Nunca habríamos podido imaginar hace una década, cuando en 2010 presentamos la primera selección de «Los mejores narradores jóvenes en español», la primera de las célebres instantáneas generacionales de Granta en un idioma distinto al inglés, que cuando gestamos y anunciamos la esperada segunda lista tendríamos que enfrentar las garras de una pandemia mundial. Granta es un sueño colectivo que ha hecho del tiempo su propia ilusión, y la vida, ese frenesí, se ha convertido más que nunca ahora en sombra y ficción. Como este número no quiere ser una nota al pie de un sueño, sino el sueño mismo, aquí no hay diarios de la pandemia (lo prohibimos), aunque es inevitable que los estragos de lo que hemos vivido se entrevean de vez en cuando, como una sombra, al mirar de soslayo tras la celosía de las palabras.

Los ejercicios generacionales prospectivos de Granta en busca del talento incipiente cumplen casi 40 años. En 1979 dos jóvenes editores iconoclastas, uno de ellos estadounidense, se hicieron cargo de la casi centenaria revista estudiantil de la universidad de Cambridge, provocando al poco tiempo un gran escándalo: en el tercer número dictaminaron el fin de la novela inglesa. «En su memoria», rezaba la foto de la portada: una plañidera que extiende melancólica y desamparada su desconsuelo sobre una lápida. En 1983, poco después aquella incendiaria declaración que provocó no pocas reacciones convulsas, los editores publicaron la primera antología de «Los mejores novelistas jóvenes británicos». Muerto el rey, Viva el rey: una nueva promoción de novelistas irrumpió en escena. Entre ellos estaban Kazuo Ishiguro, Pat Barker, Julian Barnes, Rose Tremain, Ian McEwan, Martin Amis, William Boyd, Shiva Naipaul y Salman Rushdie.

A esa lista, ya legendaria, le siguió el célebre número 8 de Granta, dedicado al «realismo sucio», que acuñó una nueva tendencia en la ficción estadounidense y presentó, a los lectores británicos, narradores como Raymond Carver, Richard Ford, Jayne-Anne Phillips y Tobias Wolff. Con esta segunda lista se entabló una nueva y animada conversación literaria transatlántica desde las páginas de Granta. Tras el segundo número dedicado a los mejores novelistas británicos jóvenes de 1993, llegó el turno de los estadounidenses en 1996, ya con Ian Jack al frente de la revista. Hasta la fecha, se han propuesto cuatro selecciones del Reino Unido, tres estadounidenses, una brasileña y, con esta, dos en español.

El propósito de aquella Granta renovada era abrir vías en el viejo mundo que dieran cauce a la literatura del nuevo mundo. Los editores británicos tardaban en publicar la ficción de América, que según Buford era «exigente, diversa y arriesgada». Dicha idea, la de tender un puente literario transatlántico, es uno de los motivos que impulsaron la edición en español de 2003. Cuando la nueva propietaria y actual directora de Granta, Sigrid Rausing, se puso al frente de la revista en Londres en 2005, nos animó a seguir adelante y fomentó el nuevo ímpetu internacional de la publicación. Siguiendo la tradición outsider de la revista británica, Granta en español fue lanzada por dos forasteros, una de los cuales (yo) es una descarada estadounidense, por lo que su lengua materna no es el español. Nos parecía entonces, como ahora, que la nueva ficción de América –«exigente, diversa y arriesgada»– no era lo suficientemente conocida en España. Muchos editores en la península tardaban en reconocer el valor de la literatura americana posterior al Boom. Pero lo contrario también era cierto: había una magra presencia de la escritura española en la América hispana. A ambos lados del atlántico no se leían.

«Si buena parte de la literatura española contemporánea parece hoy excéntrica a la europea», escribió Aurelio Major, cofundador de Granta en español, en la introducción de la primera selección de 2010, «la de la América hispánica siempre ha sido el extremo occidente literario». Ese lejano occidente está compuesto por casi veinte países de habla hispana, y ha dado al mundo seis premios Nobel de literatura: Gabriela Mistral, Miguel Ángel Asturias, Pablo Neruda, Gabriel García Márquez, Octavio Paz y Mario Vargas Llosa. La literatura de ese excéntrico país de un extremo de Europa, del que proceden cinco nobeles de literatura y la primera novela moderna en cualquier idioma, El Quijote, merecía también más atención. La curiosidad de los editores, y por ello de los lectores extranjeros, parecía haberse saciado con el Boom: si ya tenían un grupo de escritores famosos, ¿para qué lanzarse a las procelosas aguas de la nueva escritura? De entre aquellas velas plegadas llegó surcando la obra de Roberto Bolaño, pero no fue ni mucho menos el único. Granta en español se propuso entablar otra vez la conversación transatlántica entre el nuevo y el viejo mundo, y fomentar la traducción y el trasvase, entre las dos lenguas, de la nueva narrativa que se está escribiendo en el presente.

