1

Durante todo ese año Cuqui lo pensó mucho, pero las obligaciones en la escuela, las clases de patín artístico, las lecciones de dibujo y los cumpleaños de quince de sus amigas la habían mantenido demasiado ocupada. Cuando llegaron las vacaciones volvió a darle vueltas al asunto y llegó a una conclusión: Dios no existía. Así que Cuqui decidió volverse atea. La primera persona a la que se lo dijo fue a su abuela. La abuela se encogió de hombros, a ella le daba lo mismo que Cuqui fuera atea, protestante, judía o católica. Después, por teléfono, Cuqui se lo contó a su mamá.
Mamá, ya no creo más en Dios, le dijo. Me hice atea.
La mamá de Cuqui, del otro lado de la línea, se quedó callada.
Mamá, ¿me escuchaste?
Sí, dijo la madre.
Me di cuenta de que las personas que no creen en Dios son superiores a las que sí creen, porque no dependen de nada. Yo no quiero depender de nadie, mamá, dijo Cuqui.
Hija, ¿qué te pasa?, ¿por qué me decís estas cosas?, preguntó la madre.
Porque es lo que pienso, respondió Cuqui y escuchó a su mamá sollozar del otro lado del teléfono.
Mamá, no llores, por favor.
Mamá, ¿estás ahí?
Sí, dijo la mamá de Cuqui y colgó.

Todos los veranos, la mamá de Cuqui ponía en alquiler la casa en que vivían. La dejaba en consignación en una de las inmobiliarias del centro y ella se iba a trabajar como cocinera a un hotel, en lo más alto de la montaña. A Cuqui le entregaba una cajita que contenía un fajo de billetes y la mandaba a vivir con su abuela. La plata de la cajita debía alcanzarle para los gastos de los tres meses de verano. La inmobiliaria alquilaba la casa a turistas que llegaban a Villa Carlos Paz en busca de diversión y tranquilidad y que se pasaban el tiempo escalando cerros, sacándose fotos arriba de un burro y charlando con otros turistas, sumergidos en el lago, con el agua a la cintura y el sol quemándoles los hombros. Para ganar en horas extras la mamá de Cuqui no tomaba ningún franco, así que nunca bajaba a la Villa. Cada dos o tres días llamaba por teléfono a la casa de la abuela y preguntaba si había alguna novedad. Cuqui siempre le decía que todo estaba bien.

La abuela de Cuqui vivía en la parte alta de Carlos Paz, sobre el faldeo de la montaña, cerca de la base de la aerosilla. Desde el jardín se podía ver, abajo, el lago completo, las casas grises y blancas, los hoteles del centro, la calle principal que viboreaba hasta terminar frente a la iglesia, en la rotonda del Reloj Cucú. El verano en que Cuqui se hizo atea fue un verano largo, seco y sofocante. Cuqui odiaba las vacaciones. No le gustaba el calor, se llevaba mal con su abuela, bañarse en el lago barroso le daba asco y los turistas la sacaban de quicio. Desde el almuerzo hasta el atardecer era imposible salir a ningún lado. El sol brillaba sobre el lago y calcinaba los techos, las veredas y el asfalto. Cuqui se tiraba en la cama y miraba la biblioteca de su abuelo, saturada de libros viejos, de enciclopedias, de revistas de pintura. Durante horas pensaba en qué hacer con su vida. Cuqui quería hacerse famosa. El problema era que todavía no sabía cómo lograrlo.

Cuando llegaron las vacaciones volvió a darle vueltas al asunto y llegó a una conclusión: Dios no existía.

Hubo un tiempo en que el sueño de Cuqui era ser modelo. Veía a Kate Moss en la publicidad de Calvin Klein y soñaba con ser modelo. No de pasarela, porque Cuqui es bajita, sino modelo de gráfica. Fantaseaba con que alguien, algún día, la descubriría caminando por la peatonal y la sacaría de Villa Carlos Paz, de la casa de su mamá, de los veranos con la abuela. Cuqui entonces viajaría por el mundo, la retratarían los mejores fotógrafos y saldría en la tapa de la edición italiana de la revista Vogue, que de todas las Vogue es la que tiene las mejores producciones. Hasta que un día Cuqui no tuvo más remedio que enfrentarse a sí misma. Se sacó el pantalón de gimnasia, se sacó la remera, se sacó el corpiño deportivo que su mamá la había acompañado a comprar, se sacó la bombacha y se quedó quieta, parada frente al espejo.

