Freud sí que lo entendería. Añoro Roma, pero un halo inquietante, quizá hasta perturbador e irreal, se cierne siempre sobre Roma. Muy pocos de mis recuerdos de Roma son felices y muchas de las cosas que más quise sacarle a Roma, Roma nunca me las dio. Y ahí quedaron, flotando sobre la ciudad como un fantasma de deseos imberbes que se olvidaron de morir un día y sobrevivieron sin mí, a pesar de mí. Cada una de las Romas sucesivas que he conocido parece fusionarse o incrustarse en la siguiente sin que ninguna de ellas desaparezca. Está la Roma que vi por vez primera, hace cincuenta años, la Roma que abandoné, la Roma que vine a buscar años más tarde y que no pude encontrar porque Roma no me había esperado y perdí mi oportunidad. Están la Roma que visité con alguien y la que revisité con alguien más, y que no sabría distinguir ahora, la Roma que no he visitado después de tantos años, la Roma que nunca acabo de conocer porque, a pesar de sus tantos edificios antiguos e imponentes, mantiene gran parte de sí sepultada y oculta, esquiva, pasajera e inacabada, es decir: siempre por construir. Roma el eterno vertedero sin fondo firme como la roca. Roma mi repertorio de capas y niveles. La Roma que observo sin parpadear al abrir la ventana de mi hotel y que no puedo creer que sea real. La Roma que no deja de llamarme para luego despacharme de vuelta al lugar de donde vine. Soy todo tuya, me dice, pero nunca seré tuya. La Roma a la que renuncio cuando se torna demasiado real, la Roma que abandono antes de que me abandone a mí. La Roma que tiene más de mí que de sí en su seno porque no es a Roma a quien vengo a buscar en cada viaje, sino a mí, a mí mismo, aunque me sea imposible hacerlo sin también buscar a Roma. La Roma adonde llevo a amigos para que la conozcan, siempre y cuando sea la mía la que visiten y no la suya. La Roma que no quiero creer que siga viviendo sin mí. Roma, la cuna de un yo que quise ser un día, del yo que tenía que haber sido pero que nunca fui, que dejé en el pasado y por el cual nunca hice nada por devolver a la vida. La Roma hacia la cual tiendo los brazos pero que rara vez toco porque no sé, y quizá nunca sabré, cómo tender los brazos ni tampoco cómo tocar.

Ya ni un ápice de mi ser es romano y, sin embargo, una vez desecha la maleta en Roma tengo la impresión de que cada cosa vuelve a su sitio, de que tengo un centro gravitacional aquí y que Roma es mi casa. Aún tengo que descubrirlos, pero me han dicho que hay de siete a nueve caminos para salir de mi edificio y bajar la colina del Gianicolo hasta Trastevere, pero todavía me rehúso a tomar nuevos atajos; me gusta la confusión pasajera que posterga la familiaridad de lo que me rodea y me hace creer que estoy en un lugar desconocido que abre la puerta a todo un mundo de posibilidades y novedades. Quizá lo que me hace feliz estos días es no tener ninguna obligación laboral, poder permitirme hacer lo que me plazca con mi tiempo, querer pasar las tardes sentado en Il Goccetto, donde algunos romanos llenos de viveza e ingenio vienen a pasar el tiempo antes de volver a casa para cenar. Algunos llegan a cambiar de planes mientras beben, como me ha sucedido a mí en varias ocasiones, y terminan cenando allí mismo. Me encanta esa forma de ser romana de improvisar una cena cuando solo tenías pensado beber una copa de vino. Después de la copa, a veces compro una botella de vino y vuelvo a Travestere para visitar a algunos amigos. Otras tardes, cuando quiero regresar a casa, descarto la idea del autobús y subo la colina a pie.

