A Marie le enseñaron a no decirle «muérase» a nadie. El punto esencial de la lección era ese «a nadie». Mientras no hubiera gente a su alrededor podría, en teoría, pensarlo e incluso decirlo cuantas veces quisiera. Sin embargo, hasta este momento, Marie nunca lo había dicho, ni pensado, ni siquiera sentido.
Para las personas a su alrededor era una expresión común, usada entre risas, y para nada prohibida. Incluso después de irse de su casa, Marie seguía encontrando esta frase repetidamente en la televisión o en las páginas de internet que a veces miraba. Y es que se usaba de manera tan casual que era casi como un saludo cotidiano. Nadie se muere porque le digan «muérase», y, asimismo, aunque nunca se lo digan, el destino de todos es la muerte. Era una broma sin sentido. Marie lo sabía y, sin embargo, cada vez que escuchaba a alguien decirlo, así fuera en broma, su cuerpo se tensaba. Marie estaba siempre alerta y lista en caso de que su papá viniera volando hacia ella; pues estaría regañándola en algún lugar por sus pequeños errores, agarrándole los hombros con sus manos grandes, y sacudiéndola sin parar durante un largo rato. Por lo menos su papá ya no se aparecía en el cuarto de música, ni en la sala, ni en el salón de la televisión, ni tampoco en el patio donde estaba el árbol de alcanfor. «Bueno, ya no estoy en casa. Estoy en el dormitorio Mia». Cuando sentía que su papá iba a aparecer, Marie recitaba una frase que se repetía a sí misma para calmarse: «Ya no estoy en casa». Aquellos días murieron, y un gran número de las células de su cuerpo también. La mayoría de sus uñas y de su cabello ya se habría renovado. Marie se apretaba las mejillas con ambas manos mientras se aferraba a la sensación de ser una persona renovada. Pero a media noche una voz susurraba en su oído: «Si lo recuerdas bien es como si estuviera sucediendo de nuevo». Marie entonces se presionaba el pecho y parpadeaba varias veces. Después, confirmaba que la sombra arborescente que se reflejaba en la pared no se alargaba ni se achicaba. «Todo está bien. Ya todo ha terminado. Ya nadie viene a tocarme mientras duermo. Ya no es necesario hacerme la dormida, ni cerrar bien mis párpados temblorosos», Marie respiraba profundo. «Ya estoy lejos, muy lejos de todo, en el dormitorio Mia».
Un día, sin haberlo previsto, Marie se encontró en la ribera de un lago. Estaba muy sorprendida pues nunca había estado en un lugar así; le parecía el paisaje de un cuadro, de una historia infantil o de un cuento de hadas. La ribera del lago le pareció hermosa, y admiró el bosque verde oscuro que se extendía al otro lado.
Era claramente la ribera de un lago. No era como la línea porosa entre la playa y el mar. «Si doy un paso hacia delante, así sea uno solo, seguro caería en el lago. Pero mientras no dé ningún paso, no me caeré». La entretuvo ese pensamiento. Estaba fascinada por la línea nítida que le permitía diferenciar el aquí del allí. Además, «es como el borde de un pastel redondo», pensó. Sintió como si estuviera parada al borde de un precipicio empinado que usualmente destruiría con un tenedor pequeño. Y ahora era ella la que estaba ahí parada: encima del enorme pastel cubierto por todas partes de maleza y tierra húmeda y oscura. Encima de un pastel verde, majestuoso; un bosque decorado con cadáveres de animales pequeños, flores silvestres, piedras, y colinas abruptas. Pero si en realidad fuera un pastel, en algún momento alguien se lo tendría que comer. Tarde o temprano, un pastel sobre un plato tiene que desaparecer, incluyendo a Marie, por supuesto.
A Marie le enseñaron a no decirle «muérase» a nadie. El punto esencial de la lección era ese «a nadie».
Marie posó su mirada sobre el lago por segunda vez. «En cualquier caso, ¿de dónde vino esta agua? ¿Cómo es posible que el agua mantenga el nivel preciso, sin rebosarse ni secarse? Tal vez esta agua ha sido preparada para ser la bebida de algo tan grande que no lo podemos ni imaginar», pensó.
Marie sintió a alguien cerca. Se dio la vuelta y ahí estaba Karen.
Miró su reloj por instinto. Todavía quedaban cuarenta minutos antes de la hora acordada.
Karen se acercó a Marie con cara de que no quería haber ido, pero le tocó.