Las persianas estaban bajas, apenas si entraba luz. Cuqui se miró un rato largo. Ni siquiera para fotografías de revista podría servir, dijo después. Se olvidó del asunto, hasta que leyó un titular en el diario: «Björk cerró la pasarela en el desfile de Jean Paul Gaultier». Si Björk, que también es bajita, lo hizo, ¿por qué yo no voy a poder?, pensó Cuqui. El secreto está en destacarse. Tengo que volverme alguien importante; así los mejores diseñadores me invitarán a cerrar sus desfiles y los grandes fotógrafos me pedirán que pose para ellos. Es la única manera de salir en la tapa de la Vogue italiana.
Cuqui ya había llegado a una conclusión respecto al otro problema que le preocupaba: Dios no existía y por lo tanto ella se volvió atea. Ahora debía lograr salir de Carlos Paz y volverse famosa. ¿Pero cómo hacer para destacarse? Se propuso resolverlo durante el verano y se pasaba las horas pensando en eso. Cuando se cansaba, Cuqui daba vueltas por la casa en silencio. La abuela dormía la siesta recostada en la cama con los pies en alto y el ventilador prendido. Cuqui recorría la cocina, veía el polvillo y las telarañas en los vidrios de las ventanas, los pelos de gato sobre el sillón del comedor, la mesa de madera para cuatro, que podía agrandarse para que entraran seis u ocho comensales, pero que nunca se usaba.
La gata bostezaba en el único resquicio de sombra, en medio del jardín chuzo bajo el sol. El pasto alto se enrulaba, reseco y marrón. El sillón azul decolorándose en la galería. Cuqui se sentaba y se quedaba muy quieta, sin ganas de hacer nada. Miraba los autos en la calle, los turistas que bajaban camino al lago con sus sombrillas bajo el brazo, un perro que se rascaba las pulgas. Cuqui sentía la transpiración sobre su cuerpo, el pelo pegado a la nuca, la cuerina del sillón a la que se adhería de a poco, el sudor entre la piel y el tapizado. Cuando oía que su abuela se levantaba, corría de nuevo a encerrarse en su habitación. Bajaba las persianas, trababa la puerta, y volvía a pensar.

Así pasó el primer mes del verano. Después, de improviso, Cuqui se enamoró de un mormón. Era un mormón joven, bonito, de ojos celestes y pelo bien rubio, que Cuqui conoció en la casa de la vecina de enfrente. Una tarde, sentada en el sillón azul, Cuqui vio a dos chicos que caminaban bajo el rayo del sol. Los chicos iban vestidos con camisas blancas de mangas cortas, corbatas y pantalones negros y cada uno tenía una mochila en la espalda. Tocaron el timbre en la casa de los Aguirre, pero nadie los atendió. Tocaron en el departamentito del viudo Lamónica y tampoco les abrieron. Uno de los chicos se secó la frente transpirada y buscó refugio debajo del fresno grande. El otro chico llamó en la casa de la señora de Pérez. La señora de Pérez los espió un segundo por la ventana, preguntó qué querían, dudó un instante y los invitó a pasar.

¡Mormones en lo de la señora de Pérez! ¡Por fin algo interesante!, dijo Cuqui y corrió al baño, a lavarse la cara y acomodarse un poco el pelo. Se sacó el pijama, se puso su vestido negro, controló que su abuela siguiera roncando frente al ventilador, buscó una taza vacía y salió.
Entró por el lavadero, haciéndose la distraída.
Señora de Pérez, señora de Pérez, llamó.
Se oían voces en el living. La señora de Pérez apareció en la cocina.
Estoy con gente, dijo. ¿Qué necesitás?
Cuqui le mostró la taza. No me presta un poco de azúcar, pidió.
Mientras la señora de Pérez sacaba la lata de azúcar de la alacena, Cuqui se asomó al living comedor. Los mormones estaban sentados en los sillones frente a la ventana. Uno era un chico común y corriente, con las mejillas poceadas de viejas erupciones de acné y las orejas un poco grandes. El otro mormón era hermoso. A Cuqui le hizo acordar a Joey McIntyre, uno de los cantantes de New Kids on the Block.
¿Gustarían un café?, les gritó la señora de Pérez.
Los mormones levantaron la vista y vieron a Cuqui, apoyada en el marco de la puerta. Cuqui los olía con los ojos cerrados. Emanaban un aroma picante, a bosque de pinos, jabón y colonia de perfumería.
No tomamos café, nuestra religión lo impide, dijeron los mormones.
¿Un té, entonces? ¿Coca-Cola, Sprite?, les preguntó la señora de Pérez al tiempo que despertaba a Cuqui y le señalaba la puerta del lavadero.
Andate, le dijo con un susurro.
Yo también quiero escucharlos, respondió Cuqui.

