New York Subway - New York, U.S.A.
Ian Mylam. Pinterest.

Traducción de Jenn Díaz

—¿Seguro que no quieres que te lleve, Paula?

—Me sentará bien un poco de aire fresco. —Con un gesto de mano desganado rechaza por enésima vez la propuesta mientras camina tambaleándose y pretende una serenidad imposible. Los zapatos de tacón tampoco ayudan. Son casi las seis de la mañana y el cielo de junio se anuncia rosa; tiene ganas de correr pero las copas que ha ido tomando durante la noche se le mezclan y le vuelven con un ligero mareo.

—Muy bien, tú mandas. Te llamaré para lo del miércoles. Si te lo piensas mejor, dímelo. ¡Descansa, princesa! —le grita cuando enciende el motor. La voz de la amiga suena irrisoria cuando pasa con el coche por su lado y toca el claxon tres veces seguidas. El eco de la voz se pierde inmediatamente entre el ruido de los demás coches que también cierran la noche, o que justo se disponen a empezar el día. Una nota agria ha quedado suspendida en el aire como el preludio de la melodía que la acompaña cada vez que baja al infierno: Princesa. Princesa. Princesa.

Se aparta el pelo ondulado de la cara y se pelea furiosa con los mechones hasta que no se le vienen a los ojos. Se escurre por la boca del metro y de pronto las escaleras se suceden sin fin. La pendiente la invita a la oscuridad, escabrosa, como cada vez que se adentra en ella desde que ha perdido un pedazo de sí misma.

Toma aire y hace que no con la cabeza. Intenta mantener el equilibrio y la decencia, pero los demonios le susurran al oído, con un aliento caliente y corrompido, que el vestido que lleva es demasiado corto y que la noche lo ha estrujado hasta convertirlo en una ofensa, así que se apresura a estirarlo con pequeños tirones para tapar un poco de carne sin poder evitar sentirse sucia y desnuda. Ya no tienes edad, Paula. ¿A quién quieres engañar ahora? ¿Y la coronita de brillantes? ¿Una diadema, dices? Eres ridícula. Son maléficos, vaporosos y no la dejan nunca sola.

Dos minutos para el siguiente tren. Sólo un par de almas perdidas esperan como ella bajo tierra. El calor y el alcohol la invitan a cerrar un momento los ojos y tragar saliva. Las orejas se le taponan con un zumbido confuso. Aguanta, Paula. Además, así, pendiente de no vomitar o de no caer tendida en el suelo, no piensas en ella, en cómo habría sido envolverla con una toalla esponjosa cuando saliera de la pequeña bañera, así no te imaginas el olor tierno de su piel inmaculada al mecerla y mitigas el deseo de acariciarle la nariz tan pequeña, que seguro que habría salido a ti. Empalidece. Siéntate, Paula. Los doctores no miran a los ojos cuando tienen que dar malas noticias. Una malformación. Las esperanzas casi nulas. Sí, quiero saberlo. Era una niña. Princesa. Princesa. Princesa.

El ruido del metro que se acerca la alerta. Abre los ojos al mismo tiempo que lo hacen las puertas, entra sin aliento y se deja caer en uno de los asientos como una marioneta de hilos que dejan en la caja.

Clava los codos en los muslos para aguantarse el peso de la cabeza. Tres asientos más allá hay una pareja muy joven. Ella está sentada sobre él. Están encajados uno dentro de la otra y entrelazados con un beso sin fin, metálico, ensalivado y tatuado. Mueven la cabeza tan rápido para enlazar las lenguas que Paula tiene que esforzarse para contener el asco que se le aferra a la garganta y, pese a todo, no puede dejar de mirarlos. Tozuda y asqueada a partes iguales, clava la mirada en el rosa de las dos lenguas blandas y entrevé un chicle de fresa pasando de una boca a otra. La vio sólo unos segundos dentro de un recipiente metálico. Un pedazo rosa, como un ratón nato, pero ya con dos manos y diez dedos diminutos. Examina a la pareja hasta que oye el nombre de su parada entre pitidos de acero que arañan los raíles. Huye del compartimento y sube las escaleras de dos en dos. Al llegar al exterior, da un bocanada de aire antes de que la reciban los gritos de los primeros vencejos mañaneros que la alertan de que sí, el cielo a primera hora también es rosa esta madrugada, un rosa carne, un rosa niña.