Una tarde invernal, sola con mis hijos, me fui al zoológico de Central Park. No es un recinto muy grande, es tamaño zoo, y después de ver los animales acabamos haciendo cola en el pequeño cine de las instalaciones para ver una cosa titulada The Polar Express 4-D Experience. Se trata de una adaptación de la película navideña del año 2004 Polar Express, que emplea la técnica de animación llamada «captura de movimiento», conocida gracias a los videojuegos, en la que los gestos de los actores se transforman en imágenes generadas por ordenador. El niño héroe, el protagonista de la cinta, tiene apenas unos diez años. Nos lo encontramos en su cuarto, soportando su propia voz en off, procedente de su paternalista encarnación adulta, Tom Hanks:

Una Nochebuena, hace muchos años, estaba sin hacer ruido en la cama. Evitaba hasta el roce de las sábanas, respiraba despacio y en silencio. Escuchaba, esperando oír un ruido que temía no llegara a escuchar: los cascabeles del trineo de Papá Noel.

El niño héroe parece un ser humano, tiene la carne carnosa, su pijama amarilla ondea y se arruga y su pelo parece pelo como el pelo de verdad. Pero ¡qué ojos! Son los de una marioneta, una figura de cera, un autómata. Las imágenes en 3-D no consiguen representar ojos realistas. El efecto resultante, como ha señalado mucha gente tras su primera experiencia, es escalofriante. El valle inquietante. Claro que a los niños les da igual. A mis hijos les encantó el niño héroe con sus ojos muertos de zombi, lo mismo que la nieve que les cayó en la cabeza desde el techo del cine y la brisa que salía de las butacas y les daba en la nuca. Estando sola con ellos, yo no tenía a nadie con quien hablar de mi propia experiencia 4-D, nadie a quien comunicar ese terror indeterminado que tendemos a experimentar los adultos ante un intento de verosimilitud absoluta. No tenía a nadie a quien aburrir con una cita de Schopenhauer:

La verdadera obra de arte nos lleva de lo que existe una única vez y nunca más, es decir, el individuo, a lo que existe perpetuamente y una y otra vez en innumerables manifestaciones, la forma pura o Idea; pero la figura de cera parece representar al propio individuo, esto es, lo que existe una única vez y nunca más, aunque sin lo que aporta valor a una existencia tan fugaz, sin vida. Por eso la figura de cera suscita una sensación de terror: provoca el mismo efecto que un cadáver rígido.

Para los niños, el gran interés de la película (aparte del efecto de realidad) era la forma en que sondeaba el carácter ontológico de Papá Noel. ¿Existe de verdad? Y es que el niño héroe sufre una crisis de fe, se levanta a hurtadillas, coge un volumen de la enciclopedia y busca lo que dice sobre el Polo Norte: «yermo» e «inhóspito», lee. Y también: «desprovisto de vida». Yo no lo habría dicho mejor.

Viajan en los mismos aviones anodinos y aterrizan en los mismos aeropuertos anónimos

El resto se resume fácilmente: llega el Polar Express, el niño héroe y otros chiquillos con ojos muertos de zombi suben a bordo y a nosotros, al público, nos cae nieve, nos sopla el viento y se nos mueve la butaca (como si estuviéramos en un tren de verdad) hasta que llegamos adonde está el verdadero Papá Noel, que sí existe y que deja caer un cascabel plateado de su trineo que el niño encuentra más adelante. Lo curioso de ese cascabel es que solo lo oyen quienes tienen fe. Mientras que los demás niños crecen y pierden la capacidad de oírlo, nuestro protagonista sigue conservándola siempre, durante el resto de su vida, incluso cuando ya es un Tom Hanks casi cincuentón. Tiene fe.

La fe de ese niño no se adscribe a ninguna congregación en concreto, sino a una religión estadounidense generalizada que se apartó hace mucho tiempo de cualquier monoteísmo concreto para alcanzar la autonomía por su cuenta y riesgo. Tener fe es lo que hace que Luke llegue a jedi, Cenicienta a princesa y Pinocho a niño de carne y hueso, y mis hijos han comulgado con eso desde su más tierna infancia, desde que aprendieron a decir «Netflix». La lección es la siguiente: «¡Si tienes fe, se hará realidad!». Terminó la película y nevó un poco más. Les limpié la espuma a mis hijos, encantados de la vida, y volvimos a salir a la luz del día.