De ninguna manera, dijo la señora de Pérez. Tu abuela necesita el azúcar. Llevásela.
Un vaso de Sprite estaría bien, respondió uno de los mormones desde el living.
La señora de Pérez abrió la heladera, la cerró, volvió a abrirla y se agarró la cabeza con las manos. La Sprite se había terminado. Buscó en el aparador el potecito donde guardaba las monedas y el sencillo y sacó un billete de cinco pesos.
Tomá, le extendió el billete a Cuqui, andá hasta lo de Vicente y comprame una Sprite de litro y medio. Decile que es para mí, que no te cobre el envase, se lo devuelvo a la noche. Fijate que esté bien fría.
Cuqui corrió al almacén. Cuando volvió, la señora de Pérez les mostraba a los mormones las fotos de su marido, que había muerto el invierno anterior.
Le gustaba leer, le encantaba leer, dijo la señora de Pérez y señaló la biblioteca detrás de los sillones. Los mormones giraron sobre sí mismos y miraron por un instante los cientos de lomos de las Selecciones del Reader’s Digest, uno junto a otro, perfectamente alineados. Años y años de Selecciones mensuales, ordenadas por fecha de publicación.
Desde la cocina, Cuqui llamó a la señora de Pérez. Levantó la botella y se la mostró.
¡Ah, por fin, aquí llegó la bebida!, dijo la señora de Pérez. Ahora mismo se las sirvo.
Ella es Cuqui, la nieta de una vecina, la presentó mientras acomodaba los vasos en una bandeja.
¡Cookie! ¡Como una galletita!, dijo el mormón igual a Joey McIntyre.
Galletita, en inglés, se dice cookie, le explicó a Cuqui el otro mormón, el mormón de las mejillas poceadas. Tu nombre suena igual que galletita en inglés.
Cuqui ya no lo escuchaba. Nunca nadie antes había pronunciado su nombre en un idioma diferente.

 

2

Cada mormón llevaba el nombre impreso en un prendedor dorado, a la altura del corazón. El mormón feo se llamaba Robert y le decían Bob. El mormón lindo se llamaba Steve y no tenía sobrenombre. Bob era más grande que Steve, hacía poco había cumplido veintidós años y parecía muy serio. Los dos hablaban perfecto español, pero la pronunciación dura del inglés se les notaba en el final de las palabras. Steve y Bob les contaron que creían en Dios y en que Jesús era hijo de Dios y que creían en la Biblia. Además de todo eso, como eran mormones, ellos también creían en otro libro, un libro sagrado que se había escrito en América.

Cuqui los olía con los ojos cerrados. Emanaban un aroma picante, a bosque de pinos, jabón y colonia de perfumería.

La voz de Bob era suave y pausada. Les explicaba las cosas como si Cuqui y la señora de Pérez tuvieran cinco años. Steve asentía con la cabeza y añadía algo de tanto en tanto. Cuando Bob terminó de hablar, Steve abrió su mochila, sacó dos libros de tapas azules y los apoyó sobre la mesa, junto a los vasos y la bandeja.
Éste es el Libro del Mormón, estos ejemplares son para ustedes, dijo.
Antes de que Steve terminara de cerrar la mochila, Cuqui vio dentro, junto a un par de libros más, un tupper vacío y un desodorante Axe, de los verdes, sin tapa.
Acá pueden leer de nuevo lo que Bob nos ha contado, siguió Steve.
Queremos que durante la semana piensen en lo que escucharon y que le pregunten a Dios, con fe, con el corazón sincero, si deben creernos o no, dijo Bob. Él les va a responder. Si preguntan con fe, él les dará una respuesta. ¿De acuerdo?
De acuerdo, de acuerdo, dijo la señora de Pérez. Tenía las manos juntas sobre la falda y asentía lentamente, con los ojos semicerrados y cara de conmovida.
Bob sonrió, giró la cabeza y miró a Cuqui:
¿De acuerdo?, preguntó.
Sí, claro, dijo Cuqui.

Antes de irse, Bob y Steve fijaron una fecha y una hora para la próxima reunión. Aunque Cuqui la anotó en un papelito, no le hizo falta volver a mirarlo. Miércoles, tres de la tarde. Nunca lo hubiera olvidado. Lo repetía una y otra vez. Durante toda la semana no pensó en otra cosa que no fuera en Steve sonriéndole con sus dientes blanquísimos y sus ojos celestes salpicados de luz. Steve acariciándole el pelo. Steve abrazándola con fuerza y buscando su boca. Steve diciéndole Cookie, Cookie, Cookie. Cada vez que pensaba en Steve, Cuqui corría a su habitación, le ponía llave a la puerta y se tocaba.
¿Qué hacés ahí adentro?, preguntaba la abuela.
Nada, dejame en paz, gritaba Cuqui y seguía.
Fue al supermercado, se compró un Axe verde y a la noche, antes de acostarse, rociaba su almohada con el desodorante y dormía abrazada a ella. Soñaba con el pecho blanco de Steve. Se imaginaba los lunares que tendría en la espalda, las pecas sobre los hombros, el pelo dorado y ralo entre las tetillas.
Steve, murmuraba entre sueños, acunada por el olor.

