Precoz en casi todo lo demás, Lulú no parió hasta los veinticuatro. Cuando sus hijos alcanzaron la que en esa época se llamaba edad de la razón, siete años, ella rebasaba los treinta y era, desde el punto de vista de los niños, una mujer madura. Poco menos que una anciana. Hoy que yo rebaso los sesenta y evoco a la Lulú de mi niñez, apenas un poco mayor que la mayor de mis hijas, pienso que es lamentable estar limitados por naturaleza a conocer a nuestros padres sólo mientras ya son adultos. Pienso con ternura qué joven era Lulú entonces. Pienso arrepentido qué ignorante y estúpido era yo.

‘On the border’ de Jack Vettriano. Imagen vía.

Pero no siempre me enternece pensar en ella, ni el arrepentimiento me corresponde sólo a mí. Gran parte, por no decir la totalidad, de mis recuerdos tempranos de Lulú está contaminada por la presencia de Alberto Jr. (Aclaro de una vez, entre paréntesis, que yo no voy a usar trucos literarios para hablar de mi niñez y mi adolescencia. No voy a pretender que por la magia de la literatura he vuelto a ser niño y que todo lo percibo desde un punto de vista infantil. No voy a fingir que por mi supuesta juventud desconozco ciertas palabras y ciertos giros lingüísticos. No voy a aparentar que soy ajeno a la malicia y a la amargura de la vida adulta. Esas artimañas, que por lo demás no garantizan en modo alguno la verosimilitud de un relato, se las dejo a mi hermano que se las da de fabulador. A mí, como historiador, me toca la tarea no menos ardua y acaso más interesante de reconstruir la verdad en lugar de inventarla.)

Tener un hermano gemelo, si no surgió del mismo óvulo, no es muy distinto de tener un hermano a secas. Por el hecho azaroso de nacer unos minutos antes que yo, exactamente treinta y dos minutos, Alberto Jr. fue siempre y seguirá siendo hasta la muerte, que espero me sobrevenga a mí más tarde, el mayor de los dos. No importó que en nuestras actas de nacimiento se leyera exactamente la misma fecha: 26 de mayo de 1953. No importó que también compartiéramos la leche de una madre ubérrima, y la doble cuna donde se mezclaban nuestros orines y nuestros excrementos, y el doble moisés donde nos disputábamos el espacio vital, y la doble carriola en que nos sumíamos atónitos en un fárrago de visiones indiferenciadas que luego resultó ser la colonia Condesa. …él fue el primero en asomarse a la vida y Lulú nunca dejó de verme a mí como el segundo.

Mi recuerdo más antiguo proviene de un día de 1955 o quizá ’56 en que mi hermano y yo languidecíamos en la azotea del edificio de la avenida Mazatlán # 188 cuyo departamento 3 ocupaba la familia. Por una fotografía desleída y agrietada, que ahora no encuentro e ignoro si él conservó, sé que nuestras camisas a cuadros y nuestros pantalones cortos y nuestras sandalias eran idénticos. El rojo intenso de la pelota debe de ser un dato de la realidad o por lo menos una aportación de mi memoria, porque la foto era en blanco y negro. Enorme para nuestro tamaño, la pelota roja gravita como un sol equidistante de nosotros, y ambos, sentados sobre un sarape, alzamos nuestros brazos hacia el inalcanzable objeto de nuestro asombro. Lulú, que sostiene sobre nuestras cabezas la codiciada esfera, vacila apenas antes de elegir. Alberto Jr. ríe y manotea al comprobar que él es el destinatario de un cariño redondo, mientras yo, desposeído, me entrego al llanto.

En otros escenarios y con otras utilerías, ese drama doméstico se repitió a medida que íbamos creciendo. No es que Lulú le diera a mi hermano dulces más apetitosos, o juguetes más interesantes, o ropa más llamativa. En un mendaz afán igualitario nos procuraba a los dos siempre lo mismo, pero Alberto Jr. recibía su parte siempre antes que yo. Tardé en aprender que resultaba contraproducente quejarme, hacer berrinches, arrebatarle a mi hermano las primicias que, en la exacta mitad de las ocasiones, debieran haber sido mías. En vez de enmendar su parcialidad o siquiera admitirla, Lulú invariablemente la agravaba calificándome de quejumbroso, de berrinchudo, de envidioso. También, en ciertos momentos de exasperación, reprimía mis exabruptos con un manazo o una nalgada. Yo buscaba consuelo de esas iniquidades en el apoyo de mi padre, que para contrarrestar el obvio favoritismo de Lulú, o quizá porque se identificaba con los perdedores, tendía a ponerse de mi lado. Pero él sólo estaba con nosotros en sus escasos días libres, y yo en el fondo no quería justicia sino el amor preferente de Lulú.