Quiso una coincidencia estética que aquella noche hubiera quedado para ir a ver la nueva película de Charlie Kaufman, Anomalisa, con mi amiga Tamsin, que es filósofa profesional y experta en Nietzsche de formación, aunque no haga ascos a alguna que otra cita de Schopenhauer en el caso de que un lego en la materia (o una lega) decida infligírsela. Durante aquella larga semana en que había ejercido de madre soltera, había llevado encima un librito de bolsillo de Schopenhauer, Los dolores del mundo, que había resultado, para bien o para mal, el filtro con el que lo había visto todo, desde las necesidades de unos niños insaciables hasta las malas noticias internacionales de The New York Times, pasando por la nieve que caía del cielo. De camino al cine nos planteamos la idea de que todas las películas de Kaufman hubieran sido en cierto modo schopenhauerianas, en el sentido de que se ocupan del sufrimiento de uno u otro modo: la experiencia del sufrimiento, su inevitabilidad y la posibilidad de escapar de él con un alivio momentáneo e ilusorio. Dicho alivio tiende a adoptar, según Kaufman, forma de mujer (si bien esas mujeres son casi siempre también motivo de mucho sufrimiento). Pensé en el momento en que Catherine Keener, en la piel de Maxine, deslumbrante con su blusa blanca y su falda tubo, ofrecía hacía tantos años en la película Cómo ser John Malkovich un cuarto de hora de alivio de su sufrimiento a un depresivo desaliñado (el clásico protagonista de Kaufman):

ERROLL: ¿Y puedo ser quien quiera?

MAXINE: Puedes ser John Malkovich.

ERROLL: Pues perfecto. Era mi segunda opción. Ah, qué maravilla. […] ¡Malkovich! ¡El rey de Nueva York! ¡El hombre de mundo! ¡El soltero de oro! ¡El sibarita! ¡El Schopenhauer el siglo xx!

Bueno, la última parte al final no se incluyó en la película, pero yo sé sacar mis propias conclusiones.

–Allí salían marionetas –recordó Tamsin mientras nos sentábamos–. ¿Y esta está hecha toda con marionetas?

–Toda con marionetas.

Así pues, por segunda vez aquel día, esperé en la oscuridad a que empezara algo no del todo humano (y, al mismo tiempo, demasiado humano). Apareció un avión en miniatura volando entre nubes modeladas. Todo lo que se ve en la pantalla está modelado, ya sea a mano o gracias a una impresora digital 3-D, y es obra de los especialistas en animación fotograma a fotograma de Starburns Industries. Para conseguir ese aire animado que impregna a todos los seres vivos (y que hace que las plantas busquen el sol o que una mujer se caiga al suelo o que un hombre chille, dé media vuelta y salga corriendo), esos titiriteros mueven un ápice, a mano, todas las figuras modeladas, las fotografían en esa posición y vuelven a moverlas. En consecuencia, los sesenta segundos que tardó el avión en miniatura en atravesar esas nubes representaban una semana de trabajo de un montón de gente. Y en aquel avioncito, en el año 2005, va Michael, un experto en atención al cliente británico, afincado en Los Ángeles pero de camino a Cincinnati para intervenir en un congreso, que en ese momento lee una antigua carta de Bella, una ex novia muy enfadada. Mientras la lee, ella se le aparece en forma de marioneta fantasmal:

12 de noviembre del 95

Querido Michael:

Que te jodan. Te lo digo en serio. ¿Te vas sin más? ¿Después de lo que me dijiste? ¿De lo que vivimos? ¿De todas tus putas promesas? ¿Me follas y después te largas?

Al fin y al cabo, es misógino quien pone a una mujer en un pedestal para luego derribarla, quien cree que ella le habla exclusivamente a él

Nada más oír la voz en off de Bella, muchos espectadores deben de entender de inmediato la premisa de la película, pero seguramente yo no fui la única a la que el asombro despistó en un principio. Estaba demasiado ocupada maravillándome ante aquellas marionetas, ante la mezcla de artificio y realismo que representan, con su piel de silicona que parece como de melocotón, su pelo que parece pelo y sus gestos humanos, no del todo naturales pero perfectamente reconocibles. Aunque físicamente no son proporcionales, sino algo más bajos y más rechonchos que nosotros, da la impresión de que compran la ropa en las mismas grandes superficies, engullen las mismas pastillas y utilizan las mismas almohadillas cervicales. Viajan en los mismos aviones anodinos y aterrizan en los mismos aeropuertos anónimos. Pero a la altura de los ojos y en el nacimiento del pelo lucen una junta visible que muestra dónde encajan las distintas placas de sus caras de marioneta. Por lo general, esas juntas se disimulan en la posproducción; Kaufman y su codirector, Duke Johnson, decidieron dejarlas porque les parecía que guardaban «relación con los temas presentes en la historia».

El efecto es inquietante, pero no como en el caso de Polar Express. Las juntas se nos antojan brechtianas: nos recuerdan que Michael no es real, sino una representación. Sin embargo, sus ojos parecen decir lo contrario, ya que da la impresión de que, en efecto, ven como vemos nosotros. Las imágenes pasan por su superficie, la luz se filtran a través de ellos. «Los ojos eran importantísimos –aseguró a The Hollywood Reporter la jefa de fabricación de marionetas de la película, Caroline Kastelic–. Resutaba imprescindible que tuvieran ojos realistas que reflejaran la luz correctamente.» Se encontró un esmalte especial que no formaba burbujas y tardaron varias semanas en pintar todos los ojos a mano. No hay ni comparación con la mirada digital del niño héroe. Y, sin embargo, yo no diría que los ojos de Michael parezcan reales, exactamente: parecen los ojos de una marioneta. El personaje se encuadra en una categoría nueva y peculiar: es una marioneta que ve, que siente dolor, ¡que sufre! No se trata de una analogía de cómo somos, en el sentido brechtiano, sino más bien de un ejemplo de cómo somos, en el sentido schopenhaueriano, puesto que Schopenhauer nos consideraba, en esencia, marionetas:

La raza humana […] se presenta como marionetas accionadas por un mecanismo de relojería interno. […] He dicho que esas marionetas no se mueven desde fuera, sino que cada una de ellas lleva en sí misma el mecanismo de relojería que produce sus movimientos. En ello se manifiesta la voluntad de vivir como mecanismo infatigable, como impulso irracional que no tiene suficiente fundamento o razón en el mundo exterior.