El año anterior, Karen fue la compañera de cuarto de Marie, y hasta hace poco había sido su novia. Su relación había terminado hacía casi un mes. Hablaron muchas horas y semanas sobre terminar la relación, por eso parecía que ahora no había nada que añadir. Por lo menos, ese era el caso de Marie. Ahora, después de cierto tiempo y distancia, al mirar a Karen de nuevo, Marie se sorprendió al ver con claridad —como si tuviera la cara pintada con un resaltador— eso que no le gustaba cuando eran novias. Por ejemplo, no le gustaba que, aunque aún era joven, tenía unos surcos marcados alrededor de su boca que le arrugaban la cara y la hacían ver vieja. También le parecía de muy mal gusto que se arreglara las cejas más de la cuenta. Y tampoco le gustaba que tuviera la cabeza grande y el cuello corto, ni que sus pezones fueran tan oscuros. Aun cuando eran novias, Marie siempre se fijaba en esos detalles de su apariencia, y se sentía fatal por ser tan vanidosa y superficial, y de hecho, se despreciaba a sí misma por juzgar a Karen. Pero su propia amargura no hacía la diferencia, pues Karen no embellecería de repente.
—¡Allá están todas! — dijo Karen—. Pero la única que vino hacia el bosque fuiste tú. Seguro Anna está preocupada.
Marie lo sabía, y asintió con la cabeza. Anna la saludó un poco irritada mientras ponía sus fuertes brazos en su pecho y se le movía un rizo en la frente. «Marie, las reglas son reglas». Su voz, aunque de tono calmado, le recordaba un poco la de alguien que ya no estaba aquí. Anna había llevado una vida infeliz en la que había tenido que soportar mucho dolor. Se convirtió en la cuidadora del dormitorio Mia cuando tenía cuarenta años recién cumplidos, una primavera. Siete años antes había muerto su hija de apenas un año. Su hija no despertó al amanecer; había dormido, como siempre, acostada boca arriba bajo el móvil en su cuna. Los médicos le dieron todo tipo de explicaciones: «Se trata de una muerte sin causa aparente que afecta a un número considerable de bebés, el síndrome de muerte infantil súbita. No hay razón ni indicio alguno. Nadie lo hubiese podido prevenir». Intentaban consolarla, la compadecían e incluso lloraban con ella. Sin embargo, Anna jamás podría olvidar aquella madrugada, cuando aún estaba un poco oscuro en la habitación, ese instante de su vida, la sensación al tocar los muslos de su hija. A través de la palma de su mano, del tacto, en un instante, pudo entender que se había desvanecido lo que con certeza estaba ahí. En ese mismo momento se detuvo su respiración. Anna intentó morir varias veces. No quería saber lo que le esperaba al morir, simplemente quería llegar al mismo estado que su hija. Pero no pudo. Bajó de peso y dejó de hablar. Anna solo deambulaba en sus pensamientos acerca de las posibilidades de lo que pudo ser. Si la hubiese acostado una hora más tarde que de costumbre. Si la temperatura de la habitación fuese tan solo un grado diferente. Si le hubiese puesto una ropa diferente. Si le hubiese dado una cantidad de leche diferente. Si esa noche, en vez de acostarla en su cama la hubiera dormido en brazos. Pronto Anna y su esposo entrarían en un tipo de coma, sin poderse culpar ni perdonar mutuamente. Sin importar qué comieran, no podían sentir sabor alguno, no podían percibir la diferencia entre estar despiertos o dormidos. Anna estuvo hospitalizada una y otra vez. Finalmente, se divorciaron tras un largo proceso y Anna se fue a vivir a la casa de su hermana durante un tiempo. Tendría que pasar aún más tiempo para que Anna pudiera volver a ver el contorno de la taza en frente de sus ojos, los restos de los rayos del sol rojizos del atardecer, el paso firme del tiempo. Y necesitó mucho más tiempo para poder contar su propia historia y darse permiso de desahogarse en reuniones organizadas por personas que han vivido situaciones similares para sobrellevar el duelo. Después de siete años seguía parada sobre la grieta indeleble que separaba el mundo en el que vivía su hija y el mundo en el que no. Hasta que una noche, sin saber gracias a quién o a qué, Anna por fin pudo dormir sin soñar. Sin saber de qué lado de la grieta estaba, Anna por fin logró moverse, así fuera solo un poco. Por fin dejó de estar tan pasmada. Desde entonces, durante los últimos diez años, Anna ha trabajado en el dormitorio Mia cuidando a mujeres jóvenes.
