Ella ve su aliento en la sala de su futuro.

Si hiciera más calor, las Polaroids que recubren las paredes se revelarían solas.

Rasca una foto con la uña del pulgar, como quien limpia una tumba. La fricción desvela los ojos castaños de una niña. Son sus ojos, pero ¿cómo podría ser ella una niña en su propio futuro? Sigue rascando hasta sacar a la luz algo más —unas diminutas manos azules—, y el frío devuelve a los ojos a merced de los barbitúricos.

El médico le dijo que durmiera. En su lugar, ella rememora pensamientos de su infancia, como si esos pensamientos no se le hubieran ocurrido antes. Los pensamientos son tan opacos, aparecen tan velados por los barbitúricos, que tiene la impresión de que no podrá pensarlos por segunda vez.

Sigue rascando. Vuelve a mirar los ojos de la niña. Oye a su madre diciéndole que se abrigue más, a no ser que quiera pillar un resfriado en el futuro, o algo peor.

 

Conserva el corazón en una sala provista de un carísimo sistema de seguridad.

Cuando informó a su médico de la combinación, él no se creía lo trivial que era.

—Cualquiera que te conozca podría adivinarla —dijo él, mientras anotaba algo en su gráfica.

-Sólo resulta obvia una vez la has oído —repuso ella.

Y, además, ese es sólo el primer nivel de acceso. Está el suelo que no se puede tocar, la matriz de láser, los perros que no han comido desde hace días. Cuando tiene los ojos enrojecidos y astillados, ni siquiera ella consigue pasar el test de retina.

The German Heart Centre Berlin. Foto: ANBerlin. Imagen vía.

 

El médico recorre las grietas de la pared con la uña del pulgar.

El cráneo se le llena de voces. Oye a un amigo de la infancia que le desafía a tocar una estufa encendida, a lamer una tubería congelada, a un paciente que le suplica que no le deje sufrir. Se avergüenza del sentimiento de poder. Oye el gemido de un perro, el choque de las manzanas, una llave que gira en una cerradura.

Ahora es la voz de su esposa la que le llena la cabeza. Es joven, una niña, es mucho antes de que se conocieran. Ella susurra para sus adentros. ¿Cómo va a reconocer él una voz que no ha oído nunca?

La uña del pulgar resigue la grieta hasta cruzarse con la risa de un hombre.

¿La del padre de ella?

La uña regresa al susurro.

A la grieta de un hombre adulto que solloza.

A un suspiro.

Y entonces las grietas convergen, sólo un par de centímetros, y se desvanecen en la pared: silencio.

Lo rodean los sonidos de su vida, aplastados hasta quedar reducidos a cera. Tiene que ser de noche. Las luces calentarían las paredes, y se fundirían las risas y los llantos. Los susurros colgarían de sí mismos en forma de hilos y acabarían hallando alivio en el suelo.

 

La sala de su cuerpo tiene el tamaño y la forma de su cuerpo.

Ella se pasó la mayor parte del tiempo sin advertir que estaba en él. Eran los buenos tiempos, cuando cumplía encargos en algún país donde nadie la conocía, desde donde informaba sobre víctimas en masa y sobre su propia seguridad. Pero hubo también otros momentos, normalmente en Nueva York, normalmente en fiestas, cuando no había nada que no fuera su cuerpo. Llegó a sentir claustrofobia en su propio y tenso yo. Llegó a sentir timidez en su despreocupado yo. El tamaño y la forma de su cuerpo no se correspondían con su tamaño ni con su forma.