¿Leíste, vos?, averiguó la señora de Pérez ni bien Cuqui le golpeó la puerta, el miércoles siguiente. Su Libro del Mormón esperaba junto a la bandeja lista, los vasos boca abajo sobre un repasador de puntillas y la botella de Sprite sumergida en una hielera plateada. De entre las hojas del libro surgían señaladores improvisados, papelitos, folletos, hebras de lana.
Cuqui no tuvo tiempo de responderle. La señora de Pérez ya espiaba por la ventana.
Ahí vienen, ahí vienen, dijo y controló que todo estuviera en su lugar. Dejó que sonara el timbre y, aunque estaba parada junto a la puerta, esperó medio minuto antes de abrir.
Bob seguía igual de desagradable. Steve, en cambio, estaba mucho más lindo de lo que Cuqui lo recordaba. Se había afeitado la barba al ras y sus mejillas brillaban, lisas y pulidas. Ya no llevaba la corbata azul con pintitas celestes de la semana anterior. Ahora usaba una de cuadros muy pequeños, mezcla de borravinos y dorados, que le quedaba todavía mejor. Incluso la camisa, blanca y de mangas cortas como la que vestía la primera vez, parecía más chica, más apretada a su cuerpo. Se le marcaban los músculos en los brazos. Los hombros anchos y la espalda recta dejaban adivinar las formas de un deportista. Cuqui se acordó de los hombres en calzoncillos que aparecían en los catálogos de Avón que todos los meses una vecina le llevaba a su mamá y sintió una oleada de calor que le comía la cara. Bajó la vista, se tiró el pelo hacia delante, miró a través de su flequillo. Bob le extendió su mano. Steve sonreía un paso más atrás.
Adelante, pasen, pasen, decía la señora de Pérez mientras señalaba los sillones y servía gaseosa.
Bob y Steve se sentaron y la señora de Pérez les alcanzó sus vasos. Los dos bebieron en silencio, de un solo sorbo, como si estuvieran muriendo de sed. El living de la señora de Pérez se había llenado del aroma picante y salvaje del Axe verde. Cuqui se dio cuenta de que Bob y Steve compartían el desodorante y que, después de caminar por Villa Carlos Paz a la hora de la siesta, se detenían y volvían a ponerse un poco antes de entrar en alguna casa. Por eso Steve lo llevaba en la mochila.
Cuando terminó su gaseosa, Bob se secó los labios con un pañuelo y les preguntó si habían leído el Libro del Mormón y si habían pensado en lo que ellos habían dicho.
La señora de Pérez enseguida hizo que sí con la cabeza.
Por supuesto, respondió Cuqui.
Bien. Hoy les presentaremos a Joseph Smith, el creador de la Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días, dijo Bob y empezó a hablar. Cuqui no pudo oír ni siquiera la mitad de la historia. Durante la semana, la señora de Pérez le había comentado a la abuela de Cuqui que Cuqui estuvo en su casa con los mormones. Ese miércoles, media hora después de las tres de la tarde, la abuela de Cuqui se lo contó por teléfono a la mamá de Cuqui, que puso el grito en el cielo y le ordenó que sacara ya mismo a su hija de ahí. La abuela de Cuqui cruzó la calle, tocó el timbre y dijo:
Te venís conmigo, sin chistar.
Cuqui se tuvo que ir. No pudo despedirse de Steve, ni enterarse de cuándo volvería a la casa de la señora de Pérez.
Esa noche la mamá de Cuqui la llamó por teléfono.
No quiero que nunca más te acerques a esa gente, le dijo.
Yo hago lo que se me antoja, respondió Cuqui. Soy atea, no me interesa lo que dicen, así que quedate tranquila. Ni yo los voy a hacer ateos a ellos, ni ellos me van a convertir en mormona a mí.
¿Entonces para qué vas? Tu abuela me contó que te han dado un libro, que lo tenés en tu pieza, que te encerrás con llave.
Me gusta uno de los mormones, mamá, eso pasa. Estoy enamorada y voy a pelear por él.
Te lavaron el cerebro, dijo la madre de Cuqui y se largó a llorar.
Me tenés harta, mamá, dijo Cuqui y colgó el teléfono.
Que yo no te vuelva a ver cruzándote a lo de Pérez, escuchó Cuqui que le gritaba su abuela, justo antes de cerrar la puerta y tirarse en la cama a llorar.

 

3

A partir de entonces a Cuqui ya no le importó más el calor, ya no le molestaban los turistas, ya no pensaba todo el día en qué hacer con su vida. Cuqui estaba enamorada. En su cabeza sólo había espacio para Steve. Fue a la biblioteca de Carlos Paz y leyó hasta la última palabra que encontró sobre los mormones. Hizo una lista de preguntas que sonaban profundas y exigían respuestas largas, y se la guardó en el bolsillo. No quería que le faltasen temas de conversación cuando volviera a cruzarse con Bob y Steve. Empezó a dar vueltas en bicicleta durante todo el día. Sabía que Steve y Bob misionaban por el barrio, que iban de casa en casa, golpeando las puertas. Encontrarlos no tenía por qué ser difícil y, sin embargo, le llevó una semana entera recobrar el rastro. Siete largos días de pesquisas, acecho y pedaleos infructuosos. Hasta que, de casualidad, los vio sentados en la plazoleta, al pie del Monumento al Bombero Voluntario. Cuqui se acuclilló detrás de un arbusto y los espió. Bob sacó un tupper de la mochila y se puso a revolver unos fideos fríos. Comió durante un buen rato, mientras Steve leía el Libro del Mormón. Después cambiaron. Bob le pasó el tupper a Steve y recibió el Libro. A Cuqui se le acalambró un pie, se levantó, estiró las piernas, hizo como que paseaba, y corrió a ocultarse detrás de un siempreverde. Cuando Bob y Steve terminaron de comer, guardaron el tupper y volvieron a misionar. Cuqui los siguió durante toda la tarde, mientras ellos predicaban. Se escondió en jardines, detrás de postes de luz, entre dos autos estacionados, arriba de un árbol. En ningún momento perdió el rastro. Al atardecer, Bob y Steve regresaron a su casa y Cuqui pudo saber dónde vivían: un departamentito en el patio de una ferretería, en la otra punta de Carlos Paz, cerca del Reloj Cucú. Al día siguiente le preguntó al ferretero si hacía mucho que eran sus inquilinos.
Se van rotando, cada tres meses vienen dos nuevos y los viejos se van, le dijo el hombre. Son buena gente.
Cuqui averiguó cuáles eran sus horarios.
Salen a las nueve y media y andan todo el día en la calle. Acá no vuelven hasta las siete u ocho de la noche. Enseguida apagan la luz.
En los días que vinieron, Cuqui anotó minuciosamente en su libreta las costumbres de Bob y Steve, las casas que visitaban, el tiempo que permanecían en cada una, la frecuencia con que regresaban. Cuando supo todo, comenzó a tenderles emboscadas. Los esperaba en una esquina, bajo la sombra de un árbol, y les salía al cruce con su mejor sonrisa.
¡Chicos, qué casualidad!, saludaba Cuqui, antes de hacer la primera pregunta.

