermado?, ¿estaría de viaje?, ¿había conocido a otro? Con el paso del tiempo, mi rechazo se fue transformando en una curiosidad bienintencionada. Entraba a un Starbucks y veía a una mujer que me la recordaba –aun sabiendo perfectamente que ella nunca iría a un lugar como aquel– entonces pensaba en su casa, en lo bien que se comía con ella y me preguntaba “¿Cómo estará la tembita?” La llamé por teléfono para averiguarlo.

—¿Dónde te habías metido?— pregunté con interés genuino.

—No me he movido de aquí —respondió—. Dijiste que ibas a llamar y te estuve esperando.

Entonces lo recordé, antes de salir de su casa le había asestado la frase de rigor, la de siempre: “Tendré mucho trabajo estos días. Ya te llamaré yo cuando me desocupe”. Por asombroso que parezca, una mujer —ésta— lo había entendido de inmediato, sin necesidad de ninguna reprimenda previa.

Así es como volví a caer en las garras de Ruth. Esa tarde nos encontramos para cenar en Les lucéoles, un restaurante clásico, un poco conservador para su gusto, y perfecto para el mío. Me disgustan las lámparas de colores y el ambiente setentero que les ha dado por poner en los bares de su barrio. Esa época ya pasó y por suerte yo no tuve que sufrirla. En Cuba nunca se impusieron los pantalones acampanados, las camisas de flores y toda esa parafernalia de maricones que desde hace años ha vuelto a la moda aquí, especialmente en la decoración. El restaurante al que fuimos, en cambio, era tan austero como podía haberlo sido una brasserie parisina de la posguerra. El sitio estaba casi vacío, a pesar de que era viernes, quizás por los precios inaccesibles para cualquier trabajador medio. Ruth pidió una ensalada de verduras frescas —lo recuerdo porque me llamó la atención el color pálido de las zanahorias y le pregunté al camarero a qué se debía.

—Son zanahorias traídas desde Francia —me respondió un tipo bajito y escueto que parecía haberse alimentado de verduras así durante toda su vida, como si eso fuera una respuesta. Pero a Ruth no le desagradaron. En cambio, mi confit de canard fue una delicia. Ruth se negó a probarlo, uno más de esos gestos compasivos que tenía siempre conmigo, como su discreción al pagar la cuenta. Al salir de ahí me sentía pletórico, casi saturado, así que le propuse que fuéramos andando hasta su casa. Me gusta caminar por las calles de Tribeca durante el invierno. La soledad de las veredas contrasta con la luz tenue que despiden las ventanas de los edificios. La gente de ese barrio prefiere cenar en casa. A pesar de que no había ningún carro, esperamos a que cambiara el semáforo. Recuerdo que Ruth venía un poco ebria, habíamos tomado dos botellas de Nuit Saint George durante la cena, y olvidó amarrar el cinturón de su abrigo de cachemir, pero en vez de vociferar o reír a carcajadas, como hacen la mayoría de sus coterráneas —y de las mías— en situaciones así, mantenía su hermoso silencio. Sólo, de vez en cuando, trastabillaba por los zapatos de tacón que llevaba puestos, con una actitud de abandono y nonchalance que me excitaba. Al llegar a la esquina, mi mano fue a una de sus nalgas. El semáforo había cambiado al rojo y ella frenó de inmediato, permitiendo que la amasijara. Fue absurdo esperar a que se pusiera el verde para cruzar la avenida. De no haberlo hecho, quizás habríamos evitado lo que ocurrió después: antes de que Ruth o yo nos diéramos cuenta, un individuo harapiento, cubierto por un abrigo raído que yo recuerdo gris y ella verde, se acercó a nosotros blandiendo un artefacto punzante, entre navaja y desatornillador.

—You give me just the money. Do quick mother fucker! —dijo con un fuerte acento dominicano, apuntando hacia mí la curiosa herramienta.

—No te muevas —me dijo Ruth impidiendo que me acercara para entregársela al hombre. En su voz no había ni pizca de nerviosismo.

Entonces fue él quien se acercó. Sus ojos desorbitados mostraban una cólera ancestral. Al parecer, la reacción de Ruth había aumentado su ira y con un gruñido de oso, se nos abalanzó. Pero antes de que pudiera alcanzarnos, algo lo hizo tropezar y, cuando nos dimos cuenta, ya estaba en el suelo. Ese algo había sido un zapato de Ruth, dejado allí a propósito. La sangre fría que yo siempre había considerado parte de su belleza, cobraba ahora una dimensión épica. Acto seguido, sin perder la actitud desenfadada de siempre, la temba paró un taxi que se acercaba por la avenida. Subimos a él como suben los náufragos a la balsa.