Publicamos ahora, en 2021, nuestra segunda propuesta de los mejores novelistas jóvenes en lengua española. Seamos sinceros: la apuesta por veinte escritores menores de cuarenta años, en la primera lista de 1983, fue sobre todo una estratagema de mercadotecnia, ideada originalmente por el Gremio Británico de Editores para lanzar un salvavidas a la asediada novelística británica, a fin de tentar a más lectores a comprar sus obras. Una estratagema heroica. Aquel número inaugural se publicó en una época en que los escritores eran todavía criaturas retraídas que evadían en buena medida el foco de los medios y que, por pudor, preferían que su obra hablara por sí misma. Sin embargo, como afirmó Bill Buford, en la introducción a la selección de 1993, la primera lista Granta «se convirtió, a pesar de sí misma, en una ponderada afirmación de la cultura literaria británica».

Buford, también editor de la segunda lista, nos descubre lo que pasó entre bastidores durante el nuevo proceso de selección, tras el gran impacto e influencia de la primera apuesta generacional: cómo, durante las deliberaciones, se vieron obligados a cambiar constantemente de ubicación por la fetua contra un miembro del jurado, Salman Rushdie, pues ni él ni sus guardias armados podían ser vistos dos veces en el mismo lugar; cómo le mortificó a A. S. Byatt que uno de los miembros del jurado calificara de «bombón» a Esther Freud; cómo el propio Buford se vio obligado a denunciar una reunión nocturna y clandestina de editores que conspiraban para boicotear la selección, y cómo un periodista había presionado a fin de conocer en exclusiva la lista para la portada de su periódico y luego destrozarla en cuanto se hiciera pública: pensaba que así el director le recompensaría con un puesto fijo. «Los caminos de la edición literaria son inescrutables», fue la conclusión de Buford.

Cuando en 2010 dimos a conocer la primera selección de Granta en español, la revista Prospect escribió: «El español atesora un antiguo y rico patrimonio literario, pero también es interesante lo que está ahora sucediendo. Y por una razón sencilla pero importante: la literatura es mucho más que el mero acto de la lectura. Ha de tratarse de una conversación». Nuestra conversación comenzó en 2003, y el primer número temático, que ofreció tanto inéditos en español como escritos de la revista londinense, se tituló «El silencio en boca de todos». Susan Sontag nos distinguió con un inédito (con su muerte al año siguiente perdimos a una de nuestras más notables defensoras y lectoras), Guillermo Cabrera Infante, Arthur Miller, Javier Marías, Bernardo Atxaga, Fernando Aramburu, Alma Guillermoprieto, Alberto Ruy Sánchez, Edgardo Cozarinsky y Belén Gopegui la acompañaron. La portada fue obra de Frederic Amat.

Hicimos pública la convocatoria para el número que el lector tiene en sus manos, el vigésimo tercero en español, en marzo de 2020, cuando la pandemia se cernía ya como un espectro sobre el mundo. Gracias a la generosidad de Ángel Fernández Recuero, director de Jot Down, que nos allanó el camino digital, y a Cristóbal Pera, que hizo suyo el proyecto desde Vintage como primer coeditor en español, no nos vimos obligados a posponerlo. Elegimos para el jurado a seis escritores a los que unía su condición de forasteros, a fin de evitar que las consabidas sospechas de tráfico de influencias, rivalidades, celos o intereses personales pudiesen enturbiar su juicio: los novelistas Horacio Castellanos Moya, Rodrigo Fresán y Chloe Aridjis; el poeta y cofundador de la revista en español, Aurelio Major; Gaby Wood, directora literaria de la Fundación Booker, y yo, Valerie Miles (ninguno de nosotros reside en sus países de origen desde hace varias décadas, salvo Gaby Wood, pero ella es británica). Defendimos apasionadamente nuestras diferencias pero, por suerte, disfrutamos del reto, cada uno procuró persuadir a los otros y nuestros debates fueron intensos, memorables y a veces muy divertidos.

