Durante la etapa inicial de la Edad de Piedra, entre treinta y siete mil y once mil años, algunas de las obras de arte más extraordinarias jamás concebidas fueron grabadas y pintadas en las paredes de las cuevas del sur de Francia y el norte de España. Después de una visita a la cueva de Lascaux, descubierta en 1940 en la Dordoña, se dice que Picasso declaró a su guía: «Ellos lo han inventado todo». Lo que aquellos primeros artistas inventaron fue un lenguaje de signos para el que nunca habrá una piedra Rosetta; la perspectiva, una técnica que no sería redescubierta hasta la Edad de Oro de Atenas; y un bestiario de tal vitalidad y sutileza que, al parpadeo de la luz de las antorchas, los animales parecen brotar de las paredes y moverse en ellas como figuras en una proyección de linterna mágica (en este sentido, inventaron la animación). También idearon la lámpara de grasa –un trozo de grasa, con mecha vegetal, dispuesto sobre una piedra hueca– para iluminar su lugar de trabajo; andamios para alcanzar los sitios más altos; los principios del estarcido y del puntillismo; colores en polvo, pinceles y trapos; y, aún más importante y en consonancia con la intuición de Picasso, el concepto mismo de imagen. Un verdadero artista reimagina este concepto ante cada nuevo lienzo en blanco –pero no desde el vacío–.

Algunas cuevas tienen porches de roca que fueron usados como refugio, pero no hay evidencias de vida doméstica en sus profundidades. Grupos de tamaño considerable pudieron haber visitado las cámaras más cercanas a la entrada –quizás para los ritos comunales– y sabemos por las ubicuas huellas de manos que fueron estampadas y aerografiadas en las paredes (usando los labios para soplar el pigmento) que gente de ambos sexos y todas las edades, incluso niños, participaba en las actividades que tenían lugar allí. Sólo unos pocos se aventuraban o tenían permiso para adentrarse en los confines más alejados de una cueva –en algunos casos andando o reptando varios kilómetros–. Aquellos intrépidos espeleólogos exploraban cada superficie. Aunque evitaban algunas paredes que a nosotros pueden parecernos tan adecuadas para ser decoradas como las otras que eligieron, la disposición de sus creaciones no era, al parecer, caprichosa. A lo largo de unos veinticinco mil años, los mismos animales –sobre todo bisontes, ciervos, uros, íbices, caballos y mamuts– se repitieron en posiciones similares, ilustrando una historia inmortal. Para una sociedad nómada, a merced de la naturaleza, debió ser un poderoso consuelo saber que existía un refugio como aquél, no sometido a las variaciones del tiempo.

Mientras los pintores aprendían a triturar hematita y a afilar brasas de pino escocés para obtener carbón (el rojo y el negro eran sus colores primarios) los últimos neandertales todavía vivían en la vasta estepa que fue Europa durante la Edad de Hielo –espacio que disfrutaron a su antojo durante doscientos milenios– y los Homo sapiens emprendían su tranquila marcha más allá de África. Nadie ha podido explicar hasta ahora cómo fueron los encuentros entre aquella especie hercúlea y tosca y sus ligeros y maravillosos sucesores. (Los artistas del Paleolítico, a pesar de su tendencia al naturalismo, en raras ocasiones pintaron seres humanos, y cuando lo hicieron fue con una crudeza sospechosamente burlona, legándonos un espejo sin reflejo.) Sus genomas difieren, por lo que parece que las dos poblaciones no se aparearon o no pudieron concebir descendencia fértil. En cualquier caso, no tuvieron la necesidad de disputarse sus ilimitadas parcelas de caza. Coexistieron durante más de ocho mil años, hasta que los neandertales se retiraron, o fueron obligados a retirarse, en número cada vez menor, hacia las áridas montañas del sur de España, convirtiendo Gibraltar en su último reducto. No se sabe de qué o de quién se batían en retirada (si es que la palabra «retirada» describe su migración), aunque a lo largo del camino el arte de los recién llegados debió impresionarlos. En yacimientos tardíos de neandertales se han descubierto anillos y punzones tallados en marfil, y huesos y dientes pintados o ranurados (nada anterior a la llegada del Homo sapiens). El patetismo de su confección –el intento de copiar algo nuevo y maravilloso en el ocaso de su existencia como especie– casi provoca las lágrimas. Y así nació, quizás, este cruel concepto que llamamos moda, expresión codificada de rivalidad y deseo.

Los artistas de las cuevas eran tan altos como los actuales europeos del sur, y bien nutridos gracias a la pesca y la caza abundante que conseguían mediante sus armas de sílex. Genéticamente son nuestros antepasados directos, aunque «directos» es en este caso un término relativo. Desde los inicios de la historia documentada, alrededor del 3200 a.C., con la invención de la escritura en el Medio Oriente, se han sucedido unas doscientas generaciones humanas (si se calcula una nueva generación cada veinticinco años). Quizás descubrimientos futuros modifiquen el cálculo, pero, de acuerdo al cómputo actual, cuatro mil quinientas generaciones separan a los primeros Homo sapiens de los primeros artistas de las cuevas, y entre estos artistas y nosotros, otras mil quinientas generaciones han descendido por el canal de parto, aprendido a andar erguidos, dominado el uso del lenguaje y de las herramientas, alcanzado la pubertad, se han reproducido y han muerto.

A principios de abril partí hacia Ardèche, una región montañosa en la zona centro-sur de Francia en la que las redes de cuevas son un fenómeno geológico común (se conocen centenares, decenas de ellas con artefactos antiguos). Fue aquí, una semana antes de la navidad de 1994, cuando tres espeleólogos que exploraban los acantilados de piedra caliza sobre Pont d’Arc –un puente natural de impresionante tamaño y belleza que parece un mamut gigante atravesando a horcajadas la garganta del río– encontraron una cueva que fue portada en todos los diarios del mundo. Resultó contener las pinturas más antiguas del mundo –unos quince mil a dieciocho mil años más antiguas que los frescos de Lascaux y Altamira– y fue bautizada con el nombre de su principal descubridor, Jean-Marie Chauvet. A diferencia de algunos aventureros aficionados o buscavidas (en el caso de Lascaux, una pandilla de niños traviesos y su perro) que han caído, a veces literalmente, en una cueva en la que los primeros europeos dejaron sus crípticas rúbricas, Chauvet era un profesional –un guardabosques que trabajaba para el Ministerio de Cultura, y el custodio de otros yacimientos prehistóricos de la región–. Él y sus compañeros, Christian Hillaire y Éliette Brunel, eran conscientes del daño irreparable que incluso unas pocas pisadas pueden causar en un ambiente que ha sido sellado durante siglos pues, de otra forma, se hubieran perdido para la posteridad innumerables reliquias preciosas y evidencias que los suelos de Lascaux y Altamira –ambos, ahora, cerrados al público– jamás hubieran podido ofrecer.

