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Paul Bowles en 1952.

Traducción de Rodrigo Rey Rosa

[dropcap]A[/dropcap] comienzos de los años cincuenta Paul Bowles emprendió un viaje a Tailandia con el fin de escribir un libro para la editorial Little, Brown. En su autobiografía, explica en estos términos por qué no pudo concluirlo:

Recibí [en Tailandia] una carta del doctor de Jane en Tánger; me informaba que Jane sufría de adherencias intestinales. También insinuaba que mi presencia era necesaria. Como yo todavía estaba recogiendo información para escribir el libro, habría querido permanecer en Tailandia tanto tiempo como las autoridades me lo permitieran, pero eso no sería posible.

Y más tarde, ya en Tánger: 

Había trabajado mucho, con la esperanza de poder terminar el libro sobre Bangkok con el material ya escrito y con mis notas. Al final, en lugar de permitir que esta situación me hiciera infeliz, escribí a Little, Brown para decirles que me sería imposible completar el manuscrito.

El mecanuscrito original se encuentra en el archivo de Bowles de la Universidad de Delaware. Dividido en cuatro secciones, Bowles sólo pudo concluir el primer capítulo, que reproducimos en su integridad, una larga introdución histórica, apuntes para un cuento postrero, y decenas de hojas con notas destinadas a los siguientes capítulos, algunas de las cuales también publicamos. Hasta ahora estas páginas, en inglés inclusive, habían permanecido inéditas.

Noche tras noche en mi camarote, mientras el buque de carga navegaba hacia el sur por el mar de la China y el capitán Karsten se mantenía a una respetuosa distancia del tifón que teníamos a unas doscientas millas al este, yo sintonizaba mi radio de onda corta para hacer grabaciones de la música de las regiones por donde pasábamos. La emisora más potente era Radio Pekín, cuyo programa en lengua inglesa se refería repetidamente a las acciones criminales de Estados Unidos en Tailandia.

Después de bordear la punta de Ca Mau, el extremo sur de Vietnam, comenzó a hacer más calor, y hubo emisiones de música de tambores y lecturas del Corán procedentes de Malaisia. Fue entonces cuando, al entrar en el sofocante golfo de Siam, el capitán anunció que lo que había temido que iba a ocurrir, ocurriría sin lugar a dudas: el barco se vería obligado a refugiarse en la barra, a ocho millas de la costa en la bahía de Bangkok, durante más o menos una semana. Esta era una noticia deprimente para los siete pasajeros a bordo, y quizá para mí más que para nadie, pues los otros se quedarían en Tailandia durante un tiempo indefinido, mientras que yo iba sólo como turista y por lo tanto pensaba en periodos de tiempo mucho más breves. Hasta el capitán Karsten puso mala cara. Entre otras cosas, se vería obligado a seguir alimentándonos mientras durara la espera. Además, una pareja de pasajeros dejó de presentarse en el comedor a la hora de las comidas, y fue necesario servirles en sus camarotes durante diez días, lo que causó fricciones entre los pasajeros. El capitán se tomó esto muy a pecho, y como era comprensible, estaba ansioso por deshacerse de nosotros.

Había que hacer turno para desembarcar, anclados detrás de una docena de barcos, y pasábamos el tiempo observando con anhelo la delgada franja gris de tierra que se extendía ante nosotros entre el agua y el cielo. Una tarde, justo antes de la caída del sol, un pequeño bote pesquero se puso a nuestro costado. Durante toda aquella tarde una inmensa cortina de nubarrones negros estuvo suspendida en el cielo hacia el norte, tierra adentro. Ahora, había comenzado a avanzar hacia nosotros con fuertes ráfagas de viento. Mientras cenábamos, el capitán nos informó que el bote pesquero venía por nosotros. Nadie estaba preparado para una noticia tan excitante. Dejamos caer los tenedores y fuimos deprisa a los camarotes para hacer las maletas. Mientras tanto, la tormenta se había desatado. El viento zumbaba en el cordaje y sacudía las crestas de las olas. Con ayuda de la tripulación, llevamos todo el equipaje a la cubierta inferior. Pero resultaba imposible para el bote pesquero arrimarse al barco. Aguardamos durante más de una hora bajo la lluvia, esperando que la tormenta, que había llegado tan rápidamente, se alejara de la misma manera. Lejos de eso, el viento siguió soplando y no dejó de llover, y las olas parecían cada vez más grandes. Al final, el botecito se alejó del barco dando resoplidos y desapareció en la oscuridad, y nosotros pasamos las primeras horas de la noche devolviendo el equipaje a la cubierta superior. La tripulación ya había desaparecido. ¿A qué arriesgarse a volver a entrar en contacto con las hieleras, los cochecitos de bebé, los baúles y cajas con equipo de laboratorio que abarrotaban los pasillos?

