No puedo saber si los agitados y angustiosos momentos que me ha tocado vivir en el siglo pasado y aún en el presente servirán de ejemplo a las generaciones futuras, pero sí sé que soy un producto de esos momentos, y uno bastante complejo. He vivido en los márgenes de los trascendentales cambios de mi época, sin haber podido participar directamente en sus procesos creativos, pero me he visto sometido a todas sus consecuencias, tanto las positivas como las negativas, hasta el punto de haber tenido a veces que defender mi propia vida.

            Al dejar la periferia por el centro, tuve que aprender una enorme cantidad de cosas que ignoraba pero que, en el mundo al que llegué, eran consideradas poco menos que obviedades. Cuando miro atrás y observo el camino que he recorrido, me sorprende y aun hoy me intimida aquella carrera inicial que en mi candidez veía llena de obstáculos. ¿Cómo decirlo? Yo venía de un mundo sin colores ni formas. La antigua civilización a la que pertenecía había acabado, más o menos, por resignarse a su derrota. La modernidad triunfaba, y todo lo que nos llegaba de Occidente era tan irresistible como el canto de las sirenas. Me vi aprendiendo lenguas y culturas de países que admiraba con la pasividad del espectador.

            Desde que tengo uso de razón, he vivido siempre en mundos inconexos donde nada ocupaba su lugar. Un mundo hecho de retazos de conocimientos incongruentes, encajados a la fuerza, de piezas discordantes de un rompecabezas caprichoso. El resultado fue que tenía siempre la impresión de estar viviendo en una tierra de nadie. Quiero decir que mi generación recibió de lleno el golpe del choque entre las culturas, y tuve que asimilar ese choque desde muy temprano. De más está decir que todo eso sucedía a nivel inconsciente, y que fue más tarde cuando tuve consciencia de las fisuras que de algún modo habían dado forma a quien soy.

сбпч time! por Nikita Nikiforov. Imagen vía.

            De manera gradual, al esforzarme por sacar a la luz las contradicciones que me constituyen y las de los diferentes lugares en los que he vivido, he logrado reconocer, mal que bien, los mecanismos que gobiernan mis comportamientos y conocimientos. Movido sucesivamente por mi interés en la gran espiritualidad de la India, en los grandes hitos del pensamiento occidental, cuyo principal motor es la ansiedad, y, por último, en Irán y el islam, me convertí en un comparatista de las religiones y, a la postre, en un observador comprometido de las fracturas que enfrentan las tradiciones del pasado a los grandes cambios de los tiempos modernos. A describir los bordes y relieves de esas fracturas y a registrar su huella he dedicado mi obra, escrita en mis peregrinaciones por las grietas abiertas entre tantos mundos desencajados, hasta que acabé comprendiendo que me había convertido en un portador y mensajero de los múltiples niveles de consciencia en los que los sedimentos del pasado, del más remoto al más reciente, se acumulan y coexisten. El siguiente paso consistió en desentrañar, en la medida de mis posibilidades, la inextricable red tejida por esta caleidoscópica mirada, cuyas numerosas facetas, sin ser yo consciente de ello, habían acabado constituyéndome.

            Cuando hoy abarco la totalidad de este mundo, descubro que la sucesión de las culturas en el tiempo ha sido reemplazada por su coexistencia: todos los cambios de paradigma, todos los niveles de consciencia –desde el Neolítico hasta la era informática– se manifiestan ahora simultáneamente. Se ha producido un solapamiento de los diferentes niveles del ser, ahora desprendidos unos de otros, entrecruzados y yuxtapuestos, de modo que ya no es posible volver a ordenarlos en una estructura lineal. Nos asombramos ante esta confusión de géneros, ante la combinación de elementos incompatibles, las polinizaciones y mestizajes de toda índole. Al observar este fenómeno en el marco de la historia de las ideas, es posible advertir que en cada umbral se producen dos fenómenos concomitantes: la aparición de una nueva idea, seguida de la abolición de la anterior. Pero si la observación se hace desde una perspectiva más amplia, lo que comprendemos es que nada desaparece. En realidad, lo que sucede es que los discursos se han desplazado y están ahora amontonados en rincones oscuros, donde esperan, agazapados, su hora de brillar. Con excepción, tal vez, del universal discurso de la modernidad, cuyos principios derivados de la Ilustración se han convertido, para bien y para mal, en patrimonio de la humanidad, no prevalece entre nosotros razón alguna, no hay una sola ideología tan incuestionable que sea capaz de eclipsar a las otras. Aunque con algunas excepciones, esta tendencia del pensamiento constituye un caso sin precedentes en la historia de la humanidad. ¿Qué conclusiones extraer de un análisis de esta nueva realidad? Para empezar, que las identidades inconmovibles, los estados-nación y las ideologías hegemónicas están desapareciendo de un mundo en el que el “pensamiento relacional” está sustituyendo a las verdades graníticas. Esta es la seña de identidad de los grandes cambios: el rechazo de las creencias monolíticas, los principios irreductibles de la materia, los sistemas arbóreos de pensamiento. Valoramos, en cambio, el pensamiento nómada, los modos relacionales de desarrollar empatía, el hibridismo y la fecundación cruzada entre culturas. De todo ello se desprenden tres consecuencias inevitables, que, en mi opinión, definirán nuestro futuro en el próximo milenio. La interconectividad que caracteriza nuestro modo de ser en el mundo se manifiesta en todos los niveles de nuestra realidad.

