El niño llegó en la tarde, descalzo, arrastrando a su perro hasta la entrada de lo que se hubiera podido llamar una iglesia si aquello se hubiera podido llamar un pueblo. Estaba aprendiendo a leer y las palabras le llegaban como fogonazos: chontaduro, pentecostal, tsunami. Pero aquel día, antes de cruzar la puerta del granero convertido en templo de oración, consiguió dominar su manía de repasar la hoja que colgaba de la puerta de madera. Era un papel laminado, clavado con una puntilla oxidada, en el que se leía una receta escrita a mano: Después del examen de conciencia, rece 20 Padrenuestros por cada pecado cometido.

Como casi todos los días, el niño entró y se arrodilló sobre los reclinatorios de madera podrida, que olían a sudor, y el perro se acostó a su lado. Antes de cerrar los ojos, barrió con la mano izquierda las telarañas y miró por última vez la figura a la que todos llamaban El Cristo Negro. Ahí estaba, como siempre, sostenido por una cruz de balso, gravitando entre unas rejas doradas, espléndido entre la suciedad que lo rodeaba. Al niño le gustaba rezar en silencio, con los ojos cerrados y la frente arrugada como si intentara fijar un sueño. Lo hacía a diario, para exculpar hechos inofensivos, hechos que algunas veces él mismo fabricaba pero que le servían de excusa para sentirse cada día más ligero, más cerca de ese estado sin manchas en el corazón del que tanto hablaba el sacerdote.

Esa tarde la iglesia se fue quedando sola pero el niño, ante el asombro de las señoras más devotas, permaneció anclado durante horas en la misma postura. A las siete de la noche, la anciana encargada de cerrar la iglesia logró despacharlo con la promesa de que los rezos, en casa, tendrían la misma eficacia. El niño salió despacio y sintió el olor de la tierra. Sus sus ojos pequeños apuntaron al cielo y entonces gruesas gotas de agua empezaron a golpear su cara. Salió corriendo y no tuvo tiempo de escuchar a los perros, que ladraban a su paso como si olieran el miedo. Cruzó el umbral de su casa, subió las escaleras y no quiso saludar a su madre, que estaba ocupada preparando la comida.

Se llamaba Selba y era una mujer sonriente, con unas nalgas enormes y una fijación enfermiza por convertir a su hijo en el recipiente de todas sus esperanzas. El niño había heredado de ella, además de la curiosidad genética por los razonamientos absurdos, esa mirada que por momentos quedaba suspendida en un punto aleatorio del paisaje, como si captara registros desconocidos de la realidad.

Lo decía con esa borrachera infantil que produce soltar vulgaridades por primera vez al aire libre

El niño cerró la puerta y en la penumbra de su cuarto buscó una esquina, de espaldas a su cama, e intentó terminar de una vez por todas con los veinte padrenuestros. Estuvo arrodillado durante un rato pero la oración se le negaba. Estaba incómodo. Cada vez que empezaba el Padre nuestro que estás en el cielo, su cabeza invitaba a un intruso. Era una voz repetitiva, que llenaba su mente con las frases que Gregorio, su primo mayor, gritaba mientras perseguía gallinas en las calles llenas de sol y polvo. El primo las decía con énfasis, tomado por esa borrachera infantil que produce soltar vulgaridades por primera vez al aire libre: Cristo es una loca, Cristo es una loca perra, gritaba. Cada vez que pasaba por su lado, el niño se tapaba los oídos para evitar que esas palabras pudieran corromper su relación con el Señor Invisible.

Pero ya estaba atrapado. Esa nueva presencia verbal, instalada como un parásito en su mente, iba ganando ritmo: Padre nuestro que (Cristo es una gran loca) santificado (loca perra) tu reino (grandísima loca) tierra como en el cielo (loca inmunda, traicionera). Sintiéndose el peor pecador de la historia, luchando con esas dos voces, el niño salió de su cuarto en silencio, bajó las escaleras, y apenas cruzó la entrada de la casa corrió de nuevo por las calles oscuras hasta la desembocadura del río. Había dejado de llover.

En una de las viviendas apoyadas sobre pilares vivía Fermín, el sacerdote que había creado aquel decreto de los veinte Padrenuestros para poder gestionar el afán confesor de aquel pueblo exageradamente culpable. Tocó con nerviosismo y a los pocos segundos vio salir a un hombre blanco, de unos cuarenta años, vestido como una persona común y corriente. Estaba acostumbrado a verlo en sotana, con la estola alrededor de su cuello, lanzando bendiciones a diestra y siniestra. Ahora era un hombre despojado de sus poderes y por eso el niño dudó antes de hablar. Como no vio otra salida, lleno de vergüenza le narró de manera desordenada el asunto de que Cristo era una gran loca, una loca perra, una loca inmunda, una loca traicionera.