Mientras atravieso el Tíber por la noche, me encanta ver el Castel Sant’Angelo iluminado, con sus murallas de pálido ocre resplandecientes en la oscuridad, igual que me fascina pasear la vista por San Pedro de noche. Sé que si sigo caminando llegaré hasta Fontanone y que me detendré a observar la ciudad fijamente con sus gloriosas cúpulas bañadas de luz, que sé que echaré de menos al instante.

Me encanta el lugar donde me alojo. Tengo un balcón que da a la ciudad. Y los días de suerte, algunos de mis amigos tocan a la puerta y brindamos con la vista clavada en la urbe anochecida como si fuéramos personajes de una película de Fellini o de Sorrentino, cada cual sopesando en silencio lo que quizás aún le falta en la vida o lo que querría cambiar, o pensando en lo que nos embelesa desde la otra ribera, aunque lo único que nunca cambiaríamos es estar aquí. Parafraseando a Winckelmann, la vida me lo debía. Me debía este momento, este balcón, estos amigos, estas copas, esta ciudad, desde hace mucho tiempo.

Este bien podría ser mi hogar. El hogar, afirma un escritor que he leído hace poco, es donde echamos a correr las palabras al mundo por primera vez. Quién sabe. Todos tenemos una manera de marcar los hitos de nuestra vida. Y aunque esos marcadores a veces cambian, algunos echan ancla en un sitio y se aferran para siempre. En mi caso no son las palabras sino el lugar donde toqué otro cuerpo, deseé otro cuerpo, regresé a casa, donde mis padres, y todo el tiempo que me quedaba de la noche y todo el tiempo que me quedaba de la vida no bastaron para desterrar aquel otro cuerpo.

Era un miércoles por la tarde y regresaba de un largo paseo después de salir de la escuela. Me gustaba deambular por el centro de la ciudad caída la tarde y llegar a casa con el tiempo justo para hacer los deberes. Antes de subir al bus, solía detenerme en una gran librería que liquidaba ediciones de saldo en la Piazza di San Silvestro y, tras rebuscar entre los libros, ir a por el que me había llevado hasta allí: un grueso volumen de Richard von Krafft-Ebing titulado Psychopathia Sexualis. Había allí varios volúmenes de tapa dura rebajados con los cuales yo tenía mi propio ritual. Escogía uno, me sentaba en una mesa y me hundía en un universo anterior a la Segunda Guerra Mundial que excedía todo lo que yo pudiera imaginar. Era un libro escrito para profesionales médicos y también era, como descubrí años más tarde, deliberadamente confuso, con varios apartados en latín para desmotivar a los aficionados y, por descontado, a los adolescentes curiosos que anhelaban navegar el ignoto y turbulento océano llamado sexo. A medida que me sumergía en los arcanos y pormenorizados casos de lo que el libro denominaba inversiones y desviaciones sexuales, crecía mi estupor ante aquellas ardientes escenas tan pornográficos que se me hacían insoportablemente provocadoras precisamente porque me parecían demasiado reales, demasiado normales, demasiado francas y desprovistas de constricciones morales. Las personas descritas me parecían de lo más decente, lo más sofisticado y lo más sereno y afable que podía haber en la vida: el joven a quien le gustaba ver a su novia y a la hermana de ella escupir en un vaso de agua antes de bebérselo de un golpe; el hombre al que le gustaba mirar a su vecino desvestirse por la noche a sabiendas de que aquel se sentía observado; la joven tímida que quería a su padre con un amor que sabía que estaba mal; el joven que se quedaba en los baños públicos más tiempo de lo debido —yo era cada uno de ellos—. Igual que alguien que lee los doce horóscopos de la contraportada de una revista, yo me identificaba con todos y cada uno de aquellos signos del zodíaco.