Ahora todo es distinto. Ahora ella se halla en el umbral de la sala de su cuerpo, bajo el marco de la puerta. Mira hacia la cama como si lo hiciera a través de una cámara. ¿Cuánta gente ha muerto aquí? Las sábanas se cambian a menudo, pero los colchones conservan los recuerdos. Ella mira hacia su cuerpo, que no acaba de encajar en las huellas dejadas por otros cuerpos, que no acaba de encajar en la huella de su propio cuerpo. Nunca quiso ser esposa y madre, y se alegra de no haber sido ninguna de las dos cosas. Se alegra de no haber suscrito nunca un seguro de vida, de no haber hecho ni siquiera una lista. Pero desearía que hubiera alguien aquí capaz de responder muchas preguntas personales usando su nombre.

Ella fotografió a una mujer embarazada mientras la violaba una banda de rebeldes

 

Su conciencia es una sala con espejos unidireccionales.

Mire adonde mire, sólo se ve a sí mismo. Y todo el mundo fuera puede verle. No sabe quién, si es que hay alguien, está mirando. Pero sospecha que ella le mira.

Esta noche se irá a casa. Sus hijos estarán jugando en una gran caja de cartón, en el comedor. Su mujer sacará una jarra del frigorífico nuevo y comentará lo bien que enfría. Él leerá diez páginas de una novela, o verá veinte minutos de una serie de televisión, o pensará en sus pacientes.

—¿Te acuerdas? —empezará a decir su mujer, y él ni siquiera oirá el resto.

—Claro —dirá él, enojado al ver que ella lo está haciendo otra vez. Siempre es igual, siempre volviendo atrás, usando los buenos tiempos como acusaciones.

—Deberíamos pensar en volver allí —dirá ella.

—Desde luego —convendrá él, sabiendo, tan bien como ella, que no volverán allí bajo ningún concepto.

—Por cierto, se te caen los pantalones.

—Ha llamado el fontanero.

—La hermana de Ray se está muriendo.

—La hiedra está descontrolada.

—He leído algo interesante en el periódico.

—Hay que poner una lavadora.

—Se han fundido un par de bombillas.

 

Las paredes parecen ser negras, pero no lo son, son blancas.

Las paredes blancas están cubiertas de letras negras: el registro de todo lo que le ha sucedido a él hasta este momento.

Su vida no está dispuesta en ningún orden obvio. Parte de su primera hora está cerca del suelo, parte cerca del techo. El momento en que perdió la virginidad está escrito alrededor del aplique. Desenrosca la bombilla de la lámpara. Los extremos del filamento roto parecen querer reconectarse. Lo único que encuentra es aquello que no está buscando. En una de las esquinas, a la altura del ojo, hay un perro en mitad de la calle. Escritas en la pared están las ruedas de un coche que escribe sus disculpas sobre el asfalto.

Es un niño: observa a un perro que intenta lamerse unas heridas a las que no llega. Sus gemidos empujan las paredes de su memoria como si un dedo intentara atravesar un cubito de hielo. Camina hacia el perro, pero la sala de su cuerpo queda reducida a escombros. Cena y se va a la cama y por la mañana no es un nuevo día sino el mismo.

Ha intentado borrar al perro de su vida. Pero todos los borradores se parten. Así que compró pintura blanca. Pero las letras negras vuelven a salir, por muchas capas de pintura que dé. Ha probado a alterar las palabras, pero la punta del lápiz se empeña en quebrarse.

 

Hay salas donde ella nunca ha entrado.

Eso es porque su vida es grande, y ella no tiene cianotipo. Nadie conoce su vida mejor que ella, pero eso no significa que ella conozca su vida. Ha viajado miles de kilómetros, ha gastado kilómetros de película: en Zaire, en Rusia, en Bolivia y en Malasia. No ha intervenido, ha fotografiado muertes de las que quizá habría podido advertir, o que al menos habría podido acelerar,  refugiándose después en palabras como «deber».

A veces oye ruidos que proceden de otras salas: risa del piso de abajo, resonando en el otro lado de la pared, sollozando desde el techo; más risa desde una sala lejana; el techo deformado: un punto húmedo y oscuro.

—¿En qué piensas? —pregunta el médico, con dos dedos en la muñeca de ella y los ojos puestos en el reloj.