Bob tenía más experiencia. Era más grande y había misionado durante más tiempo. En las charlas con la señora de Pérez, él había llevado siempre la voz principal. Sin embargo, con Cuqui daba un paso a un costado y cedía la conversación a Steve. Cuqui sabía que Bob no confiaba en ella. Tal vez la señora de Pérez lo había puesto sobre aviso, tal vez estaba celoso. Ella sacaba la lista que había escrito en la biblioteca y hacía las preguntas con verdadera convicción, pero las respuestas no le interesaban y eso no lo podía ocultar. Bob se cruzaba de brazos y se sentaba en la casillita del gas de una casa. Ni siquiera intentaba contestarle, dejaba que Steve se hiciera cargo. Él sí se esforzaba en convencer a Cuqui. Estaba lleno de ardor y entusiasmo, como si necesitara lograr una conversión para recibirse de misionero o como si deseara impresionar a Bob, demostrarle cuánto sabía.
¿Vos me podrías explicar cómo llegaron los antiguos profetas desde Jerusalén hasta Estados Unidos?, le preguntaba Cuqui. ¿Y qué pensás de la teoría de Darwin en relación a los sobrevivientes de la Torre de Babel?, volvía a preguntar.

Cuqui cerró los ojos y respiró profundo, para atraparlo por completo. El olor ya se había diluido y apenas si encontró algunas trazas, confusas, que grabó en su memoria.

No le daba tiempo ni a respirar y apenas Steve terminaba con su respuesta, Cuqui averiguaba si en Utah los mormones seguían casándose con varias esposas, o esparcía sus dudas sobre la posibilidad de escribir un libro entero sobre planchas de oro, o afirmaba que era imposible que un hombre aprendiera a hablar en lenguas antiguas en el transcurso de un solo día.
Steve la escuchaba con atención. Después sonreía con la cara llena de paz.
Necesitas fe, le decía. Dios es mucho más grande que nosotros, sin fe nunca lo entenderás. Y después se disculpaba porque tenían que seguir, una familia los esperaba. Antes de despedirse, Steve le prometía a Cuqui que esa noche iba a rezar por ella.
Esta noche rezaré por vos, le decía Steve. Pediré para que el Espíritu Santo te ilumine y te dé el don de la fe y del discernimiento.
Gracias, gracias, respondía Cuqui y se subía a la bicicleta y se iba feliz, porque Steve esa noche iba a pensar en ella. Cuqui corría a su pieza, se abrazaba a la almohada impregnada de Axe verde e imaginaba a Steve sentado junto a ella, en el borde de la cama. Steve levantaba el brazo, le mostraba la axila. Cuqui apretaba la válvula. Los vellos rubios de Steve, suavecitos, traslúcidos, recibían la lluvia de desodorante y se humedecían. Thank you, decía Steve y se agachaba y, antes de hacerle el amor a Cuqui, le recorría con la lengua el borde de los párpados, le humedecía los ojos cerrados.