Como en la edición anterior, se consideró candidatos a aquellos escritores nacidos a partir del 1 de enero de 1985, es decir, menores de treinta y cinco años, y que tuvieran, por lo menos, una novela o conjunto de relatos publicado o contratado. Inicialmente quisimos reducir la lista a veinte escritores –en 2010 fueron veintidós– entendiendo que nuestra tarea no era la de verificar –estos son los escritores de esta generación– sino la de seleccionar –estos son los «mejores» escritores de esta generación–, lo cual es a veces un ejercicio delicado y doloroso. Todas las ideas preconcebidas que teníamos –una generación digital de cerebros adormilados y escasa capacidad de atención– resultaron absolutamente erróneas: veinte seleccionados no iban a ser suficientes. Finalmente nos pareció que un número óptimo podía ser el de veinticinco y, aun así, cada miembro del jurado tuvo que sacrificar algunos de sus escritores predilectos en la pira del consenso. Toda criba es una conciliación. Formar parte de un jurado es como jugar a la ouija. Se crea una especie de campo de fuerza mientras se debaten las lecturas y se enfrentan las diferentes idiosincrasias del gusto razonado. Aparecen a veces expresiones como «lo adoro», «lo odio» y «por encima de mi cadáver», en un vaivén colectivo de un lado al otro, de delante hacia atrás, hasta que, al caer la moneda, la planchette se detiene en el «sí», en la x del mapa. Así llegó este jurado al conjunto de escritores que conforman la segunda lista de Granta en español. Con otro jurado, o con el mismo jurado otro día, el resultado podría haber sido algo distinto.

Recibimos más de doscientas candidaturas y, durante aquellos primeros meses extraños del confinamiento, empezamos un proceso de lectura exhaustiva. Acabamos reduciendo la lista a sesenta y ocho escritores, gracias también a la inestimable ayuda de Leticia Vila-Sanjuán. Lamentablemente, tuvimos que descartar a algunos que probablemente habrían tenido cabida en este número: Daniel Saldaña París (México) y Lina Tono (Colombia) nacieron, por ejemplo, unos meses a destiempo, y Juan Gómez Bárcena (España) solo unas pocas semanas. Inevitablemente, como ocurrió en 2010, cuando escritores como Valeria Luiselli dieron sus primeros pasos narrativos un poco después de cerrar las deliberaciones, también en esta ocasión leímos demasiado tarde la obra de Lorena Salazar Masso (Colombia), que nos habría gustado considerar. Sabemos que lo más probable es que se nos haya escapado algún escritor por no postularse, como ocurrió lamentablemente con Juan Cárdenas en 2010. Para los que les gusta contar: empezamos con una lista de ciento doce hombres y ochenta y dos mujeres. La de preseleccionados constaba de veintinueve mujeres y treinta y nueve hombres, y la definitiva, de once mujeres y catorce hombres. Están representados trece países: seis escritores de España, cuatro de México, tres de Argentina, tres de Cuba, dos de Chile y un escritor de Colombia, Ecuador, Guinea Ecuatorial, Nicaragua, Perú y Uruguay; además de uno binacional de Costa Rica y Puerto Rico.

Destacan tres diferencias apreciables de esta selección respecto a la de 2010 en cuanto al origen geográfico. La mayor representación de escritores mexicanos (de uno a cuatro); la irrupción de tres escritores cubanos: Eudris Planche Savón, que reside en la isla, Carlos Manuel Álvarez, que vive entre Nueva York, Ciudad de México y La Habana, y Dainerys Machado Vento, que estudia un doctorado en la Universidad de Miami, la primera cubana en recibir un visado de estudiante para asistir a una institución educativa estadounidense. Y ni qué decir tiene la trascendental inclusión de Estanislao Medina Huesca, originario de Guinea Ecuatorial.