—Mira, hijo, te voy a decir una cosa. En lugar de venir por acá a estas horas, te voy a dar una fórmula—le dijo el sacerdote, obsesionado por las recetas espirituales—. Por cada blasfemia que te venga a la cabeza, tienes que rezar tres avemarías.

—Pero padrecito… no acabaría nunca— respondió el niño con la angustia del que sopesa por primera vez la probabilidad del infinito. —Además pierdo la cuenta.

—Entonces aprende a controlar esa mente, que es la única loca aquí— dijo el hombre antes de cerrar la puerta, sin explicarle cómo se hacía aquello de controlar la mente.

Esa misma noche, de nuevo en su cama y a fuerza de repetición —iba rozando los noventa avemarías— el niño tuvo esa primera imagen, impregnada de brillo, que fue creciendo como si tuviera vida propia. Estaba distraído, incapaz de saber si ya había cumplido con la cuota o simplemente estaba recitando frases sin sentido, cuando lo vio: era Dios, solo en un pedestal coronado por letras de neón. Estaba sentado, vestido de blanco, recibiendo un montón de rezos ascendentes, como cadenas de palabras que subían desde las voces de los hombres pecadores hasta su corazón infinito.

Lo vio con tanta claridad que de inmediato se puso a pensar en los detalles de su vida rutinaria. ¿Cómo hacía ese hombre para gestionar tantas plegarias? ¿Acaso tendría tiempo libre? De lo primero que se dio cuenta era de que a estas alturas de su existencia, Dios debía tener un malestar insoportable, un sueño milenario que no le permitía ni siquiera resolver las peticiones más sencillas. Era un Dios cansado. Por eso era que casi nunca lo hacía bien. Si alguien le pedía un perro, por ejemplo, le daba uno que al rato enfermaba, como el suyo, que no paraba de rascarse.

Siguió arrodillado durante un rato, incapaz de continuar con los rezos. Le preocupaba una cosa y era que tal vez, víctima de las malas ideas que trae el cansancio, ese hombre podría pensar que todo esto no tenía mucho sentido y podría dormirse o terminar con la vida de todos de una vez por todas. Igual que cuando se empieza un dibujo y todo sale mal. Se arruga, se bota a la basura y se empieza uno nuevo. Lo haría sin sentirse culpable, un poco como esos pájaros que matan a su pichón más débil porque solo tienen recursos para una de sus crías. Tenía otras opciones y seguro elegiría como nuevo centro de operaciones un planeta más grande, tal vez con un anillo, y desde el que no tuviera que atender ninguna plegaria.

Fue ahí, en ese punto, cuando se sintió paralizado. Le hubiera gustado invocar algo duradero, algo que no estuviera al servicio de las veleidades de ese Gran Insomne. Pero no se le ocurrió nada y sólo pudo concentrarse en la posibilidad de que todo desapareciera de repente. Miró a su perro, durmiendo a su lado, y le pasó la mano por la frente como si comprobara que estaba hecho de una materia firme. ¿En qué momento lo liquidaría todo? ¿Cuándo estaría suficientemente cansado? No podía imaginarse el momento exacto pero de lo que sí tuvo certeza era de que su supuesta misericordia le dictaría que lo mejor sería hacerlo en la noche, mientras todos dormían, para que no tuvieran tiempo de sufrir.

Dios debía tener un malestar insoportable, un sueño milenario que no le permitía ni siquiera resolver las peticiones más sencillas

Soltó un suspiro antes de levantarse y precipitarse al cuarto de su madre en busca de consuelo. Cruzó la puerta y entró en la habitación pisando suave, a tientas como un espectro minúsculo en la primera noche de la conciencia. Lo primero que hizo fue presionar el hueso final de la clavícula con delicadeza, esperando que su madre, sin preguntar, le hiciera un espacio en su regazo.

Selba lo había sentido llegar, pero lo evitó como si ejerciera con su rechazo una nueva forma de educación sentimental. Se cubrió con la manta, sin decir nada, y el niño, con los ojos fijos en ella, la vio convertirse en una montaña caliente, terriblemente infranqueable. Se quedó allí de pie unos segundos, a solas de nuevo con la imagen de ese Dios cansado. Eran las cuatro de la mañana cuando regresó a su cuarto. Se metió en su cama, llevó las manos al pecho en forma de cruz, y se quedó mirando las formas muertas que creaban las vetas naturales de la madera.