—¿Disculpa?

—Simple curiosidad. Sé cómo te sientes, pero ¿en qué piensas?

No comprendía que ella pensaba en tono de disculpa.

—No sabes cómo me siento —dice ella.

—No, por supuesto que no.

—Lo siento. Estoy frustrada.

—No hay nada que disculpar. Es mejor que lo descargues sobre mí.

Ella fotografió a una mujer embarazada mientras la violaba una banda de rebeldes. En el periódico del día siguiente, en medio de la primera página, había una foto de la mujer mirando a la cámara.

 

Hay salas donde él nunca ha entrado.

Eso es porque sólo usa puertas. Nunca ha excavado un túnel, ni ha subido por el cañón de una chimenea, ni ha arrojado un candelabro contra la pared y se ha escurrido por el hueco. Nunca ha abierto una ventana.

—Pienso en Jordania —dice ella.

—¿Una amiga?

—El país. Pensaba sólo en lo mucho que me gustó. Me gusta pensar en él más incluso de lo que me gustó estar allí en ese momento.

—No he ido nunca —dice él—. Siempre he querido ir.

—Nunca es tarde.

—Nunca digas nunca.

Ella se ríe y le pregunta si la ayudaría a morir.

 

La sala de su mediana edad es fría, blanda y del color del mortero.

Ella conserva los ojos en una habitación empapelada con gasas empapadas en té Darjeeling de su madre servidas en las tazas de porcelana de su abuela.

 

La sala de su pasado está en perpetuo proceso de empapelamiento.

Él no sabe por qué. El papel no se pela, ni se destiñe, ni se despega. Pero cada vez que vuelve a la sala, a esas elecciones que no pueden borrarse ni cubrirse con pintura, encuentra en ella algo distinto. Resulta desconcertante, porque nunca es como la recuerda. De manera que nunca se siente cómodo, ni confía en ella.

—Casémonos —le dice a su esposa treinta años atrás. Están a la sombra de un árbol, en el patio trasero de la casa de campo de los padres de ella. La música que emerge del estudio de su padre hace chocar las manzanas unas con otras.

O: «Cásate conmigo», le dice ella en mitad de un puente. Por debajo pasa una barca con suelo de cristal desde la que los turistas sacan fotos a los peces. Dentro de pocas horas en el lago se reflejarán estrellas que llevan mil años muertas.

O están en la cama, pegados a las sábanas, sacando aire salado por la boca. Lo dicen a la vez.

O no lo dijo ninguno. Nunca tuvieron la idea de casarse, y mucho menos acordaron hacerlo. Pero, treinta años después, se descubren casados.

Dentro de pocas horas en el lago se reflejarán estrellas que llevan mil años muertas

A una fracción de milímetro por vez, el papel de la pared empieza a invadir el espacio de la sala. La puerta ya no se abrirá. Las tablas del suelo se han perdido como arena bajo esa marea en perpetuo acercamiento.

—Lo siento —le dice a su paciente—. Es…

—Lo sé —dice ella—. Sé todo lo que vas a decir. Lo sé. Pero creí que lo harías de todas formas.

—Lo siento.

—No tienes por qué. Fui injusta al pedírtelo.

—Quizá no estemos haciendo un buen trabajo a la hora de aliviarte el dolor.

Ella se ríe y dice:

—Hablemos de otra cosa.

Él acerca la silla a la cama y hablan de otras cosas, de cualquier cosa excepto del dolor, es decir de nada, porque si el dolor no fuera todo ya no sería dolor, sería sólo incomodidad. Las cosas de las que hablan son sólo distintos filtros para su dolor, como proyectar una película en un acuario o en una vidriera de colores.

Él le habla de la parte de abajo de la litera que tenía en la universidad, donde alguien había grabado: ESTOY DORMIDO.

Ella le cuenta que usó durante años un escritorio de segunda mano cuyos cajones estaban cerrados con llave.