Tras leerme los casos de Krafft-Ebing, salía a buscar el autobús 85 para el largo trayecto a casa, calculando que para cuando llegara mi madre ya tendría la cena. Con la cabeza dándome vueltas tras la lectura, sabía que al final me asaltaría una migraña, y que esa incipiente migraña, junto con el largo recorrido en bus, quizá desencadenaría un poco de nausea. En la parada donde cogía el autobús, había un quiosco de periódicos y revistas que también vendía postales. Me detenía, con cara de deseo, a observar las estatuas, las masculinas y las femeninas, hasta que me decidía por una y la compraba, añadiendo algunas postales de vistas romanas para ocultar mis intenciones. La primera que compré fue la de Apolo Sauróctono. Y todavía la conservo.

Una tarde, después de salir de la librería, vi que la parada del bus 85 era un mar de gente. Hacía frío y había estado lloviendo, así que toda la muchedumbre se abalanzó hacia el bus cuando llegó y subimos tan rápido como pudimos, chocando y entorpeciéndonos entre todos, algo típico en aquel entonces. Yo también me abrí paso entre la gente que subía sin darme cuenta de que aquella masa humana también empujaba al joven que tenía a mis espaldas. Se apretó contra mí y, aunque cada parte de su cuerpo se adhirió al mío y yo me vi apresado por la muchedumbre, estaba casi seguro de que se me pegaba tan explícitamente y al mismo tiempo de forma que parecía tan inintencionada que cuando sentí que me asía por detrás por ambos brazos, no intenté soltarme ni me moví de lugar, sino que dejé que todo mi cuerpo se sometiera al suyo y se hundiera en él. Podía hacer conmigo lo que quisiera, y para facilitarle las cosas, me apoyé en él, llegando a pensar en algún momento que quizá todo aquello estaba en mi cabeza, no en la suya, y que la culpable e impura era mi alma, no la suya. Ninguno de los dos podíamos hacer nada. No parecía importarle y tal vez sintió que a mí tampoco me importaba, o quizá no le dio importancia al asunto, igual que yo tampoco estaba seguro de habérsela dado. ¿Qué podía ser más natural en Italia en un autobús abarrotado una tarde de lluvia? Su manera de asirme por los brazos por detrás era un gesto amistoso, el gesto de un alpinista que ayuda a su compañero a buscar el equilibrio antes de proseguir la escalada. Sin poder agarrarme de nada, él me sostenía por los brazos. Eso era todo.

Nunca antes había sentido algo así en la vida.

Una vez que logró estabilizarse mejor, me soltó. Pero cuando se cerraron las puertas y el bus volvió a arrancar, volvió a agarrarme de inmediato, sosteniéndome por la cintura, apretándome contra sí aún más fuerte, aunque nadie en nuestro derredor podía darse cuenta, y algo me decía que ni él mismo se daba cuenta. Lo único que yo sabía era que me volvería a soltar una vez que lograra estabilizarse y se agarrara a una de las barras. Cuando sentía que se esforzaba por soltarme, fingía separarme de él pero volvía a apoyarme en su cuerpo cuando se detenía el bus para evitar que cambiara de lugar.

Una parte de mí se avergonzaba de hacerle lo que había oído que muchos hombres les hacían a las mujeres en lugares abarrotados, mientras que otra parte me hacía sospechar que ambos sabíamos lo que estábamos haciendo; pero no podía estar seguro. Además, si yo no podía culparlo, ¿cómo habría de culparme él? Me sentía extático y hacía todo lo posible por no dejarlo hacerse paso entre la gente. Al fin logró deslizarse por una brecha que se abrió entre otro pasajero y yo, y fue entonces que pude mirarlo bien. Llevaba un suéter gris y pantalones de pana marrón, y tendría unos siete u ocho años más que yo. También era más alto, delgado y atlético. Al final encontró un asiento delante de mí y aunque no le quité la vista con la esperanza de que se volviera a mirarme, no lo hizo ni una vez. Para él no había pasado nada: un autobús abarrotado, unos pasajeros avanzando entre la gente, casi todos escurriéndose por donde podían, tambaleándose y agarrándose al vecino —cosa de todos los días—. Lo vi bajarse antes del puente, cerca de la Via Taranto. Un repentino malestar se apoderó de mí. El dolor de cabeza que había temido antes, azuzado por el olor a humo del bus, avivó las náuseas. Tenía que bajarme antes de mi parada y hacer el resto del camino a pie.