Dos días después de este desembarque fallido nadie estaba de buen humor. El calor sobre cubierta era agobiante; no salíamos de nuestros camarotes. Pero al tercer día nos abordó otro bote, enviado por el esposo de una de las pasajeras. Esta vez conseguimos embarcarnos, y fuimos viendo cómo la lengua de tierra que ya estábamos acostumbrados a mirar desde el carguero se convertía poco a poco en el pantano de manglares que reviste toda la costa. El bote entró en la ancha desembocadura del Menam Chao Phraya, el río que sirve de fondeadero a Bangkok, y sólo se alcanzaba a ver matorrales verde claro, fango negro y agua color marrón. Los seis tripulantes del bote no dejaron de comer y abrir botellas de cerveza durante las dos horas que tardamos en llegar al desembarcadero. Yo había esperado ver vegetación exuberante en el trayecto, pero todo lo que vi fue una maraña uniforme de arbustos bajos, interrumpida aquí y allá por grupos de pequeñas casas de madera sin pintar construidas en plataformas sobre el río. Nos cruzamos con algunos sampanes impulsados por motores fuera de borda. Había varias gasolineras a orillas del río, con sus bombas de Caltex o Shell montadas sobre muelles, donde los sampanes se detenían para reabastecerse. De pronto, el piloto apagó el motor, y el bote se deslizó hacia un muelle casi invisible en la orilla derecha del río. Un numeroso grupo de hombres se entretuvo observando entre risas cómo los pasajeros llevaban con dificultad sus pertenencias a tierra, y luego a través de un descampado, hacia el galpón de aduanas.

El estadounidense que había enviado el bote a recogernos mandó a su ama de llaves que consiguiera taxis para todos: estábamos todavía a una hora o así de la ciudad. La mujer se me acercó en determinado momento y me dijo en voz baja:

–No olvide darle una propina al vista.

–Gracias por el consejo.

Registraron mi equipaje cuidadosamente, pero no me hicieron preguntas ni me cobraron ningún impuesto. Cuando el vista hubo terminado le di las gracias, y tres billetes de dólar mojados que extraje de mi bolsillo empapado en sudor. El hombre me miró con sorpresa, y luego con suspicacia. Lanzó una mirada más a la hilera de maletas que yo acababa de cerrar con llave, y por un momento pensé que querría revisarlas otra vez. Me puse a secarme la cara y la nuca con un pañuelo, y le dirigí una sonrisa forzada, pero esto no lo despistó.

–Trae demasiadas maletas –dijo con seriedad.

Quería decir “para un turista”, y así lo entendí. (Yo acababa de declarar que lo era, y en Tailandia la estadía máxima permitida a los turistas era de dos semanas, a menos que se obtuviera un permiso especial.) Yo viajaba con una cantidad de equipaje difícil de explicar. Realmente mi intención era quedarme seis meses; si conseguía entrar.

–Casi todo son medicinas, usted lo vio.

Pero el vista ya se había girado, y no tuve más problemas.