Después de siete años seguía parada sobre la grieta indeleble que separaba el mundo en el que vivía su hija y el mundo en el que no. Hasta que una noche, sin saber gracias a quién o a qué, Anna por fin pudo dormir sin soñar.
Marie caminó hacia el fondo, y se sentó sobre la raíz expuesta del árbol más grande. Karen llegó en seguida y se sentó a su lado, y hablaron del tiempo que pasaron juntas; aunque para Marie estaba claro que se trataba solo de recuerdos que ya no tenían valor alguno.
Hablaron del momento en el que Marie llegó por primera vez al dormitorio Mia. De lo pequeñas que eran sus maletas. De la noche de aquel día en el que les dieron permiso para regresar a casa por primera vez, y estuvieron hasta el amanecer en el asiento trasero del carro del hermano de Karen. Por esta razón las separaron en el dormitorio. A pesar de que habían repetido los detalles de aquel incidente una y otra vez, Karen siempre actuaba como si fuera la primera vez que hablaban al respecto. Como siempre. Al rato, sus palabras empezaban a mezclarse con lo que nunca sucedió. Su propio deseo se proyectaba en experiencias ajenas, lo que ella no había vivido lo reemplazaba por contenidos de cuentos infantiles o sueños. Marie entreveía el lago y asentía vagamente mientras ignoraba a Karen y sus historias, pero al escuchar que hablaba acerca de una canción que Marie había escrito, le lanzó una mirada iracunda y le dijo que se detuviera.
—No hables de eso, ya te lo he pedido antes.
—Pero es que es una canción muy buena.
Karen se arrepintió al darse cuenta de que había hablado de sobra. Marie dirigió la mirada sobre el lago y permaneció inmóvil. Hoy, por pura coincidencia, ambas llevaban el mismo peinado. Ambas llevaban el pelo partido por la mitad, dos trenzas del mismo color y del mismo largo que caían por los hombros, hasta el pecho. La única diferencia era el color de las bandas que las amarraban. Ya había pasado un mes desde que terminaron, y la noticia de su separación iba calando, poco a poco, a su alrededor. Marie pensó en lo que dirían las otras al verlas juntas, «además con el mismo peinado, qué estupidez», suspiró de mal humor. Bien podría ponerse de pie e irse de inmediato, pero seguro Karen la seguiría, y tal vez sería peor que llegaran juntas desde el bosque desolado.
—No es que quisiera hablar de algo en especial —dijo Karen con voz suave—. No hay nada más por decir acerca de nuestra separación. No siento ningún apego, pero es solo que…
—¿Solo qué? —Marie no tardo en contestar.
Karen recordaba perfectamente que Marie no podía ignorar esos «solo que» de las conversaciones y que tenía la tendencia de confrontarlos de inmediato.
—¿Solo que, solo que? ¿Qué? —Marie repitió.
Karen se alegró al darse cuenta de que aún tenía la capacidad de tener algún efecto en los sentimientos de Marie, así fuera mínimo. Pero disimuló, suspiró, e hizo cara de haberse metido en problemas.
—Sé que puede ser algo pesado, pero hay una pregunta que te quiero hacer.
—¿Cuál?
—Es fácil. Quiero saber si alguna vez me amaste.
—¿Si alguna vez te amé?
—Si, eso —confirmó Karen—. Solo quiero saber si alguna vez me amaste de verdad.
—¿Por qué o para qué preguntas? —Marie dijo lo primero que se le vino a la cabeza.
«¿Qué sentido tiene esa pregunta?». Marie no entendía nada. Después se acordó de que ya había tenido más que suficiente de ese aspecto narcisista de la personalidad de Karen, esa actitud petulante, y sintió ganas de mostrar su desaprobación.
—Marie… —dijo Karen pretendiendo no notar la molestia de Marie—. No estoy buscando nada. No soy como las personas que utilizan a otros o que solo piensan en ganar algo, no hay nada que ganar. Solo quiero saber algo, estoy en libertad de saber o por lo menos de preguntar, ¿no?
—Si ese es el caso, responder o no responder también es un ejercicio de mi libertad —dijo Marie—. ¿Cómo puedo responder si te amé o no? ¿Si digo, «claro que te amé», se acaba la conversación? ¿Eso es lo que quieres escuchar?
—No te compliques ni lo pienses demasiado —Karen sonrió con sus ojos—. ¿Me amaste o no? Es una pregunta con una simple respuesta.
