Marion Ehrlich. Instalación

Galería Carlos Guerrero. Madrid. Hasta el 25 de enero de 1981

 

            La escultora de origen alemán Marion Ehrlich, cuya trayectoria se halla entre las más sólidas de la vanguardia actual, nos plantea una instalación en la órbita y la estética de los comportamientos y las paradojas conceptuales. Se trata de un conjunto de gran coherencia que recrea el interior de un baño a escala natural; una composición de masas en un espacio cerrado donde no se han escatimado esfuerzos, ni siquiera en la reproducción de elementos convencionales, y para cuya consecución la artista alemana ha empleado materiales del todo heterogéneos. Y ello, según opina éste crítico, alcanzando un logro significativo a partir de una poco habitual profusión de detalles de carácter escultórico, ya sea en piedra, bronce, metacrilato o yeso. Permítanme que, a riesgo de excederme, desglose y describa a la vez en qué consiste dicha agrupación, comenzando por algunos complementos como los percheros, la barra que soporta la cortina o la misma cortina, que en hierro forjado, enmarca la bañera sobre el fondo blanco de ladrillo vidriado. A un lado, un colgador sostiene un albornoz tratado con yeso blanco y posteriormente espolvoreado por multitud de pequeñas manchas negras. Los sanitarios son deudores de una técnica inusitada por lo laboriosa; tanto el inodoro como el bidé y la pila se presentan cincelados directamente en sólidas piezas de bronce, en cuyas superficies se han grabado escenas de intensa majestad que podrían entenderse como actos sexuales. Se trata de una gran variedad de formas que sin duda perturbará al visitante, si bien, en honor a la autora, debo reconocer que tales abstracciones pertenecen al género de lo deliberado, erigiéndose en testimonio de una muy compleja expresión individual. Otro hallazgo de Marion Ehrlich lo encontramos en la presencia, junto a los personajes centrales a los que me referiré más adelante, de componentes de variada factura hacinados sobre una banqueta, entre ellos un guión cinematográfico y unos pantalones; piezas que han de aludir necesariamente a experiencias particulares que adquieren, gracias a la amalgama, significados más complejos y enriquecedores. Preocupada por la vida simbólica que puedan tener seres y objetos, la artista desarrolla un nuevo concepto en sus denominadas expansiones. La más diáfana de ellas, y a través de la cual penetramos en las demás, es la noción de actividad que se le atribuye al grupo gracias a un simple elemento que lo une a la realidad exterior, llevándolo a cabo desde un enorme ventanal, abierto a la calle, que agrega al conjunto los cambios de tiempo y clima, todos ellos factores ajenos a la habitual realidad de la Galería. La incorporación del paisaje (entiéndase espacio) exterior, tomando como punto de partida la posición del espectador, nos proporciona un sentimiento de desahogo donde la expansión se propaga en el más allá visual y auditivo. El sonido, así, deviene otro de los atractivos que de inmediato captan nuestra atención: de un lado, un viejo transistor difunde la programación musical y los informativos que se suceden a lo largo del día, añadiendo a intervalos unas conversaciones previamente grabadas; de otro lado, el murmullo persistente del agua actúa como telón de fondo sonoro y amortigua la contaminación ambiental externa. En el centro de este espectáculo, quienes realmente llaman la atención son los personajes: figuras inmóviles que emergen con gran fuerza. Tendido en la bañera descubrimos un desnudo femenino confeccionado en materia plástica que muestra su perfil, y al que tácitamente, aunque la autora no la haya incluido en el título, identificaremos como Ingrid Caven. Quizá la personalidad del maniquí se haga más patente para el público germano que podrá reconocer a la actriz y cantante por el timbre de su voz. ¿Con quién dialoga? Cercano al visitante, se yergue ante nosotros la figura esencial del grupo: un inmóvil Rainer Werner Fassbinder resuelto con gran volumen, casi monumental, medio desnudo, en parte tratado con yeso blanco, escrutándose a sí mismo ante el espejo y frente a la pila. Su cuerpo, cara y extremidades incluidas, resueltas en materia plástica que asemeja la carne, emerge majestuosamente dando la espalda al visitante, con las manos alzadas a la altura de la cabeza y los dedos hundidos en sus cabellos. La técnica es perfecta y la composición del todo satisfactoria. El rostro que captamos reflejado en el espejo es de una insensibilidad y dureza que, aunque comedidas, llevan al conjunto hacia un inspirado efecto general. De la cintura cuelga una toalla de superficie restregada que cubre a nuestro personaje hasta las rodillas, los pies descalzos. Esta figura, que ya he descrito como fundamental, sugiere diversas consideraciones: la principal referida al semblante, profundamente afectado por una mueca en los labios y en los ojos que se saben observados y que a su vez se observan en el espejo. Otra consideración, aunque secundaria, la