Sí, mirar a Michael a los ojos es saber que está sufriendo. La cuestión es: ¿por qué? Sin darnos cuenta, lo diagnosticamos según sus síntomas. Es de esos hombres que persiguen a una mujer, se enamoran perdidamente y luego acaban marchándose (en cuanto el amor resulta correspondido) sin explicación alguna, sin ser siquiera capaces de dársela a sí mismos. Es de esas personas que sufren intensamente el aburrimiento y la banalidad de la vida cotidiana y, ya en el taxi desde el aeropuerto, se retuerce de dolor mientras el taxista ofrece al visitante fugaz consejos que nadie le ha pedido:

El zoo está bien. Dicen que es de los mejores. […] Pásese y verá. Ah, y tiene que probar el chile de por aquí. No ha probado nada igual. […] Pues vaya al zoo. Con un día tiene tiempo de sobra. Es tamaño zoo…

Más que cualquier otra cosa, Michael sufre soledad aguda, lo cual puede afectarte con especial intensidad si un botones demasiado complaciente llamado Dennis acaba conduciéndote hasta la perfecta esterilidad marrón-beis de una habitación de hotel de lujo (apta para fumadores, con cama de matrimonio extragrande) y te deja allí.

Hasta ese momento, cuando Dennis cerró la puerta a su espalda, no me di cuenta de que el botones tenía la misma voz que el taxista, que Bella y que todas las demás personas del avión, que todas las demás personas del mundo. El parecido físico entre toda esa gente (a pesar de las diferencias de altura, peso, sexo y peinado) es un poco más difícil de apreciar, pero también cierto. Todo el mundo es una misma persona (con la voz de Tom Noonan) menos Michael (que habla con la del actor británico David Thewlis). Cuando Michael llama al servicio de habitaciones, responde Noonan. Cuando telefonea a su mujer y a su hijo, los dos son Noonan. Si rebobinamos un poco nos fijamos en el nombre del hotel en el que acaba de registrarse: el Fregoli, en referencia al síndrome de Fregoli, un extraño trastorno psiquiátrico que lleva a creer que muchas personas distintas son en realidad una sola. Sin embargo, una interpretación de Anomalisa restringida a lo neurológico (es decir, lo que le sucede a Michael es que padece daños cerebrales) no puede explicar, en mi opinión, la profunda identificación con su experiencia que siente el espectador, ni el papel destacado que desempeña el deseo en el contexto de su sufrimiento.

Una forma de afrontar el aburrimiento de nuestra propias necesidades podría ser complicarlas innecesariamente, para tener siempre algo nuevo que desear

Bella, la ex novia, hablaba de forma distinta a los demás cuando Michael la deseaba y, luego, igual que todo el mundo cuando ya no. Un diagnóstico obvio podría ser, pues, que Michael sufre misoginia aguda. Al fin y al cabo, es misógino quien pone a una mujer en un pedestal para luego derribarla, quien cree que ella le habla exclusivamente a él, con una voz única entre todas las mujeres, hasta que, de repente, (y, por lo general, después de haber detectado alguna pequeña alteración en su persona) le parece que en realidad habla igual que las demás. («¿Cambiaste? –pregunta Michael a Bella, durante un funesto reencuentro en el bar del Fregoli–. ¿Hubo algo que cambió? ¿Pasó alguna cosa?») No obstante, si se tratara solo de misoginia, no se explicaría que la uniformidad de la experiencia de Michael afectara por igual a todas las personas con las que se cruza, desde el botones hasta su propio hijo. ¿Será narcisismo, pues? Sin duda, Michael tiene sus momentos («Todos son la misma persona –exclama en el transcurso de un sueño muy intenso–. ¡Y me quieren!»), pero con mucha mayor frecuencia vemos que tiende hacia la compasión.

Michael quiere conocer y comprender a la gente a la que ha hecho daño y nunca da muestras de vanidad. De todos modos, aunque no sea narcisista de un modo restringido, no cabe duda de que es solipsista en el sentido más amplio y evidente en el que lo somos todos, en su caso limitado por su propia subjetividad, su única ventana posible al mundo. Los ojos (vulgarmente conocidos como «las ventanas del alma») funcionan precisamente al revés, al acercarnos el mundo en forma de representación de la realidad, y resulta que con el filtro del esmalte pintado a mano de Michael todo el mundo parece una misma persona o (lo que vendría a ser lo mismo) nadie en particular. (En la última escena –es la única en la que no participa Michael y, por lo tanto, está separada de su subjetividad– vemos que los personajes recuperan sus caras y sus voces, que ya no son fenómenos presentados ante la conciencia del protagonista, sino justamente gente concreta.)

