Los comentarios del reseñista Ignacio Echevarría en Rebelión y El Cultural acerca de la selección de narradores jóvenes que Granta ha publicado recientemente recuerdan los soliloquios de náufrago tras el hundimiento de su transatlántico ideológico. Que su reprimenda a la prensa cultural, por hacerse eco de esta iniciativa, la haya escenificado farisaicamente, como si no hubiera sido y aún fuera él mismo, que nadie se engañe, parte activa e influyente del entramado periodístico y editorial en España, Chile y Argentina, no es algo que me concierna directamente aquí.

Si Echevarría hubiera tenido la probidad de leer la introducción a este número de Granta que recoge a los que a nuestro juicio son los mejores narradores menores de treinta y cinco años, no habría tergiversado hechos que sí me conciernen en sus improvisadas notas. Aunque sin duda le deparará otros motivos de indignación la lectura de esas páginas preliminares, las cuales están a disposición de los interesados en la bitácora en español de la revista.

Las pasadas cinco antologías de Granta que recogen a jóvenes novelistas estadounidenses y británicos publicadas desde 1983 en inglés, y luego algunas traducidas al español, fueron armadas por un jurado que integraron muy diversos narradores, periodistas culturales, editores y los sucesivos directores de la publicación. Nunca intervinieron únicamente críticos literarios, apocalípticos o integrados, y a excepción de la última siempre recogieron a novelistas menores de cuarenta años de edad. Cualquier lector puede constatarlo, como también puede verificar si la elección de aquellos jurados resultó óptima al acertar en sus veredictos. Todo parece indicar que así fue. En Granta en español no hemos hecho otra cosa que ceñirnos a esos usos ya establecidos. En este caso, como John Freeman, director de la revista en inglés, apenas conoce la literatura de nuestro idioma, publica entonces nuestra edición justamente para dar nuevo relieve a la joven literatura hispanoamericana y española en Estados Unidos y el Reino Unido, principalmente.

Así pues, las condiciones fueron claras y manifiestas en nuestra convocatoria hace más de un año: narradores nacidos después de 1975 y con al menos un libro publicado, dato esencial este último que Echevarría escamotea en sus notas. También pretende confundir a los lectores de buena fe acarreando términos y criterios que nunca pretendimos exclusivamente emplear para orientar nuestros juicios, como “emergentes”, “nuevos”, “veinteañeros”, publicados sólo por editoriales marginales, o de determinado sexo o preferencia sexual, o país, o sin agente literario o con proclividades geoculturales aviesas o poco politizadas. Nunca quisimos caer en ecumenismos estériles. La insistencia en ellos la ha puesto él, atribuyéndonoslos falsamente. En suma, no compusimos una antología sujeta a deslindes que nunca procuramos. Pero es ahora, un año después, que sospecha del jurado.

Justamente por eso integramos un tribunal que pudiera leer con una mirada distinta, sensible e inteligente a los escritores jóvenes a fin de reducir al mínimo toda injerencia de agentes literarios (casi la mitad de los autores no tiene representante), editoriales (¿publicar en Anagrama o Mondadori es un demérito?) y otros interesados (incluidos los intereses que Echevarría enarbola, y a la vez oculta, pretendidamente ajenos a todo código de circulación literaria). Pero es falso suponer (hay que leer el prólogo) que no contamos y consultamos a múltiples informantes (incluso leímos con esmero a nuestro reseñista, embozado en dos periódicos liberales) en Méjico, el Caribe (incluida Cuba), Centroamérica, toda Hispanomérica (incluida Venezuela) y Estados Unidos, los cuales llamaron nuestra atención y a veces pusieron en nuestras manos la obra de muy diversos narradores, muchos de ellos poco conocidos, y que finalmente relegamos porque otros nos parecieron mejores (varios de ellos apenas publicados incluso en sus países de origen). Esto puede constatarse, y por citar un ejemplo entre muchos, leyendo el extenso comentario de Salvador Luis, director de la revista Los Noveles, a la nota de Echevarría reproducida en Cuarto Poder.

Pero lo que ya no es de risa, sino de carcajada, es que Echevarría arguya cual comisario que el jurado de Granta carece de autoridad para emitir un juicio sobre la literatura escrita en español. Volviendo las tornas, ¿con qué autoridad lo afirma? Pues con la de alguien que sustenta su reputación sobre todo en haber polemizado con Antonio Muñoz Molina, en haber sido expulsado del suplemento cultural de El País (y no hay antipatía en esta afirmación, pues Valerie Miles y yo mismo estamos entre el grupo de firmantes que protestaron por su salida) y en ser el fugaz editor al parecer ya fumigado de la obra póstuma de Roberto Bolaño. Es un reseñista competente, pero ¿la publicación de dos recopilaciones de reseñas basta para acreditarla? Las obras de críticos literarios como Ángel Rama o Beatriz Sarlo, por citar a dos mayores con los que simpatizaría, o Christopher Domínguez, por citar a uno más joven, permiten una valoración justa de su mandarinato espectral. Si hasta francotiradores como Jean-Paul Aron, o hace poco Constantino Bértolo, han argumentado sus reflexiones en un libro.

¿No es sospechoso que no emita juicio alguno en sus notas sobre los narradores seleccionados, con nombres y apellidos?  ¿Que no escriba siquiera sobre cada uno de los escritores chilenos o argentinos elegidos? Para ceñirnos a un país, no estaría de más que nos dijera qué autores mejicanos a su juicio debían figurar. Acaso prefiera no pronunciarse sobre el resultado concreto a fin de no hacerle más el juego al imperialismo mercadológico (como si él fuese ajeno al mercado), aunque la mínima probidad intelectual exige que ejerza de “dietista literario”, con las “ínfulas que quiera darse”, según él mismo ha escrito.

Sospecho que sus aspavientos obedecen en realidad, y éste podría ser el origen de sus fulminaciones, a que este número de Granta desarregló su mapa literario, y ha frustrado o interferido en los planes de Echevarría de reflotarse, a golpe de reseña, en comisario privilegiado, en traficante único de influencias literarias y editoriales entre la América hispana y España.

Sí produce bochorno verme obligado a recordarle que he publicado a muchos escritores mejicanos y sudamericanos desde 1988 y que “conozco el terreno”. Conviene informarle que Francisco Goldman ha sido instigador de la efectiva publicación en Estados Unidos de José Prieto, Martín Solares y Roberto Bolaño, por citar a unos cuantos, y yo mismo de la publicación de Evelio Rosero, Enrique Vila-Matas, Horacio Castellanos Moya, César Aira o Rodrigo Rey Rosa, por citar a otros. Valerie Miles fue directora o subdirectora de Emecé y Alfaguara, y Duomo apenas comienza su andadura. Que Echevarría finja no conocer la obra narrativa ampliamente traducida y reseñada de Edgardo Cozarinsky o de Francisco Goldman (que tanto han hecho por autores jóvenes de lengua española en sus respectivos ámbitos), no sorprende dado el fariseísmo de las notas de marras. Mercedes Monmany ha sido, y él lo sabe perfectamente, jurado de múltiples premios literarios en España y el extranjero y conoce también el terreno. En fin, para qué seguir.

Por último, y respecto de nuestras “elocuentes posiciones tanto ideológicas como geoculturales”, sólo cabe preguntarse si Echevarría estaría dispuesto a manifestar con claridad sus propios determinismos, a fin de que despidamos en su balsa al último “agente cultural” de inspiración zhdanovista de España.

Quizá nuestro náufrago pronto se dé cuenta de que en realidad estaba reflotando en su bañera.


Octubre de 2010.