 

4

Un día, Cuqui tuvo una idea. Para hablar de otra cosa que no fuera sólo religión, invitaría a Bob y Steve a cenar. Tenía la plata que su mamá le había dejado, podía llevarlos a algún buen restaurante.
Nunca cenamos fuera de casa, a las diez de la noche debemos acostarnos, le respondió Bob.
Entonces, los invito a almorzar, propuso Cuqui.
Comemos siempre con otros misioneros o con familias de la congregación, dijo Bob.
No hay problema, los invito a desayunar, insistió Cuqui.
Bob dudó un instante. Miró a Steve. Steve no dijo nada.
Bueno, está bien, un desayuno, respondió Bob, por fin.
Cuqui saltó de alegría. Se subió a la bici y bajó por la calle principal de Carlos Paz a todo lo que daba. Estaba tan feliz que saludaba con la mano a los diarieros y esquivaba con una sonrisa a los chicos que repartían folletos de cabañas en alquiler, de excursiones por el lago, de parrilladas diente libre. Hizo un recorrido por varios hoteles, visitó los salones donde se servía el desayuno, pidió presupuestos, investigó el menú y preguntó en qué consistía cada cosa, cuánto costaba, si se podía repetir. Se decidió por el Hotel del Lago. Era caro, pero el gran ventanal sobre la costa valía la pena.
La noche antes del desayuno Cuqui casi no pudo dormir. Una y otra vez repasó los temas de conversación que propondría, los lugares de cada uno alrededor de la mesa, la ropa que se pondría. El Hotel del Lago ofrecía un desayuno americano con servicio de buffet. Cuando Cuqui fue a averiguar, la encargada le mostró el salón. Era tarde y sólo en algunas mesas quedaban familias de turistas. Los pies de Cuqui se hundieron en la alfombra mullida, color bordó. Por el ventanal se veía el lago y, detrás, las montañas marrones, secas; ni una nube en el cielo. En el centro de las mesas había arreglos florales con rosas, margaritas y hojas de hiedra.
¿Son flores verdaderas o de plástico?, preguntó Cuqui.
La encargada frunció el ceño.
Verdaderas, por supuesto, dijo.
Cuqui acarició con dos dedos un par de pétalos y vio que no le mentía.
¿Se puede comer todo lo que uno quiere?
Cuantas veces lo desee, respondió la encargada.
¿Y se come igual que en Estados Unidos?
Sí, señorita, es desayuno americano.
La música funcional era suave, mullida igual que la alfombra. Un turista de bermudas y remera blanca se levantó para buscar el diario sobre el mostrador y volvió a su mesa. Un mozo salió de la cocina con una gran bandeja redonda, de acero inoxidable, cubierta con una campana de vidrio. Cuqui se imaginó a Steve y Bob sentados junto a la ventana, comiendo despacio sus huevos revueltos con tocino. Se los imaginó riendo a carcajadas, y agradeciéndole profundamente el haberlos invitado a desayunar igual a como se desayuna en su país. Cuqui había logrado que recobrasen los sabores del hogar. Se imaginó a Bob levantándose con discreción, diciendo que quería caminar un poco por la terraza para tomar aire fresco y a Steve a solas con ella, en la mesa bañada de luz. Steve dejaba la servilleta a un costado y posaba su mano sobre la mano de Cuqui. Ella sentía todo su calor.
Gracias, decía Steve, mirándola a los ojos. Gracias, Cuqui, muchas gracias, se imaginó Cuqui que decía Steve antes de besarla y, ya de madrugada, se durmió.

Puso dos despertadores, pero no le hicieron falta. Se levantó cuando todavía no había salido el sol. Se dio un baño rápido, se lavó los dientes y tomó un vaso de Coca-Cola, como para no salir con el estómago vacío. El vestido blanco, largo, las sandalias de tiritas, y un toque de perfume detrás de las orejas. Eso era todo. Simple, fresco, el atuendo ideal para un desayuno con vista al lago. Cuqui lo había dejado preparado sobre la silla y tardó menos de un segundo en vestirse. Nada de collares, ni aros. Se miró al espejo. Estaba perfecta. Ya era hora de partir.
Desde el dormitorio, su abuela preguntó qué hacía, adónde iba.
Tengo algo importante, dijo Cuqui. Vuelvo antes del almuerzo, gritó mientras cerraba la puerta.
La bicicleta la esperaba apoyada sobre la pared del pasillo. La tarde anterior había controlado que las dos gomas estuvieran bien infladas y que a la cadena no le faltara grasa. No quería ningún contratiempo. Cuqui se deslizó cuesta abajo por las calles vacías y todavía en sombras, la falda del vestido recogida, para que no se enredara en los rayos ni se manchara con los pedales. Las piernas lisas, brillantes, recién depiladas. El viento le hacía flotar el pelo y le descubría la cara y a Cuqui le dieron ganas de cantar algo, una canción divertida, o mejor, le dieron ganas de silbar una melodía que le sirviera de banda de sonido. Se sentía en medio de una película. Joven y sensual.
Voló por la calle principal, atravesó Carlos Paz en un santiamén, cruzó el puente nuevo sobre el brazo más estrecho del lago, y tomó a contramano la curva que bajaba al Reloj Cucú, total no venía nadie. El dueño de la ferretería sacaba asadores portátiles, escaleras y mazos de escobas y los disponía sobre la vereda, en exhibición para los posibles compradores. Cuqui dejó la bici apoyada en un poste de luz.
¿Me la cuida?, le preguntó al ferretero y el ferretero hizo que sí con la cabeza.
Andá tranquila, le dijo.

Bob y Steve se quedaron allí, quietos entre los turistas que sacaban fotos con flash. Cada uno apretaba en su mano un pedacito del corazón de lata.