Sí, solo cuando Michael desea a alguien pasa esa persona a ser del todo real para él. El resto del tiempo vive inmerso en un Weltschmerz abrumador al que podrían incorporarse con facilidad la misoginia, el narcisismo y el solipsismo (¡y un tumor cerebral!). El hastío impregna todo lo que dice y hace, las interacciones humanas más básicas le provocan suspiros y gruñidos y, sin embargo, ese hastío del mundo comprende asimismo su propia actuación; o, dicho de otro modo, lo que mueve todos los fenómenos del mundo también se levanta en el interior de Michael, en quien adquiere la forma de una especie de esfuerzo ciego, un deseo incesante de algo que, en el momento en que se consigue, ya está agotado. «After you get what you want –dice una canción antigua–, you don’t want it. […] When you get what you want, you don’t want what you get.» Una vez conseguimos lo que queremos, ya no lo queremos. Esa es, en esencia, la acusación que Bella lanza a Michael. Schopenhauer lo consideraba un mal generalizado:

El deseo dura mucho, las exigencias llegan hasta el infinito; la satisfacción es breve y se escatima. E incluso la satisfacción finita es solo aparente: el deseo satisfecho deja enseguida lugar a otro.

En cuanto Dennis sale de la habitación, Michael descuelga el teléfono. Tiene hambre y sed. Sus necesidades no son complejas. Sin embargo, cuando intenta pedir la ensalada con vinagreta de frambuesa y el salmón salvaje, lo que sucede es lo siguiente:

SERVICIO DE HABITACIONES: Sí, señor. ¿Desea también algo de beber?

MICHAEL: No. Ya cogeré algo del minibar.

SERVICIO DE HABITACIONES: Muy bien. ¿Postre? Tenemos un…

MICHAEL: No, no, no. Gracias.

SERVICIO DE HABITACIONES: De acuerdo, señor. Entonces, ensalada de lechuga, gorgonzola, jamón y nueces …

MICHAEL: Sí.

SERVICIO DE HABITACIONES: … con vinagreta de frambuesa y miel…

MICHAEL: Sí.

SERVICIO DE HABITACIONES: … y salmón salvaje pescado en Alaska con almendras…,

MICHAEL: Sí.

SERVICIO DE HABITACIONES: … espárragos trigueros…,

MICHAEL: Sí.

SERVICIO DE HABITACIONES: … y aceite de trufa negra.

MICHAEL: Sí.

SERVICIO DE HABITACIONES: Perfecto. Para la habitación 1007.

MICHAEL: Sí.

SERVICIO DE HABITACIONES: Muy bien. Son… las nueve y trece. Estará dentro de unos treinta y cinco minutos, a eso de las nueve y cuarenta y ocho.

MICHAEL: Gracias.

SERVICIO DE HABITACIONES: A ust…

El deseo y el aburrimiento son, en efecto, los polos gemelos de la vida humana

Una forma de afrontar el aburrimiento de nuestra propias necesidades podría ser complicarlas innecesariamente, para tener siempre algo nuevo que desear. Las necesidades humanas, consideraba Schopenhauer, no son complejas en esencia. Al contrario, su «base es muy reducida: está formada por la salud, el alimento, la protección frente al calor y al frío y la gratificación sexual; o por la carencia de esas cosas». ¡No obstante, en esa estrecha franja levantamos el extraordinario edificio del placer y el dolor, de la esperanza y la decepción! ¡No un simple salmón, sino salmón salvaje pescado en Alaska con almendras, espárragos trigueros y aceite de trufa negra! Y todo para, al final, conseguir exactamente el mismo resultado; salud, alimento, abrigo, etcétera:

[El hombre] intensifica deliberadamente sus necesidades, que por lo general son poco más difíciles de satisfacer que las del animal, con el fin de intensificar su placer: de ahí el lujo, los dulces, el tabaco, el opio, las bebidas alcohólicas, la vestimenta elegante y todo lo que tiene que ver con ellas.

Cuando Michael cuelga el teléfono al servicio de habitaciones, su rostro de marioneta está marcado por el aburrimiento, una emoción desconocida para los animales en libertad, mientras que, para nosotros, «se ha convertido en un auténtico azote. El deseo y el aburrimiento son, en efecto, los polos gemelos de la vida humana».1

La habitación de hotel de Michael es, en miniatura (literalmente), la expresión concreta del problema. En una habitación así uno puede conseguir, en teoría, todo lo que desee, así como muchas otras cosas que ni siquiera sabía que deseaba. («¡Pruebe el chile!», apremia la portada de la revista teóricamente atractiva –y, sin embargo, deprimente por su estrechez de miras– que ve encima de la mesa. «¡Es tamaño zoo!», proclama con exageración la valla publicitaria que ve por la ventana.) Las habitaciones de hotel existen para dar satisfacción. Puede que el agua de la ducha esté primero demasiado caliente y luego demasiado fría («¡Joder! ¡Mierda! ¡Puta!», chilla Michael, desnudo debajo de la alcachofa), pero podemos estar seguros de que la temperatura perfecta es alcanzable y de que, cuando vayamos a acostarnos en la cama de matrimonio extragrande, habrá un bombón en la almohada. No obstante, si las habitaciones de hotel existen para anticipar el deseo, para atender y satisfacer todas nuestras necesidades, ¿por qué sentimos desesperación en ellas con tanta frecuencia? ¿Acaso la satisfacción del deseo es en sí la desesperación?