Mi taxi llegó por fin, convenimos en un precio y arrancamos. Había sido una sorpresa no encontrar ni un solo cargador en el desembarcadero; y ahora me llevé una sorpresa mayor al ver que la carretera de Bangkok estaba atestada de tráfico. Había varios atascos y estuvimos mucho tiempo sin avanzar respirando polvo y humo de escape; el sudor, que me escurría por la piel, me producía cosquilleos. El tráfico no dejaba de arreciar; podía ser el de un domingo en Long Island. Y, al aproximarnos a la ciudad, esta semejanza se fue haciendo mayor: si pasabas por alto los detalles, estos kilómetros y kilómetros de burdos edificios de dos pisos podían ser los que se ven a lo largo de cualquier camino secundario del distrito de Queens. Aunque las calles se iban haciendo más anchas, el tráfico era cada vez más intenso, de modo que los atascos seguían produciéndose. La existencia de tantos automóviles en Bangkok era tan inesperada que no me percaté inmediatamente del modo como eran conducidos; un fenómeno más notable aún que su mera abundancia.

Quienquiera que haya decorado la habitacíón del hotel utilizó únicamente tejidos de seda y algodón tailandeses, y los supo aprovechar. (Más tarde me enteré de que estas originales combinaciones de colores fueron concebidas por un estadounidense.) La habitación era maravillosamente fresca, pero al descorrer las pesadas cortinas que cubrían la pared oeste, pude sentir el calor que traspasaba las ventanas cerradas. Fuera, en el lívido atardecer, todo era rojo. En la planta baja, un jardincito daba directamente sobre el río, donde había un trajín de botes y barcazas. En la orilla opuesta, más allá de unos inmensos anuncios de neón, ya encendidos, se veían los edificios de madera de Thonburi (el Brooklyn de Bangkok) coronados por samanes que extendían sus ramas por encima de los techos. En el fondo, sobre un terreno completamente llano hasta el horizonte, había una masa oscura de vegetación, que en su mayor parte eran cocotales. El ruido de motores en el agua roja parecía extraordinariamente alto, y ahogaba el ruido del aire acondicionado. Una frase de un libro que leía la semana anterior me vino a la cabeza: Bangkok se ha occidentalizado innecesariamente. El uso del adverbio me había parecido extraño; y me lo parecía aún, pero sospeché que pronto llegaría a comprender qué quería decir el autor.

Al día siguiente, después del desayuno, me tumbé en la cama a escuchar una de las cintas que había grabado en la costa del sur de China. En ese momento, un camarero llegó a recoger la bandeja. Al oír aquella música se quedó quieto y una gran sonrisa se dibujó en su cara.

–Oooh, señol! Hoy mi día de suelte.

Le pregunté por qué.

Se tocó el pecho con el dedo índice.

–Soy chino. De Kwangtung. Usted tiene mi música.

No se me había ocurrido que el muchacho no fuera tailandés.

–En Olentan todos muchachos chinos –me dijo.

“Olentan”, repetí en silencio con una sonrisa. Pero me habría ahorrado tiempo y energías durante las siguentes semanas si en ese momento hubiera aprendido a pronunciar la palabra “oriental” de forma apropiada, pues era el nombre de mi hotel, y tuve que darlo en varias ocasiones, días tras día, a taxistas que no podían entender adónde quería que me llevaran. Sin embargo, por ignorancia, supuse que se trataba de un solecismo personal, y no le puse atención. Más tarde me enteré de que hay un sistema definido para la pronunciación de palabras inglesas, y es necesario hacer uso de él si uno quiere ser comprendido por el tailandés común.

