Paso casi todo mi tiempo en mis aposentos, examinando lo que se me ha colado en los poros o la comisura legañosa del ojo. Cojo el espejito redondo que mi hermana tiene en su tocador y lo coloco estratégicamente en el suelo, o lo sujeto yo mismo si estoy a cuatro patas, y  compruebo si me está saliendo algo en la espalda, entre sus grietas, y si al final, con el tiempo, se adentra allí donde aquella pierde su nombre, como suele decirse.

Pero hay luz allá arriba, desde luego. Allá arriba, por así decir, es donde la luz va a esconderse, imagino que para protegerse. He visto esta luz en la medida en que he visto su reflejo en las cosas.

Y dado el emplazamiento de la luz, allá arriba, en lo más hondo, esa debe de ser también la cosa en la que la luz se refleja: allá arriba, en lo más hondo. Su lustre aparece como el suave parpadeo blanco de una vela, tal es el esmero con que se protege.

Conseguir que algo llegue hasta allá arriba, hasta la luz, puede llevarme todo el día. Mantengo una completa conversación conmigo mismo solo para atenuar ciertos músculos, estados de ánimo, sin soltar el espejo ni un momento, y la cosa, tomándose algún descanso para utilizar la letrina, picotea la comida que los criados me dejan en el estudio, donde me caliento junto al fuego. Esto es lo que hago los días en que no hay ninguna novedad en el castillo o en la casa solariega, los días en que la aldea trata bien a los caballeros y el parapeto está armado, sin amenazas: así es como paso el rato, con la luz allá arriba, en lo más hondo. Si os podéis hacer a la idea.

He conseguido iluminar algunas cosas dignas de mención: una pequeña botella de Jerez, la corona de confirmación de mi hermana que robé de su estuche de velvetón y que base a de martillazos dejé plana y recta, una pata de conejo, un sacacorchos de latón, una navaja con empuñadura de marfil. Cuando viajaba a reinos extranjeros este método era ideal para esconder joyas, dinero, las llaves de recipientes que había dejado al alcance de mi entrometida hermana, sus amigas de cuello de cisne, el personal del castillo.

Durante nuestras interminables cenas familiares, yo llevaba algún esporádico chisme allá arriba, una pequeña peonza de madera de cuando era niño, por ejemplo. La hacía girar en el frío suelo de piedra. Ahora un perrito de pelo claro se queda allí sentado ladrando mientras una de las criadas barre. Otra criada rasca los goterones que dejan las velas de sebo en la pared.

–Lord Brom –dice una voz débil después de llamar a mi puerta. Es Ilspeth, una de las criadas, que viene a vaciar el orinal. Yo estoy tumbado en la cama rodeada de cortinas. Veo pasar su sombra. Toso.

–Caramba –dice alarmada–. No le he oído contestar: “Entre”.

–No podía –digo respirando con dificultad.

–¿Está enfermo, mi señor?

–Enfermo no, no –digo medio ahogándome.

Lo que Ilspeth no sabe es que hay una soga con un nudo cabeza de turco cuya función no consiste exclusivamente en recoger las cortinas. De vez en cuando me gusta una buena estrangulación.

–Ayer noche se comió los huesos del pescado, mi señor –dice Ilspeth. Oigo el chapoteo del líquido que hay dentro del orinal y observo su sombra mientras lo arroja por la ventana. Qué encorvada y menuda es esta criatura a la que le confío la sangre de mis tripas.

–¡Ilspeth! –Me aclaro la garganta mientras pongo un gesto de dolor–. Ilspeth, dime qué hora es.

–Pasado mediodía –contesta.

–Muy bien –digo.

Deshago el nudo de la cuerda.

–Ilspeth, ¿sigues ahí?

–Sí, mi señor.

Los tablones de suelo crujen mientras desplaza su peso. Suelto el aire.

–¿Sigues ahí?

–Sí. Ya me iba, señor.

La oigo cerrar la puerta.