Desde esa habitación de lujo, Michael llama a Bella; han pasado once años desde la última vez que hablaron. La conversación es incómoda. Ella lo felicita por alojarse en el Fregoli. («Me aburro –gruñe él a modo de respuesta–. Me aburro mucho.») Sorprendentemente, consigue convencerla para que acuda al bar del hotel a tomarse un martini con vodka con él. La cosa sale mal: él es incapaz de explicar por qué dejó de desearla tan de repente y, cuando la invita a subir a la habitación para seguir hablando del tema, ella se marcha. Michael acaba en la calle, borracho, perseguido todavía por una versión fantasmal de Bella («¡Y luego sales por la puerta casi sin despedirte!») y en busca de una juguetería donde comprarle un regalo a su insaciable hijo, Henry. En la única tienda que vende «juguetes» y está abierta por la noche, encuentra una antigüedad, una muñeca sexual japonesa. Se trata de un torso mecanizado, cubierto de porcelana a medias, con cara de geisha y la boca siempre abierta. La muñeca clava unos ojos muertos de zombi en Michael, que la contempla con la mirada vidriosa y feliz de un cliente momentáneamente satisfecho.

«Así, el sujeto del querer –escribe Schopenhauer– da vueltas constantemente en la rueda de Ixión, llena para siempre el tonel de las Danaides, es el Tántalo eternamente nostálgico.» Sin embargo, ¿qué hay, si es que hay algo, más allá de esa espiral de deseo, conquista y de nuevo deseo? De vuelta en la habitación, Michael se da la mencionada ducha y se pone a cantar el Dúo de las flores de Lakmé, de Delibes, en el que dos voces se funden a la perfección hasta llegar a parecer una. Ya lo habíamos oído en el aeropuerto, cuando lo había puesto en el iPod, y también cuando en el taxi había intentado tararearlo. (El taxista: «¡La canción es de British Airways!»)

Se acerca al espejo, limpia el vapor condensado y se mira. Parece estar a punto de comprender algo. Nos damos cuenta de que se le mueve la cara sin que él lo desee conscientemente, como si fuera la de una marioneta: las cejas suben y bajan con espasmos, la boca adopta formas raras y poco naturales y docenas de expresiones distintas pasan por sus rasgos a toda prisa. De sus labios surgen ruidos extraños e indiferenciados: el parloteo confuso de muchas personas y el martilleo de engranajes mecánicos (o quizá es el repiqueteo de las teclas de una máquina de escribir) hasta que por fin se hace una especie de vacío apresurado y vertiginoso. («Ah, ese sería el sonido del mundo –me puse a pensar sin darme cuenta y sin ninguna lógica– si no hubiera nadie presente para oírlo.») Michael acerca las manos a las placas que conforman su rostro: está a punto de levantar una. ¿Es posible escapar del anhelo? ¿Quizá si dejara de ser Michael? ¿Si dejara atrás esa cara propia, esa voz, esos deseos? ¿Si fuera, de hecho, alguien o algo distinto? Algo al mismo tiempo menos y más que Michael, algo…

MICHAEL: ¡Joder! ¡Otra voz!

 

¿Qué hay, si es que hay algo, más allá de esa espiral de deseo, conquista y de nuevo deseo?

¡En ese preciso instante, oye una voz en el pasillo, una voz singular, diferente a todas las demás! Lo que estaba a punto de comprender se desvanece al instante: suelta las placas del rostro, que vuelven a encajar con un chasquido. Recorre la habitación desesperado en busca de los pantalones. ¡Es el sonido que temía no volver a oír jamás! ¡La voz de otra persona! Y, cuando habla esa voz, Michael, del mismo modo que el niño héroe, oye algo que no oye nadie más, algo que despierta su fe. Sale al pasillo como loco, a medio vestir, haciendo oídos sordos a las advertencias de Schopenhauer, como si no tuviera ni idea de lo que está pasando, como si creyera que la dichosa película se centra exclusivamente en él, en Michael, cuando en realidad, por descontado, se centra exclusivamente en Schopenhauer:

La aspiración de la materia solo pueda ser frenada, pero nunca cumplida o satisfecha. Y lo mismo ocurre con toda aspiración de cualquier fenómeno de la voluntad. Cada fin conseguido es el comienzo de una nueva carrera, y así hasta el infinito.