Estuvo dando vueltas en la cama y tratando de encontrar la fórmula para hacerle frente a su nuevo problema. Pero al rato sintió que todo era inútil y dejó de pensar para entregarse por completo a la desesperación. En la mañana, lleno de terror, se pasó la mano por la frente. Estaba sudando frío. Su madre tocó la puerta y él se puso a temblar. Se levantó sobresaltado y miró por la ventana para comporobar que todo seguía ahí: las mismas plantas, el sol puntual, el perro enfermo. Su mente, cansada de sufrir, dio con una solución repentina y providencial: tal vez si alguien permanecía despierto durante las noches como él lo había hecho, con el único objetivo de hacerle frente a la posible disolución del mundo, mano a mano contra la crueldad de Dios, había salvación.

Pensó entonces que lo que había sostenido el hilo delgado de la vida hasta hoy —la humanidad, para él, tendría unos pocos años— era la presencia de unos cuantos insomnes heroicos, oradores avezados de los que no tenía registro pero en los que él, personalmente, no confiaba del todo. El mundo necesitaba de la presencia de un insomne radical, alerta, consciente de la importancia de su tarea. De repente, el miedo se diluyó porque entendió que la solución estaba en sus manos: sería él, desde entonces, el nuevo responsable de mantener esta confusa creación de pie.

Empezó por encerrarse. Después de comer subía a su habitación e iniciaba su larga lucha contra las horas. Con los días, para sostenerse en pie, el niño fue inventando varios ejercicios para ganarle la batalla al sueño. El primero que aprendió a dominar, en los momentos más difíciles, consistía en respirar rápido, casi hasta marearse, para así alcanzar cierta conciencia turbia pero despierta de las cosas. Otras veces bebía mucha agua antes de dormir y con la vejiga a punto de reventarse lograba espantar el sueño durante horas. Cuando ya estaba a punto de coronar el alba, empezaba unas caminatas de animal enjaulado, de un extremo al otro de la habitación.

La recompensa de esos rituales era que siempre lograba llegar hasta las 5:30 de la mañana, cuando salía el sol. Caía entonces fulminado y dormía unas horas tranquilo, arrullado por el pensamiento de que mientras hubiera luz nada se podía morir. Pero la señal de urgencia no tardó en llegar. Una madrugada, casi dos semanas después del nacimiento de la imagen principal, la madre se despertó y escuchó que se había formado un alboroto en el galpón de las gallinas. Pensó que se trataba del perro de los vecinos, que andaba de cacería de nuevo. Salto de la cama y caminó en silencio hasta el galpón. Llevaba en una mano la linterna y en la otra un palo. Cuando abrió la puerta de lata oxidada se encontró con su niño. Estaba de rodillas frente al gallo reproductor. Lo miraba fijamente, con unos huecos negros en los ojos.

—¿Por qué no cantas antes, gallito? Canta y así viviremos todos. Canta toda la noche. Canta ¿sí? — le suplicaba.

Selba lo abrazó y lo llevó a su cuarto. Antes de preguntarle cualquier cosa tuvo tiempo de revisarlo como a un juguete. Con los dedos pulgares, presionando las cejas, le levantó los párpados. No sabía qué era lo que buscaba pero lo que vio no le gustó nada: unos ojos opacos, sin brillo, con la pupilas dilatadas y la parte blanca cubierta de unas líneas de sangre que crecían hacia adentro, como si desembocaran en el cerebro.

—Andas raro, hijo—le dijo con suavidad—. ¿Qué te pasa? ¿Es por la enfermedad del perro?

Y, entre sollozos, el niño le explicó lo del mundo y el sueño y Cristo es una gran loca. Selba lo escuchó argumentar un rato en el lenguaje inconexo de los insomnes y los niños y muy pronto se dio cuenta de que se trataba de una tontería y de que no había necesidad de llevarlo al médico. Cuando el niño llegó a la parte de la historia en la que se había dado cuenta de que si todos se dormían de manera simultánea el mundo podía desaparecer, la mujer tuvo ganas de abrazarlo, orgullosa de que su hijo tuviera tanta imaginación. A pesar de notar el absurdo del razonamiento, se sentía incapaz de explicarle con palabras que no, que todo eso era un simple pensamiento y que las cosas en el mundo no eran así.

—Espérame aquí, ya vengo— dijo y salió corriendo hacia su habitación.