Los espeleólogos eran nativos de Ardèche: tres viejos amigos con interés en la arqueología. Brunel era la más pequeña, así que cuando sintieron una corriente vertical de aire caliente procedente de un hueco cerca de la cornisa del acantilado –el signo potencial de una cavidad– apartaron algunas rocas del camino, y se escurrió a través de un angosto paso que conducía a la entrada de un pozo profundo. Los dos hombres la siguieron y, desplegándose en cadena, el grupo descendió treinta metros hasta una inmensa gruta de techo abovedado cuya superficie, casi en su totalidad, estaba claveteada y ampollada de estalagmitas. El suelo irregular de arcilla dejaba paso a una zona cubierta de múltiples secreciones de calcita –bloques y columnas que habían caído–. En las fotografías, la grandeza barroca y furiosa de la escena evoca actos bíblicos de destrucción cometidos en un templo. Los exploradores avanzaban, moviéndose con cautela, en fila india, cuando de repente Brunel lanzó un grito: «¡Han estado aquí!».

La pregunta de «quiénes eran» apunta a un misterio que eruditos de todos los tiempos y lugares han intentado comprender: ¿quiénes somos? Desde que en el siglo pasado empezara el estudio moderno de las cuevas, especialistas de al menos media docena de disciplinas –arqueología, etnología, etología, genética, antropología e historia del arte– han intentado (y han rivalizado por) comprender la cultura que los produjo. Los expertos suelen dividirse en dos campos: aquellos que no pueden resistir la formulación de una teoría sobre su arte, y aquellos que creen que no existen, ni jamás existirán, suficientes pruebas para respaldar tal teoría. Jean Clottes, el célebre prehistoriador y prolífico autor que congregó al equipo de investigación de Chauvet en 1996, pertenece al primer campo, y la mayoría de sus colegas al segundo. Cuando consideramos que el legado de los artistas de las cuevas fue descubierto por casualidad, aunque sin duda no fue por casualidad que lo dejaron allí, también se sugiere un anhelo de comunión; con nosotros, sus descendientes.

El patetismo de su confección –el intento de copiar algo nuevo y maravilloso en el ocaso de su existencia como especie– casi provoca las lágrimas. Y así nació, quizás, este cruel concepto que llamamos moda, expresión codificada de rivalidad y deseo.

Dos libros, Los pintores de las cavernas (2006), de Gregory Curtis, y La naturaleza del arte paleolítico (2005), de R. Dale Guthrie, abordan la controversia generada desde diferentes perspectivas. Guthrie es un polímata enciclopédico que se cree capaz de «descodificar» la prehistoria. Curtis, ex-editor de Texas Monthly, es un detective literario (su libro anterior, sobre la Venus de Milo, también examinaba los oscuros orígenes de una antigua obra maestra), y en una prosa serena y apasionante, sin prisas ni rimbombancias, hilvana dos narraciones. (La más corta, conviene Curtis, abarca unos cuantos millones de años, y la más larga, el siglo pasado.)

Empaqué ambos volúmenes, junto con unas botas de senderismo, unas barras de proteínas y otros enseres de supervivencia –todo ello innecesario– para mi estancia en el Ardèche. Mi destino era un campamento espartano: un cuartel de hormigón en un valle cerca de Pont d’Arc. Es propiedad del gobierno regional, y normalmente hospeda a grupos de escolares con vacaciones subvencionadas. Pero dos veces al año, durante dos semanas en primavera y en otoño, el campamento se convierte en la base del equipo de Chauvet. Ellos, y sólo ellos, son admitidos en la cueva (y a veces ni ellos: el pasado octubre, la sesión de investigación fue cancelada debido a que el clima aún no se había estabilizado). El acceso es estrictamente limitado, no sólo debido a la contaminación que implica la circulación de personal, sino también porque el gobierno francés se ha visto envuelto durante trece años en un litigio multimillonario con Jean-Marie Chauvet y sus socios, así como con los propietarios del terreno en el que encontraron la cueva. (Los descubridores poseen derechos de autor sobre las reproducciones de arte, mientras que los propietarios tienen derecho a ser compensados por un tesoro que, al menos técnicamente, es de su propiedad –las leyes napoleónicas, modificadas en los años cincuenta, que otorgan autoridad a la República para disponer de cualquier mineral o metal que se encuentre bajo suelo nacional, no se aplican en el caso de las pinturas de las cuevas–. Si Chauvet hubiese sido una mina de oro, la demanda no hubiera prosperado.)

Al atardecer, durante la primera noche, casi todos los investigadores se habían reunido en la cafetería para disfrutar de una estupenda cena de conejo fricasé, servido con un Côtes du Vivarais, y seguido de una selección de quesos locales. (El Ardèche es un paraíso para los gourmets, además el chef del campamento era un duro exmarinero de Marsella cuya lengua y cocina picaban por igual.) Entre los miembros más viejos del equipo está Evelyne Debard, geóloga, así como Norbert Aujoulat, también geólogo. Norbert, exdirector de investigaciones de Lascaux y autor de un interesante libro sobre su arte, se refiere a sí mismo como «un hombre subterráneo». Marc Azéma es un realizador de documentales especializado en arqueología. Carol Fritz y Gilles Tosello, marido y mujer, ambos de Toulouse, son expertos en arte parietal, y además Tosello es un artista gráfico cuyos heroicos, minuciosos y pacientes calcos de los signos y de las imágenes de la cueva son esenciales para su posterior estudio. Jean-Marc Elalouf, genetista y autor de un poético ensayo sobre Chauvet, ha secuenciado, junto a un equipo de estudiantes graduados, el adn mitocondrial de los numerosos osos de la cueva. Los osos socavaron el suelo con madrigueras de hibernación y, en un espacio conocido como la Sala de la Calavera, un cráneo de oso reposa, horizontal, sobre una especie de peana-altar –quizás consagrado allí por los artistas–. La gruta está llena de otros restos osunos, y algunos de los huesos parecen haber sido esparcidos sobre los sedimentos o clavados a voluntad en las paredes agrietadas. (Aún no se han encontrado pistas de adn humano, y Elalouf no espera encontrar ninguna.) Dominique Baffier, funcionaria del Ministerio de Cultura, es la comisaria de Chauvet. Es la encargada de coordinar la investigación y la conservación. Jean-Michel Geneste, arqueólogo, es el director del proyecto, un puesto que asumió en 2001, cuando Jean Clottes, a los sesenta y siete años, se retiró por jubilación forzosa.