Se llama Lisa. Se aloja unas pocas habitaciones más allá y es una chica encantadora y no demasiado atractiva, normalísima. Tiene una cicatriz en la cara que trata de taparse con el pelo: la gente suele preferir a su amiga Emily. Le gustan los frappuccinos de moca, Cyndi Lauper y Sarah Brightman, trabaja en un centro de atención telefónica en Akron, bebe mojitos preparados con licor de manzana y, en líneas generales, es la definición perfecta de lo que llamaríamos, si decidiéramos ser desconsiderados, una mujer sin gracia. Sin embargo, para Michael se convierte en la única persona del mundo además de él. Tiene «una voz maravillosa» (que es, en realidad, la de Jennifer Jason Leigh). Y, para Lisa, Michael también es alguien mágico, un individuo especialmente individualizado, puesto que es famoso por haber escrito el libro ¿En qué puedo ayudarle a ayudarles?, una guía de atención al cliente gracias a la cual la productividad del departamento de la joven, según informa ella misma, ha aumentado «un noventa por ciento». Cuando Michael la invita a su habitación para tomar una última copa, está tan nerviosa que se cae de bruces por el pasillo: sucumbe a la voluntad del mundo concretada en la gravedad. «Esto me pasa a menudo», asegura.2

La larga escena de amor que vemos a continuación es de una delicadeza y una belleza tales que provocó risas nerviosas en el público, que parecía avergonzado ante esa intromisión en las relaciones íntimas de unas marionetas. Antes de que nadie se quite la ropa, sin embargo, Michael, prendido de la voz de Lisa, le pide que cante una canción de su adorada Cyndi Lauper, y ella, temerosa de que pretenda ridiculizarla, cierra los ojos y empieza con cautela. Lo lógico, lo que encaja temáticamente, sería que el tema elegido fuera True Colors, por lo que, de forma inesperada, nos hace gracia que Lisa abra esa boca maravillosa y cante Girls Just Wanna Have Fun.

Escuchamos la canción entera, con todo el esplendor de su banalidad,3 y sirve de preludio para unas relaciones sexuales que resultan igual de naturales, sencillas, humanas; están despojadas de toda la fantasía cinematográfica habitual. La pareja se sienta en el extremo de la cama y al desnudarse revela nuestros mismos cuerpos desiguales. Cuando él le hace un cunnilingus, ella se muestra un poco tímida, como puede sucedernos a todas, y él, por su parte, es silencioso y eficiente, como pasa a menudo. Cuando ascienden hacia las almohadas, se mueven igual que nosotros (trabajosamente, sin elegancia) y entonces copulan como hemos copulado todos, con ligeros balanceos, y terminan más o menos al cabo de un minuto. Lo que nos sorprende por encima de todo es la tierna compasión que se ofrecen esos dos cuerpos. En otros momentos de la película, en muchos instantes escalofriantes, vemos a gente que no muestra la más mínima compasión por los demás, o que muestra brutalidad, que aparta a la gente de mala manera, que grita a los desconocidos o que se manda a tomar por culo repetidamente en un pasillo de hotel, delante del ascensor. Miremos hacia donde miremos, el mundo sufre:

La vida del individuo es una lucha constante, y no solo una lucha metafórica contra el deseo o el aburrimiento, sino una lucha real contra los demás. Descubre adversario por todas partes, vive en conflicto continuo y muere espada en mano.

El don de la genialidad no es más que la capacidad de descartar por completo nuestra propia personalidad durante un tiempo, con el fin de quedarnos en puro sujeto de conocimiento, ser el ojo cristalino del mundo

Sin embargo, en el pesimismo de Schopenhauer vemos ese atisbo de luz: la compasión. Aunque la idea misma de que tengamos cuerpos independientes es en realidad un ejemplo de ilusión (posible únicamente gracias al apoyo de otras ilusiones como el espacio, el tiempo y la causalidad), estos cuerpos nuestros no dejan de sentir dolor, no dejan de sufrir al ser subyugados, oprimidos, explotados o simplemente ridiculizados. Para Michael (y para Kaufman), determinadas mujeres son, al mismo tiempo, una fuente vital de esa compasión y sus únicas receptoras.4 Lisa es, para Michael, una anomalía. Una Anomalisa. Y esa compasión, esa elección mutua, se materializa en sus voces maravillosas: el acento del norte de Inglaterra de David Thewlis, una mezcla de reticencia, pragmatismo y desesperación, y la inocencia sin nubarrones, típicamente americana, de Leigh.

Noonan, Leigh y Thewlis participaron en la versión original de Anomalisa, cuando era una obra de teatro radiofónica, y sus sublimes interpretaciones aportan a la película una peculiar independencia sonora: podríamos cerrar los ojos y disfrutar igualmente de ella. No obstante, un guión tan ingenioso y profundo no ha sido candidato al Oscar del 2016, y la película tampoco opta a estatuillas por sus interpretaciones o su dirección,5 lo que nos recuerda que, aparte de su conocida miopía para la diversidad de géneros, razas y subculturas, la academia también ha demostrado una sempiterna ceguera ante una categoría más general: la genialidad. (Dicha categoría, tan problemática para nosotros, resulta fácil de definir para Schopenhauer: «El don de la genialidad no es más que […] la capacidad […] de descartar por completo nuestra propia personalidad durante un tiempo, con el fin de quedarnos en puro sujeto de conocimiento, ser el ojo cristalino del mundo».)