Tal vez si alguien permanecía despierto, durante las noches, con el único objetivo de hacerle frente a la posible disolución del mundo, habría salvación

Regresó a los pocos segundos con un atlas viejo, que tenía unos mapas poco precisos y unas manchas de humedad que marcaban nuevas islas de moho como si fueran territorios anexos. Le explicó, con el libro en la mano, que mientras la mitad del mundo dormía, la otra estaba despierta y que esa relación de luz y sombra mantenía el equilibrio eterno. En un papel dibujó dos círculos. Uno de ellos lo dividió en dos y con un bolígrafo rayó torpemente la parte de arriba.

—El círculo blanco es el sol y el que está partido por la mitad es la tierra. Mientras damos vueltas, una parte recibe luz y la otra no. Ellos viven mientras nosotros dormimos. Mejor dicho, es mucha gente la que está despierta a todas horas, hijo. Puedes dormir tranquilo— dijo para terminar, en un tono parecido al del sacerdote cuando decía el tan esperado podéis ir en paz de los domingos.

El niño tuvo unos días de paz y aprendió a replicar el dibujo. Esa nueva solución, o lo que logró entender de ella, le pareció perfecta como los círculos de los planetas. Por esos días, en su habitual camino hacia la iglesia, parecía un niño alegre.  “Ahí va el santito”, comentaban las mujeres del pueblo, que no se cansaban de verlo rezar mientras arrugaba la cara como si viviera una amarga desilusión por las cosas de este mundo. Todas ellas lo usaban como modelo para reprender a sus propios hijos y por eso ningún niño de su edad lo quería. Esa era también la razón de que su madre le hubiera regalado un perro: para que no lo molestaran, para que lo acompañara en su andar de niño solitario.

Pero la semana siguiente recibió el segundo golpe. Después de escuchar el sermón del domingo, en el que el sacerdote habló del génesis y del origen del hombre, le vino un contraargumento irrebatible. Si Dios había hecho el mundo en seis días, con toda tranquilidad lo podía terminar en dos. La liquidación se podía dar por etapas, en noches sucesivas.  Primero los de arriba del mapa, luego los de abajo. El niño podía responder por su sector, el de abajo, pero no podía estar seguro de que arriba hubiera algún vigilante comprometido. Podía darse el caso, pensó, de que ese sector del mundo desapareciera y entonces quedara su mitad flotando solitaria en el espacio como una media luna sin luz propia. El remedio del mapa, con ese nuevo contexto, resultó mucho peor que la enfermedad. El niño, que solía dormir durante las mañanas, se empezó a preocupar también por los del otro lado y no dormía nada de nada.

Por esos días Selba, desesperada por esa nueva oleada de irracionalidad, decidió aplicarle unas gotas de un somnífero potente en la cena. Iba con él hasta su cuarto y se quedaba velando para asegurarse de que el niño realmente dormía. Durante tres días consecutivos estuvo a su lado, apoyada en el espaldar de la cama. Sin darse cuenta, en esas horas libres de ruido empezó a darle vueltas a lo de la liquidación del mundo. Era una idea contagiosa, que se instalaba con facilidad incluso en mentes como la suya, capaces de discernir lo absurdo de lo posible.

Si Dios había hecho el mundo en seis días, con toda tranquilidad lo podía terminar en dos

Al tercer día, cansada de hacerle trampas, decidió acabar de una vez por todas con aquella sinrazón. Con linterna en mano, lo despertó a las dos de la madrugada. Estaba eufórica. Con un jalón enérgico lo sacó de la cama. El niño, extrañado y soñoliento, sin fuerzas para oponer resistencia, se dejó guiar entonces por el entusiasmo de su madre. Bajaron de prosa las escaleras y caminaron por la arena dando tumbos como dos borrachos.

—Son unos héroes, todos esos hombres de la noche son unos héroes. Ya verás cómo nos cuidan. Siempre están despiertos— repetía la mujer en tono febril, como si celebrara la llegada, por fin, de una buena idea.

Avanzaron por la costa y luego de caminar durante algunos minutos llegaron a la entrada de una procesadora donde los lancheros desembarcaban el producto de la pesca. Se acercaron hasta la cabina del portero. El hombre estaba erguido, con la rigidez de una marioneta que está esperando una voz que le despierte el alma.

—Flavio— gritó la mujer, que conocía al portero de los años de colegio.

El hombre dio un salto y se incorporó. Sacó el arma y alcanzó a decir que no estaba durmiendo, a pesar de que nadie le había preguntado. La madre entró en pánico.

—Los porteros también duermen—dijo el niño en voz baja, casi sin aliento.

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Portada: montaje por Santiago Rios.

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