No llegué a vomitar aquella tarde, pero cuando llegué a casa sabía que había vivido algo genuino e irrefutable que nunca me podría arrancar de dentro. Lo único que quería era que aquel joven me estrechara, que no me quitara las manos de encima, que no me preguntara nada o que, en caso de que necesitara preguntarme algo, preguntara lo que quisiera siempre y cuando yo no tuviera que hablar porque el nudo que me ataba la garganta me lo impediría, y porque si hubiera tenido que responderle, habría soltado alguna frase meliflua y libresca del universo fin de siècle del libro de Krafft-Ebing que lo hubiera hecho reírse. Lo que quería era que me pasara un brazo por los hombros de aquella manera varonil, de hombre a hombre, con que se abrazan los amigos en Roma.

Regresé a la Piazza di San Silvestro muchas otras veces, siempre los miércoles; leía un poco del libro de Krafft-Ebing, miraba fijamente la estatua de Apolo del quiosco de periódicos, me cercioraba de llevar la misma ropa del día que lo había sentido apoyarse contra mí, subía al mismo autobús a la misma hora. Dejaba pasar un bus abarrotado tras otro y sé que esperé y esperé a que apareciera. Pero nunca más lo volví a ver. O si lo vi no lo llegué a reconocer.

Aquel día el tiempo se había detenido.

Ahora, cada vez que regreso a Roma, me prometo tomar el 85 a más o menos la misma hora de la tarde para intentar dar vueltas al reloj y revivir aquel momento y redescubrir quién era yo y cuáles eran mis anhelos de entonces. Quiero toparme con las mismas decepciones, los mismos temores, las mismas esperanzas de aquel tiempo, llegar a las mismas deducciones, entonces agarrar esas deducciones por la cola y darles vueltas y vueltas para ver cómo me las ingenié para llegar, por aquel entonces, a hacerme creer que lo que yo había querido en aquel bus no era nada más que ilusión y fantasía, nada real, nada real.

Al llegar a casa aquella tarde con náuseas y una migraña, mi madre y Gina estaban en la cocina preparando la cena. Gina tenía mi edad, era nuestra vecina y todos decían que yo le gustaba. A mí no me gustaba. Sin embargo, sentados a la mesa de la cocina mientras mi madre terminaba de cocinar, reíamos juntos y sentía que las náuseas se me iban aplacando. Gina olía a incienso y a camomila, a cajón antiguo de madera y a cabello sin lavar, ya que decía que se los lavaba únicamente los sábados. No me gustaba su olor. Pero tan pronto como daba riendas sueltas a mi mente y la dejaba vagar al bus 85, sabía que no me habría importado a qué olía él. La posibilidad de que también oliera a incienso y camomila, y a muebles de madera antiguos, me excitaba. Me imaginaba su habitación, con su ropa esparcida por el suelo. Pensaba en él cuando me fui a la cama aquella noche pero, a medida que me iba dejando ganar por la excitación, en el instante preciso, me obligaba a pensar en Gina, imaginando cómo se desabotonaba la blusa y dejaba caer al suelo toda la ropa que llevaba y se me acercaba desnuda, oliendo, como él, a incienso, a camomila y a cajones de madera.