Este grupo de jóvenes narradores se expresan en una lengua común, donde convergen veintitantas nacionalidades e infinidad de permutaciones locales: regiones, ciudades, pueblos; una sola lengua de intrincadas ramificaciones en la tradición, la historia, las amalgamas raciales y las religiones, una sola lengua que se usa en territorios que abarcan cuatro continentes: Europa, América del Norte y del Sur y África. Son muy pocos los países hispanohablantes que no comparten su territorio nacional con otras lenguas, cooficiales o no, que alimentan e influyen en este cauce de registros y de variaciones sintácticas y léxicas en constante movimiento: el catalán, el euskera y el gallego en España (entre otros); el francés, el portugués y el fang en Guinea Ecuatorial (y otras seis lenguas autóctonas); el aymara y el quechua en Perú, Bolivia y Ecuador –Bolivia es además el país con más lenguas cooficiales del mundo, treinta y siete–; el guaraní en Argentina y Paraguay, el náhuatl en México, el mapudungún en Chile. Muchas palabras del léxico original de América también han pasado al inglés: cacao, tomate, patata, tobogán, coyote, huracán, tabaco, caníbal, hamaca y, sí, incluso caucus. Se trata de un rico palimpsesto lingüístico cuyos ecos se podrán escuchar vivamente en este número de la revista.

La palabra para la phaseolus vulgaris es un buen ejemplo: en España son judías verdes, en México ejotes, en Argentina chauchas, en Chile porotos verdes, en Perú vainitas, en Colombia habichuelas. A Nabokov le gustaba equiparar las vocales rusas con las naranjas y las inglesas con los limones, pero me pregunto si las vocales españolas no se parecerán más a los racimos de arilos de una granada. Tras el japonés, el español es el segundo idioma más rápido del mundo, el que más sílabas pronuncia por segundo, lo que no sorprenderá a los fans de Almodóvar. La palabra más larga del idioma es «hipopotomonstrosesquipedaliofobia», que significa, justamente, fobia a las palabras largas. ¿Cómo no adorar una lengua capaz de algo semejante? Un idioma que esconde en su léxico nefelibata, del griego nephélé, «nube» y bates, «caminante». Una palabra que algunos consideran la más bella del idioma, acuñada por el nicaragüense Rubén Darío y de la que se apropió el español Antonio Machado al escribir: «Sube y sube, pero ten / cuidado nefelibata, / que entre las nubes, también / se puede meter la pata».

Otra de las diferencias sustanciales entre esta selección de 2021 y la de 2010, es que muchos de estos jóvenes escritores prestan una especial atención a las cualidades sonoras del lenguaje escrito. A veces nos referimos al estilo distintivo de un escritor como su «voz», a menudo como un cliché, o como un sinónimo para no repetir tantas veces en un texto la palabra «escritor». La preocupación compositiva por captar la entonación y los giros idiomáticos más sutiles de las diferentes zonas geográficas es ahora muy destacable. En la lista de 2010, en cambio, si se reajustan los relatos geográficamente y se eliminan los marcadores específicos, no es fácil distinguir la nacionalidad del escritor. No pasa esto ahora. Y no me refiero solo a los diálogos, sino a las gradaciones que se escuchan también en la narración en tercera persona. Se renuncia al español «neutro» –metropolitano o nómada– con el propósito de captar la exuberancia de cadencias y melodías, de timbres y tonalidades, pero apostando siempre por la naturalidad, sin afectaciones rococó. Es imposible leer los textos de Eudris Planche Savón y Dainerys Machado y no repetirlos con acento cubano en nuestro oído interior, incluso cuando los personajes de Eudris adoptan acentos ingleses o franceses; o no oír la entonación cantarina y costeña del colombiano José Ardila; o el pizzicato canario de Andrea Abreu; o la convulsión de la danza del Inti Raymi en el ritmo de las frases de Mónica Ojeda; o las sorprendentes singularidades del español agilísimo y expeditivo de Estanislao Medina Huesca, propias de un país lingüísticamente aislado en la costa occidental africana; o el orden impecable en las sílabas, de metrónomo casi, de la peruana Miluska Benavides en una trama ordenada alrededor de un sonido misterioso. Se puede escuchar el bisbiseo mexicano en el narrador incorpóreo en segunda persona de Aniela Rodríguez; o los sonidos de la jerga chilena en el relato de Paulina Flores, cuya narradora entra y sale del relato con astucia para que el lector nunca se desoriente.