Dudo que exista una relación en que la magia de los primeros encuentros no acabe por desarticularse, por revelar su lado tramposo

Dudo que exista una relación en que la magia de los primeros encuentros no acabe por desarticularse, por revelar su lado tramposo. Habrá quienes prefieran vivir en la ignorancia con tal de seguir maravillados el mayor tiempo posible. Sin embargo, tarde o temprano, la verdad acaba por revelarse y uno descubre que los rizos cautivadores se fabrican cada dos meses en el salón de belleza o que los senos deben su firmeza al bisturí de un cirujano con talento. Y, como por casualidad, es justo en el detalle que más admiramos donde se esconde casi siempre el artificio o el engaño. En lo que a mí respecta, prefiero saber cuanto antes los mecanismos de la seducción —aunque dejen de resultarme efectivos— a vivir en la incertidumbre, sin saber en qué momento se romperá el resorte que sostiene la sutil escenografía. Si mi jeva quiere usar peluca y enfrentarse a la humanidad con una falsa cabellera, que lo haga. Sin embargo, yo necesito, para sentirme cómodo, estar al tanto del secreto. De modo que, en cierta medida, agradezco una vez más a la casualidad haberme permitido descubrir los artilugios de mi temba. Recuerdo que a los pocos meses de haberla conocido, en cuanto las visitas de fin de semana se volvieron cotidianas, descubrí la causa de esa resignación fascinante. Habíamos templado más de lo habitual. Yo estaba tan cansado que me quedé dormido antes de que ella alcanzara el orgasmo y desperté en la madrugada con la sensación de tener algún trabajo pendiente. La lamparilla de noche en el buró de su lado estaba encendida y Ruth, apoyada en la cabecera de la cama, bebía agua con una avidez que yo nunca había visto en ella. Sus manos sostenían una tableta de medicamentos, semejante a las pastillas anticonceptivas que tomaba Susana, mi primera jeva.

—¿Te estás cuidando? —pregunté en voz baja para no despertar a sus hijos que dormían en el cuarto de junto—. Pensé que ya habías pasado la menopausia.

Ella me miró asustada, como quien es descubierta segundos antes de cometer algún delito.

Tomé de sus manos la tableta y leí el nombre de la medicina: Tafil 0.5 mg.

De cerca, las pastillas dejaban de semejarse a las que había visto años atrás.

Le pregunté si alguien seguía de cerca el tratamiento. Y ella asintió con la cabeza, una de esas actitudes infantiles que adoptaba de cuando en cuando.

—Me las dio el doctor después del divorcio. Lo veo una vez a la semana. Me ha ayudado mucho, pero me gustaría dejar de tomar tranquilizantes. Siento que me insensibilizan, como si me aislaran de la realidad en la que vivo. No quería que lo supieras, me avergüenza.

Le dije que prefería saberlo y que no me importaba. Al contrario, estaba de acuerdo con su médico: si las necesitaba, era mejor que las siguiera tomando.

—Además, así no habrá secretos entre nosotros —comenté aliviado—. ¿Hay alguna otra cosa que no me quieras decir?

Se quedó pensando unos minutos.

—Creo que no.

Su voz me pareció sincera. Aparté con el dorso de mi mano el mechón de pelo que tenía sobre la cara y le besé la mejilla, como a una niña buena a quien se ha reprendido injustamente. Volví a poner la tableta en el buró y apagué la lámpara sin decir nada. Cuando desperté, las medicinas que Ruth me había estado escondiendo seguían ahí, en su buró y, junto a ellas, encontré también un pastillero con píldoras más pequeñas que después aprendería a identificar como “las de la mañana”.

Yo no podía sino agradecer a la farmacología moderna haber inventado la receta de la mujer adecuada a mi temperamento

Ruth tomaba antidepresivos tres veces al día y ansiolíticos por las noches. Lo hacía recetada por el doctor Paul Menahovsky cuyo consultorio estaba situado en la 3ª avenida. Prozac y Tafil combinados. Ese era el secreto de su inquebrantable tranquilidad y yo no podía sino agradecer a la farmacología moderna haber inventado la receta de la mujer adecuada a mi temperamento. A pesar de lo que algunos puedan pensar, saber que esa tranquilidad no era natural en ella sino inducida no me decepcionó en lo más mínimo. Diría incluso que sucedió lo contrario. Es mucho más confiable una reacción química provocada por medicinas que una actitud basada en circunstancias vitales, siempre tan impredecibles. Además, como he dicho antes, no creo en el amor como un encantamiento, pero sí en una serie de pactos y complicidades, de recreos compartidos y preferencias. Claro está que los pequeños placeres que Ruth y yo compartíamos no eran en nada comparables a los que me procuro a mí mismo. Jamás se me habría ocurrido, por ejemplo, la idea de leerle a Ruth un poema de Vallejo. Tampoco podría sentarme a escuchar junto a ella alguno de mis discos favoritos, ni siquiera a leerle una página de Benjamin o de Adorno. No, las aficiones que Ruth y yo compartimos son pequeñas, casi nimiedades, como el buen vino, las películas de Rohmer y los embutidos polacos. Esas afinidades, por minúsculas que sean, resultan lo suficientemente sólidas como para sostener nuestra vida común, el equilibrio que nos permite convivir una o dos veces por semana. Por desgracia, pocas cosas son tan efímeras como el placer. En cuanto me acostumbré a ellos, tanto la tranquilidad como el silencio de esa mujer dejaron de conmoverme. Es triste si se piensa: cuando dos personas no están enamoradas, como era el caso —al menos para mí—, el aburrimiento siempre termina brotando como los hongos en la comida que uno deja demasiado tiempo en la nevera.

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Portada: Red Face de A.L. Miller. Imagen vía.

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