Los primeros días los dediqué a andar en todas direcciones (salvo hacia el otro lado del río, porque no había puentes) tan lejos como me fuera posible en aquel calor infernal, con el hotel como punto de partida. Era la estación del calor, y llovía tarde o temprano casi todos los días, lo que significaba charcos y zonas lodosas en las calles. Era como si la región de Bangkok se encontrara debajo de una gran campana que impedía que el aire circulara; la ciudad estaba inmersa en una bruma azul de anhídrido carbónico. Aun en la llamada “estación fresca”, las calles de Bangkok no sirven para pasear. Si encuentras una acera, será estrecha y desigual y tendrá profundos baches en los que fácilmente podrías romperte una pierna. Y además estará atestada de peatones que cargan toda clase de objetos difíciles de maniobrar. Atravesar una calle requiere previsión, energía, tiempo y valor. En pocos cruces hay semáforos, y donde los hay no es más fácil pasar de un lado a otro de la calle. La corriente de vehículos que doblan la esquina es contínua. Da lo mismo si la luz te lo permite o no; sortear los automóviles es siempre un riesgo. Al fin, averigüé que el único sitio legal para cruzar una calle era la “franja de seguridad”, indicada por dos líneas blancas trazadas de una acera a la otra. Es difícil hallarlas, pues en muchos casos han sido completamente borradas. Luego, y esto parece un toque perverso, no se las encuentra en las bocacalles, sino a mitad de cada manzana, de modo que es ilegal cruzar la calle en las esquinas. Hace falta desviarse treinta o cuarenta metros en cada intersección, cruzar por la franja, y volver a la esquina para tomar de nuevo la calle por donde se iba. “Franja de seguridad”, además, es un término burdamente desacertado, pues aunque los vehículos deberían detenerse cuando algún peatón va por una de estas franjas, casi todos los conductores cuentan con la renuencia del peatón a la hora de hacer valer sus derechos. Es necesario esperar a que se forme un grupo de gente lo bastante grande como para imponerse, y sólo entonces se puede tener alguna certeza de que el tráfico se detendrá el tiempo necesario para permitir la llegada a la otra acera. Algunos residentes me han contado que un buen número de personas perdieron la vida cuando este sistema de franjas blancas se inauguró. Se supone que hay un reglamento de tránsito en Bangkok, pero como evidentemente es violado día y noche sin interrupción, cuesta imaginar en qué consiste. El código de los taxistas señala que se puede conducir a la velocidad que se desee a ambos lados de las vías de doble sentido, siempre que se tenga la certeza razonable de que es posible pasar sin chocar con nada. Se conduce a la izquierda, como en Inglaterra, pero se puede adelantar a otros vehículos por ambos lados. Un ingeniero estadounidense alojado aquí en Tailandia asegura que el promedio de accidentes por millar de vehículos matriculados es diez veces más alto que en Estados Unidos. Parece fácil creerlo. Fue raro el día que no presencié por lo menos un grave accidente de tráfico. A veces un automóvil terminaba de costado, o aun ruedas arriba. Tres cosas dejan marcas indelebles en quienes visitan Bangkok: la sonrisa tailandesa, los templos, y el tráfico.

Todas las fuentes que contribuyeron a conformar mis expectativas de la ciudad estaban increíblemente atrasadas. No erraban en cuanto a las características generales, pero estaban cincuenta años a la zaga de la realidad. Lo que yo había imaginado –ahora me doy cuenta– era una mezcla de otras ciudades del sur de Asia que ya conocía: un zona predominantemente “nativa” en medio de un decorado tropical, y su barrio moderno “europeizado” donde habría tiendas, hoteles, embajadas y edificios administrativos. Además –pues se trataba de Bangkok– las zonas populares estarían atravesadas por una red de canales con palafitos en las orillas y gran tráfico de sampanes y casas flotantes. Mis expectativas, desde luego, eran absurdas; yo imaginaba una ciudad asiática típica construida por europeos en circunstancias coloniales, aunque sabía perfectamente que de todos los países del sudeste de Asia, Tailandia es el único que no había estado nunca bajo dominio europeo. Mi gran sorpresa, al llegar, fue percatarme de una ciudad que parecía completamente europea. Al pensar en aquellos kilómetros sin fin de ininterrumpida fealdad arquitectónica y en aquel tráfico infernal, me descubrí diciéndome a mí mismo (con algo de admiración y mucho desasosiego): “Y todo esto lo hicieron sin ayuda”.