Estas peculiaridades lingüísticas pueden distinguirse incluso en las traducciones, lo que se debe, en gran medida, a la excepcional destreza y entusiasmo de los traductores que hemos convocado y emparejado cuidadosamente, para la versión inglesa de este número. El minucioso trabajo creativo de los escritores se apoya en el minucioso trabajo creativo y en el talento de los traductores. Para reconocer su brillante labor y su lugar en el corazón de esta iniciativa bilingüe, sus nombres y biografías figuran también al final de esta edición.

El texto de la contraportada de la primera selección estadounidense de 1996 comenzaba así: «¿Quiénes son los mejores novelistas jóvenes de los Estados Unidos de América? Esta es una mala pregunta. La escritura no puede medirse como se hace con los millonarios, los atletas y los edificios –los más ricos, los más rápidos, los más altos». Y en la introducción, Tobias Wolff, uno de los jurados, escribe: «La iniciativa de elegir a veinte escritores como representantes de una generación es un proceso que pone de manifiesto sobre todo los prejuicios del jurado. Lo cual no supone que nuestra lista no sea excelente, pues en ella se encuentran muchos escritores de dotes excéntricas e incluso visionarias». Al cabo de veinticinco años esta afirmación sigue siendo cierta. Virginia Woolf sostiene que un lector que juzga con gran simpatía y a la vez con gran severidad, ayuda a los escritores a mejorar la calidad de su obra, porque eleva la norma de lo que se espera de ellos: «¿No son acaso criminales unos libros que han dilapidado nuestro tiempo y nuestras simpatías?; ¿no son los más insidiosos enemigos de la sociedad, corruptores, ultrajadores, los escritores de libros falsos, de libros impostores, de libros que llenan el aire de decadencia y enfermedad? Seamos, pues, severos en nuestros juicios; comparemos cada libro con el más grande de su especie». Las normas que exigimos y los juicios que emitimos influyen en el entorno literario, en el alcance e influencia de la escritura. Y se juzga comparando. ¿Estos escritores han sido seleccionados por sus voces singulares y por su oído excepcional porque a nosotros, como jurado, nos gusta este tipo de narradores? ¿O es que se trata más bien de una tendencia de la narrativa actual? Es difícil saberlo en estos momentos con seguridad. No hay nada nuevo en poner el acento en los aspectos sonoros: pensemos en narradores como Cabrera Infante, Rulfo o Arlt. Pero llama mucho la atención que tantos escritores menores de treinta y cinco años prioricen, en esta selección, la sonoridad por encima del significado.

 

Como apuntaba el editor de Granta, Ian Jack, al presentar la tercera lista de jóvenes narradores británicos, uno de los problemas más intricados fue tener que valorar al mismo tiempo a autores consolidados y a autores de un solo libro. ¿Nos arriesgamos a nombrar a alguien que se encuentra en la fase inicial de su trayectoria? Siempre es más seguro elegir a escritores cuya edad está rozando la fecha de corte y han publicado una segunda o tercera novela, algunas de ellas incluso traducidas. O a escritores cuyos libros han sido publicados en prestigiosas editoriales o en grandes grupos. Pero no es extraño que el segundo o tercer libro de un escritor no esté a la altura del primero. Y hay que tener en cuenta, además, el vibrante auge de editoriales independientes en España e Hispanoamérica, muy sensibles al talento joven. Esta lista pone de manifiesto y celebra especialmente su labor. En ella hay cuatro escritores de los años noventa: Irene Reyes-Noguerol, la más joven de la selección, nació en 1997. Esto supone que los escritores más veteranos, nacidos en 1985, han tenido doce años más para leer, escribir y publicar (la mitad de la vida de Reyes-Noguerol). Como jurado quisimos apostar por este desafío, ir más allá de los confines de lo establecido, arriesgarnos y seguir nuestras intuiciones, aun a riesgo de equivocarnos.