Él le cuenta que, de pequeño, su familia comía bajo una claraboya, pero sólo los desayunos tempranos y las cenas tardías, porque el sol calentaba demasiado la cubertería.

Ella le habla del único carrete de fotos que nunca reveló.

Él dice:

-Una vez nos mudamos al otro lado de la calle, justo al otro lado. Llevábamos cajas y mi padre me dijo: «Mudarse al otro lado de la calle es más duro que mudarse al otro extremo del mundo, porque se espera que lo hagas tú mismo».

—¿Por qué os mudabais al otro lado de la calle?

—Era una casa mejor.

—Más grande.

—No —dice él—, prácticamente idéntica. Mi padre quería mudarse. La novedad ocultaba la igualdad. Que fuera distinta la hacía mejor.

Ella se gira hacia la ventana.

—Nos llevamos bien. Tú y yo. ¿Verdad?

Él se ríe.

—Sí.

Ella busca su muñeca y dice:

—No puedo hacerlo sola.

¿Cómo acabará esto? ¿Llegará un día en que la puerta no se moverá? ¿O bajará la marea? ¿Se llevará consigo la playa?

 

Ella creía que la sala de sus seres queridos estaba llena de mirillas.

Pero son agujeros de clavos. Allí solía haber fotos colgadas. Ella ya no recuerda el aspecto que tenían aquellas caras. Intenta conjurarlas, rascar sobre sus recuerdos como si fueran Polaroids, pero no le vienen. Y tampoco rasca con mucho empeño. Al fin y al cabo, los amigos no han significado mucho en su vida. La observación no responde al cinismo ni a la ira.

—¿Has hecho testamento? —le preguntó ella una tarde mientras él revisaba unos monitores. Él tardó unos segundos en responder, luego levantó la vista.

—¿Qué?

—No importa —dijo ella.

—Cuando nació mi primer hijo, redactamos algo. Nada sentimental, sólo quién se queda con qué. Algo increíblemente aburrido, la verdad.

La pared es frágil, los agujeros grandes. Ella puede mirar la sala del dolor físico a través del agujero donde antes colgaba una foto de su amiga más vieja.

—Tengo una sobrina —dijo ella—. Se lo dejo todo a ella.

—¿Cómo se llama?

—Su nombre. Oh, Dios, se me ha ido de la cabeza. Te lo digo dentro de unos minutos, ¿vale?

—Vale.

La luz brilla a través del panal de agujeros: una constelación. No había ningún lugar en la pared donde encajara la foto de sus padres.

—¿Puedes contarme algo de tu vida? —pregunta ella, colocándose de lado.

—¿Qué parte de mi vida?

—La que quieras contarme.

—Quizá en alguna otra ocasión.

—Tienes un millón de cosas que hacer.

—Eso, y que no tengo nada que contar.

—Habla. Di algo. Sé que debes irte. Habla durante un segundo y luego vete.

Eres tú la que ha ido a Jordania. deberías contarme cosas. Harías que mis historias suenen muy aburridas. Pero. ¿Qué puedo contar? Nunca pensé que sería médico. Puedo contarte eso. Cuando era más joven, en la universidad quiero decir, quería ser músico. Pero no quería ensayar. Supongo que lo que me interesaba no era la música, pero, no sé es la primera vez que digo esto, así que está saliendo mal. ¿Ser músico? ¿Entiendes esa distinción de la que hablo? Quería ser alguien que hubiera hecho, en lugar de alguien que hacía. Todas estas ideas de cosas que querrías haber hecho. No tanto en el hecho de hacerlas. ¿Estás bien?

Otro agujero, donde una vez hubo colgada la foto de un novio sin importancia, es lo bastante grande para que ella pase el brazo. Introduce el hombro y luego la parte superior de su cuerpo. Cae sobre su vida en sueños.

 

Su libido está empapelada de cachemir, de ropa tejana, de pana y de seda.