Los papeles antagónicos que mi hermano y yo íbamos a desempeñar durante el resto de nuestras vidas se definieron en los años de la escuela primaria. Favorecido quizá por sus genes y estimulado sin duda por las expectativas de Lulú, Alberto Jr. resultó ser buen estudiante. Primer lugar en todas las materias, desde aritmética hasta español. Primer premio en todos los concursos, desde el de spelling en inglés hasta el de historia patria. Promedio de 10, salvo por deportes y educación cívica, en los exámenes finales. Mi hermano, irritantemente, era el favorito de los maestros, que lo hacían aún más odioso al presentarlo como ejemplo para sus condiscípulos.

Su manifiesta superioridad para los estudios no me habría ofendido tanto si no me hubiera constado que él apenas perdía el tiempo en estudiar. Yo, que tampoco estudiaba mucho, fui un alumno mediocre. Empecinadamente mediocre. La aritmética me resultaba abstrusa. El español, instrumento de trabajo que hoy no ceso de afinar, no podía haberme importado menos. El inglés me interesaba un poco y me interesó cada vez más, pero entonces no me cabía en el cerebro. La historia (cuánto he cambiado) de plano me aburría. Aparte de ser un deportista (no exagero) extraordinario, yo no tenía mayor ambición en los exámenes finales que la de no reprobar. Un problema recurrente en la escuela era que los maestros insistían en compararme con mi hermano. Un agravio constante en la casa era que Lulú practicaba con ahínco la misma comparación.

Como si la disparidad intelectual no bastara, Alberto Jr. empezó a crecer mientras mi desarrollo parecía estancado. En segundo de primaria me sacaba ya algunos centímetros de estatura. Un año después, cuando cumplimos nueve, la diferencia era de casi una cabeza. Él aprovechaba su mayor peso y volumen para empujarme, para torcerme los brazos, para pegarme patadas arteras, para ponerse a caballo sobre mi cuerpo y abofetearme. En resumen: para abusar de mí a su antojo. Indefenso, yo solo contaba con mi agilidad para escapar.

Otro recuerdo indeseable de nuestra niñez me retrotrae a una ocasión en que mi hermano jugaba conmigo en una alberca. Adrede no escribí que jugábamos juntos. Porque el juego consistía en que él me agarraba de los hombros y me hundía en el agua y me mantenía hundido y sin respirar durante no sé cuántos segundos que yo padecía como una angustiosa eternidad. Cuando por fin me dejaba emerger a la superficie, medio ahogado y completamente enloquecido de impotencia, Alberto Jr. reía a carcajadas y me felicitaba por mi aguante. Yo pataleaba y forcejeaba y lo mordía para zafarme de su abrazo. Pero él, más corpulento, acababa siempre por imponerse y el juego volvía a empezar.

Hasta que mi padre se metió a la alberca inadvertido mientras yo me debatía una vez más contra la asfixia y mi hermano una vez más se afanaba en torturarme. Al sorprendernos en esa lucha despareja nos separó y muy sonriente, como si él también jugara, tomó a Alberto Jr. por los hombros y lo hundió en el agua y lo mantuvo ahí abajo no sé cuántos segundos. Cuando por fin le permitió respirar, dijo: “Qué bonito juego, ¿verdad?” Puesto que mi hermano, medio ahogado y completamente empavorecido, no supo qué responder, volvió a preguntarle: “¿Quieres jugar otra vez?” Y sin esperar respuesta lo sumió de nuevo y siguió sumiéndolo hasta que Alberto Jr. lloró.

Pienso que es lamentable estar limitados por naturaleza a conocer a nuestros padres sólo mientras ya son adultos

Indeciso entre llorar yo también o reír como antes había reído mi hermano, lo vi salir de la alberca sacudido por el llanto y refugiarse entre los brazos de Lulú, que platicaba con otros adultos a la sombra de una palapa. En ese momento me compadecí de Alberto Jr. Le habría incluso perdonado las muchas torturas que me infligía de no ser porque, en la primera oportunidad que tuvo de hablar a solas conmigo después del incidente, Lulú me dijo que yo no debía delatar a mis compañeros de juegos y que si no podía jugar como hombrecito, era mejor que no jugara con mi hermano.