Noche tras noche mi mente se deslizaba de él a ella, de vuelta a él y de nuevo a ella, cada imagen alimentándose de la del otro. Y al igual que los edificios romanos de todas épocas y estilos que se acoplan y se apoyan entre sí, y se incrustan los unos en los otros por encima, por debajo y por todos los lados, le arrancaba partes del cuerpo a él para recomponerla a ella, y partes que le arrancaba a ella se las ponía a él. Me sentía como el emperador Juliano, dos veces apóstata, quien enterró una fe bajo la otra y al final no sabía cuál era la suya verdadera. Y pensaba en Tiresias, primero hombre, luego mujer y nuevamente hombre, y en Cenis, que fue primero mujer, luego hombre y al final volvió a ser mujer, y en la postal de Apolo, el matador de lagartos, y sentía deseos también por él, aunque su inquebrantable e intimidante gracia parecían recriminarme el deseo que me consumía, como si hubiera leído mis pensamientos y sabido que si parte de mí deseaba macular su blanco cuerpo de mármol con mi savia más preciada, la otra parte no podía distinguir si lo que deseaba de la postal de Apolo era el hombre o la mujer, o un ente a la vez real e irreal que flotaba entre los dos, un cruce entre el mármol y algo que solo podía ser carne.

La habitación de arriba donde deformaba la verdad cada noche y la desmontaba tan bien que, sin hacer de ella una mentira, ya había dejado de ser verdad, era un terreno movedizo donde nada parecía tener ancla, y donde mis mayores y más firmes certezas, en cuestión de segundos, podían mudar de rostro y hacerse de otro, y de otro y otro más. Incluso aquel yo de entonces que pertenecía a una Roma que parecía destinada a ser mía para siempre supo que, minutos después de cruzar hacia otro continente, adquiriría una nueva identidad, una nueva voz, una nueva modulación, una nueva forma de ser yo. Y en cuanto a la chica que llevé a mi habitación un viernes por la tarde al quedarnos solos, y con quien encontré el placer sin amor, si bien disipó la nube que flotaba sobre mi cabeza desde aquel día del bus 85, no pudo evitar que esta reapareciera de nuevo menos de media hora más tarde.

A menudo he pensado en Roma y en mis largos paseos por el centro tras salir de la escuela en aquellos lluviosos meses de octubre y noviembre, buscando algo que sabía que añoraba pero que no tenía demasiada prisa por encontrar, y menos aún por nombrar. Prefería muchísimo más que ese algo me saltara al paso y me dejara decir quizá, o abrázame y no me sueltes, como la vez que alguien me abrazó aquel día en aquel autobús; o que me embelesara con sonrisas y alborozo como los hombres que simulan una fachada tímida frente a las muchachas que saben que al final dirán que sí.

En Roma, mi itinerario aquellas tardes de paseo eran siempre diferentes y su objetivo indefinido, pero por dondequiera que me llevaran los pasos, me parecía estar siempre perdiéndome la oportunidad de toparme con algo esencial de la ciudad y de mí —a no ser que lo que estuviera haciendo fuera huir tanto de mí como de la ciudad—. Pero no estaba huyendo. Ni tampoco buscando nada. Quería algo gris, gris como el espacio protegido que existía entre la mano que deseaba que me tocara sin preguntar nada y mi propia mano que no se atrevía a merodear por donde deseaba ir.

Aquella tarde, en el autobús, ya sabía que estaba intentando recomponer un torbellino de palabras para darle sentido a lo que me sucedía. Recuerdo haber visto, en una ocasión, a una mujer voltearse y maldecir a un hombre en un bus abarrotado tachándolo de sfacciato, es decir, de impúdico, porque, pícaro callejero que era, se había frotado contra ella. Yo no sabría decir, sin embargo, cuál de nosotros había sido el verdadero sfacciato. Me gustaba culparlo a él para absolverme a mí, pero también me regodeaba en mi recién estrenado valor y me deleitaba la manera en que me había esforzado por impedir que pasara cada vez que estaba a punto de soltarme para trasladarse a otro lugar del bus. Yo había seguido mis propios impulsos y ni siquiera fingía que no sabía que nos estábamos tocando. Hasta me gustaba la arrogancia con la que daba por supuesto que yo no lo rechazaría.