He vivido en los márgenes de los trascendentales cambios de mi época

            En primer lugar, en el nivel de las culturas y las identidades, la interconectividad refuerza las relaciones rizomáticas, mediante una suerte de configuración en mosaico que facilita el encaje entre las diversas identidades. Consecuencia de ello es el fenómeno del multiculturalismo y el surgimiento de las identidades plurales. Básicamente, de este tiempo que vivimos puede decirse que en él nadie se define mediante una única identidad, que todos somos seres mixtos, dueños en mayor o menor grado de una “consciencia híbrida”. De aquí la idea de las “identidades fronterizas”, puentes colgantes entre las grietas históricas de la consciencia. En este caos de identidades que se entrecruzan, solo una cosa parece segura: que la modernidad no es un fenómeno superfluo del que podamos librarnos. Sea cual sea nuestro origen étnico, todos nosotros somos “occidentales”, en la medida en que nos constituyen aspectos ineludibles de la Ilustración. Y sea cual sea nuestra identidad (y Dios sabe que son innumerables), tenemos que cargar con esta última, que es la que nos relaciona con todos los otros seres humanos del planeta, con independencia de nuestra raza, religión y raíces culturales. En otras palabras, solo la modernidad de nuestra identidad nos confiere facultades críticas, y solo mediante ella, por paradójico que parezca, somos capaces de despojarnos de los más arcaicos estratos de nuestra consciencia para facilitar sus múltiples articulaciones y la conexión entre los mundos que coexisten en diferentes momentos históricos. Si, seducidos por la búsqueda de genealogías ficticias y mitos fundacionales, decidimos retirarnos de este mundo en constante cambio para vivir bajo una campana de cristal, no lograremos otra cosa que saltar de la sartén al fuego, del inmovilismo al oscurantismo. ¿Es aún posible el diálogo? Es probable que sí, pero con las precauciones del caso. Hay que empezar por dejar de lado la retórica del resentimiento, los discursos anti esto o aquello que, huérfanos de argumentos de peso, se refugian en el anatema. Al mismo tiempo, tenemos que comprender que no estamos ya en presencia de culturas autónomas, en el sentido más cabal del término, sino confrontados a modos de ser que solo pueden existir y desarrollarse en el marco de nuestra actual modernidad; que las articulaciones entre estos descoyuntados modos de ser representan el diálogo del hombre consigo mismo; que el problema es ante todo de orden epistemológico, por más que inevitablemente tenga consecuencias sociales y políticas. Comprender asimismo que ese diálogo se desarrolla en un plano horizontal, y que la zona híbrida de la que extrae sus argumentos (a lo que me he referido como identidades fronterizas, consciencias híbridas, pensamiento nómada) es reveladora de otro fenómeno que es el arte del retazo: el arte de saber combinar las múltiples relaciones en juego. Salvo que lleven anteojeras, a los seres humanos de hoy no les queda más remedio que aprender las diferentes técnicas del remiendo para así volver a dar forma a su ser y volumen al paisaje existencial de su vida, para darse algún tipo de coherencia en un mundo caótico. En otras palabras, para descubrir vías de escape que los conduzcan a otras esferas de la existencia.

            ¿Existen esas dimensiones espirituales? Al hablar de otras esferas de la existencia, lo más probable es que nos estemos refiriendo a aquellas culturas tradicionales que, aunque no forman un todo articulado y autónomo, ofrecen acceso a otros universos de sentido situados más allá de la modernidad, vírgenes de los desgarrones epistemológicos de los tiempos modernos. Dicho de otro modo, universos que se nutren del inconsciente colectivo de la humanidad. Si el ejercicio de la facultad crítica, meollo de nuestra moderna identidad, basta para vivir acorde con el mundo contemporáneo, para alcanzar esas otras y más altas esferas de la existencia, en cambio, es preciso manejar otras claves del conocimiento. En ese espacio de transmutaciones, en ese otro sistema de organización alcanzable a través del espejo, la modernidad resbala de las manos, pierde su eficacia, no nos sirve ya de guía, y la experiencia está signada por la desorientación: aquí estamos a la deriva, sí, y aquí es donde hay diálogo. Pero no un diálogo divertido entre culturas, sino el de la metahistoria.