Cada vez que salía del hotel, tenía que pasar frente a un amplio espectro de hombres deseosos de introducir al visitante en el lado oscuro de la vida nocturna de Bangkok. Los burdeles fueron prohibidos hace unos años, y un sustituto muy poco satisfactorio ocupó su lugar: el salón de masajes. Estos establecimientos ubicuos son una trampa y una decepción. Que nadie crea que podrá recibir un masaje en uno de ellos: las chicas no son masajistas. Por otra parte, si alguien cree que encontrará las diversiones simples y directas del burdel, también quedará defraudado: las chicas tampoco son putas. Están ahí como carnada, para atraer y tentar; no para satisfacer. Además de este ardid fundamental, sin embargo, los salones de masajes de Bangkok no tienen nada de sórdido. Están equipados con aire acondicionado, baños de vapor, piscina, y suelen tener su propio restaurante. Durante los meses que estuve ahí, varios fueron inaugurados con bombo y platillo. A los taxistas les dan impresos para anunciar las atracciones, y éstos los reparten indiscriminadamente entre sus clientes. “NUEVO SERVICIO EN BANGKOK –se lee en una tarjeta–. No. 20/2, Soi Ruamrudee Phlernchit Road, junto al Hotel Imperial. Tel: 56023. Baño turco. Masaje japonés. Tranquilidad. Habitaciones de lujo con aire acondicionado. Único establecimiento con jabón de vitamina C. 30 chicas guapas dispuestas a darle buen servicio. Aparcamiento.” La perorata típica del intermediario sigue más o menos este guión: “¿Masaje? ¿Chicas de plimela?” Se continúa andando. “¿Películas polno? ¿No? ¿Show en dilecto? ¿No?” A veces siguen para preguntar al oído: “¿Tal vez quelel opio? ¿No? ¿Tal vez mañana?” En este momento lo mejor es decir: “Sí, tal vez mañana”. Pero no importa la respuesta, todos repetirán el ataque la próxima vez que se se pasa frente a su puerta o por su esquina. No hace falta decir que la clientela de estos lugares de esparcimiento es casi exclusivamente extranjera: sobre todo soldados estadounidenses con permiso “de descanso y recreo” provenientes de Vietnam.

Mentiría si negara que durante estos primeros días que pasé callejeando me sentí cada vez más decepcionado. Había esperado encontrar encanto y misterio, y encontré un pueblucho vulgar, ostentoso e hipertrofiado que ni siquiera tenía un centro. El único misterio que perduraba era el hecho de que Bangkok tuviera una reputación tan extendida como ciudad de interés.

Me había propuesto no entrar en ningún templo antes de llegar a conocer la ciudad lo suficiente como para poder llegar a pie a cualquiera de mi elección. Ver los sitios de interés turístico de una ciudad no me resulta placentero si no puedo hacerlo de manera que ya no me parezca que estoy haciendo turismo. Exploré los alrededores de los wats más importantes, pero me cuidé de entrar en ninguno porque sentía que no estaba preparado todavía para valorarlos en su contexto. Además, sospechaba que cualquier experiencia que pudiera tener después de visitar los wats resultaría anticlimática. No se abre un torneo de boxeo con los combatientes principales, ni se empieza una corrida con los mejores toros.

Sólo hay un puente para atravesar el río. Estructura esquemática de la ciudad. Todas las construcciones están a lo largo de las arterias principales. En los espacios intermedios hay grandes trozos del “viejo” Bangkok (de hace cinco años)… callejones informales entre casas de madera, hileras de árboles, o terrenos baldíos donde se oyen croar las ranas y chirriar los insectos. Por eso, desde un automóvil sólo se recibe una impresión unilateral de la ciudad.

Interminables bulevares entre edificios raquíticos de dos o tres pisos, una que otra casa vieja y abandonada, un poco retirada del camino y apenas visible detrás de la lujuriante vegetación. Como en ciertas zonas de las afueras del Bronx o Queens en Nueva York.

Igual que cualquier ciudad en desarrollo, Bangkok se mantiene en estado de demolición parcial. Pasos a nivel en construcción por todos lados.

Población variada: indios en dhotis y con sombrillas, musulmanes con tarbuches de astracán, sijs con las barbas recogidas debajo de sus turbantes, ancianas chinas con bombachos de seda, y nubes de niños tailandeses en uniformes blanco y azul (igual que en Japón).

En el zoo, jardines de fantasía: plantas recortadas en forma de animales. Un sitio relativamente fresco en donde refugiarse del sol, bajo los árboles. Los árboles que daban sombra a las calles fueron cortados hace tiempo, han sido reemplazados por el hormigón.