Clottes es un héroe en el libro de Gregory Curtis, Los pintores de las cavernas, uno de los «gigantes» en la lista de voluntariosas, brillantes y a menudo excéntricas personalidades que han ido configurando una disciplina que se enorgullece de su objetividad científica pero que ha sido campo de batalla de una serie de guerras territoriales que, paradójicamente, nunca tuvieron lugar en las cuevas. No hay rastros de conflicto humano en el arte de las cavernas, aunque en tres sitios diferentes se han encontrado cuatro dibujos ambiguos de una criatura con miembros y torso de hombre, perforada por líneas que parecen lanzas. Más pertinente, quizás, es una famosa viñeta del pozo de Lascaux. Muestra una figura de palo, raquítica, más bien cómica, con pico o máscara de pájaro, y un largo y escuálido pene. Él y su erecto miembro parecen sufrir rigor mortis. Está tumbado en el suelo, de espaldas, y a sus pies tiene un bisonte herido, exquisitamente realista, destripado. No distinguimos la mirada del bisonte, pero debe esconder una sonrisa irónica. ¿Podría tratarse de una representación de la hibris? Sea lo que fuere, algún tipo de competición mítica –y la lucha de los prehistoriadores por interpretar el tema de la viñeta es también una competición– terminó en un dibujo.

Curtis sigue la pista de una dinastía de intérpretes, empezando por el noble español Marcelino Sanz de Sautuola que descubrió Altamira en 1879 –era de su propiedad–. (Partes de Niaux y Mas d’Azil, dos cuevas gigantes pintadas en los Pirineos, fueron conocidas durante siglos, pero se interpretó su decoración como grafitis realizados en tiempos históricos, quizás por legionarios romanos.) Sanz de Sautuola fue acusado de falsificador, y sus trabajos académicos sobre la antigüedad de las pinturas fueron ridiculizados por dos de los arqueólogos más importantes de su tiempo, Gabriel de Mortillet y Émile Cartailhac. Sautuola murió antes de que Cartailhac, en 1902, se arrepintiera de su escepticismo. Por aquel entonces, el arte de dos importantes yacimientos, Les Combarelles y Font-de-Gaume (que contiene el encantador retrato de dos amorosos renos), habían salido a la luz, y, en 1906, Cartailhac publicó un lujoso compendio de arte rupestre que fue subvencionado por el príncipe de Mónaco. Las ilustraciones más apreciadas de Altamira fueron obra de un joven clérigo con ojo artístico, Henri Breuil, quien, en el transcurso de medio siglo, sería conocido como el Pope de la Prehistoria. Dividió la era en cuatro períodos, y dató las pinturas según su estilo y apariencia. Auriñaciense, el más antiguo, seguido por el Perigordiense (más tarde conocido como Gravetiano), Solutrense y Magdaleniense. Fueron designados con nombres de yacimientos arquetípicos franceses: Aurignac, La Gravette, Solutré y La Madeleine. Pero la teoría de Breuil sobre el significado del arte –relacionada con rituales de «caza mágica»– fue desacreditada por estudios posteriores.

Durante la Segunda Guerra Mundial, Max Raphael, un historiador de arte alemán que había estudiado las cuevas de la Dordoña antes emigrar a Nueva York huyendo de los nazis, intentaba buscar pistas sobre el significado del arte prehistórico en su unidad temática. Concluyó que los animales representaban los tótems del clan, y que las pinturas describían contiendas y alianzas, una saga arcaica. En 1951, un año antes de su muerte, Raphael envió un extracto de sus textos a Annette Laming-Emperaire, una joven arqueóloga francesa que compartía con él la convicción de que «la prehistoria no puede ser reconstruida con la ayuda de la etnografía». En otras palabras, cuidado con las analogías, porque no deberíamos tomarnos la libertad de estudiar los iconos y las figuras de una sociedad desaparecida comparándolos con el arte de los cazadores-recolectores de épocas más recientes. En 1962, Laming-Emperaire publicó una tesis doctoral que la hizo famosa. «El significado del arte rupestre paleolítico» rechazaba las teorías de sus predecesores, variopintas y demasiado creativas y, con ellas, cualquier prejuicio o romanticismo residual del siglo xix y su concepción de la mente «primitiva». La metodología estructuralista de Laming-Emperaire aún se usa, mejorada por las ciencias de la computación. Consiste en compilar minuciosamente inventarios y diagramas detallados de la distribución de las especies en las paredes de las cuevas; su género, frecuencia y posición; su relación con los signos y las huellas humanas que a menudo las rodean. En Lascaux (2005), Norbert Aujoulat cuenta cómo él y sus colegas añadieron el tiempo a la ecuación. Analizando el orden de imágenes sobrepuestas, determinaron que dondequiera que caballos, uros y ciervos se mostrasen en un mismo panel, el caballo se encontraba debajo, el uro en el medio y el ciervo arriba, y que las variaciones en las capas correspondían a sus respectivas épocas de apareamiento. La tríada «caballo-uro-ciervo» vincula los ciclos de fertilidad de animales importantes, y quizás también sagrados y simbólicos, con los ciclos cósmicos, sugiriendo una gran metáfora sobre la creación.

Laming-Emperaire tuvo un eminente director de tesis, André Leroi-Gourhan, quien revolucionó la práctica de las excavaciones advirtiendo que los agujeros verticales destruían el contexto de los yacimientos. A lo largo de veinte años (1964-84) de insistente y escrupuloso trabajo –raspando el suelo en forma de pequeños cuadrados horizontales en Pincevent, un yacimiento de doce mil años de antigüedad ubicado en el Sena– él y sus discípulos nos ofrecieron uno de los cuadros más completos hasta la fecha de la vida en el Paleolítico, cuando la etapa inicial de la Edad de Piedra llegaba a su fin.

Desde que en el siglo pasado empezara el estudio moderno de las cuevas, especialistas de al menos media docena de disciplinas –arqueología, etnología, etología, genética, antropología e historia del arte– han intentado (y han rivalizado por) comprender la cultura que los produjo.

Una nueva era en la ciencia de la prehistoria había empezado en 1949, cuando Willard Libby, un químico de Chicago, inventó la datación por radiocarbono. Uno de los primeros experimentos de Libby fue sobre una pieza de carbón de Lascaux. Resulta que Breuil, equivocadamente, había clasificado la cueva como Perigordiense (es Magdaleniense.) Breuil también había supuesto darwinianamente que el arte más viejo era el más primitivo, y Leroi-Gourhan trabajó sobre la misma premisa. En este sentido, Chauvet supuso una bomba. Es Auriñaciense, y sus pinturas más tempranas tienen al menos veintidós mil años de antigüedad, aunque son tan sofisticadas como composiciones mucho más tardías. Con esta revelación se manifestó la imagen de los artistas del Paleolítico transmitiendo sus técnicas de generación en generación durante veinticinco milenios, sin apenas innovación o revuelta. Un profundo conservadurismo en el arte, apunta Curtis, es una de las marcas distintivas de una «civilización clásica». Para que las convenciones del arte rupestre se prolongaran durante un período cuatro veces superior al de la historia documentada, la cultura a la que servían, concluye Curtis, debió haber sido «profundamente satisfactoria» –y estable hasta un grado difícilmente concebible por los humanos modernos–.