Después de esa escena cargada de compasión, Michael (que luego confesará que por la noche se mueve mucho) da vueltas en la cama. Tiene una pesadilla, aunque mientras sucede nosotros creemos que es real. En ese sueño vuelve a plantearse el problema central de la película (todo el mundo es la misma persona), pero con una nueva vuelta de tuerca paranoica: ¡todos los demás quieren hacer fracasar la relación de Lisa y Michael! Y es que uno de los rasgos de la compasión que Michael siente ahora por Lisa es que puede hacer, en palabras de Schopenhauer, «menos distinciones que los demás» entre otra persona y él; en cierto modo, reconoce que Michael y Lisa son un todo y que ahora se enfrentan juntos al mundo. Cuando huye de ese mundo, por el pasillo del hotel, se le cae al suelo una de las placas faciales (vemos la cavidad gris, enorme, que había debajo), y al despertarse se da cuenta de que le ha dado un codazo en la cara a su nuevo amor. Pero ¿y si esa pesadilla (el hecho de que Michael tampoco sea nadie) no es en realidad un sueño, sino un atisbo de una verdad más profunda?

La vida puede considerarse un sueño y la muerte, el despertar de ese sueño, pero cabe recordar que la personalidad, el individuo, pertenece al mundo de los sueños y no a la conciencia despierta, y por eso la muerte se antoja al individuo como una aniquilación.

El que nos creamos independientes unos de otros, e independientes de los objetos aparentes que deseamos, era, para Schopenhauer, la raíz de nuestro sufrimiento. Él consideraba que era posible una conciencia mejor que reconociera nuestra esencia como «voluntad» (expresada en nosotros como las ganas de vivir y materializada, con distintos grados de conciencia, en nuestros impulsos, deseos y acciones) y que esa esencia no era individual, sino que se compartía con todas las personas (no solo con Lisa), todos los animales, todas las plantas y todos los fenómenos del mundo. Lo que podemos conocer íntimamente gracias al cuerpo tiene un equivalente, para Schopenhauer, en el empeño del hierro en volar hacia el imán, en la determinación del agua en fluir hacia abajo, en la propia fuerza de la gravedad; y, si bien ese conocimiento no es sinónimo de «fuerza» ni de «energía», comprende al mismo tiempo ambos términos.

La voluntad está detrás de todo, lo comprende todo, es «la sustancia», «la esencia más íntima, el núcleo, de todas las cosas en concreto y también del conjunto», una metafísica un tanto descabellada que los filósofos académicos de verdad, como Tamsin, tiene que aceptar con amplísimas reservas, por mucho que haya cautivado a los artistas durante generaciones. ¿Es posible que el problema de Anomalisa no sea que Michael crea que todo el mundo es igual, sino que Michael crea que es Michael?

La individualidad no es el ser esencial y máximo, sino únicamente una manifestación suya. […] El ser en sí […] no conoce ni tiempo, ni principio, ni fin. […] Existe en todo el mundo en todas partes.

La idea errónea de que uno es realmente un individuo (lo que Schopenhauer llamó «el principium individuationis») podría ser la gran verdad subyacente tras las placas faciales de Michael. (Eso también explicaría su afición por Lakmé, una opera ambientada en el mundo de los trascendentales brahmanes, para quienes la realidad es en última instancia también un todo único y la existencia individual, una mera emanación hecha posible por el velo ilusorio de Maya.)6 En el sueño somos seres independientes. En la realidad, un todo. ¡Ojalá tuviéramos la posibilidad de agarrarnos la placa facial por las bisagras y arrancar todo lo que nos impide darnos cuenta de eso! Sin embargo, Michael no llega a despertar a esa conciencia: como tantos de nosotros, se queda atrapado entre los polos gemelos del deseo y el aburrimiento.

Con Lisa, el cambio se produce mucho antes que con Bella. Esa misma mañana, mientras desayunan, él empieza a darse cuenta de que la voz singular de ella empieza a desaparecer y la de Tom Noonan ya está empezando a taparla. «¿Quién lo iba a decir? –preguntan Lisa y al mismo tiempo Noonan–. Es todo perfecto. Cosas de la vida. Moraleja: todo es posible.» Sin embargo, cuando vuelva a abrir la boca ya no se la oirá a ella, solo a Noonan. Michael baja la cabeza, viendo venir la desesperación. «A veces no hay moraleja –contesta–. Esa es una moraleja.»

El que nos creamos independientes unos de otros, e independientes de los objetos aparentes que deseamos, era, para Schopenhauer, la raíz de nuestro sufrimiento

Cuando por fin Michael pronuncia su conferencia sobre atención al cliente, en el estrado del congreso, la cosa empieza bastante bien («Es importante recordar siempre que cada cliente es diferente. Como ustedes. […] Cada uno de sus clientes tuvo una niñez. Cuerpos distintos. Sufrimientos distintos»), pero enseguida adquiere un extraño giro filosófico («¿Qué es lo que define al hombre? ¿Qué es sufrir? ¿Qué significa estar vivo? No lo sé. ¿Qué es sufrir? No lo sé. […] Nuestro tiempo es limitado. Se nos olvida. Todos morimos y ya está. Como si no hubiésemos existido. Así que deben sonreír…»), y Michael ya ha descarrilado por completo y ha soltado una pesimista diatriba schopenhaueriana («Esto va mal. El mundo se va a la mierda. El presidente es un criminal de guerra. ¡Este país se desintegra mientras ustedes defienden el dichoso diseño inteligente!»).