Las casas tailandesas de madera, aleros muy amplios, curiosas construcciones de celosía que resaltan de las ventanas, corredores y puentes que comunican un ala con otra. En algunas, las paredes se inclinan hacia fuera desde el suelo, como el costado de un viejo granero de maíz de Nueva Inglaterra. Las habitaciones están iluminadas por débiles tubos fluorescentes, están poco amuebladas, y a menudo hay una sección elevada con el piso muy pulido, y un escalón donde se dejan los zapatos antes de subir.

Bangkok me hace pensar en un escenario para una película urbana construido en el campo. Los centros comerciales, desbordantes de actividad, están todavía a medio construir. Detrás de la fachada de negocios nuevos, se ve de pronto la tranquilidad del campo: un estanque lleno de lotos rodeado de grandes samanes.

De cada aparato de aire acondicionado (y hay cientos de miles) caen gotas o chorritos de agua. Los tubos de desagüe desembocan en los aleros, y el agua cae a media acera. De modo que, llueva o no, siempre te mojas al caminar.

Como ocurre en las medinas musulmanas, lo que puedes ver desde un vehículo en movimiento no vale la pena; es absolutamente necesario andar a pie. En Bangkok, esto es aún más cierto que, por ejemplo, en Tunez o en Marraquech, pues aquí hay dos ciudades completamente distintas, la una superimpuesta sobre la otra a manera de parrilla. Adondequiera que vayas en automóvil, verás una ciudad europea; circularás siempre por una de las arterias asfaltadas. Pero hay una distancia considerable –a menudo más de un kilómetro– entre una y otra de estas vías. Detrás de las tiendas y los edificios de oficinas, los hoteles y los edificios gubernamentales –que son sólo la fachada a ambos lados de las avenidas– hay grandes zonas de casas de madera de teca. (Árboles, jardines, estanques y los ubicuos klongs.) Algo totalmente distinto de la ciudad de tráfico que está del otro lado. Si te alejas lo suficiente, llegarás a otra calle congestionada de tráfico, y estarás de vuelta en la otra ciudad.

El wat, lo mismo que un campamento militar o una prisión, es una entidad casi del todo autónoma –una ciudad dentro de una ciudad– generalmente encerrada entre altos muros, con puertas enormes que pueden abrirse y cerrarse en cualquier momento. La construcción de los wats es uniforme; consta sólo de determinados espacios necesarios. La calidad de la construcción depende de quién la ha financiado, de modo que hay miles de pequeños wats de origen reciente sin ningún interés arquitectónico o artístico. Pero la mayoría tiene las mismas estructuras tradicionales, separadas unas de otras: virhan, bot, chedi, sala, biblioteca, campanario, casa de tambores, y dormitorios para los monjes, los novicios y los monaguillos. (En el campo, es posible que la escuela primaria local se encuentre dentro del mismo recinto.) Para un tailandés, sería inconcebible no tener acceso a un wat; el wat es el corazón de su comunidad. Si se observa una calle cualquiera, si en algún sitio por encima del sahara de cajas de hormigón gris que se achicharran al sol se llega a ver un oasis de cocoteros y altos samanes, se puede estar casi seguro de que en el oasis hay un wat. La reacción podría ser muy parecida a la del caminante en el desierto: sin pensarlo siquiera, se camina tan deprisa como el calor, el tráfico y el estado de agotamiento momentáneo lo permitan, directamente hacia el oasis. Ahí, al menos se está a salvo del tráfico y del sol. Habrá sombra, pero ninguno de los otros elementos reconfortantes del oasis. No faltará nunca el suelo de piedra relativamente fresco en alguna sala, donde es posible recostarse; pero sólo si se lleva puesta una túnica de monje o un sarong. De lo contrario, será difícil. Infortunadamente, no hay otros sitios donde sentarse, así que se estará de pie. Hay un buen número de perros espectacularmente flacos renqueando de aquí para allá; husmean entre montones de basura, y a menudo se enzarsan en fieras peleas. Estas peleas de perros son tan comunes que los monjes y los novicios que deambulan o estudian por ahí no les hacen ningún caso. También hay gatos, pero son muy escurridizos y apenas se dejan ver.