Marie miró las cejas de Karen, y notó que estaban más arregladas de la cuenta. «No cuadran con la forma de sus ojos. Tienen el ángulo torcido, el largo equivocado, y me recuerdan a las antenas de los insectos. Más allá de cómo lleva las cejas, no puedo creer la cantidad de horas que me besé con esta chica con estas cejas». En un intento por detener los recuerdos que siguen a los de los besos, pues si se descuidaba resurgirían, Marie dijo con un tono un poco fuerte:
—En todo caso, esta conversación no tiene sentido, pues ya no somos nada. No tengo ganas de hablar de amor con quien ya no tengo nada.
Después de un momento de silencio, Karen asintió y forzó una sonrisa.
—Tal vez soy yo la que está equivocada.
—Por eso, vete primero. Es mejor que vayas yendo hacia donde nos encontraremos con el grupo —dijo Marie, con los brazos cruzados y el ceño fruncido.
Pero Karen siguió hablando.
—Cuando dije que tal vez estoy equivocada me refería a eso de no sentir ningún apego hacia ti. Creo que aún te quiero. Aún miro tus fotos.
—¿Fotos? —Marie preguntó con tono frío—. ¿Cuáles fotos?
—Pues, obviamente, fotos que tengo. Pero no te preocupes, las miro cuando estoy sola así que nadie más las ha visto —Karen sonrió para tranquilizarla.
—Karen… cuando terminamos prometimos que borraríamos y botaríamos todo al llegar a casa. Y me dijiste que habías borrado todo. Si esto fuera cierto no tendrías ninguna foto, ni una sola foto mía para mirar —Marie miró a Karen a la cara y enfatizó cada palabra.
Karen volteó la mirada, con un poco de vergüenza.
—Cambié de parecer después de nuestra promesa. Los recuerdos no le pertenecen a nadie. Lo que pasó, pasó. Es todo.
Marie miró el reloj, quedaban veinte minutos para la hora del encuentro. Cuando llegue la hora, todas bajarán por la misma montaña por la que vinieron, y alrededor de una hora después ya estarán de nuevo en los cuartos que bien conocen. Y, como siempre, Marie verá programas de televisión de mala calidad en la sala común hasta la hora de la cena con las mismas de siempre. O tal vez se esconderá en su habitación para seguir leyendo un libro barato. O quizá seguirá escribiendo en su cuasi-diario, ese en el que poco le importa si escribe o no. Después de cenar tomará su dosis de medicina, y antes de la inspección para apagar las luces del dormitorio, deberá estar en cama, como todas. Se envolverá en las sábanas, sin pensar, cerrará los ojos hasta que al interior de sus párpados aparezca un solo patrón. Y cada día, todos los días, se repetirá la misma historia.
Los recuerdos no le pertenecen a nadie. Lo que pasó, pasó. Es todo.
Marie intentó mirar fijamente el lago y el bosque, pero a pesar de su esfuerzo ninguna emoción o pensamiento aparecía. Permaneció totalmente impasible. Era como si tuviera una taza fina entre sus dos pulmones, y la taza se fuera llenando gota a gota, como si estuviera lloviznando sobre esta. Aunque se asemejaba al agua, Marie no tenía ni la menor idea de qué era el líquido, ni de qué color era, ni de dónde venía, ni cuánto tardaría en llenarse la taza. Lo que sí creía saber con certeza era que una vez la taza rebosara, moriría. ¿Cómo? ¿Tal vez, un accidente, un homicidio, un suicidio? Gota a gota. Las gotas le apuntaban a la taza de Marie, y allí caían. Como las otras jóvenes del dormitorio Mia, Marie no quería morirse. Incluso quería intentar ser feliz, si la felicidad fuera posible. Pero ni la existencia de esa taza, ni lo que ahí se iba acumulando eran su culpa.
—Ejem… —Marie susurró mientras seguía mirando el lago—. ¿Hay algo que, pase lo que pase, no puedes hacer?
Karen se sorprendió ante el tono suave de Marie, a pesar de haberse molestado antes. Como Marie estaba mirando hacia el lago, Karen la veía de costado, por eso, no podía entrever ninguna expresión clara en su rostro. Pero le gustaba esa expresión vacía. Era la misma que Marie siempre tenía después de haberse tomado los somníferos, cuando ya estaba a punto de dormirse. Poco a poco perdía fuerza, foco, hablaba más despacio, y lo que decía se hacía cada vez más confuso. Poco a poco, Marie era indistinguible del azul tenue del anochecer que se filtraba por la ventana. Cuando Karen veía a Marie dormirse en la cama, perdiendo su fuerza y su color segundo a segundo, siempre sentía que estaba accediendo a algún recuerdo lejano de suma importancia.