Yo venía de un mundo sin colores ni formas

            En segundo lugar, los vínculos relacionales que gobiernan nuestro mundo moderno también se manifiestan en el plano del conocimiento, a través de una variedad de posibles interpretaciones. En la medida en que las grandes verdades metafísicas que sustentaban las viejas ontologías se hundieron y perdieron su valor, el infinito proceso de la diversidad interpretativa ha encarnado en un yo fragmentado. Toda persona es capaz de interpretar cualquier aspecto de la existencia según sus valores subjetivos. Las antiguas estructuras de nuestra inteligibilidad se han hecho añicos, se habla del retorno de lo sagrado, algunos ansían el regreso de lo divino, a pesar de que sabemos que la “divinidad” nunca volverá a lucir las máscaras de los antiguos dioses, los mismos que se manifestaban, como vio René Girard, a través de la violencia. Al contrario, lo sagrado ahora está presente en la endeblez de los lazos tribales, en el infinito abanico de nuestras posibilidades. Ya no estamos confinados a la alternativa kierkegaardiana de “lo uno o lo otro”, no sabemos ya lo que es vivir atrapados en dilemas insuperables. Debemos escoger entre los países de un abanico con innumerables tonos y reflejos. El variado caleidoscopio de estos paisajes espirituales nos convierte en un homo viator, pero uno de un tipo muy particular. Peregrinos somos, es verdad, pero nuestro peregrinaje no sigue una ruta trazada de antemano. Ya no buscamos el Grial, pero no hemos perdido el instinto de la búsqueda. Salvo que la búsqueda es ahora tan cambiante como los cambiantes retazos tejidos por la humanidad. Puede tomar la forma del samsara o la maya, y a veces es un ritual de iniciación chamánico. En todo caso, la variedad de opciones, potenciada por nuestra polinización cultural, nos permite romper el estrecho cerco hermenéutico y explorar territorios más allá del espacio y el tiempo. Como si rebobináramos el tiempo para desandar el camino de la historia; como si levantáramos, hoja a hoja, las capas del palimpsesto en el que se ha depositado la memoria de la humanidad.

            Es un hecho curioso que el repliegue de los dioses nos haya dejado un mundo más mágico e irracional que nunca. No solo nuestro inconsciente, saturado de imágenes censuradas, ha entrado en actividad como un volcán que despierta, sino que en las imágenes que proyecta descubrimos unas figuras increíblemente abigarradas, mitad divinas, mitad demoniacas. Así como asistimos, en el plano cultural, a la aparición de un sinnúmero de combinaciones entre conceptos, también nuestras proyecciones se caracterizan por la mezcolanza de símbolos, son una amalgama de iconos y mandalas en la que el yin y el yang se entrecruzan para tejer con símbolos afines un tupido bosque de combinaciones inagotables. Paradójicamente, sin embargo, este reencantamiento es fruto de la secularización, sin la cual nunca se habría manifestado semejante panteón de imágenes híbridas.

            Por último, con este estado de cosas se ha producido una “virtualización” en el ámbito de los medios de comunicación, facilitada por un entramado de redes interconectadas globalmente. La instantaneidad, la inmediatez y la ubicuidad características de estas redes, además de producir una contracción del tiempo y el espacio, son responsables de que experimentemos la síntesis de todos nuestros sentidos y que accedamos a percepciones multisensoriales. Aquí comienza a dibujarse una extraña simetría. Por un lado, las ideas fluctuantes que emanan de la increíble combinación y mezcla de ideas tradicionales alumbran una especie de meta-realidad que parece flotar sobre nuestro mundo; por el otro, la revolución comunicacional, al llevar aparejada la percepción del tiempo real a través de las nuevas tecnologías, contribuye a la creación de un mundo virtual paralelo a nuestro mundo tangible. Al comparar estas dos modalidades de “virtualización” (un término con el que me refiero al mundo de visiones, mitos y ángeles y demás proezas de la era informática que se manifiestan en el ciberespacio a través de la digitalización, internet, etc.) comprendemos que nos enfrentamos a dos mundos paralelos que nunca podrán coincidir en un mismo nivel de realidad.