Los compradores de opio al por mayor deben tener mucho cuidado con los vendedores. Es bastante común que A venda cierta cantidad a B, y con el dinero todavía en el bolsillo vaya a informar a la policía. Luego cobra la recompensa.

Cuando oímos hablar de un acto de corrupción, nos parece que se trata de un caso aislado, de un desperfecto en un sistema que, idealmente, funciona de otra manera. Los tailandeses ven este fenómeno desapasionadamente, sin asombro o desaprobación; la vida es así, y nada más. Para ellos el arte y la literatura son, por excelencia, realismo social.

Un ejemplo de cuán conscientes son los tailandeses de su relación con otras culturas es el hecho de que usan la palabra “occidental” como equivalente a “universal”, en contraste con “tradicional”.

El nivel cultural de una persona se encuentra en proporción directa con el número de vocablos de origen no tailandés (del sánscrito, pali, o khmer) que puede incorporar en su discurso. Esto hace que las diferencias entre el habla de un ciudadano común y la de uno culto sean cada vez mayores, y es probablemente un motivo inconsciente para usar el mayor número posible de palabras no tailandesas. El lenguaje periodístico y radiofónico sigue esta fórmula. Los tailandeses con quienes he hablado del asunto (sin duda gente ilustrada) no ven nada de malo en dicha práctica. Dicen que el léxico tai es pobre, y por tanto la lengua necesita surtirse de vocablos cultos.

Sayam, o Siam, era originalmente un topónimo, mientras que Tailandia tiene connotaciones étnicas y lingüísticas. En el crisol de razas siamés, los tai son el grupo dominante, y de las treinta y tantas lenguas (además de los innumerables dialectos) que se hablan dentro de las fronteras del país, el idioma oficial es el tai. Llamar al Chao Phraya “río Menam” sería como llamar al Sena “río Fleuve”.

“Innecesariamente occidentalizado”: como los burócratas cingaleses, que al llegar a casa del trabajo se quitan la ropa europea para ponerse sarongs, o los japoneses que se ponen el kimono en cuanto terminan de trabajar, el hombre de negocios aquí en Bangkok, al terminar el día, no ve la hora de quitarse los estrechos pantalones y camisa y la corbata para ponerse pantalones cortos. Un día le pregunté a un tailandés a qué se debía que, cuando evidentemente la ropa europea no era adecuada para el clima siamés ni para las condiciones de vida tailandesas, todo el mundo insistía en llevarlas. Me miró como a un imbécil.

–¿Lo pregunta en serio?

–Claro. Me parece que sería más inteligente usar ropa más cómoda.

–Usted espera vernos vestidos como salvajes africanos, supongo.

–No. Espero simplemente que se vistan más o menos como los tai han vestido siempre.

En el bufido que produjo había una mezcla de alacridad y enfado.

–Lo que usted espera, en otras palabras, es que seamos poco civilizados. Es lo que quiere decir en realidad.

Parecía difícil seguir hablando. Sin embargo, le dije:

–Comprendo. Para ustedes, llevar ropa europea significa ser civilizado. Pero la civilización europea no es la única en el mundo, después de todo.

–Es la única que nos interesa. Yo creo que usted está un poco loco.

Se sonrió para endulzar sus palabras, pues hablaba en serio.

Es delicado discutir con tailandeses sobre las diferencias entre ellos y los “occidentales”. Quieren ser completamente europeos en sus tratos con europeos, sin perder la posibilidad de escapar a la intimidad de su propia cultura, que no tiene nada de europea, y aunque esto es claramente imposible, no les preocupa, ya que comportarse, y sobre todo vestirse como europeo, equivale a serlo.

Ningún indicio de xenofobia.

El olor ácido y ligeramente a podrido de los durians.

El agua negra y espesa de los klongs, por donde fluye lentamente la inmundicia. Como las viviendas no se construyen directamente sobre los canales sino que se dejan senderos y aun calles de por medio, la ciudad recuerda más a Amsterdam que a Venecia.