De una sacudida abro las cortinas que rodean la cama e introduzco los pies en el interior de unas zapatillas forradas de pelo. Veo en la alfombra una brizna dorada de heno que Ilspeth debe de haber traído de la letrina. Me agacho, la recojo y la sujeto entre los dedos. El heno está recubierto de un pálido excremento marrón. Aspiro profundamente. Me como el heno.

Allá arriba, por así decir, es donde la luz va a esconderse, imagino que para protegerse

Yo tenía una hermana que no me apreciaba. Decía que no me apreciaba porque era un pelmazo.

–¿Qué haces en todo el día? –me preguntaba–. ¿Qué puedes estar haciendo aquí?

Cuando éramos pequeños ella dibujaba días hermosos: el sol, las flores, las suaves colinas, con notas en latín que deslizaba bajo la puerta:

Obscurum est mortifer!

Procedo quod lascivio!

Mi hermana era muy guapa, y había eludido la maldición de la inteligencia sin por ello perder otras habilidades. Cantaba bien, sabía coser perfectamente. Lo que hacen las chicas. En aquella época se preparaba para casarse. Se pavoneaba feliz por el castillo con sus adláteres, damas de compañía que hacían malabarismos con sus tetas, bailoteaban, hacían dibujos que luego señalaban echándose a reír, para romperlos enseguida y arrojarlos al fuego.

–Vive un poco –la oía decir–, piensa en lo que eso significa.

Era como si me dijera que debía adherirme a una vida, mi vida, la de cualquiera, igual que una sanguijuela se adhiere a un cerdo.

–Cásate –dijo. Yo sentía muy poco respeto por ella.

Además, siempre me pareció de lo más vulgar ser una dama. Me encantaría conocer alguna que pueda serlo sin ponerse a hacer muecas cada vez que pasa ante su reflejo en la ventana, o que te invite a sus aposentos sin que de repente le entre el remilgo de que si los criados pueden vernos, y luego no tenga ningún reparo en instruirte como una puta cuando tienes la cabeza entre sus muslos.

Pero –Bah –dijo mi hermana–, ya verás. –Sonreía–. Te casarás y tendrás hijos, serás padre y acabarás formando parte del orden natural de las cosas. Ten fe, Brom, la vida es algo más que lo que tienes entre las orejas –dijo. Como si se le acabara de ocurrir una idea. Yo tenía ácido en la boca, y me habría gustado escupírselo.

–Trae vino –le dije al copero.

–Trae pan –le dijo mi hermana cuando ya se iba.

Estábamos sentados en la gran sala, y entre nosotros había un jarrón con gladiolos rojos. Un candil de sebo. Un cráneo de rata se iluminaba dentro de mí, allá arriba, aquel día no era algo muy incómodo. Había atrapado esa gran rata marrón una noche en la despensa, mientras yo vagaba insomne. El vestido de mi hermana era de una fina seda morada bordada con filigrana de oro y perlas. Yo la amaba. Era mi hermana. Sigo sin imaginármela como esposa de nadie, ni trayendo hijos al mundo. Es algo que me parece completamente ridículo.

Señaló galería bajo, al otro lado de la ventana, pasada la mota. El sol se había puesto. Las hojas carmesíes del otoño se mecían como flecos al viento.

–El castillo siempre es oscuro y mortalmente aburrido. Vamos a dar un paseo –dijo–. Por lo menos eso, Brom. Hace una tarde preciosa. Mira.

Puse los ojos en blanco.

–Es nuestro último día juntos antes de la boda –dijo. Levantó la barbilla y entreabrió la boca.

–Para complacerte, hermana –dije.

–Dios te bendiga, Brom –dijo mi hermana–. Además, tienes un aspecto repulsivo. Un poco de aire fresco, de sol. Te sentará bien. Te lo prometo.

Contuve una bocanada de vómito.

Durante nuestro paseo dijo que había ido visitar a nuestra madre. Que había ciertos escándalos que nuestro padre no quería que supiéramos. Que yo era una abominación para nuestro apellido.