Los horrores de la voluntad son tan históricos como personales y no parece que su fin esté cerca. «En la vida de los pueblos la historia no nos muestra más que guerras y sediciones –escribe Schopenhauer–: los años de paz no parecen más que cortas pausas, entreactos.» Lo que podría resultarnos gracioso dentro de esa desolación es que el remedio parcial propuesto por Schopenhauer para esa situación, la compasión, no parece alejarse mucho de las perogrulladas de Michael sobre la atención al cliente:

Así que deben sonreír. Recuerden: todos ustedes tienen a alguien esperándoles, alguien a quien querer. Recuerden que todos sus clientes necesitan amor. Recuerden…

Una vez acabado el congreso y abandonada Lisa, Michael vuelve a casa y se encuentra con que su mujer, Donna, le ha preparado una fiesta sorpresa. La sorpresa es, en realidad, que no conoce a nadie y todos los presentes son la misma persona. Su hijo se abalanza sobre el regalo que le ha llevado, el juguete sexual japonés, que se pone a cantar y empieza a rezumar un líquido. Donna pregunta si es semen, pero a su marido no le parece un tema de conversación importante. En lugar de eso se vuelve hacia ella y dice: «¿Quién eres, Donna? ¿Quién eres de verdad?». («¡Cómo me gustaría –me susurró al oído la nietzscheana Tamsin– que hubiera una forma de dejar de hacer esa pregunta!») La última vez que vemos a Michael es un hombre atrapado en mitad de una fiesta de personas que no son nadie (todas con la misma cara) que decide concentrarse en una muñeca que canta y supura semen, sustancia en la que Schopenhauer veía una clara manifestación de la voluntad en busca únicamente de su propia reproducción y continuación, haciendo caso omiso de lo que nosotros, como individuos, podamos «querer».

Lo que Donna es «de verdad», a ojos de Schopenhauer, es lo mismo que el semen, en el fondo: la voluntad. La realidad es la voluntad, expresada en todo lo que hacemos, somos y vemos, con independencia de la fe; somos al mismo tiempo prisioneros y responsables de la voluntad, que nunca nos deja, ni siquiera cuando llegamos a cincuentones, si bien, de vez en cuando, nos topamos con un elemento o una experiencia de belleza suficiente (una aria, pongamos por ejemplo, o un juguete sexual japonés antiguo o una película excelente) que se nos ofrece como objeto de contemplación estética que puede permitirnos, por un instante, contemplar la voluntad sin voluntad. Ah, ¿y qué más? Pórtate mejor con Donna. La compasión ayuda. Puede que no duermas el sueño profundo e imperturbable del niño héroe, pero en la realidad de Kaufman (y de Schopenhauer) no puedes pedir mucho más.

 

Traducción del inglés de Carlos Mayor

1 Schopenhauer defendía que en algunos perros y gatos domesticados podían detectarse leves ejemplos de aburrimiento.

2 Antes nos hemos enterado de que Bella también tiene problemas con la gravedad («Tengo un diente postizo porque me caí de bruces contra un banco») y quizá sea ahí donde se den la mano la comedia y Schopenhauer, en algún aspecto de la inevitabilidad tragicómica del batacazo.

3 Para explicar la impresión provocada por la humilde interpretación de Lisa podríamos referirnos a lo que dice Schopenhauer sobre la fuerza de las canciones populares: «Todo lo superfluo es perjudicial».

4 Aunque escribió cosas muy ponzoñosas sobre las mujeres, odiaba a su propia madre y es bien sabido que tiró a su casera por las escaleras, Schopenhauer también defendió que las mujeres tienden a la compasión de forma más sistemática que los hombres.

5 Es candidata a mejor película de animación junto con La oveja La película y Del revés (Inside Out).

6 La letra del Dúo de las flores puede entenderse como una fusión trascendental de muchos seres en uno solo: «Cúpula espesa, el jazmín / con la rosa se entrelaza. / Bajo la cúpula espesa donde el blanco jazmín / con la rosa se entrelaza. / […] Ven, vamos a descender juntas.»

Polar Express, película dirigida por Robert Zemeckis, trad. Carmen Criado

Anomalisa, película dirigida por Charlie Kaufman y Duke Johnson, trad. Mario Pérez

Los dolores del mundo, libro de Arthur Schopenhauer, trad. Mario de Oz, Madrid, Ediciones Sequitur, 2009.

El mundo como voluntad y representación, libro de Arthur Schopenhauer, trad. Pilar López de Santa María, Madrid, Editorial Trotta, 2003.

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Portada: London #1 por Livio Burtscher. Imagen vía.

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