Yo no había desarrollado entonces mi innata capacidad para odiar. Pero la parcialidad de Lulú me fue alejando de ella en la medida misma en que me acercaba a mi padre, y esa correlación de distancias emocionales me ubicó en el polo opuesto a Alberto Jr. Al pasar a la secundaria, él con todos los honores y yo con grandes dificultades, ya nada salvo la sangre nos emparentaba. Mi hermano era el inteligente, el sensato, el desenvuelto, el maduro, el tenaz. En pocas palabras: todo lo que Lulú habría querido ser. Yo era el frívolo, el indisciplinado, el torpe, el inmaduro, el indeciso. En pocas palabras: todo lo que mi padre (me enteré después) había temido ser en su juventud. No me ayudaba saber, porque los desfavorecidos somos observadores, que el intelecto de mi hermano lucía en la escuela, no en la calle, ni que su sensatez era con frecuencia un disfraz para su cobardía, ni que su desenvoltura se desplegaba sólo con los adultos, ni que su tenacidad se debía muchas veces a la inercia. Lulú también lo sabía, Lulú no podía no saberlo, y contra todas las evidencias se esmeraba en olvidar los defectos de su hijo favorito.

En algo me compensaba, sin depender en modo alguno de mis méritos, que Alberto Jr. pareciera resuelto a engordar. No puede no haber sufrido secretamente entre los 10 y los 15 años. Pese a no ser obesidad ni mucho menos, la gordura de mi hermano era un impedimento. Una desventaja con respecto no nada más a mí, sino a la mayoría de los niños y luego adolecentes de nuestra edad. No recuerdo que él haya tenido una sola novia en la secundaria. De hecho, no recuerdo haberlo visto bailar con nadie en las fiestas primerizas a las que asistíamos juntos. Ni siquiera en la que organizamos para celebrar que, a nuestros 12 años, la familia se mudó a la casa de la calle Tula en donde había vivido la abuela Licha, madre de Lulú. Cada vez que sonaba la música, incluso las canciones rápidas que no imponían a las parejas la obligación de tocarse y que eran muchas en esa Época dominada por los Beatles y los Rolling Stones y un poco después Jimi Hendrix y los Doors y Janis Joplin y otras secuelas del rocanrol, Alberto Jr. permanecía solitario en un rincón, mirando cómo se divertían los demás. Lo mismo le pasaba al formarse los equipos para jugar futbol o béisbol o basquetbol en la escuela y en la calle. Si el número de participantes resultaba par, el último elegido era siempre el gordito. Y si salía non, Él siempre quedaba excluido. Relegado a ser el árbitro, cuando no el solo espectador.

Yo, que tenía cierto éxito con las muchachas más jóvenes y podía jugar con destreza cualquier deporte, consolaba a mi hermano. Le repetía que su exclusión era injusta. Que él no estaba tan gordo. Que, al excluirlo, la gente envidiosa no hacía sino desquitarse de su mayor inteligencia. Y con igual hipocresía fraterna lo incitaba a devorar sin medida los pasteles y los flanes y los frascos de cajeta que Lulú, cuyas propias perversiones la persuadían de que la apariencia física no importaba demasiado en un varón, le daba de comer a todas horas.

Cuando Alberto Jr. de golpe comenzó a enflacar, al cumplir 15 años, yo llegué al límite de mi tolerancia. Había aprendido a aceptar que él me superara en casi todas las disciplinas escolares, porque a mí me interesaban otras cosas. Había aprendido a soportar que me maltratara, porque interpretaba sus malos tratos como prueba de que él también tenía envidia de mí. Pero que mi hermano fuera menos impopular en las fiestas, que desarrollara una mínima agilidad para los deportes, que fuera no sólo el más inteligente sino también una persona normal, incluso una persona atractiva, me pareció insufrible. Lulú creyó natural que, mientras Alberto Jr. pasaba con calificaciones gloriosas a la preparatoria, yo reprobara la mayor parte de las asignaturas del tercero y último año de la secundaria y tuviera que repetirlo. Mi padre, deponiendo su injustificado optimismo conmigo, me consideró en estado de catástrofe. Yo me esforcé en ocultarles a todos, incluso a mí mismo, que mi fracaso no era involuntario.

Un año después, nunca supe si a instancias o sólo con el consentimiento de Lulú, mi padre se resignó a inscribirme en un colegio menos exigente para que yo cursara la preparatoria sin tropiezos. Otros en mi lugar, muchos otros, habrían vivido ese cambio como una condena. Yo desde el principio lo experimenté como una liberación. Nunca antes en mi vida había tenido amigos distintos a los de mi hermano, maestros distintos que no me comparaban con él, costumbres distintas que no dependían de las suyas. Nunca antes en mi vida me había juzgado (había sido) feliz.