Yo no soy un caballero. Cuando quedó clara mi escasa valía como escudero y regresé al castillo sin que me nombraran caballero, papá casi ni me miraba. Cuando viajaba yo le seguía en uno de los últimos coches. Intenté aprender los entresijos de la casa solariega, pero los administradores, Harlon y Rauf, no tenían paciencia. Me entregaron un montón de monedas y sonrieron.

Mi madre se volvió loca cuando mi padre murió, y la mandaron a vivir con las monjas de la abadía. Prosternado sobre una rodilla, rezo a Dios por ella y por el recuerdo de mi padre, para que me persiga. Salgo a cazar y de cetrería con mis primos, y me siento a gusto montando a caballo, aunque la verdad es que casi nada me anima a salir del castillo. El único auténtico consuelo que encuentro es saber que, de todas las personas con las que me he encontrado, soy el único que tiene la luz allá arriba, en lo más profundo.

Qué encorvada y menuda es esta criatura a la que le confío la sangre de mis tripas

Imagino el diálogo que mantendré en la puerta del cielo:

–¿Quién lo manda, lord Brom?

–Mi padre.

Y entonces aniquilaré a los trescientos ángeles con mi espada y derretiré la puerta dorada con el roce de mi dedo y me reiré contemplando cómo el metal fundido gotea hasta el infierno y quema a todas las almas aburridas que hay en medio.

Recuerdo la noche del asesinato de mi hermana.

–Lord Brom. –Llamaron con fuerza a la puerta y eso me molestó. Estaba en la cama rodeada de cortinas, sin dormir del todo.

–Lamento despertarlo, mi señor, pero ha ocurrido algo.

–Dilo, Harlon, por amor de Dios. ¿Qué ha sido? –No me gustaba Harlon, y sigue sin gustarme.

–Un loco ha conseguido colarse por el puente esquivando a los guardias y ha estado viviendo en la despensa del ala de su padre.

–Muy bien, Harlon. Pues échalo.

–Mi señor, esto es muy serio, permitidme entrar.

Iluminé una tersa piedra del tamaño de un puño que había encontrado el verano anterior en la playa.

–El diablo, tras encontrar el camino hasta el guardarropa de vuestra madre, se ha disfrazado con un griñón, largas túnicas y chinelas. Esta noche ha pasado desapercibido entre los guardas del castillo y me temo que ha llegado hasta lady Fray, mi señor. Ha muerto.

–¿Mi hermana?

–Eso me temo, lord Brom.

Me cubrí la cabeza con las sábanas.

–¿Está de una pieza? –pregunté.

Oí el grito ahogado de Harlan. Reprimí una carcajada y un sollozo.

–Sí, mi señor, está de una pieza.

–Entiérrala –dije.

–Mi señor.

Oí cómo cerraba la puerta.

Guardo a su asesino en mi gabinete. De todos modos, la torre de la mazmorra se aprovecha mejor como almacén y dependencias de los criados. Duerme casi todo el día, apenas emite ningún ruido ni se agita, allí dentro, en la oscuridad. Le dejo salir a comer y para nuestro semanal esparcimiento nocturno por la aldea. Sabe escoger las casas habilitadas por hombres débiles. Por la manera en que está atado el caballo adivina la fuerza que tienen los hombres que viven dentro. Es uno de sus muchos dones que utilizo como propio, como si tuviera un cuerpo extra. Es un hombre de acción y de pocas palabras. Nunca me dirá su nombre auténtico.

El asesino tiene una boca suave y sinuosa, y su piel posee una poderosa pátina reflectante gracias a una capa de grasa espesa y lustrosa. Me pregunto si se trata de los aceites naturales del hombre o de algo que utiliza como truco para engañarnos, para que nos maravillemos ante la luz. Extiendo un dedo y lo paso por su gruesa frente. Está caliente, y el dedo resbala fácilmente en el interior de una profunda arruga. Sabe a sal.

–¿Tienes alguna hermana? –le pregunto al asesino.

–Tengo una hermana en Till, mayor que yo.

–¿También la asesinaste?

–No, no lo asesiné.

–Pero asesinaste a mi hermana.