atribuyo a la escenificación de las manos, diríase fruto de un gesto teatral que surge inconscientemente a pesar de todo aquello que intuimos que discurre por su pensamiento. Frente a la figura, a un lado de la pila cincelada, unos polvos blanquecinos sobre papel de plata llaman poderosamente la atención del visitante. En el exterior anochece. Aquellos que semanalmente siguen mis comentarios sabrán que sería de mi gusto describirles lo especialmente admirable del contraste entre la masa de cabellos esculpidos en profundidad con la superficie ondulada de los hombros. Pues bien, me temo que en esta ocasión los mechones que se desprenden del pretendido cuero cabelludo sean tan reales como los que cubren nuestras humildes cabezas. Seguidamente me referiré a la expresión adusta de R.W.F. que admite en sí misma un alto porcentaje de cinismo y de morbo. Porqué, ¿cuál es el resultado de esa meticulosa observación en el espejo? A su espalda podemos reparar de nuevo en el guión cinematográfico, los pantalones arrojados sobre el taburete de baño, una gruesa cadena, la cartera en el bolsillo trasero, una navaja automática que sobresale del delantero, un paquete de cigarrillos rubios americanos… Los objetos se desparraman entre la banqueta y el suelo, contenidos en nuestra visión, pero también en la suya que refleja el espejo. Soy consciente de las dispares cualidades y posibilidades de tal agrupación escultórica, y es voluntad de éste crítico hacer resaltar cuantos detalles ayuden a la mejor comprensión del acontecimiento artístico. Debo hacer particular hincapié en la derrota moral que proyecta en el espectador la visita al R.W.F. estudia perseverancia ante el espejo, y cuyas causas atribuyo a una deliberada y oscura influencia. Tampoco es la falta de voluntad, sino de espacio, lo que me impide analizar el origen de la persistente atención de los jóvenes artistas hacia personajes míticos. Se trata del mismo inconveniente que me impide analizar el diálogo entre ambas figuras, digno por otro lado de ser reproducido en esta crónica. Sólo un apunte en esta dirección: R.W.F. e Ingrid Caven han sido pareja hasta hace relativamente poco. Recuerde el público interesado que la conversación entre ambos, interrumpiendo la emisión radiofónica, se ofrece únicamente en las horas pares. La figura inmóvil de R.W.F. estudiándose a sí mismo da título a la obra. De ahí podría desprenderse el concepto de perseverancia que se adivina en su expresión, aunque lo considero un dato desconcertante que ataño, una vez más, a la concepción voluntaria de la artista, que descarga en ello sus ansiedades y energías. Así, de repente, mientras el crítico, convertido en simple espectador-actor se desliza a través de la instalación en busca del maniquí, improviso tres ideas (el simple juego de las primeras impresiones): primera, la figura de R.W.F. no solo estudia perseverancia, sino que se observa para decidirse a un afeitado; segunda, esnifar la cocaína que reposa unos centímetros más abajo sobre el papel de plata, y/o tercera, definitivamente contemplarse, irónico, por los siglos de los siglos, él y su precioso entorno. Resaltaré, si se me permite, cuanto de glorioso tiene la participación del espectador, del crítico, del humilde amante del arte, en la obra, tal como si fuera una expansión más de las tantas planteadas por la artista: alcanzar el paquete de cigarrillos y encender uno; tomar la navaja automática; acercar las manos al grifo; sumergirlas bajo el chorro; inclinarse en la bañera; observar cómo fluye y desaparece el agua, un rincón de la mente donde se produce el vacío; el leve chasquido de la hoja al liberarse. Una, dos, tres veces. Como en un ritual, el filo penetra en la carne plástica, disecciona sus partes, ocasionando una hendidura que hace derramar el líquido interior. La sangre; limpiar el acero de la navaja. El asesino podría ser cualquiera; uno mismo. Sentir el temblor en los dedos que recogen el arma, guardarla en el bolsillo del gabán, un recuerdo para la posteridad… Nadie comprende qué pasa, quien más quien menos ve en ello una escena previamente organizada. El asesino, el crítico, el simple espectador, tampoco percibe la presencia del público que le cree partícipe de un happening. Renunciar al cigarrillo y abandonarlo, humeante, al borde del inodoro. Sacrificar un muñeco de plástico por la espalda, objetarán ustedes, suele ser esencialmente obra de cobardes. Puede que yo mismo no entienda mis motivos, aunque simplemente lo encuentre bello. La sangre, quizá tan sólo un simple compuesto químico de color, tiñe de rojo la bañera mientras se precipita hacia el sumidero. Al fin y al cabo, créanme, ya fuese de PVC, polivinilo u otro derivado, la popular actriz y cantante seguía siendo, en este instante preciso, una mujer de envergadura.

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Este cuento forma parte de una serie de cuentos en los que A.G. Porta trabajó durante los años ochenta.

Imagen de portada: El cineasta Rubén Mendoza en el espejo