Jean Clottes es un señor alto y cordial de setenta y cuatro años que aún asiste a los encuentros bianuales de Chauvet, dirigiendo su propia investigación (este abril, él y Marc Azéma han descubierto un nuevo panel de signos), mientras sigue viajando y pronunciando ponencias por todo el mundo. La última incorporación a su bibliografía, El arte de las cavernas, un «museo imaginario» lujosamente ilustrado de la etapa inicial de la Edad de Piedra, fue publicado en Phaidon.

La excelencia de Clottes en su campo nunca fue deliberada. Enseñaba inglés en un instituto de Foix, una ciudad en los Pirineos, cerca de la frontera andorrana, uno de los epicentros del arte rupestre. Estudió arqueología en su tiempo libre y obtuvo su doctorado a los cuarenta y un años, cuando abandonó la docencia. Durante aquel tiempo había compaginado la enseñanza con un trabajo que le ofrecía el privilegio de acceder a las cuevas nuevas, además de una impresionante tarjeta de visita –como director de prehistoria de los Midi-Pyrenees– aunque un salario modesto. Su nombramiento se hizo oficial en 1971, y durante las dos décadas siguientes Clottes sería, por regla general, el primero en acudir a la escena de un nuevo descubrimiento. El hallazgo más sensacional, antes de Chauvet, fue Cosquer –una cueva pintada cerca de Marsella a la que sólo se podía acceder a través de un traicionero túnel submarino, donde tres buzos se habían ahogado–. Como Altamira, Cosquer, al principio, fue atacado como falsificación, y algunos medios que se encargaban de cubrir la noticia pusieron en duda la integridad de Clottes, acusándolo de ser su autentificador. Clottes sólo pudo valorar el contenido de la cueva mediante fotografías, pero, en 1992, un año después del descubrimiento de Cosquer, la datación por carbón demostró que las pinturas más tempranas tenían, al menos, veintisiete mil años de antigüedad. Aquel año, el Ministerio de Cultura lo ascendió al rango de inspector general.

En el campamento base, Clottes se acostó, como todos, en uno de los dormitorios, y se enfrentó a la escarcha matutina con una carrera a las duchas comunales. Hay un carácter infantil en su energía y convicción. (A sus sesenta y nueve años, aprendió a bucear para poder explorar Cosquer.) Una noche nos mostró una película sobre su «bautismo», en 2007, como tuareg honorario; los nómadas del norte de África lo coronaron con un turbante empapado en índigo que le manchaba la frente, y bailó al son de sus tambores en una hoguera del Sáhara. Entre los a menudo malhumorados miembros de su tribu, Clottes también inspira respeto –debido a su vigorosa senectud– y era difícil seguirle el ritmo mientras correteaba con sus largas piernas por el abrupto acantilado de Chauvet, hablando con brío todo el camino.

El sendero bordea un viñedo, luego vira hacia arriba en dirección al bosque, y desemboca en una cornisa –una terraza natural con un saliente rocoso a un lado, y un precipicio escarpado en el otro–. «De camino a Chauvet, los pintores debieron buscar refugio o preparar sus pigmentos aquí. Cuando contemplaban el valle y la garganta del río, veían lo mismo que nosotros –dijo Clottes, señalando la magnífica vista–. La topografía no ha cambiado mucho, excepto que la vegetación en la Edad de Hielo era más escasa: básicamente árboles de hoja perenne, como abetos y pinos. Sin tanto verde, el parecido de Pont d’Arc a un mamut gigante debió ser mucho más espectacular. Pero ningún elemento del paisaje –nubes, tierra, sol, luna, ríos o vida vegetal, sólo de vez en cuando, un horizonte– aparece en el arte rupestre. Es una de sus muchas sorprendentes omisiones.»

En el punto en el que terminaba la terraza, nos zambullimos de nuevo entre la maleza, siguiendo un camino obstruido por rocas y zarzas, y, después de una media hora escalando, llegamos a la entrada descubierta por Jean-Marie Chauvet y sus colegas. (La entrada prehistórica había sido sepultada, hacía milenios, por una avalancha de tierra.) Una cueva poco profunda, cerca de la entrada, había sido acondicionada como almacén de equipos y suministros. Desde aquí, una rampa de madera nos guiaba a lo largo de una franja estrecha en forma de herradura, formada cuando los acantilados retrocedieron, hasta una gran puerta de metal bien protegida –con alarmas de voz, video-vigilancia y un sistema de doble cerradura– como la cámara de un banco. Algunos miembros del equipo se relajaron con un cigarrillo o un refresco y un poco de chismorreo académico, pero Clottes, inmediatamente, se enfundó su mono de espeleólogo, se puso un casco de seguridad con lámpara minera, y desapareció en el inframundo.

Sobre un mapa, Chauvet se parece a las Islas Británicas, y, como una isla con cuevas y promontorios, su contorno es irregular. La distancia desde la entrada hasta la galería más profunda es de unos trescientos metros, y, en el extremo norte, la cueva se bifurca en dos desviaciones en forma de cuerno. En algunos puntos, como en la gruta que sondeó Éliette Brunel por primera vez en 1994 (lleva su nombre), el terreno es rocoso y caótico, mientras que en otros, como la Sala de los Osos, las paredes y el suelo son relativamente lisos. (En los años noventa, se instaló una pasarela de metal para proteger el lecho de la cueva.) Los techos de las principales galerías varían en altura, del metro y medio a los casi quince, pero hay pasos y nichos en los que un adulto debe andar de rodillas o arrastrarse. Hace veintiséis mil años (seis milenios después de que fueran creadas las primeras pinturas), un adolescente solitario dejó las marcas de sus pies y golpes de antorcha en las partes más alejadas del cuerno occidental, la Galería del Sombreado.

La tríada «caballo-uro-ciervo» vincula los ciclos de fertilidad de animales importantes, y quizás también sagrados y simbólicos, con los ciclos cósmicos, sugiriendo una gran metáfora sobre la creación.

La galería del Megaloceros –un embudo en el cuerno oriental llamado así por los grandes alces herbívoros que se mezclan en las paredes con rinocerontes, caballos, bisontes, un íbice espléndido, tres vulvas abstractas y un surtido de signos geométricos– es la parte más estrecha de la cueva, y parece haber sido un lugar de reunión o área de preparación donde los artistas encendían hogueras para elaborar el carbón. Dominique Baffier, la conservadora, y Valérie Feruglio, una joven arqueóloga que llegó al campamento base durante mi visita con su hijo recién nacido, dejaron escrito en La cueva de Chauvet (2001), un libro de ensayos y fotografías del equipo de investigación que «la frescura de estos restos da la impresión de que… alguien haya interrumpido a los auriñacienses en pleno trabajo, como si hubieran huido abruptamente». Dejaron un proyectil de marfil, encontrado en los sedimentos.