–A vuestra hermana. Sí. La maté. De haber sabido quién era, no la habría asesinado. Pero ah, a lo mejor sí. Quién sabe.

–Y cuando te le acercaste –le pregunto al asesino–, ¿qué aspecto tenía?

–Estaba asustada, porque tenía una mirada asustada y no podía hablar.

–Pero cuando te acercaste a ella, ¿qué hiciste?

–Eso es algo que queda entre el hombre y su dios, señor.

–Tienes que decírmelo.

–No tengo que deciros nada.

–Voy a matarte.

–Eso es justo.

–Cuéntame qué le hiciste.

–No.

–Te haré matar de la manera más dolorosa conocida por el hombre.

–Soy lego en la materia, señor –dice el asesino.

Ten fe, Brom, la vida es algo más que lo que tienes entre las orejas

Estamos en la gran sala disfrutando de la cena. En la delicada boca del asesino hay una pata de conejo, y la carne y el tendón cuelgan inertes de sus labios. La grasa reluce como estrellas por su barbilla mientras mastica a la luz de las velas. Yo estoy iluminando una docena de bellotas que Ilspeth me ha recogido ese mismo día. Ahora la veo cruzar el arco de la sala.

–¡Ilspeth! –la llamo–. Ilspeth, ven aquí, por favor.

–Mi señor.

Ilspeth se acerca rápidamente a la maciza mesa de madera, hace una reverencia e inclina la cabeza.

–Este es el hombre que ha asesinado a mi hermana –digo.

Ilspeth desplaza la mirada hacia su cara y la devuelve al suelo.

–Quiero hacerte saber, Ilspeth, que te habría atacado a ti de haberte encontrado en la despensa en lugar de a mi querida hermana. ¿Tengo razón?

–Es posible –dice el asesino.

–Me pregunto, Ilspeth, si te gustaría pasar un rato a solas con él. ¿Te gustaría, Ilspeth? –digo.

–No, mi señor.

–Qué me dices. ¿No te gustaría pasar un rato con este hombre?

–No.

–¿Te da miedo?

–Sí, mi señor.

–¿Y por qué?

–Es un asesino, mi señor.

–Y supones que te matará.

–Sí, mi señor.

–¿Te gustaría pasar un rato a solas con Harlon, o con Rauf, Ilspeth?

–Sí, mi señor.

–O sea, esos hombres te gustan, Ilspeth, ¿no?

–No, mi señor.

–Pero ¿te dan miedo, Ilspeth?

–No.

–¿Crees que te matarán?

–No, mi señor.

–¿Por qué no?

–No serían capaces.

–¿Y por qué? –pregunto.

–Son buenas personas. No se arriesgarían a perder el trabajo.

–Ah. Pues acabo de contratar a este asesino como mi guardián personal, Ilspeth. Y ahora que lo sabes, ¿no te gustaría pasar un rato a solas con él?

–Preferiría no hacerlo, mi señor.

–Pues me gustaría que lo hicieras, Ilspeth.

–Por favor, mi señor.

–Te lo ordeno –le digo.

–Os lo suplico, mi señor.

–¿Quieres arriesgarte a perder tu trabajo?

–No quiero morir.

–Solo una hora, Ilspeth. Como favor personal. Tu señor, abandonado por su padre, su madre, y ahora su única hermana, castigado por Dios, una miserable criatura en una cárcel de desesperación. ¿No podrías hacerle este favor a ese desgraciado? No exigirá mucho esfuerzo por tu parte. Solo tienes que sentarte en una silla y quizá explicarle a nuestro asesino los intríngulis del castillo, quién es quién y todo eso, cómo transcurren los días. A él encantaría. ¿Verdad?

–Me parece bien –dice el asesino–. ¿Cuál será mi salario?

–Eso lo discutiremos después.

 El asesino come.

–¿Y bien? –digo.

Ilspeth no dice nada.