Los desfavorecidos somos observadores

Sin proponérmelo, sin apenas darme cuenta de lo que hacía, empecé a interesarme en la escuela. No ascendí ni quería ascender a los primeros lugares de mi clase, pero poco a poco me fui separando de los últimos. No por eso descuidé los deportes, en particular el futbol, para el que según mis profesores de educación física yo tenía aptitudes profesionales. Tampoco prescindí de mis primeras aventuras eróticas: de entrada con putas, como se acostumbraba a finales de los ’60s en un México todavía ajeno a la revolución sexual, y por fin con una condiscípula más descarada que yo.

Alberto Jr., mientras tanto, se ensimismó en el consumo de mariguana y otras sustancias psicotrópicas. Una maestra de español lo había sorprendido escribiéndole versos en plena clase a su primera novia, con la que él por cierto no se acostaba, y en vez de castigarlo como merecía lo animó a seguir escribiendo. Yo creo que, en su ingenuidad, mi hermano confundió la vida del espíritu con el embotamiento de los sentidos. Yo creo que al considerarse inteligente en exceso hacía todo lo posible por anular su inteligencia. El hecho es que casi todas las tardes, con el pretexto de escuchar música y hablar de literatura, se encerraba en su cuarto con algunos amigos tan engreídos y tan visiblemente drogados como él. Excluido de esos aquelarres por Alberto Jr., pero también por mi propia voluntad, yo me preguntaba cómo era posible que nadie más, en especial Lulú que siempre estaba en la casa, pareciera percibir el olor a petate quemado, los ojos enrojecidos, las risas injustificadas, la lentitud y la incoherencia al hablar.

Una madrugada de comienzos de los ’70s en que los demás dormíamos, mi hermano regresó a la casa en una patrulla de policía. Arrancado del sueño por el jadeo del motor y el sonido del timbre y un rumor de voces inusual a esa hora, me asomé a la calle. Un policía, sujetando a Alberto Jr. por el antebrazo, conferenciaba con mi padre, muy serio pero ridículo en su piyama a rayas, mientras otro uniformado, con la cara cubierta por la visera de la gorra, vigilaba la escena al volante de la patrulla. Fugazmente vi que mi padre al despedirse le untaba unos billetes en la mano al que discurría con él. La puerta de la calle se cerró con estruendo. Corrí a entreabrir la de mi cuarto en el primer piso para escuchar lo que pasaba en la planta baja. Mi padre estaba furioso. A gritos decía: “Mira nada más en qué fue a parar el hijo prodigio (sic). Un drogadicto”. Y luego de una réplica que no logré descifrar: “Cállate. La mariguana es para pelados. Para pordioseros. Si quieres embrutecerte, ¿por qué no mejor tomas whisky?” Espantado, oí a mi padre subir con prisa la escalera y por la rendija de mi puerta entreabierta lo vi cerrar de un golpe la de su recámara. Segundos después esa puerta volvió a abrirse y vi salir a Lulú, enfundada en una bata campanuda que la hacía parecer aún más chaparra. Bajó sobre las puntas de los pies. Tuve que esforzarme para oír lo que decía, lo que preguntaba: “¿Por qué me haces esto, Alberto? ¿Por qué me haces quedar mal con tu papá?” Entonces entendí que ella sabía. Que estaba solapando a mi hermano.

Meses después Alberto Jr. y yo tuvimos nuestra última pelea. Mejor dicho: la última pelea de nuestra juventud. Ya no recuerdo cuál fue la causa del encono y no importa. Lo que atizaba la discordia entre nosotros no era casi nunca un objeto o un tema precisos, sino nuestra congénita rivalidad. En ese momento tendríamos poco más de 17 años y a medida que mi hermano adelgazaba yo había empezado a crecer. No llegaba al 1.80 que él media, pero en cambio había fomentado una musculatura muy superior a la de su cuerpo enclenque y fofo de ex gordo enflaquecido. Por motivos que tampoco recuerdo (un cumpleaños, quizá el santo compartido de los Albertos) estábamos sentados con Lulú, aunque no con mi padre que acababa de irse, a la mesa del comedor Chippendale heredado de la abuela Licha y que sólo se utilizaba en ocasiones especiales. Hubo uno de tantos altercados entre mi hermano y yo. La discusión se fue enardeciendo. Pasamos a la etapa de los gritos. Alberto Jr., bravucón como siempre hasta ese día conmigo, se levantó de la silla y elevó hasta la altura de su cabeza una mano extendida para abofetearme. Sólo que esa vez, esa primera y definitiva vez, no me dejé intimidar. De un salto me puse frente a él, le di un empujón y lo amenacé con un puño cerrado. Retrocedió, pálido y con los ojos desmesuradamente abiertos. Me disponía a golpearlo con fuerza cuando agarró un pesado candelabro de bronce que descansaba sobre la cómoda del conjunto Chippendale y lo enarboló a la manera de una macana en dirección a mi cara. Me tocó el turno de retroceder despavorido. Sin pensarlo eché a correr alrededor de la mesa y él, armado y rabioso, corrió tras de mí. Me habría partido el cráneo de no ser porque Lulú, pequeña y frágil pero resuelta a todo, se interpuso. Con sus brazos alzados en dramática cruz para apartarnos, gritó: “¿Qué les pasa a ustedes dos?” También preguntó sin esperanza de respuesta: “¿No se pueden querer como hermanos?” Y volteando hacia Alberto Jr. le ordenó: “Dámelo”. Él vaciló todavía unos instantes y, con un gesto que habría sido grandioso si no le hubiera temblado el cuerpo entero, dejó el candelabro sobre la mesa. Luego, tratando en vano de aparentar dignidad, subió a encerrarse de un portazo en su cuarto.

