Era sábado. Los huéspedes de la Casa Verde agitaban los cartones frente al carbón y sobre los trozos de carne que se chamuscaban lentamente. El olor volvía locos a los gatos, que se enredaban entre las piernas de los visitantes y soltaban largos maullidos con hocicos muy abiertos. Yuri decidió aprovechar el tumulto para cortar el césped. Empujaba la cortadora con rapidez, bajando la velocidad solo cuando se acercaba al estanque, en donde la hierba crece pegada a las piedras y hay que ir con cuidado, como al afeitarse las patillas.

Y entonces lo vio, flotando boca abajo. Yuri, confundido, dio un paso atrás. ¡Se veía tan extraño el erizo muerto! Tenía una húmeda corona de espinas marrones, su hocico apenas sobresalía del agua, como si quisiera robar un par de respiraciones que ya no le quedaban; sus patas, pequeñas y robustas, iban dejando rastros en el agua entre las plantas que habían flotado hacia el borde del estanque para hacerle sitio. Yuri lo pescó con su red para cazar mariposas. Era más pesado de lo que pensaba y el cuerpo amenazaba con romper la tela verde. ¡Shu, fuera! Apartó a los gatos, que habían abandonado la carne caliente y quemada para acercarse a inspeccionar el nuevo botín. ¡Shu! Volcó la red sobre un cubo y el erizo cayó en picado, con el sonido particular y sordo de las espinas rascando el plástico. Antes de enterrarlo se lo fue a enseñar a Avigail.

Dos días más tarde ella encontró el segundo erizo. Estaban preocupados. Yuri decidió que esa noche montaría guardia. Se arrodilló bajo la adelfa, pero al cabo de un rato se cansó y se tumbó boca abajo con la nariz pegada al césped, respirando las partículas de noche que se evaporaban. Los insectos reptaban a su alrededor como si no estuviera allí y mosquitos invisibles le acariciaban las mejillas antes de continuar su ruta sinuosa.

Una ceguera lo cubría todo: agudizaba los sentidos, gruesa y viscosa, llena de sí y de sus aromas amargos. Yuri escondió la cara en la hierba, a la vez suave y espinosa, y cerró los ojos.

Los abrió cuando escuchó el sonido de un cuerpo arrastrándose por el suelo, acompañado por lo que, sin duda, era el sonido de cuatro patas: una cacofonía de hojas pisoteadas y de silbidos agudos y roncos de alguna criatura nocturna. El erizo era muy grande, casi del tamaño de un conejo; Yuri lo observó avanzar con entusiasmo hacia el estanque. La criatura se detuvo donde empezaban las piedras, estiró sus patas delanteras y cargó sobre ellas todo el peso de su cuerpo regordete y de su pesada corona de espinas, se quedó suspendido por un instante en un ángulo agudo, resopló y comenzó a arrastrarse hacia arriba.

Se quedó sobre la roca, balanceándose, con el hocico rozando el agua. Poco a poco se fue inclinando sobre el borde del estanque, donde ya no nada ningún pez y, de golpe, dejó asomar una lengua rosada, que en la noche parecía casi negra, y comenzó a lengüetear el agua turbia. Yuri lo observaba con tenso asombro. El erizo se inclinó hacia abajo en una pendiente cada vez más pronunciada, hasta que su cuerpo se precipitó al agua.

Y comenzó a nadar. ¡Y cómo nadaba! Su alegría era evidente, sus espinas se volvían más suaves, su cuerpo surcaba las ondas, pataleaba apenas unos centímetros bajo el agua. Pero el estanque era profundo – cosa que el erizo no sabía – y de golpe se cansó. Las piedras eran resbaladizas. Intentó trepar, pero se deslizó de nuevo al agua. Lo volvió a intentar, con el cuerpo ya sumergido y el hocico vibrando con rapidez; su boca emitió un silbido en la noche ciega.

Yuri se puso de pie, su cuerpo atolondrado atravesó la oscuridad. Lanzó al agua la red de mariposas, que se enredó en el erizo que se ahogaba. Sus espinas se engancharon en la red, la criatura pateaba y silbaba en su idioma, pero Yuri no se dio por vencido. Tiró y jaló hasta que sacó al erizo. Que todavía respiraba. Lo liberó de la red, que había quedado completamente destrozada por la batalla que había librado el animalito aterrado, que se escapó a través del huerto y desapareció.

A la mañana siguiente Yuri cogió una tabla alargada y áspera y la colocó en el estanque.

«¿Qué es eso?» – preguntó Avigail.

«Un puente para los erizos.»

En casa, Yuri cogió la vieja enciclopedia para jóvenes de Shuni y buscó la palabra erizo. Le enseñó a Avigail: «Los erizos son buenos nadadores, pero se cansan rápidamente».

«Tú y tus ideas…» – dijo ella.

La noche siguiente ocurrió algo increíble. Esta vez Avigail se tumbó entre los arbustos con Yuri y juntos observaron un erizo diminuto, apenas más grade que un ratón, acercase al estanque. El erizo se detuvo, puso una pata en la tabla y, poniendo en ella todo el peso de su cuerpo, caminó hasta el medio del estanque, donde se detuvo a beber. Cuando sació su sed, dejó caer su extraño cuerpo dentro del agua y flotó de un lado a otro, solo sus ojos y su hocico asomaban del agua. Cuando terminó de nadar, se agarró de la tabla, trepó y giró para irse, meneando el trasero; sobresalía su corto y húmedo rabo. Era un espectáculo tan maravilloso que Yuri y Avigail se olvidaron de respirar y se rieron en la hierba.

A partir de esa noche, ya no murieron más erizos.