—¿Algo que yo no pueda hacer?
—Si, algo que no puedas hacer —dijo Marie—. Por ejemplo, yo no le puedo decir «muérase» a nadie.
—¿Te refieres a que no lo puedes decir de frente?
—No, para mí es imposible, así esté en silencio. No lo puedo ni pensar.
—¿Ni en broma?
—No, ni en broma, no lo puedo decir ni pensar.
—¿Y eso te causa algún problema?
—No, ningún problema.
—Entonces todo está bien.
—Ajá.
Después de pensar un rato, Karen levantó la mirada como si estuviese buscando algo tras su frente, y dijo:
—En mi caso… creo que no puedo pisar libros. Sí, eso, no puedo pararme encima de un libro. Tal vez porque mis padres eran maestros y me enseñaron la importancia de los libros.
—No te pararías sobre un libro.
—No. Y ahora que lo pienso, no solo libros. Tampoco me pararía sobre un pedazo de pan o sobre la cara de alguien. Tal vez no me puedo parar sobre casi nada, así que no es que los libros sean particularmente especiales. ¿Por qué de repente me haces esta pregunta? —Karen miró a Marie a la cara—. ¿Será que desearías que me muriera, pero no me lo puedes decir de frente?
—Estás equivocada —respondió Marie exasperada—. Como dije, no lo puedo ni pensar.
Ambas caminaron juntas por el mismo camino por el que habían venido solas. Ya solo faltaban diez minutos para el encuentro.
Al verlas juntas, Hannah y Erica murmuraron entre risas. Anna, la cuidadora, se limpió el sudor con su antebrazo, y con ambos brazos sacudió varias veces la manta del picnic, quitándole la tierra y las hojas que le habían caído encima. El verano recién empezaba y, bajo el sol radiante, Anna les gritó a todas las jóvenes, dispersas por el prado, que ya era hora. Anna miró a Marie, pero no le preguntó dónde había estado, ni tampoco le dijo nada a Karen, que estaba a su lado.
Kate era la más joven de todas las chicas del dormitorio Mia. Estaba rodeada de varias guirnaldas que ella misma había hecho con tréboles blancos y otras flores del bosque. Kate parecía empequeñecerse envuelta entre la grandeza de los árboles, el campo y el cielo; frágil y pequeña, no parecía humana sino un ser vivo semejante a una pequeña flor, una rama o una fina hierba. Kate, que casi nunca comía, y cuya voz parecía temblar hasta con la más leve brisa, dijo «Marie, te regalo esto», mientras le ponía la guirnalda a Marie sobre su cabeza, sonriendo feliz, y explicaba que había usado todo su tiempo libre para hacer una para cada una. Después de un rato, Marie se quitó la guirnalda y notó que las flores, que hasta hacía un rato eran blancas, ya habían empezado a perder su color, estaban marchitas, cafés, y se preguntó: «¿Será porque ha pasado mucho tiempo desde que hizo esta corona? ¿O será que desde el principio han estado así?»
Dos miércoles al mes van a la montaña a hacer un picnic en la tarde. El paseo dura una hora y media en total, y al final todas las jóvenes bajan por el mismo camino empinado cubierto de hierba por el que subieron. Hoy todas llevaban colgadas en sus hombros las bolsas azules con el logo del dormitorio Mia; estas se movían con cada paso y les golpeaban las caderas. Anna iba detrás del grupo, protegiéndolas. Habían avanzado alrededor de diez minutos cuando Marie aceleró su paso y alcanzó a Karen. Suspiró profundamente y continuó la conversación.
El amor no es perfecto como Dios.
—Primero, dijiste que hay más cosas que no puedes pisar que cosas que sí, pero eso no es así. El número de cosas que no puedes pisar no ha de ser tan alto. Segundo, acerca de la «prueba de amor» que me exigiste antes…
»Hace mucho tiempo alguien demostró la existencia de Dios: Dios es un ser perfecto, y la existencia es más perfecta que la inexistencia, y, por tanto, Dios ha de existir. No creo entenderlo a cabalidad, pero al leerlo tuve una sensación de claridad.