Desde aquí, llegamos al rincón más profundo de Chauvet, la Sala Final, un espectacular espacio abovedado que contiene más de una tercera parte de los grabados y de las pinturas de la cueva –algunos de color ocre, otros en carbón, todos meticulosamente compuestos–. Un gran friso cubre la pared trasera izquierda: un grupo de leones con bigotes puntillistas parece cazar una manada de bisontes que, a su vez, huye en desorden de una hueste de rinocerontes, uno de los cuales da la sensación de haber caído –o de estar saliendo– de una cavidad de la roca. Como en muchos yacimientos, los rasguños producidos por los osos se superponen con un palimpsesto de signos y dibujos, y uno debe hacerse la pregunta de si el arte rupestre no empezó, precisamente, con la siguiente observación, y es que las garras de oso consisten en un expresivo utensilio para grabar el registro –conmovedor e indeleble– de la angustiosa marcha de una criatura a través de la oscuridad.

En la parte extrema derecha del friso, en una pared separada, un inmenso bisonte, delicadamente modelado, se yergue solitario, acechando un par de figuras a su izquierda, pintadas en un afloramiento de roca que desciende del techo hasta unos cuatro pies del suelo. La forma carnosa de esta pendiente es inconfundiblemente fálica, y todos sus bordes están decorados, aunque la parte central es claramente visible. El suelo de la Sala Final está cubierto de vestigios. A fin de preservarlos, la pasarela se detiene cerca de la entrada, y el espacio interior, conocido como la Sacristía, está pendiente de ser explorado. Pero uno de los arqueólogos del equipo, Yanik Le Guillou, adaptó una cámara digital en una polea y pudo fotografiar el flanco más lejano de la pendiente. Envuelta alrededor del falo, o, según parece, cabalgándolo, se ve la mitad inferior del cuerpo de una mujer, con grandes muslos y rodillas dobladas que se estrechan hasta el tobillo. Su vulva está oscuramente sombreada, y no tiene pies. Flotando a su alrededor aparece una criatura con cabeza de bisonte y joroba, y un ojo blanco, abierto. Una ramificación de líneas en su cuello se asemeja a un brazo humano con dedos. La relación de estas figuras entre ellas, y entre el friso de la pared adyacente, es uno de los grandes enigmas del arte rupestre. La postura de la mujer sugiere que se encuentra de cuclillas, a punto de alumbrar, y los animales, al nivel de sus lomos, parecen estar alejándose de ella. Gregory Curtis, luchando contra el ansia especuladora –y perdiendo la batalla–, reconoce en los pintores de las cavernas que no puede evitar leer la escena como una narración mítica vinculada al Minotauro –la descendencia híbrida de una mujer mortal y un toro sagrado «que vivía en el Laberinto, que no deja de ser una especie de cueva»–. El arte de las paredes de los palacios de Creta muestra la representación de jóvenes saltando a lomos de toros salvajes, y aquel espectáculo público –al estilo de las corridas de toros– ha perdurado hasta los tiempos modernos, según hace notar Curtis, precisamente en aquellas regiones en las que se concentra un mayor número de cuevas pintadas. «La cultura europea empieza en algún lugar», concluye. «¿Por qué no aquí?»

A lo largo de una serie de cartas, Yanik Le Guillou advirtió a Curtis acerca del peligro de complacerse en la imaginación. Quizás este pecado sería disculpado en el caso de un periodista americano, pero no en el de Jean Clottes. El libro que expone su controvertida teoría sobre el arte rupestre, Los chamanes de la prehistoria, coescrito con el arqueólogo sudafricano David Lewis-Williams, publicado
en 1996 –el año que Clottes asumió la dirección de Chauvet– hizo estallar una polémica tormenta de fuego que aún no se ha calmado del todo. Desafiando la prohibición de confrontar pruebas de las cuevas con fuentes externas, los autores fundamentaron su exégesis en los estudios de Lewis-Williams sobre el chamanismo entre cazadores-recolectores, primitivos y contemporáneos, y arte rupestre africano, concretamente el de la tribu nómada de los San, cuyos chamanes aún ejercen como mediadores espirituales entre los poderes de la naturaleza y de los muertos. En un artículo anterior, «Los signos de todos los tiempos», escrito junto al antropólogo T. A. Dowson, Lewis Williams había explorado lo que llamó «un puente neurológico» hasta la Edad de Piedra. Los autores citaron experimentos de laboratorio con sujetos en estado de trance que sugerían que el sistema óptico humano genera el mismo tipo de ilusiones visuales, en tres fases idénticas, difiriendo sólo ligeramente en aspectos culturales, sea cual sea el estímulo: drogas, música, dolor, ayuno, movimientos repetitivos, soledad o niveles altos de dióxido de carbono (un fenómeno común en espacios subterráneos cerrados). En la primera fase, el sujeto ve un patrón de puntos, redes, zigzags y demás formas abstractas (formas típicas de las cuevas); en la segunda fase, estas formas se transforman en objetos –los zigzags, por ejemplo, pueden convertirse en serpientes–. En la tercera fase, la más profunda, el sujeto se siente succionado por un vórtice oscuro que genera intensas alucinaciones, normalmente con monstruos o animales, y siente que su cuerpo y su espíritu se mezclan con los de ellos.

Los pueblos que practican chamanismo creen en un cosmos que se organiza por niveles: un mundo superior (los cielos); un inframundo; y el mundo de los mortales. Cuando Clottes unió sus ideas con las de Lewis-Williams, llegó a creer que las pinturas de las cuevas representaban ampliamente las experiencias de chamanes o iniciados en una aventura visionaria hacia el inframundo, lugar en el que los espíritus se reunían. Las cuevas servían como puerta de entrada, y las paredes se consideraban porosas. Cuando los artistas o su séquito dejaban impresas las huellas de las manos, estaban palpando una roca viviente con la esperanza de alcanzar o convocar una fuerza más allá de ella. Habitualmente incorporaban los contornos o las fisuras de las rocas en el trazado de sus dibujos –utilizándolos como cuernos, jorobas o ancas– de manera que el friso se convertía en un bajorrelieve. Aunque, al hacerlo, también estaban ubicando la morada de los animales que aparecían en sus visiones, dándoles un cuerpo.

Esta hipótesis tiene sus cabos sueltos, particularmente en lo que se refiere a la fidelidad del arte rupestre a los elementos naturales –una fidelidad antionírica–, pero da sentido a esta especie de suspensión soñada de los animales en el vacío, y ayuda a explicar tres de las figuras más sensacionales del arte rupestre. Una es el hombre-bisonte de Chauvet; la otra, el hombre-pájaro de Lascaux; y la tercera, conocida como El Brujo, mira hacia abajo desde las alturas en el techo de Les Trois Frères, una cueva magdaleniense en los Pirineos. Tiene orejas y astas de ciervo; unas patas que parecen manos; piernas y caderas atléticas y humanas; cola de caballo; y una larga barba de mago, bastante bien arreglada.