Cuqui caminó por el callejón asfaltado, bordeando la ferretería. Pasó junto al cartel de Goodyear, junto a los rollos de alambre tejido, las pilas de varillas, los postes esquineros. Atrás, en el patio diminuto, hacía años que se habían secado las plantas de las macetas. El departamentito de los mormones tenía la ventana cerrada. Cuqui golpeó la puerta. Una vez, dos veces. Silencio. Miró su reloj, era la hora convenida. Volvió a golpear y, del otro lado, le pareció escuchar un gruñido, el crujir leve de un elástico de metal.
¿Quién es?, preguntó una voz que parecía la de Bob.
Cuqui, respondió Cuqui.
Un minuto, dijo Bob.
Cuqui escuchó murmullos y pasos atropellados. El ruido sordo de un revoltijo de telas. Más murmullos y, por fin, la llave que giraba en la cerradura.
Bob tenía puesto un pantalón de basquetbolista, una remera dos o tres tallas más grande de lo necesario y el pelo revuelto y pajoso.
¿Listos para el desayuno?, dijo Cuqui mientras miraba a través de la puerta entreabierta. Vio una mesa de fórmica cubierta de platos sucios, pilas del Libro del Mormón, paquetes de galletitas abiertos y una azucarera sin tapa. Vio dos sillas de plástico con el logo de la Cervecería Córdoba impreso en el respaldar. Vio un póster con la cara de Jesús clavado con chinches en la pared, y debajo del póster, una cama con las sábanas caídas y una almohada contra el respaldar.
¿Qué hora es?, preguntó Bob y se rascó la cabeza.
Las siete y media, tal como habíamos quedado, respondió Cuqui.
Detrás de Bob, sentado en la cama, en calzoncillos y con otra remera inmensa, Cuqui pudo ver a Steve que bostezaba y se restregaba los ojos. Steve se puso una gorrita de béisbol con la visera hacia atrás, sonrió y saludó a Cuqui con la mano abierta.
Necesitaremos quince minutos más, dijo Bob.
Está bien, no hay problemas, los espero acá, respondió Cuqui y dio dos pasos hacia atrás.
Sí, está bien, espéranos, dijo Bob.
Sólo cuando él cerró la puerta y ella giró un poco y miró hacia el cielo celeste y los fondos de la ferretería, Cuqui advirtió la oleada de aire tufoso, cargado de humedad y aromas, que había surgido del departamento de los mormones y que la envolvía. Un olor parecido al del sudor que a veces les había sentido a los varones en el colegio, pero mezclado con restos de sueño, de sábanas sucias, de saliva seca en la comisura de los labios y con algo más dulce, como manzanas, o cereal saborizado o una porción de torta olvidada en la heladera.
Cuqui cerró los ojos y respiró profundo, para atraparlo por completo. El olor ya se había diluido y apenas si encontró algunas trazas, confusas, que grabó en su memoria. Supo que ése era el aroma de Steve al dormir y que el Axe verde sólo servía de disfraz para la gente. Sólo ella conocía su intimidad.
Y, sin embargo, le molestaba que en esa intimidad también hubiera un poco de olor a Bob.

 

5

A pesar de que Cuqui insistió para que comieran todo lo que quisieran, Bob y Steve apenas si se sirvieron una taza de leche y un trozo de pan cada uno.
Había poca gente en el comedor. Una familia en la otra punta y un par de jubilados en las mesas más cercanas al buffet. Y Bob y Steve allí, frente a Cuqui, con sus corbatas y sus camisas blancas y el pelo rubio aplastado con gel, la raya al costado, perfecta, las mochilas llenas de Libros del Mormón, las bandejas en la mano. Afuera, en el lago, una vela de windsurf cortaba en dos la superficie del agua, deslizándose tan lenta que parecía quieta.
Pueden repetir, dijo Cuqui. Cuantas veces quieran.
Con esto va a estar bien, respondió Bob mientras se sentaba.
No, en esa silla no, le dijo Cuqui. A vos te toca la otra, ese lugar es para Steve.
Bob y Steve intercambiaron una mirada y no dijeron nada. Steve se sentó donde Cuqui quería. Ella intentó comenzar una conversación. Habló de calor y la sequía, del peligro de incendios, del recambio de quincena y de un accidente en la aerosilla. Bob y Steve la escuchaban en silencio.
Steve se muda hoy, dijo Bob cuando Cuqui se calló. Hemos decidido que lo mejor es trasladarlo a otra misión, lejos de aquí.
Cuqui no entendió y por un instante siguió hablando de otra cosa. Bob tuvo que repetirlo: Steve se va hoy mismo. Viaja esta noche, dijo.
Cuqui creyó que le estaban haciendo un chiste. No podía ser cierto.
¿Es verdad?, le preguntó a Steve. Decime, mirame a los ojos. ¿Es verdad?
Steve bajó la vista y dio un sorbo largo a su taza de leche.
¿Por qué mentiría?, dijo Bob.
No te pregunto a vos, le estoy preguntando a él, saltó Cuqui. Steve, ¿es verdad?
Sí, dijo Steve, la mirada clavada en el mantel.
Sí, había dicho Steve. Cuqui sintió que el lago desaparecía, que el sol brillaba hasta volverlo todo blanco, que una mano negra tiraba hacia abajo de la punta de sus intestinos. Los ojos le temblaron. Eso era el vacío.
¿Podés retirarte un ratito?, le pidió a Bob, haciendo fuerzas por recomponerse. Me gustaría hablar con Steve a solas, dijo.
Eso no es posible, respondió Bob. Los misioneros debemos ir de a dos. Es una de las formas de resistir los ataques del demonio.
Es suficiente, Bob, dijo Steve.
Pero…
Está bien, Bob, sé lo que hago.
Bob se levantó y se alejó sin decir una palabra.
La noche anterior Cuqui se había dormido repasando la lista de temas de conversación. Ahora ya ninguno servía y sin embargo cada ítem estaba todavía allí, enroscándose en su cabeza, superpuestos unos a otros, impidiéndole pensar. Cuqui cerró los ojos.
Te amo, dijo.
Steve se puso colorado.
Cuqui se acercó a él. Intentó besarlo. El olor del Axe verde, tan cerca, y sin embargo, como detrás de una pared.
No, dijo Steve y la alejó. No, dijo de nuevo.
Los ojos de Cuqui se llenaron de lágrimas.
¿Es porque soy atea? ¿Es por eso?, preguntó.
Steve no respondió.
Es porque soy fea, dijo Cuqui.
Steve le hizo una seña a Bob, para que regresara.
Cuqui se levantó y, sin despedirse, caminó hasta la recepción. No quería que Bob la viera llorar. En el corpiño tenía guardado un billete de los que su mamá le había dejado en la cajita. Lo alisó sobre el mostrador, pagó la cuenta y salió.