El principal motor del pensamiento occidental es la ansiedad

            Así como la virtualización se sitúa en un “fuera-de-aquí” de elusiva ubicación solo actualizable por la tecnología digital, el mundo arquetípico de las imágenes solo puede aspirar a su epifanía en el ámbito de la imaginación creativa. Son dos mundos, por tanto, que no se sitúan en el mismo nivel de percepción. La virtualización, como dice Baudrillard, elimina la ilusión al transformar la realidad en hiperrealidad, incluso en simulación, mientras que el otro proceso transforma la ilusión en imaginación activa, más afín a la idea de los ángeles. Con todo, y a pesar de estas diferencias, el caso es que estos dos modos de virtualización ofrecen llamativas semejanzas. En ambos casos, los dos registros están sometidos al efecto Moebius, al ser los dos también mecanismos de transformación entre diferentes estadios. En un caso como en otro, estamos ante realidades “desterritorializadas”: en una de ellas, nómadas o migrantes navegan en el mar de las redes interconectadas según el capricho o la necesidad del momento, mientras que, en la otra, migrantes peregrinos ascienden por la escala de la búsqueda espiritual. Estas aparentes semejanzas son consecuencia de la poderosa atracción que sobre el hombre moderno ejerce lo intangible, la magia de la instantaneidad y la metamorfosis de las formas. Hasta cierto punto, con la transmisión de informaciones que recorren la estratosfera a la velocidad de la luz, el mundo redescubre el encantamiento. El viejo sueño de ubicuidad caro al ser humano ha comenzado a hacerse realidad en el correo electrónico y la teleconferencia, realidades que, hace apenas unos años, nos hubiesen parecido el imposible fruto de la imaginación más delirante.

            ¿Qué conclusiones podemos extraer de todo esto? La interconectividad que todo lo abarca, que envuelve medios, seres humanos, cultura, identidades plurales, esta tela de retazos que ahora todos debemos aprender a tejer, proyecta un mundo hecho de todos los colores y tonos imaginables. Este es el mundo que llamo la zona de hibridación, que no es otra cosa que una zona intermedia, periférica, donde se acoplan y encajan los diferentes niveles de conciencia. Es aquí donde los fragmentos de las diferentes perspectivas históricas se solapan hasta generar un universo cuya coherencia es el resultado tanto del poder estructurante de la imaginación como de las desconcertantes fracturas de la realidad. Si la literatura de esta zona intermedia se había dedicado hasta ahora a ensayar alguna que otra forma experimental, la globalización y las muchas variantes de hibridismo que fomenta han conseguido que la experimentación se convierta en un fenómeno universal y que se confunda, por consiguiente, con el destino del hombre contemporáneo. Prueba de ello son las monumentales creaciones de las literaturas periféricas (y con esto me refiero a las angloindias, las latinoamericanas, las afroamericanas, etc.). Tengo la impresión de que en las próximas décadas asistiremos al fructífero aprovechamiento de esa zona intermedia, donde confluyen todos los niveles de significación, del más antiguo al más reciente. Será necesario aprender a extrapolar entre ellos manteniéndose a distancia, pero entregados asimismo a conciencia a su juego de reflejos en el espejo, habrá que aprender a construir puentes entre sus grietas, a garantizar de algún modo la coexistencia de estas fracturas haciendo buen uso de su enorme potencial. Tal vez así seamos capaces de reintegrar todos los sedimentos del pasado que el acelerado ritmo de fractura del conocimiento ha vuelto incapaces de comunicarse entre sí y confinado al asfixiante cerco de las disciplinas estancas. También así seremos capaces de descubrir la verdadera naturaleza del diálogo que los une y podremos resaltar el valor de ese “horizonte de influencias combinadas”. Dicho de otro modo, esta es la colosal tarea que espera a las futuras generaciones, condenadas a vivir en un mundo multicultural donde la fusión y la hibridación se habrán convertido casi por completo en el modo natural de existencia. Con satisfacción, además, constato que la nueva novela “periférica” sabe aprovechar con excepcional audacia el paisaje imaginario que acompaña estos procesos de hibridación.

Todos somos seres mixtos, dueños en mayor o menor grado de una “consciencia híbrida”

            El interés por los híbridos en el campo de la ficción se desprende, en este caso, del hecho de que esa zona intermedia y sus formas mutantes haya derivado en un universo aparte, un ámbito de original creación en el que la hibridación es la consecuencia de una exploración sin precedentes del mundo de la imaginación. Conviene notar, de paso, que las personas que viven esta aventura y escriben estas novelas también son criaturas híbridas: viven con un pie en la prehistoria de su propia cultura y el otro en las metamorfosis del futuro. Para terminar, me gustaría recordar lo que el gran crítico alemán Ernst Robert Curtius decía del genio universal de Goethe. En la visión del poeta, es posible advertir el hilozoísmo de los jonios, el alma del mundo platónica, la entelequia de Aristóteles, la natura naturans y la natura naturata de Spinoza, la monadología de Leibniz, la filosofía de Schelling. Pero todos estos elementos tan dispares están enlazados aquí por la idea de la metamorfosis. Es esta la idea central de Goethe, la misma que lo lleva a participar en la continuidad de la philosophia perennis y a integrarse en los antiguos misterios de la revelación cristiana.

            La doble metamorfosis experimentada por Fausto –su rejuvenecimiento y transfiguración– tal vez sea también el destino de las generaciones venideras.

Traducido del inglés por Ana Niño

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