Pese a no haber obtenido exactamente una victoria, yo sigo recordando ese día como el de mi emancipación. Fue la primera vez que en plano de igualdad me enfrenté a mi hermano. La primera vez que él me tuvo miedo. La primera vez que Lulú se puso de mi parte.

Lo que atizaba la discordia entre nosotros no era casi nunca un objeto o un tema precisos, sino nuestra congénita rivalidad

Sin disminuir en forma perceptible su consumo de estupefacientes, Alberto Jr. terminó la preparatoria en el primer lugar del área de humanidades. Al volver de la ceremonia de fin de cursos en que le entregaron un premio especial de latín y griego, convocó a una reunión familiar en la que, por supuesto, no me incluyó. Mi padre no dejó de quejarse, a lo largo de las semanas y los meses siguientes, de la intransigencia con que mi hermano les había anunciado que iba a estudiar letras hispánicas, “gustárale a quien le gustara” según dijo retador y pedante, y de la desfachatez con que les había pedido que le permitieran, mientras empezaban los cursos en la universidad, pasarse unos meses aprendiendo francés en París. Lulú me contó por otro lado, sin ver que no resultaba imposible que yo también quisiera viajar, que había respaldado a Alberto Jr. con el argumento incontrovertible de que era a fin de cuentas el mejor estudiante de su generación y con la esperanza ingenua, si no sabidamente falsa, de que en Francia le sería muy difícil drogarse.

No voy a negar que gocé hasta lo indecible ese año en que fui hijo único, o casi. Pero lo viví con sentimientos encontrados. Ya que por fin tenía a Lulú para mí solo, o casi, me interesaba menos que antes adulterar mi soledad al compartirla con ella. Ya que por fin mi hermano estaba ausente de mi vida, o casi, me interesaba más que antes saber quién era él. Movido por esa curiosidad contradictoria llegué incluso a leer a escondidas las cartas a veces lúcidas y a veces cursis y siempre tendenciosas con que Alberto Jr. intentaba convencer a mi padre, por mediación de la admirativa Lulú, de que no se habían equivocado al mandarlo a Francia, y convencerse a sí mismo de que París lo estaba convirtiendo en un verdadero escritor.

Mi hermano regresó a México transformado: quizá no en un autor hecho y derecho, pero sí en uno de esos seres vagamente iconoclastas y deliberadamente indefinidos que en los ’70s se llamaban todavía bohemios. Con su pelo largo hasta los hombros y su ropa estrafalaria y sus ideas provocadoras, aunque no demasiado originales, logró escandalizar a mi padre. También, por la torcida vía de la perplejidad, reforzó la admiración que le seguía teniendo Lulú pese a ya no estar de acuerdo en todo con él.

Por segunda vez en nuestras vidas, yo no me dejé intimidar por las apariencias. Alberto Jr. fue el sorprendido y hasta el impresionado cuando le confié, antes que a Lulú y a mi padre, que yo iba a estudiar historia. Él pensó, y acaso siga pensando, que yo quería, en la medida de mis posibilidades más limitadas que las suyas (y robándole otra frase a Henry James), rendirle el tributo sincero de la imitación. No me molesté en desmentir esa idea ofensiva. No me rebajé a aclarar (porque tampoco lo tenía enteramente claro) que yo sería historiador por despecho. Para demostrarle al mundo en general y a Lulú y a mi padre en particular, pero sobre todo a mi hermano, que si él imaginaba, yo sabía. Si él inventaba, yo descubría. Si él postulaba, yo establecía. Si él deseaba, yo podía.

Y Alberto Jr., sin embargo, sigue pensando que él es el mayor de los dos.

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