Clottes se sintió ofendido y ultrajado por el encono de los ataques que recibió Los chamanes de la prehistoria («delirios psicodélicos», escribió un crítico), y los autores se defendieron en una edición posterior. «Se puede proponer una hipótesis científica sin reclamar certeza –me dijo Clottes una noche–. Todo el mundo está de acuerdo en que las pinturas, de alguna manera, son religiosas. Yo no soy creyente, y definitivamente tampoco un místico. Pero el Homo sapiens es un Homo spiritualis. No nos define tanto nuestra habilidad para confeccionar herramientas como la necesidad de crear sistemas de creencias que influyan en la naturaleza. Y el chamanismo es el sistema de creencias más extendido entre los cazadores-recolectores.»

Gregory Curtis, luchando contra el ansia especuladora –y perdiendo la batalla–, reconoce en los pintores de las cavernas que no puede evitar leer la escena como una narración mítica vinculada al Minotauro.

Incluso miembros del equipo de Chauvet tienen la impresión que las teorías sobre el chamanismo de Clottes van demasiado lejos. La división parece, en parte, generacional. Los puristas estrictos tienden a ser más jóvenes, quizás porque se han formado en la era de la deconstrucción, en un clima de corrección política, y son más cautos con sus conocimientos. «No me importa declarar, sin rotundidad, que es imposible saber lo que significa el arte de las cuevas», dijo Carole Fritz. Norbert Aujoulat, con tacto, me contó: «Somos más reservados que Jean. Quizás tenga razón sobre la práctica de chamanismo en las cuevas, pero muchos de nosotros, simplemente, no queremos interpretarlas». Añadió con una carcajada: «Si supiera lo que el arte significa, no me ocuparía de él. Pero según mi experiencia –he inventariado quinientas cuevas– cuanto más ves, menos comprendes».

Para una generación más vieja, en relación más íntima con la mortalidad, debe ser más difícil aceptar la falta de propósito a toda una vida de trabajo. Jean-Michel Geneste, un hombre leonino de cincuenta y cinco años con una melena plateada, me explicó un experimento que había encabezado en Lascaux en 1994. (Además de dirigir el trabajo en Chauvet, es el conservador de Lascaux, y el último invierno tuvo que lidiar con una invasión de hongos que amenazaba las pinturas.) Geneste decidió invitar a cuatro ancianos de una tribu aborigen, los Ngarinyins –cazadores-recolectores del noroeste de Australia– a visitar la cueva, y los instaló en su casa de la Dordoña. «Les conté que los llevaría a un lugar en el que unos antepasados como los suyos habían dejado marcas y pinturas en las paredes, y que quizás ellos podrían explicarlas –dijo–. “¿Son tus ancestros?” preguntaron. Dije que no, y esta estúpida respuesta los espantó. Si no íbamos a visitar a mis ancestros, no entrarían en aquel santuario, arriesgándose a las consecuencias. Quedé profundamente decepcionado, pero finalmente, como buenos huéspedes, accedieron a echar un vistazo. Pero primero debían purificarse, así que encendieron una hoguera, tiraron un poco de pelo de sus axilas y lo quemaron. Su ritual implicaba atravesar una pantalla de humo –pasar a otra zona–. Cuando entraron en la cueva, se tomaron un tiempo antes de pronunciar un dictamen. Sí, dijeron, esto fue un lugar de iniciación. Los signos geométricos, rojos y negros, les recordaron a las insignias de su propio clan, a los animales y las figuras grabadas de sus mitos de creación.»

Geneste coincide con su lectura, pero también cree que cuevas como Lascaux o Chauvet sirvieron para muchos propósitos: Como ocurría con las iglesias del siglo xii. Todo el mundo debió escuchar que aquellos santuarios existían, y se sintieron atraídos por ellos. Mira Pont d’Arc: es un gran faro en medio del paisaje. Y, como en el arte de las iglesias, la riqueza de la expresión gráfica en las cuevas satisfacía a un gran número de gente diferente y de diferentes maneras –familiar, comunal e individual, a través de los siglos– así que es probable que no haya una sola explicación adecuada. No hay teoría unificada».

A lo largo de la semana siguiente, escalé el cerro de Chauvet una vez al día. Un guardián, Charles Chauveau, quien, por ley, debe estar presente cuando los científicos se encuentran bajo tierra, me llevó caminando, y escalamos los acantilados para tomar el sol en un peñasco, viendo cómo los primeros piragüistas franqueaban el río y pasaban bajo el Pont d’Arc. Sólo unos pocos miembros del equipo pueden entrar en la cueva al mismo tiempo, cada uno lleva a cabo su investigación, aunque debido a ciertos peligros potenciales, especialmente la intoxicación por dióxido de carbono, no es permitido que entren solas menos de tres personas. «En los viejos tiempos a veces tenías Chauvet para ti solo, era increíble pero también daba un poco de miedo», dijo la geóloga Evelyne Debard. Pero Aujoulat se sentía más intimidado en Lascaux: «Solía pasar allí una hora a la semana, solo. Ensayaba antes cada gesto, para no perder tiempo. Pero al final se convirtió en algo opresivo: aquellos animales enormes mirándote desde arriba, en un espacio tan pequeño –intentando dominarte, o eso parecía–».

Aquellos que habían decidido no entrar pasaban el día en una prosaica dependencia, cerca del parking del campamento, que abastecía al equipo con espacios de oficina y enchufes para el ordenador. Marc Azéma, que ha colaborado con Clottes en un libro sobre los leones de Chauvet (fue el encargado de filmar el bautismo tuareg) me ofreció un tour virtual por la cueva en un gran monitor. Por necesidad, Fritz y Tosello pasaban más tiempo con el Photoshop que realizando trabajo de campo. (Henri Breuil elaboró sus calcos directamente sobre las paredes de la cueva –un sacrilegio impensable para los arqueólogos modernos–.) Éstos fotografían digitalmente cada imagen sección por sección, imprimen la fotografía a escala, y la llevan bajo tierra, donde Tosello instala una mesa de dibujo lo más cerca posible del área de estudio. La imagen digital se sitúa debajo de una lámina de plástico transparente, y él resigue la imagen sobre la lámina, prestando atención en todo momento a la pintura original mientras dibuja. Este acto dinámico de traducción le ofrece una visión más profunda de los gestos y las técnicas de los artistas de la que lograría con una simple interpretación. Repite el proceso en sucesivas láminas de plástico, cada una centrada en un aspecto diferente de la composición, incluyendo los contornos de la roca. Luego introduce los calcos (a veces hasta una docena) en el ordenador, donde pueden ser ampliados y manipulados. Describiendo los detalles de un monumental friso de caballos situado entre la Sala Megaloceros y la Sala de la Calavera, Fritz y Tosello, en La cueva de Chauvet escribieron:

«La superficie de debajo de la garganta fue cuidadosamente raspada una y otra vez, lo que sugiere un instante de reflexión, o quizás de duda… El último caballo es sin duda el más logrado del grupo, quizás porque el artista, a esas alturas, ya se sentía seguro de su inspiración. Este cuarto caballo fue realizado utilizando una técnica compleja: las líneas principales fueron dibujadas con carbón; el relleno, de color sepia y marrón, es una mezcla de carbón y arcilla untada con el dedo. Una serie de sutiles grabados resiguen a la perfección su perfil. Los detalles importantes (fosa nasal, boca abierta) se consiguen mediante movimientos enérgicos y precisos. Una línea final de carbón, negro oscuro, fue pintada justo en la comisura de los labios y le da a la cabeza un aire de asombro o sorpresa».

Mientras el equipo trabajaba, yo solía quedarme con Chauveau en el acantilado, leyendo el libro de Dale Guthrie en una mesa de pícnic. Guthrie, un profesor emérito de zoología de la Universidad de Alaska, es especialista en paleobiología del Pleistoceno. No es sólo un experto en los grandes mamíferos que saltan por las paredes de la cueva; ha pasado cuarenta años en los yermos del Ártico cazando a sus descendientes con arco y flecha. En este sentido, quizás, Guthrie aporta más empirismo a su investigación que otros académicos, aunque también menos humildad. La naturaleza del arte paleolítico, tal y como sugiere el título, aspira a ser un estudio definitivo.

Es un hermoso volumen de quinientas páginas, compuesto, como un mosaico, de reflexiones que discurren en cajas de texto, gráficos llamativos y pequeñas secciones de texto que destilan una gran cantidad de análisis multidisciplinares. La prosa, como el diseño, está pensada para captar al lego sin que por eso se vulgarice la ciencia o, al menos, no demasiado. Guthrie, que en la fotografía de autor aparece como un tipo tosco, en ocasiones se lo pasa en grande con sus subtítulos hilarantes («¿Amor lésbico o fantasía masculina?», «Grafitis y testosterona»), pero a la vez fomenta una premisa tan audaz como la de Clottes y Lewis-Williams: que nuestra biología, expresada a través de nuestras atracciones y apetitos carnales, incluyendo la tendencia a lo sobrenatural, es un «punto de partida de la verdad» para el lenguaje simbólico de los artistas rupestres.

Un buen número de prehistoriadores son y han sido, como él, talentosos dibujantes y copistas. Pero a diferencia del devoto Breuil, o del cauto Tosello, Guthrie es un desacralizador. Admira la «libertad» creativa del arte rupestre.

Casi todas las ilustraciones consisten en reproducciones e interpretaciones del propio Guthrie del imaginario paleolítico (no contiene fotografías). Un buen número de prehistoriadores son y han sido, como él, talentosos dibujantes y copistas. Pero a diferencia del devoto Breuil, o del cauto Tosello, Guthrie es un desacralizador. Admira la «libertad» creativa del arte rupestre –una agudeza de la observación que se combina, desde su punto de vista, con la despreocupación compositiva–. Subraya su socarronería erótica, esforzándose incluso en discernir rastros de consoladores y de bondage, a pesar de que raramente se representan actos sexuales en paredes o artefactos. («Sin sexo, por favor –Somos auriñacienses–» era el título de un artículo académico sobre aquel período.) La reverencia con la que ciertos investigadores –entre ellos, se infiere, el equipo de Chauvet– tratan incluso el más pequeño corte en una cueva le parece chocante, una actitud demasiado simpática y, allí donde ellos descubren una elaborada –casi oscura– metafísica, él ve inspiración fogosa. «Algunas imágenes del Paleolítico identificadas como mitad hombre mitad bestia pueden tratarse de simples blufs artísticos», escribe. (Pero los artistas, me dijo Azéma, a veces corregían su trabajo raspando la superficie de las rocas.)

La paleobiología es, en parte, una ciencia de modelo estadístico y, analizando las huellas de manos en las cuevas, Guthrie argumenta que algunos de los artistas, quizás la gran mayoría, no eran los «miguelángeles» de Lascaux o de Chauvet sino chicos adolescentes a los que, como chicos que eran, les encantaba estar en celo y escandalizar y, en esencia, salir de parranda a pintar paredes. Es verdad que entre algunas de las obras maestras del arte rupestre hay muchos dibujos lineales, incluyendo triángulos de forma púbica, que parecen apresurados, traviesos o meros garabatos. Desde el punto de vista de Guthrie, los prehistoriadores han importado el fervor de sus mandarines, y los prejuicios de una sociedad en la que los niños son minoría, al estudio de lo que, demográficamente, fue una desenvuelta cultura juvenil.

Guthrie es a la vez provocativo y respetado –Clottes escribió uno de los blurbs de la cubierta de su libro– pero algunos de sus métodos nos lleva a preguntar hasta qué punto la luz que arroja sobre la naturaleza del arte rupestre no se debe a una falsa lucidez. Al seleccionar ejemplos eróticos de una vasta zona de captación sin indicar tamaño, fecha o posición, Guthrie distorsiona la frecuencia de las muestras. Sus dibujos limpios minimizan la ambigüedad desconcertante de las obras y de sus contornos, su combinación orgánica con la arquitectura de la cueva. En cuanto a esta hermandad de atrevidos espeleólogos, y confiando lo que Guthrie llamó su «arte de niños» a la perpleja posteridad, la esperanza de vida en aquella época era, tal y como apunta, de unos dieciocho años, ya que la mortalidad infantil era desorbitada. Pero aquellos que sobrevivían, gracias a la anomalía de enfermedades infecciosas y a la abundancia de proteínas, podían llegar a vivir treinta años más –considerablemente más tiempo que los griegos, los romanos o los campesinos medievales que construyeron Chartres–. ¿Podemos atribuir algún tipo de puerilidad, tal y como la consideramos hoy –excitada, temeraria o transgresora–, a un pueblo para el que la paternidad temprana y el virtuosismo en cuestiones de supervivencia eran, reconoce Guthrie, imperativos? Cada año mueren espeleólogos imprudentes, aunque no se han descubierto restos humanos en las cuevas (a excepción de un esqueleto solitario, el de un hombre joven, en Vilhonneur, cerca de Angoulême, y los de otros cinco adultos que fueron enterrados en Cussac, en la Dordoña). Es un testamento asombroso de la firmeza de propósitos de los artistas, o al menos de su solemnidad.