Tenía once años cuando me mandaron al castillo de X para aprender a justar y a obedecer a Dios y al rey y todo eso. Me acompañaban otros cinco hijos de señores que había mandado allí como pajes. Diligentemente cepillábamos los caballos y dábamos lustre a las espadas. Pero yo cada día tenía dolor de cabeza. Nadie me creía. Un día le quite una garrapata a un caballo y me la metí por el oído. Un criado se desmayó al ver cómo aquella noche, a la hora de cenar, la sangre me goteaba por la barbilla. Me llevaron a la cama. Trajeron un manojo de laurel y abrieron una ventana. Me metieron una piedra en la boca. Dijeron que eso me impediría tragarme la lengua. Se pasaron dos días haciéndome cortes en los brazos y hurgándome la cabeza con un hierro de marcar. Me dejaron una noche entera envuelto en cordero crudo. Ataron una cuerda alrededor de un diente de lobo y me lo hicieron tragar. Cuando salió por el otro extremo, fue cuando descubrí la luz. Parte de la luz se derramó aquella noche, cegando mis ojos con palpitantes orbes de Dios. Entonces no necesitaba espejo, pues era un niño lleno de vida y de huesos blandos. Todo mi mundo se puso a girar. Volví a tragarme el diente del lobo, y de nuevo se derramó la luz cuando lo saqué de allá arriba, de lo más hondo. Lo intenté al revés, iluminando el diente directamente. Al final, el séptimo día, les dije que el dolor de cabeza me había desaparecido. Harlon me llevó a casa. Lo que ocurriera después no me importaba lo más mínimo.

Guardo a su asesino en mi gabinete

Cuando en la aldea vigilamos una casa, vamos equipados con herramientas y armas. Tenemos una bola de hierro con una cadena que arrojamos por la ventana. Enseguida uno de nosotros se acerca a la puerta y la derriba de una patada. Incendiamos el pesebre, si tienen, o la maleza que hay en la parte de atrás. Una vez dentro, primero eliminamos a los hombres. Generalmente son los que esgrimen un cuchillo, una pequeña rodela o un estilete, casi siempre, y a veces un palo, un mayal o una maza. Al asesino no le gusta utilizar espada. Lleva un pequeño lucero del alba que se ha fabricado con madera y clavos. Parece una gran varita mágica. Y yo voy armado con el sable de mi padre, sin escudo. Nunca me han herido de tal gravedad que haya tenido que lamentarlo. En cuanto hemos liquidado a los hombres y los niños, el asesino abre su gran saco de arpillera. Metemos a las mujeres dentro. Cada vez intento escoger, de la repisa de su chimenea, su cofre, o de donde sea, una baratija que considero quedará hermosa iluminada por la noche, cuando haya terminado y el asesino y yo descansemos junto al fuego.

Ahora tenemos a Ilspeth en el calabozo, en las caballerizas. Le damos de comer mierda de caballo y tierra. Meamos en el agujero. A veces el asesino recoge flores amarillas mientras cruzamos los pastos, bajando la suave colina a la puesta de sol. Arranca los pétalos y los deja caer entre los agujeros de la rejilla del calabozo, y dice que la está regando con rayos de sol. Le he enseñado al asesino mi luz interior. Pero esa mula ciega dice que no ven nada excepto oscuridad. Cuando llueve el calabozo se llena de agua. El hedor es a veces espantoso, así que enviamos a los criados con lejía. Dos veces le he lanzado algunas de las joyas de mi madre, un puñado de oro.

Hoy es el aniversario de la muerte de mi padre. Vamos a la abadía para visitar a mi madre. El asesino lleva un pequeño baúl de comida: panes, miel, quesos, vino, cerezas, cebollas, hierbas, una tarta. Encontramos a las monjas en la capilla. El asesino deja caer el baúl sobre el altar, y se oye un repentino golpe seco. Las monjas ahogan un grito y arrugan el hábito.

–¿Dónde está mi madre? –digo. Mi pregunta resuena como el canto de un pájaro.

–Shhh –dice el asesino–. Aquí se viene a rezar –susurra.

Se deja caer sobre sus rodillas hinchadas de cara hacia los bancos vacíos. Las monjas se agitan inquietas. Unas cuantas salen en silencio al jardín.