En casa, lo único que tenía era mi postal del Sauróctono. Casto y castigador a la vez, epítome del andrógino, obsceno porque te deja alimentar los más sucios pensamientos, pero como no los acepta ni consiente terminas sintiéndote sucio por atreverte a albergarlos. La postal era la mejor alternativa al joven del autobús. La atesoré y la usé como marcador de libro.

Al final, fui a encontrarme con el original en los Museos Vaticanos. Pero no era lo que me esperaba. Esperaba ver a un joven desnudo posando como una estatua; lo que vi fue un cuerpo atrapado. Busqué desperfectos en su cuerpo para terminar con todo de una vez y por todas, pero las tachas y máculas que encontré eran del mármol, no suyas. Al final, no pude desprender los ojos de él. Clavaba la vista en su cuerpo no solo porque me gustara lo que veía sino porque tan deslumbrante belleza te obliga a querer saber por qué no puedes apartar los ojos de algo.

A veces advertía un detalle tan tierno y suave en los rasgos del joven Apolo que rayaba en la melancolía. Ningún indicio de vicio ni de lujuria ni de nada remotamente ilícito en aquel cuerpo juvenil; el vicio y la lujuria estaban en mí, o quizá lo que sentía era el brote de un tipo de lujuria que no sabía captar del todo porque se disipaba al instante cuando lo miraba, por lo subyugado que me tenía. No consiente y, sin embargo, me sonríe. Éramos como los dos desconocidos de una novela rusa que han intercambiado sutiles miradas antes de que alguien los presente.

Pero luego recordaba que esa sinceridad se iba esfumando de sus rasgos y en su rostro se asentaba lo que parecía una incipiente mirada de desconfianza, de temor y reproche, como si lo que esperase de mí fuera remordimiento y vergüenza. Pero las cosas nunca son así de sencillas: el regaño devino en perdón y, con esta clemencia, casi pude percibir un gesto de compasión que me decía algo así como: “sé lo difícil que es para ti”. Con la compasión descubrí un ligero tinte de languidez detrás de su traviesa sonrisa, casi la voluntad de abandonarse, y ese gesto me causó pavor porque era como pedirme que afrontara lo que era ya evidente. Todo este tiempo ha estado dispuesto pero no supe darme cuenta. De repente sentía que me habían abierto las puertas de la esperanza. No quería sentir esperanza.

Ahora, después de casi un mes en Roma, he decidido tomar el bus 85. No lo haré en ninguna de las paradas más cercanas de su largo trayecto por la ciudad, que sería lo más fácil, sino donde tenía la terminal hace cincuenta años. Lo abordaré al caer el crepúsculo, por ser esa la hora en que solía tomarlo, e iré hasta mi antigua parada, me bajaré y caminaré hasta donde vivía entonces. Tal es mi plan para esta noche.

No espero que este retorno me traiga demasiado placer. Nunca me gustó mi antiguo barrio, con su hilera de tiendecillas que vendían mercancía a sobreprecio a clientes que hoy en día son casi todos pensionistas, un barrio de jóvenes que trabajan de vendedores, viven con sus padres, fuman demasiado y alimentan grandes esperanzas con sus salarios de miseria. Recuerdo que odiaba los balcones cuadrados que sobresalían como cajas de zapatos contrahechas de las fachadas de los feos edificios anchos y bajos. Caminaré por aquella calle y me preguntaré por qué siempre quiero regresar ya que aquí no hay nada que tenga el menor interés para mí. ¿Regreso para demostrar que he enterrado este lugar y lo he dejado en el pasado? ¿O quizá regreso para jugar con el pasado y fantasear que nada esencial ha cambiado ni en mí ni en la ciudad, que sigo siendo el mismo joven y que tengo toda una vida por delante por vivir, lo cual también quiere decir que los años transcurridos entre el yo-antes y el yo-ahora no han existido o no importan o no deberían contar, y que como dice Wincklemann, acaso la vida aún me debe tanto?