El boxeo tailandés es sobre todo una danza ritual. Los protagonistas suben al ring vestidos ostentosamente, con tocados que recuerdan los penachos de guerreros en los lienzos aztecas. La música es ejecutada por un oboe, dos tambores y dos cimbales pequeños en forma de campanas. Durante el preludio, los combatientes se saludan entre sí, se postran como si estuvieran ante un altar de Buda, y hacen reverencias en cuatro direcciones. Luego, cada uno ejecuta una breve danza de desafío, en la que se adoptan posiciones clásicas de la danza tailandesa, con el fin de mostrar lo que cada uno considera los aspectos sobresalientes de su técnica. Los mejores boxeadores suelen ser los mejores bailarines. Al sonar el gong, la música comienza un ritmo constante que marca el tempo de la pelea. La formalización casi coreográfica no resta absolutamente nada a la violencia del combate. Ninguna zona del cuerpo está a salvo de las patadas y puñetazos que siguen. Las patadas a la mandíbula se ensayan a menudo, pero pocas veces tienen resultado, aunque he visto cómo un luchador descuidado era puesto fuera de combate con una de estas patadas en el primer minuto del primer round. Es un deporte feroz; fluye la sangre, y la camilla hace mútiples apariciones. Los combates constan de cinco rounds; la música que acompaña los últimos sesenta segundos del quinto lleva un tempo muy rápido, y la orquestación es cambiante. Pies descalzos, tobillos vendados. (Un boxeador trata de cansar a su oponente a base de rodillazos en la parte inferior del vientre. Luego le rodea la nuca con una pierna y lo tumba, sin dejar de darle golpes con puños y pies después de caerle encima.)

Una serpiente negra muy viva se retuerce a media calle en plena ciudad. Los hombres le dan cuidadosamente puntapiés para llevarla hasta una boca de alcantarilla y la obligan a meterse allí, en vez de aplastarla.

En Asia se ha producido tanta arquitectura admirable, y ninguna ciudad hermosa.

Un propietario tailandés quiere alquilar un apartamento. El inquilino dice que necesita una cama sencilla.

–Sólo por si las dudas, le pondré una cama para dos.

Un poco más tarde:

–¿Ya se dio cuenta de que el Honey Night Club queda enfrente? ¿Y también el salón de masajes El Cielo?

Las relaciones sociales no se entienden en términos de acuerdos tácitos que vinculan a los individuos, sino como el contacto inevitable de un individuo aislado con otros individuos aislados. No hay concepto de “sociedad” como una fuerza institucionalizada que lo abarca todo.

Énfasis en el hecho de que no se puede tener nada por seguro en la esfera humana. No se puede dar nada por cierto en ninguna situación en la que otra persona esté involucrada.

La belleza no es una cualidad superficial. Las apariencias no engañan.

La necesidad de mantener el control de uno mismo en cualquier circunstancia. (Una manera de lograrlo es esperar lo menos posible. Luchar por el máximo desapego emocional. Esto es consecuente con el pensamiento budista.) Cada quien debe valerse por sí mismo. Ninguna compasión por la estupidez o la incompetencia.

Filosofía totalmente pragmática, no especulativa.

Ningún tailandés quiere ser portador de malas noticias.

La risa forzada y los juegos de palabras para evitar confrontaciones.

Creen que los extranjeros no comprenden el concepto de sanuk. Gozar demasiado es como andar por una rama que podría quebrarse; es mejor disminuir la intensidad del placer. Sanuk quiere decir gozo y al mismo tiempo el sentimiento de que la actividad que produce gozo es “emocionalmente meritoria”.

Tanto los hombres como las mujeres pueden labrar la tierra y asistir a los partos. (Peculiaridad.) Asimismo ambos heredan y comparten las propiedades por partes iguales. Los hombres pueden cuidar a los niños mientras las mujeres se dedican al comercio (como en Tehuantepec).

Comentario hecho por un monje a un estadounidense que había tenido una serie de problemas domésticos: “No entiendo. ¿Cómo es que un hombre bueno como usted tiene tan mala suerte?” Persistencia del pensamiento animista. Ejemplo: En los distritos rurales, quienes sufren una muerte accidental no son incinerados según la costumbre religiosa; son simplemente enterrados. Tatuaje en el torso de un monje; su superior se lo hizo cuando era niño. “Supongo que es pura superstición, pero me dijo que me daría buena suerte.”