Quisimos saber si los cambios en la mentalidad y en la moralidad derivados del #MeToo y de los movimientos feministas, cuando varios techos de cristal se han roto en esta última década, estaban realmente desatando el talento y el imaginario femenino, y si fuera así, de qué manera: en cantidad, en calidad o en ambas. Hemos comprobado que las mujeres están participando mucho más que antes y que su aportación es cada vez más fundamental. En 2010 recibimos 228 nominaciones, 163 de hombres y 65 de mujeres. Esta vez recibimos 194 nominaciones, 112 de hombres y 82 de mujeres. Aunque hay menos mujeres en 2021, once frente a catorce, entre los cinco escritores nacidos en los noventa cuatro son mujeres. Y aquí el dato más revelador: la mayoría de las nominaciones que recibimos de escritores nacidos en los noventa, e incluso alguna ya en este siglo, fueron mujeres. La literatura, como toda obra de la imaginación, es un arte cuyo sustrato es el tiempo; y a menudo persiste un efecto doppler con respecto a lo que ocurre en el mundo: no es inmediato, hay que dar tiempo al tiempo. Está claro que hay una nueva promoción de escritoras. Hemos recibido más nominaciones de mujeres que de hombres en países como España y Argentina, e igual número en Chile.

Lo que hemos leído y ahora compartimos con los lectores en estas páginas, constata que son en buena medida las mujeres las que están llevando las preocupaciones formales por nuevos derroteros. Las escritoras de este número son ambiciosas, experimentan, su escritura es indómita y desenfrenada, a veces escriben desde la rabia, la pasión, y sus narraciones tienen un enorme vigor y una envolvente fuerza. Pensamos también en escritoras cuya obra nos interesó, pero que no tuvieron cabida en la selección, como Karen Villeda, Olivia Gallo, Raquel Abend Van Dalen, Alba Ballesta, Natalia Farfán Ospina o Natalia García Freire. Esta torrencial energía se percibe especialmente en las ficciones que abren y cierran el número, la feroz cosmografía andina de Mónica Ojeda y la oda pindárica de Cristina Morales sobre las mujeres que practican deportes de combate. Las narraciones de muchachos en el burdel, o de violencia gratuita, nos parecen ahora insufribles, inequívocamente passé. Un dato curioso: una de las escritoras más citadas en las candidaturas –además del omnipresente Bolaño, «gran fantasma encapuchado, como una colina de nieve en el aire»– es Sylvia Plath. Incluso entre los escritores. ¿Es posible que Esther Greenwood le esté arrebatando a Holden Caulfield su lugar de privilegio en el imaginario de la angustia adolescente? Plath, la de «Lady Lazarus»: «De las cenizas / me levanto con mi pelo rojo / y devoro a los hombres como aire». ¡Cuidado!

Buscamos obras de la imaginación escritas en español. Ficciones. Conciencias plasmadas en la página. Contadores de historias. Nada de ensayo, ni memorias, ni reportajes. Nada de selfies pasados por el Photoshop para hacerlos colar por ficción. Relatos que se distancian de lo meramente testimonial, del muy cansino uso y abuso de la primera persona, de las figuraciones del yo. Originalidad. Actitud. Sí, actitud. Escritores que escriben como si la vida les fuera en ello. Escritores que escriben sobre asuntos de los que no teníamos ni idea ni pensábamos que nos fueran a interesar. Escritores que presentan mundos inexpresados de personas que no han tenido voz propia o que no hemos sabido escuchar. Cosas conocidas que se nos presentan extrañas y nos hechizan de nuevo. Escritores como los de antes, que no conocieron Instagram. Escritores que no son solo lectores, sino también relectores. Los que pueden, en el futuro, seguir juntando frases que produzcan un estremecimiento en la columna vertebral y nos pongan los pelos de punta. Los que son capaces de lograrlo ahora mismo. Escritores que se atreven, y que aunque su ambición sea quizás desmedida, lo intentan de todos modos. Estábamos dispuestos a leer con vistas al futuro y estas fueron nuestras pautas.

Algunos escritores de talento no entraron en la lista, bien porque se dedican a géneros que no consideramos o bien porque sus méritos narrativos aún no son tan relevantes como los del resto de su obra. Por ejemplo, la poeta Elena Medel, o Jazmina Barrera, cuyo ensayo, Sobre los faros, disfrutamos enormemente. O Santiago Wills, que hasta ahora sólo ha escrito reportaje. La prosa chispeante y encantadora de Juliana Delgado Lopera está escrita en inglés, lo que la convirtió en inelegible. Y hay otros escritores que prometen, a los que, por diferentes motivos, no llegamos al final a incluir: Antonio J. Rodríguez, Bruno Lloret, Vanessa Londoño, Giancarlo Poma Linares, Luis Othoniel Rosa. O Gabriel Mamani que nos trajo noticias de los migrantes bolivianos que residen en Sao Paulo. O Fabricio Calalpa, al que saludo desde aquí, cuyas historias provienen de un espacio imaginativo extraño y sugestivo.