O quizá regreso para reclamar a un yo-interrumpido. Hace ya mucho que algo echó raíces en esta tierra y por haberme yo marchado antes de tiempo no floreció, pero tampoco pudo morir. De repente, todo lo que he hecho en la vida se desdibuja y amenaza con deshacerse. No he vivido mi vida. He vivido otra.

Y sin embargo, mientras camino por mi antiguo barrio, lo que más temo es no llegar ni a sentir ni a conmoverme ni a afrontar nada. De escoger, escogería el dolor a la nada. Escogería la tristeza y la aflicción y pensaría en mi madre en nuestro antiguo edificio, aún viva, en lugar de pasar por allí, con algo de apuro quizá, con ganas de subirme al primer taxi que me lleve de regreso al centro de Roma.

Me bajo del autobús en mi antigua parada. Recorro las conocidas calles e intento evocar aquella noche en la que estuve a punto de vomitar. Tiene que haber sido durante el otoño, un clima semejante al de hoy. Vuelvo a caminar por la misma calle, veo mi vieja ventana, paso frente a la antigua tienda del barrio, imagino a mi madre milagrosamente viva preparando la cena en casa, aunque la evoco tal como era hace muy poco, frágil y vieja y, por último, ya que quiero dejar esta imagen para el final, paso frente a la sala de cine remozada donde alguien una vez se sentó a mi lado y me colocó una mano en el muslo mientras yo me tomaba mi tiempo para fingir que me escandalizaba, cuando lo que en realidad quería era sentir su mano deslizarse sutilmente hacia arriba. ‘¿Qué?’, le dije. Y sin perder un segundo el desconocido se levantó y desapareció. ¿Qué?, como si no lo supiera. ¿Qué?, para pedirle que me explicara, porque yo necesitaba saber más. ¿Qué?, que era como decir no digas nada, no pienses en nada, ni siquiera escuches, no te detengas.

Aquel incidente no pasó de allí. Se quedó en esa sala cine. Ahora mismo está ahí mientras paso frente a ella. Con aquella mano posada en el muslo y con el joven del bus 85 aprendí que había algo sobre la Roma verdadera que trascendía mi vieja, segura y estática colección de dioses griegos y mi travieso y juguetón chico-chica Apolo que dejaba que lo miraras fijamente todo lo que quisieras siempre y cuando fuera con vergüenza y turbación por haber infringido todas y cada una de las curvas de su cuerpo. Pensaba en aquel entonces que por mucha inquietud que me hubiera producido el contacto de aquel cuerpo real junto al mío en el autobús, las semanas y los meses por venir terminarían cubriendo con un bálsamo de alivio la ola que me había sacudido. Pensaba que terminaría por olvidar, o que aprendería a creer que había olvidado aquella mano que había dejado posarse en mi piel desnuda unos segundos más de lo que cualquier otro chico de mi edad hubiera permitido. Con el paso de los días, de las semanas, estaba seguro de que aquello se evaporaría o se frunciría como la fruta pequeña que cae al suelo de la cocina, rueda y termina debajo de un mueble para ser descubierta muchos años después, cuando a alguien se le ocurriera cambiar el suelo. Entonces observas su aspecto seco y arrugado, y lo único que te viene a la cabeza es decir: “Y pensar que pude habérmela comido alguna vez.” En caso de que no lograra olvidar, tal vez la vida se encargaría de hacer que el incidente fuera lo que fue, algo insignificante, sobre todo porque la vida me dispensaría otros muchos y mejores obsequios que ensombrecerían aquellos fragmentos de casi-nadas que sucedieron en Roma, en un autobús abarrotado o en un feo cine de barrio.

Recordamos mejor lo que nunca llegó a suceder.