»El amor no es perfecto como Dios, por tanto, su existencia no se puede demostrar del mismo modo. El amor es distinto a un dios, a un ser que existe, ¿cierto? Pero, solo porque no podamos demostrarlo no quiere decir que no exista. Las personas creen en algo, y no es porque haya, o no, pruebas de su existencia. Creemos porque imaginamos. Siempre es posible creer en lo que podemos imaginar, sea en Dios o en el amor. Aunque no lo podamos explicar, o nadie más lo sepa, uno puede saber que existe.
»No podemos crear amor de la nada, ¿cierto? Creo que en algún lugar hay un amor muy grande, y a veces tenemos la ilusión de que el amor que sentimos es nuestro, pero no nos pertenece, solo se trata de una serie de intercambios con ese gran amor. Nos enamoramos con los cambios de la intensidad de la luz, o de la dirección de viento, por más leves que sean. El amor trasciende nuestra existencia. El amor existe en otro lugar, de principio a fin, independiente de nosotros, sin pertenecernos. Y, a veces, tenemos la suerte de entrar en contacto con ese gran amor, donde sea que se encuentre, y a veces no.
»Es imposible demostrar si te amé o no. Pero solo porque no sienta amor en este momento no quiere decir que el amor haya desaparecido. Si alguien no me ama en este momento tampoco quiere decir que no haya amor. Si hemos sentido amor en el pasado, por lo menos una vez, aunque nadie nos ame en el presente, ¿no podríamos decir que el amor sigue ahí, vivo de algún modo? No hay necesidad de sentirnos tristes o solas por esto. Aunque no estemos en contacto con el amor en este momento podemos estar seguras de que existe en algún lugar…
Karen escuchó el discurso de amor de Marie sin prestarle mucha atención. Estaba concentrada en el número de piedras que pisaba: escogía qué piedras merecían su atención en el mar de piedras a sus pies y las contaba. Ya ni se acordaba bien de la pregunta que le había hecho a Marie acerca de si la había amado realmente.
Mientras sudaba, aunque nadie lo notara, Marie se esforzaba por unir las palabras que la acercaban a su verdad. Hablaba con cuidado, con sus dedos temblorosos recogía uno a uno sus pensamientos, que parecían estar a punto de perderse. La prueba de amor de Marie no era más que un lugar común y corriente. Pero ella había llegado a esa conclusión por sí misma. Para Marie resultó ser una tarea difícil darles forma a sus pensamientos, como si estuviese haciéndose una cirugía a sí misma. Como si cortara nudos en su garganta y los tejiera con palabras. Lo que estaba a punto de derramarse lo unía a esta palabra. Y ese rayo de luz que hacía un segundo le bañaba el rostro lo unía a esta otra palabra. No se podía equivocar pues lo que se dice es irreversible. Marie escogía sus palabras con cuidado, las unía con un clip, las cosía como puntos de sutura, y les limpiaba muy bien la sangre para que se pudieran ver, y se aseguraba de que salieran de su boca, una a una, en el orden correcto. Un sudor pegajoso seguía saliendo de sus axilas y de su cuero cabelludo.
El cielo era infinito y de un azul perturbado.
Anna caminaba por la cuesta poco pronunciada y, como siempre, miraba a las jóvenes desde atrás. Al regreso de estas caminatas, o excursiones —como les decían—, Anna a veces veía en la vida de estas jóvenes, llena de dificultades y debilidades, el reflejo de su propia vida. En un día soleado como hoy, Anna encontraría la figura de su hija entre las otras jóvenes, ella tendría más o menos la misma estatura de las demás y el mismo pelo rizado de Anna. Con un solo vistazo, Anna reconocería a su hija, parada ahí, sonriente. ¿Se estaría divirtiendo? Anna sabía bien que todo era una simple ilusión. Sabía que era imposible correr hacia ella y abrazarla. Con sus pies firmes en el pasto, sin importar que tuviera los brazos cargados de los almuerzos que sobraron y la manta del picnic doblada en la bolsa, Anna pensó, «Después de todo la sigo viendo, así que la puedo abrazar de otro modo». ¿Pero por qué podemos ver algo inexistente?
Anna tropezó y, por reflejo, tomó el brazo de Rebecca, quien estaba solo unos pasos adelante. Las otras jóvenes siguieron caminando al dormitorio Mia. Mientras caminaban, hablaban de cosas que solo ellas entendían, soñaban con el día en que alguien las entendiera, repetían cualquier historia, y creían en que algún día todo esto llegaría a su fin. De alguna manera, terminaron de a dos en dos, mirando hacia adelante.
Traducción del japonés de Juliana Buriticá Alzate.
Mieko Kawakami es también autora de la novela Pechos y huevos (Seix Barral, 2021).