¿Qué puede encontrar el lector en estas páginas? Chloe Aridjis lo explica así: «narraciones reflexivas y otras más bulliciosas; algunas crudas e instintivas, otras refinadas y eruditas; narraciones que entrelazan la alta cultura y la cultura popular, otras que ofrecen una quietud poética o un aura ultramundana; obras en las que el autor crea una elaborada realidad alternativa, y otras en las que el autor es un constructo. La lengua española se está empleando de forma nueva y apasionante». Otro de los miembros del jurado, el novelista Rodrigo Fresán, apuntó: «El término/adjetivo interesante es ambiguo. De ahí que el uso de «Que vivas una vida interesante», apócrifamente atribuido a la cultura china, puede equivaler tanto a maldición como a bendición, pero siempre resultando digno de atención. Más allá de las evidentes bendiciones cortesía de la calidad de todo lo aquí incluido, me parece que el añadido atractivo antropológico a futuro de esta antología tiene el atractivo interesante de ser un elocuente muestreo de cómo se puede escribir en la dirección/intención correcta para una generación, sí, maldecida por los excesos de una vida online y las fáciles y vulgares tentaciones de la mal llamada –y entendida como novedad que muy pero muy lejos está de ser tal– Literatura del Yo, la compulsión testimonial, esa tan fácil de chocar por exceso o falta de velocidad auto-ficción y todo eso. En este sentido, me gusta pensar que hay aquí un gesto de cierta resistencia a una época/moda y una opción por lo atemporal y destinado a permanecer empeñándose en aquello de lo que se nutrió y dio lugar y tiempo a la buena ficción de siempre: la narración de un mundo propio y la búsqueda de un estilo a la hora de explorarlo y darlo a conocer. En resumen: bienvenidos a la obra de escritores decididamente interesantes».

Descubrimos mucho más humor, sátira e ironía en esta promoción que en la anterior, presentes en la escritura de Michel Nieva, Cristina Morales, Eudris Planche Savón, Dainerys Machado Vento, Estanislao Medina Huesca, Mateo García Elizondo, Paulina Flores y en Andrea Abreu, en la tradición del realismo sucio pero con mayor dosis de comicidad. Todos ellos emplean el humor con diversos grados de ironía y sarcasmo. Es una tendencia que encaja bien con la inclinación por la oralidad y el sonido, y que tal vez le resultó especialmente llamativa al jurado en estos tiempos de pandemia. Coincidimos en que los escritores cubanos llegaron como un soplo de aire fresco: desde la protagonista cascarrabias de Machado Vento como excelente estudio caracterológico, hasta el uso que hace Planche Savón de los diálogos y monólogos interiores de Hemingway para apropiarse y satirizar Garden Party de Katherine Mansfield y Belle du Jour de Buñuel. El fragmento de novela de Michel Nieva emplea materiales del manga y de Philip K. Dick, del cabaré (político) en una futura Argentina donde los mosquitos son más de lo que parecen. Y Mateo García Elizondo suspende nuestra incredulidad al llevar a un criminal y a su mascota vegetal hasta la comunión mística con el cosmos. O Cristina Morales que es pura provocación declamatoria. Cuando Bolaño obtuvo el premio Rómulo Gallegos en 1999, el jurado declaró que el galardón reconocía en parte «el uso del humor, tan infrecuente en la literatura en español», una valoración preocupante en una tradición que desciende de El Quijote, la más hilarante de las novelas. Bolaño respondió que «una de las virtudes de cualquier obra literaria es el humor pero, sobre todo, el sarcasmo, pues es una postura en contra de la seriedad y el aburrimiento: aderezos que permiten abrir ventanas inesperadas en los sitios más extraños. Donde no esperas encontrar algo y lo encuentras, sorprendes a la realidad. Y el humor es lo que ve la espalda de la realidad, su cara oculta». Recibimos el humor de los nuevos escritores con los brazos abiertos. Lo necesitamos.