Unos días antes de Pascua, dejé el campamento y conduje en dirección sudoeste, a través de las montañas, parando en el municipio de Albi, donde el Museo Toulouse-Lautrec, en un palacio del siglo xiii, junto a la plaza de la catedral, atesora una pequeña colección de objetos de la Edad de Piedra y de Bronze. Quería ver la pequeña talla solutrense, de arenisca roja, de una mujer obesa de nalgas impresionantes. Parecía bien instalada entre las Venus sórdidas de Toulouse-Lautrec. A la noche siguiente, bajo una tormenta eléctrica, llegué a Foix, la ciudad natal de Clottes, y encontré un hotel anticuado que me había recomendado. Desde una mesa, en la esquina del comedor, podía ver el caudaloso río Ariège fluyendo hacia un muro lejano de picos cubiertos de nieve –los Pirineos–, negros contra un ocaso lívido. Los neandertales habían llegado por este camino.

Pascal Alard, arqueólogo, se encontró conmigo a la mañana siguiente en Niaux, donde había dirigido una investigación durante veinte años. Es una de las tres cuevas (con Chauvet y Lascaux) que Clottes, el organizador de la cita, considera paradigmáticas. Había conducido en dirección sur durante unos cuarenta minutos, los últimos kilómetros de una carretera con curvas de horquilla serpenteaban hacia el interior de unas colinas estriadas y graníticas. El lugar no se parecía en nada a Chauvet. Había, en primer lugar, un aparcamiento en la entrada, desierto a aquella hora, una librería, y una imponente escultura voladiza de rasgos arquitectónicos, de acero corten, sobre el acantilado. (Supuestamente representaba un animal prehistórico imaginario.)

La paleobiología es, en parte, una ciencia de modelo estadístico y, analizando las huellas de manos en las cuevas, Guthrie argumenta que algunos de los artistas, quizás la gran mayoría, no eran los «miguelángeles» de Lascaux o de Chauvet sino chicos adolescentes a los que, como chicos que eran, les encantaba estar en celo y escandalizar y, en esencia, salir de parranda a pintar paredes.

Niaux es magdaleniense –sus paredes fueron decoradas hace unos catorce mil años– y fue una de las primeras cuevas en ser exploradas. Algunos visitantes del siglo xvii pintaron grafitis, como lo hicieron otros bromistas durante los trescientos años siguientes. En 1866, un arqueólogo llamado Félix Garrigou, que se encontraba allí en busca de vestigios prehistóricos, confesó en su diario que no era capaz de descifrar aquellas pinturas «de aspecto gracioso». «Artistas aficionados dibujaron animales –apuntó– pero, ¿por qué?»

Las dimensiones de Niaux –una red de pasajes que alcanza más de un kilómetro de profundidad desde la entrada de la galería, que fue usada como refugio durante la Edad de Bronce, hasta la Gran Bóveda, en el otro extremo, ramificándose como un cactus en angostas cavidades y embudos de techo bajo, pero también en cámaras del tamaño de un anfiteatro– contribuyen a la estabilidad de su clima, y pequeños grupos pueden disfrutar de visitas guiadas con cita previa. Pero cuando Alard abrió la puerta, y la cerró detrás de nosotros, nos encontramos solos. Llevaba dos antorchas eléctricas, y me dio una. «No la pierdas», bromeó. Me contó que él y algunos colegas, todos buenos conocedores de la cueva, decidieron, un día, ver si podían encontrar el camino de vuelta sin una fuente de luz. Ninguno de ellos lo consiguió.

El suelo de la entrada era casi plano, pero conforme nos íbamos adentrando se iba inclinando y abultando de forma impredecible. El agua goteaba, y a veces sonaba como una siniestra cháchara de susurros. Las cuevas están llenas de ruidos misteriosos que gorgotean desde las entrañas de la tierra, aunque tuve la sensación de estar cruzando un espacio que no era terrenal. De hecho, andábamos sobre el cauce de un río primordial. En el punto en el que el pasaje se estrechaba, nos escurrimos entre dos rocas, una especie de molinete, marcado con cuatro líneas. Eran pasadas de dedo bañado en pigmento rojo que parecían un código de barras, o llamas simbólicas. Un poco más allá, se encontraba un largo panel de puntos, líneas y flechas, algunas rojas, otras negras. Sentí su poder sin entenderlo hasta que me acordé de lo que Norbert Aujoulat me había contado sobre los signos de Cussac. Él fue el segundo humano moderno en explorar la cueva, en 2000, el año que fue descubierta, unos veintidós mil años después de la partida de los pintores. (El primero fue el descubridor de Cussac, Marc Delluc.) «Mientras seguíamos el rastro de los artistas, cada vez más y más profundamente, fijándonos en aquellos lugares donde habían roto estalagmitas para marcar el camino, encontramos signos que parecían decir: “Estamos santificando un espacio finito en un universo infinito.”»

Más allá del molinete, el pasaje se ensancha unos seiscientos pies, y vira a la derecha, y conduce a uno de los más espléndidos bestiarios del arte paleolítico: el Salón Negro, una rotonda de unos cuarenta metros de diámetro. Decenas de animales fueron pintados en recovecos del suelo, o grabados con carbón en las altísimas paredes: bisontes, ciervos, íbices, uros y, lo que es más extraño, peces (salmones), y los famosos «caballos barbudos» de Niaux –una especie peluda de patas cortas que, según escribe Clottes en su nuevo libro, ha sido reintroducida en los parques de fauna salvaje de Francia procedente de su hábitat nativo, en Asia Central–. Todas estas criaturas aparecen dibujadas de perfil, con línea clara, y algunas de sus siluetas fueron rellenadas empleando pinceles y trapos. Estuve observando un pequeño íbice –sesenta milímetros– que Clottes me había descrito como la obra de un perfeccionista, y uno de los animales más bellos de la cueva. Cuando lo vi, parecía tan vivo que no pude evitar una sonrisa. Alard esperaba y, dado que el tiempo, bajo tierra, se difumina, no supe cuánto llevábamos allí. «Me imagino que quieres ver más», dijo al cabo de un rato, así que seguimos adelante.

Cada encuentro con un animal de las cuevas te coge por sorpresa, a ti y al animal. Debes alzar tu lámpara, y tus ojos deben reconocerlo, porque uno tiende a ver criaturas allí donde no están, y en cambio se pierde otras que realmente están allí. A medio camino del mundo mortal, cuando volvíamos, le pregunté a Alard si podíamos detenernos y apagar nuestras antorchas. La acústica magnifica cada sonido, y el cerebro tarda unos minutos en asimilar la oscuridad total –tu vista sigue buscando algo a lo que aferrarse–. En aquel instante comprendes que, sea lo que pueda significar el arte, su recipiente es, a la vez, matriz y sepulcro. ■

 

Traducción del inglés de Gabriel Ventura