Cuando era un adolescente, iban desnudos. A los veinte años llevaban sobras. Luego sólo calcetines, luego medias hasta los muslos, luego medias rotas, luego ropa interior. Luego faldas, luego vestidos. Ahora hay una sucesión de capas.

Hubo una época en que le rasgaba la blusa a su mujer. Ahora desabrocha los botones. ¿Cuándo empezó a preferir a las mujeres vestidas a las desnudas?

Su esposa le preguntó si era homosexual. La respuesta era no, y dijo no. Él sabía que ella quería que montara en cólera, pero no iba a darle ese gusto.

—Y tampoco tengo una amante, si esa es tu siguiente pregunta.

—No iba a ser esa.

¿Cuándo se retiró él a las cajas de cartón de los electrodomésticos nuevos? ¿Cuándo empezó a dormir en el colchón? ¿Hubo siempre tantas superficies, tantos suelos, techos y paredes?

Hablan de otras cosas, de cualquier cosa excepto del dolor, es decir de nada, porque si el dolor no fuera todo ya no sería dolor, sería sólo incomodidad

—Mi siguiente pregunta iba a ser: «¿Por qué, en la única vida de la que dispones, estás casado conmigo?».

Él quiere llegar a intimar con su paciente, pero no quiere acostarse con ella. Quiere vestirla. Quiere vestirlos a todos: mujeres, hombres, niños, ancianos. Quiere sacar a los perros de las calles y enterrarlos en mantas. Se frota las manos hasta arrancarse la piel antes de entrar en una habitación. Quiere envolver el mundo en capas.

—Creo que has doblado una esquina —le dice él—. Creo que te estás acercándote al bienestar.

Ella está inconsciente.

 

Cada uno de sus pulmones está guardado en su propia sala, con paredes forradas de espejos.

Las paredes se nublan con cada exhalación y se aclaran con cada inhalación.

Su último aliento no pareció un último aliento. Si alguien le hubiera preguntado, justo entonces, cuántos alientos le quedaban, ella habría dicho que miles. O se habría reído. O intentado reír.

Su última conversación con el médico transcurrió así:

—Me estoy acostumbrando a la comida de aquí.

—No lo hagas.

—Da la impresión de que hace un bonito día. Ve a dar un paseo.

-No. Nunca hay tiempo. Tal vez cuando mejores y vuelvas a casa…

—Vete y cuéntame cómo es.

—Mañana te contaré cómo es esta noche.

—Al final —dijo ella, con un tono que caía de sus palabras como el suelo de un ahorcado.

—¿Al final qué?

—Nada.

—¿Qué?

Ella sonrió y dijo:

—Iba a ponerme dramática.

Él salió a visitar a sus otros pacientes.

Exhaló.

Había palabras escritas con vapor en la pared.

Inhaló.

 

La sala de su accidente está empapelada de pantallas de televisión.

El nuevo paciente no vio acercarse el coche, pero ahora lo ve desde todos los ángulos posibles, a cámara lenta y en tiempo real, hacia delante y al revés, desde abajo y desde arriba, de cerca y de lejos. Ve por debajo de su propia piel, las costillas que se rompen, los riñones, la cavidad pectoral llenándose de líquido. Ve el espejo en el pelo del conductor, el anillo en el estuche que hay en la guantera, la música que envuelve la antena.

Y no sólo el accidente. Las pantallas reproducen todo lo que nunca vio: su expresión la primera vez que hizo el amor, lo que pasó mientras dormía en el sofá de su hermano, la gente que leía en los alrededores de la piscina mientras él contenía la respiración, el otro lado de la puerta principal de la casa de su infancia, estrellas al mediodía, cables telefónicos a medianoche, cartas en sobres cerrados, cartas no escritas en los bolígrafos.

El médico entra en la sala, mira el monitor y sonríe.

—¿Listo para la recuperación?

TRADUCCIÓN DE TONI HILL

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