He regresado a los Museos Vaticanos para ver a mi Apolo, siempre a punto de matar un lagarto. Necesito un permiso especial para ingresar en el ala donde se encuentra. Al público general no se le permite verlo. Le rindo homenaje a Laocoonte y a Apolo Belvedere y a las demás estatuas del Pío-Clementino, pero mi añoranza siempre la reservaba para el Apolo Sauróctono, cuyo encuentro también postergaba. Lo mejor para el final. Es la única estatua que siempre quiero visitar cada vez que estoy en Roma. No tengo que decirle nada. Ya sabe, a esta altura tiene que saber, o siempre ha sabido, incluso en aquel entonces, cuando me veía llegar de la escuela después de las clases, sabiendo lo que había hecho con él.

‘¿Nunca te cansas de mí?’ me pregunta.

‘No, nunca.’

‘¿Es porque soy de piedra e inmutable?’

‘Quizá, pero yo tampoco he cambiado, ni un ápice siquiera.’

Cuánto desearía ser carne, tan solo una vez, solía decirme cuando yo era joven.

‘Ha pasado tanto tiempo,’ responde.

‘Lo sé.’

‘Y has envejecido,’ añade.

‘Lo sé’. Quiero que cambiemos de tema. ‘¿Hay otros a quienes has querido tanto como a mí?’

‘Siempre habrá otros.’

‘¿Y qué es entonces lo que me hace único y especial?’ Me mira y sonríe.

‘Nada, nada te hace único y especial. Sientes lo que sienten todos los hombres.’

‘¿Me recordarás, a pesar de todo?’

‘Los recuerdo a todos.’

‘¿Pero entonces sientes algo?’ le pregunto.

‘Claro que sí, claro que siento. ¿Cómo podría no sentir?’

‘Por mí, quiero decir.’

‘Claro que por ti.’

No confío en él. Es la última vez que lo veré. Todavía anhelo que me diga algo solo a mí, algo sobre mí, solo para mí.

Estoy a punto de salir del museo cuando me viene Freud a la cabeza, que sin duda tiene que haber visitado el Pío-Clementino con su mujer o su hija, o con su buen amigo vienés, entonces radicado en Roma, el comisario de arte Emanuel Löwy. Sin duda los dos judíos tuvieron que haberse detenido en aquel lugar para hablar de la estatua  —¿cómo es posible que no lo hicieran?—. Y, sin embargo, Freud no menciona al Sauróctono, que tiene que haber visto tanto en Roma como en el Louvre cuando era estudiante. Seguro que tiene que haber pensado en la estatua al escribir de los lagartos en su comentario de la Gradiva de Jensen. Excepto en una ocasión, tampoco menciona a Winckelmann, quien también tiene que haber visto cada día la versión original en bronce del Apolo durante el tiempo que trabajó en la casa del cardenal Albani. Sé que el silencio de Freud al respecto no es accidental, que su mutismo tiene un extraño significado freudiano, como también sé que tiene que haber pensado lo mismo que yo, lo que piensan todos lo que ven al Sauróctono: que es un hombre que parece una mujer, o una mujer que parece un hombre, o un hombre que parece una mujer que parece un hombre… Y entonces le pregunto a la estatua, ‘¿recuerdas a un doctor de barba vienés que pasaba a veces por aquí y fingía que no te miraba?’

‘¿Un doctor de barba vienés? Quizá.’

Apolo se muestra evasivo de nuevo, pero también yo.

Recuerdo sus últimas palabras. Me las dijo una vez y las repitió, las mismas, cincuenta años después: ‘Estoy entre la vida y la muerte, entre la carne y la piedra. No estoy vivo, pero mírame, estoy más vivo que tú. Tú, por el contrario, no estás muerto, pero, ¿acaso estuviste vivo alguna vez? ¿Has navegado hasta la otra ribera?’ Me he quedado sin palabras para rebatir o responder. ‘Has encontrado la belleza pero no la verdad. Has de cambiar tu vida’.