Algunos relatos permiten vislumbrar una mitopoiesis indígena, una de las más valiosas aportaciones de la literatura iberoamericana. En el cuento del nicaragüense José Adiak, el narrador propone una versión indígena del nacimiento de Cristo y de la matanza de los inocentes: desde hace cientos de años, los mitos judeocristianos son absorbidos por la poderosas sensibilidades autóctonas del continente, y posteriormente reformuladas y vueltas a relatar oralmente. Se trata de un registro que también apreciamos en Mónica Ojeda, y en el cuento rulfiano de Aniela Rodríguez sobre un hombre que causa la muerte de su hijo por negligencia. O en Miluska Benavides y su profunda historia generacional en torno al pueblo minero de San Juan de Marcona. Algo más alejado está el impresionante relato de José Ardila sobre la inocente crueldad de los niños y la poderosa imagen de una abuela afrocolombiana como Virgen de la Misericordia.

Otros escritores priorizan lo teatral, más que lo cinematográfico, y es posible imaginar sus narraciones adaptadas para la escena; como el cuento de hadas de pesadilla que relata Irene Reyes-Noguerol, o el de Camila Fabbri, sobre cómo la disfunción familiar se transmite de generación en generación, o el de Gonzalo Baz, cuya prosa contenida esconde un mecanismo muy complejo, circular y casi de relojería, que parece expandirse a medida que se lee, como si cada sección fuera una gota de agua que hincha una esponja seca. Aura García-Junco es una de las escritoras que más patentemente explora las posibilidades formales en su alusivo y fragmentario relato de correspondencias, y Alejandro Morellón, que en unas cuantas páginas nos introduce en un mundo vidrioso y visionario de simetrías nabokovianas. También figuran aquí ficciones de estructura narrativa más tradicional, que se sostienen en la fuerza de la lucha contra la realidad (política) desde la lucidez y la convicción, como observamos en los relatos de Carlos Manuel Álvarez, David Aliaga o Diego Zúñiga, que urde un gran cuento chino. Aliaga aporta un relato sobre la experiencia judía, vinculando así a España con la tradición europea. También han tenido cabida profundas meditaciones sobre la literatura y el arte, como observamos en la obra de Carlos Fonseca y Martín Felipe Castagnet, o más filosóficas y existenciales en el relato de Munir Hachemi, que conversa con el relato de Estanislao Medina Huesca a propósito de la corrupción y los abusos de poder en nuestro entorno más inmediato.

El lector se dará cuenta de algunos motivos muy recurrentes en los relatos: la figura de la abuela salvadora o los niños perdidos o desposeídos. También puede advertirse una especie de «suite de las estatuas», como me gusta llamarla: espero que el lector descubra sus tres movimientos, y se pregunte: ¿por qué estatuas? ¿Por qué ahora? Con el relato apocalíptico y poliamoroso de Andrea Chapela, Anillos de Borromeo, atamos un último nudo. Se trata de fluir. O «flow», como dice Buda Flaite, de Paulina Flores, su encantador y precoz personaje que se identifica con un «ellos»: los escritores en español están replanteando el concepto de amor y los estereotipos de género, de manera rotunda y fascinante. Son ideas que yacen en nuestro inconsciente colectivo y que en los relatos reencontramos transformadas por la ficción.

El arte vive del debate, escribe Henry James, de la experimentación, de la diversidad de acercamientos, del intercambio de visiones y de la comparación de puntos de vista. Es lo que nos permite trascender el entorno de lo cotidiano y tocar lo universal. Contamos historias; compartimos secretos, sueños, alegrías, miedos, dolor y aversiones; conscientes de que la imaginación es el tónico, el bálsamo, el lenitivo que lo cura todo. Exorciza nuestros demonios y vuelve a encandilar a un mundo desencantado. Los que dedicamos nuestra vida a las artes, y en particular a la literatura, sabemos que ese es el motivo de nuestro empeño: la geometría de la transformación, de las correspondencias, de las conexiones; los puentes existenciales hacia el reino del otro, hacia las miles e interminables aventuras de la experiencia humana. Así que, salud por la literatura de los diez años venideros. Y en cuanto al estado de nuestras letras, «¡Bien estás en el cuento!», decía Don Quijote.

 

Valerie Miles,
2 de marzo de 2021.