Le doy una colleja al asesino.

–Levántate –digo.

Una monja alta y muy fea se acerca hacia nosotros con las manos dentro del hábito. Una cicatriz morada le cruza frente.

–Vuestra madre está en la enfermería –dice–. Sígueme.

–Levántate –digo, y le doy otra colleja al asesino.

La enfermería está detrás de la iglesia y da al océano. Para llegar al mar hay que bajar un empinado acantilado de roca encarnada. La habitación de mi madre está al final del dormitorio común. La enfermera lleva un grueso chal blanco de lana, se cubre la boca con un trapo y señala con el dedo. Un mongólico friega el suelo con vinagre humieante.

–Puaj –dice el asesino–. Huele como mi casa.

La habitación está en penumbra, y en la cama está mi madre, una persona convertida en una trémula mota bajo la fina manta marrón de hilo. Tiene el pelo blanco, que se desparrama sobre la almohada como rayos de luna. Tiene la cara sonrojada y cérea, y parece que le hayan soldado la boca con saliva.

Mi madre me dice que todas sus monjas favoritas se están muriendo

–Hijo –dice de repente gorgoteando, con los ojos saliéndosele las órbitas, y alarga hacia el asesino una mano frágil, con los dedos retorcidos. Él no le hace caso y se sienta en una silla junto la ventana, saca un cacho de pan del bolsillo y se pone a comer.

–Soy yo, Brom –digo, y le cojo la mano. Mi madre mira el techo y respira pesadamente. Derramo una fría lágrima y me arrodillo a su lado. Estoy iluminando una bufanda escarlata de lana de oveja Lincoln que encontré en el armario de mi padre. Lloro.

–Estás llorando –dice el asesino.

–No lloro –digo.

–Hijo –vuelve a decir mi madre, esta vez acariciándome el pelo.

–Mamá –digo–. ¿Cómo estás?

Mi madre me dice que todas sus monjas favoritas se están muriendo. Dice que las ha visto morir, una a una, durante los últimos diez días, y que no se puede hacer nada para impedirlo. Todas las que le traen la cena mueren día siguiente, dice.

–Hay algo ahí fuera –dice, y retiene mi mano en la suya–. Te encontrará, te perseguirá, se introducirá en tu interior y te devorará por dentro, y empezarás a pudrirte antes incluso de acabar de morir. Sentirás sed y levantarás el brazo para llevar la copa de agua a tu boca y el brazo se te romperá y los músculos se desgarrarán y los huesos de la mano se harán pedazos, y cuando abras la boca se te descoyuntará la mandíbula y se te secará la lengua y te saldrán ampollas en la garganta por culpa de la fiebre y el agua comenzará a hervir mientras te baja por el gaznate, y se te recocerán las entrañas y te saldrán por el otro lado, Brom, y mientras tanto la carne de la cara se te encogerá y se derretirá, y se te pondrán los ojos en blanco, igual que el pelo, y apestarás, Brom, olerás tan mal que nadie se te querrá acercar, ni aunque todavía respires, y lo único que conseguirás será que te arrojen una antorcha a la cama por alguna ventana rota, y nadie se te acercará hasta que todo haya ardido y la luz se haya extinguido, y después de todo eso quien quede con vida barrerá las cenizas, Brom, y lo sé porque puedo sentirlo aquí dentro, en lo más profundo. –Se da un golpecito en la barriga y se oye un sonido cacofónico, insolente, hueco.

–Mira dentro de mi boca –dice, e inclina la cabeza hacia atrás en dirección a la sencilla cabecera de pino, la cara estirada al máximo, los ojos en blanco, y la mandíbula apretada gruñe allí donde toca la almohada.

En el interior veo la enorme y vacua galaxia infinita del espacio negro.

Lo cierto es que no hay otra manera de salvarla.

Le entrego la espada al asesino, me inclino y le enseño dónde cortar.

Dejo brillar mi luz.

 

Traducción de Damià Alou.

Imagen de portada: The invention of the art of drawing por Joseph-Benoît Suvée. Imagen vía.

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