Volvió a verlos esa tarde, a la hora de la siesta. Cuqui golpeó la puerta de la casa de los mormones y le abrió Steve. Estaba terminando de armar su valija. Cuqui lo invitó a dar una vuelta.
Bob también tiene que venir, dijo Steve. Cuqui aceptó. Caminaron hacia el lago. Frente al Reloj Cucú se apiñaba un montón de gente. Faltaban cinco minutos para la hora exacta y los turistas esperaban con las cámaras en alto, apuntando a la puerta por donde aparecería el pajarito de madera.
Te traje esto, para que siempre me recuerdes, le dijo Cuqui a Steve.
Era un corazón de lata que vendían en los quioscos. El corazón se cortaba al medio, por una línea premarcada, de manera tal que quedaban dos mitades iguales. Cada mitad tenía un ojalillo por donde pasar una cadena, para colgarse el medio corazón al cuello. Cuqui había cortado las dos mitades, y volvió a cortar al medio la mitad que le correspondía a Steve. Le dio el fragmento con el ojalillo a Steve y el otro, la parte de abajo del corazón, a Bob.
Para que los dos me recuerden, les dijo. Llévenlo con ustedes adonde vayan. Ténganlo con ustedes cuando misionen y cuando vuelvan a Estados Unidos. Llévenlo siempre con ustedes.
Sonaron las campanadas del reloj, se abrió la puerta de doble hoja, y apareció el cucú de madera con el pico desplegado.
¡Cu-cú!, ¡cu-cú!, ¡cu-cú!, chilló el pájaro.
Cada noche rezaré por vos, dijo Steve.
Sí, está bien, dijo Cuqui.
El pájaro retrocedió y las puertas se cerraron durante un segundo. Enseguida volvieron a abrirse.
¡Cu-cú!, ¡cu-cú!, ¡cu-cú!, gritó de nuevo el pájaro y la andanada de turistas disparó otra vez sus cámaras.
Necesito hacerte una última pregunta, dijo entonces Cuqui.
Sí, cómo no, dijo Steve.
¡Cu-cú!, ¡cu-cú!, ¡cu-cú!, gritó por tercera vez el pájaro de madera.
¿Cómo es Utah?, preguntó Cuqui.
No sé, nunca fui, mi familia es de Arkansas, dijo Steve.
En Utah también hay montañas, igual que acá, dijo Bob.
Cuqui sonrió. Se hizo sombra con la palma de la mano para que el sol no le encandilara las pupilas y miró el lago, los hoteles en la orilla, la calle principal y sus negocios, las sierras secas todo alrededor de Villa Carlos Paz.
Gracias, es lo que quería saber, dijo y dio media vuelta y se fue.

Bob y Steve se quedaron allí, quietos entre los turistas que sacaban fotos con flash. Cada uno apretaba en su mano un pedacito del corazón de lata.
Después, el pájaro de madera volvió a desaparecer tras la puerta y ya no regresó. Los turistas guardaron sus cámaras y poco a poco se comenzaron a dispersar. Cuqui pedaleó a toda velocidad, subió la cuesta, rumbo a la aerosilla. Quería llegar rápido a la casa de su abuela, tirar el Axe verde a la basura, encerrarse en su habitación a pensar. Debía recuperar el tiempo perdido. Sólo quedaba un mes de verano. ■