No reparé en la maleta al entrar en la morgue. Dentro, el personal sanitario del hospital de Sorongo, donde acababa de llegar, acondicionaba el espacio para poder sacar muestras biológicas de un cadáver. Una enfermera limpiaba una minúscula niña de dos años con una esponja y un balde de agua que supuraba aroma seco a lejía. El cuerpo de medio lado descansaba sobre una mesa metálica en cuyo agujero central desaparecía el agua espesada por la suciedad de su piel negra. De pie, delante de ella, un médico cubierto con la mascarilla, las gafas y los guantes de un equipo de protección sostenía en alto una aguja de biopsia. Antes de introducirla en un órgano, la cargaba haciendo girar su extremo con un sonido áspero de crujir de huesos. Acto seguido, al contacto con la superficie cutánea, salía disparada hacía el interior del hígado, los pulmones o el corazón con un chasquido violento, seco y carnoso que cortaba la humedad asfixiante de la sala.

—Doctora, si se marea, puede salir— me dijo la enfermera.

Afuera, casi me tropiezo con la maleta. Se mantenía erguida, junto a la puerta de la morgue, al lado en un banco de madera donde había dos mujeres sentadas. Era de color negro, con cuatro gruesas ruedas sucias de arena blanca de las calles de Sorongo. Mediana, tenía varios bolsillos entreabiertos al parecer vacíos. Una de las mujeres me señaló el hueco libre del extremo del banco. Me senté rígida como ellas, con las manos cruzadas sobre las piernas. La bata me incomodaba y sentí una náusea de un regusto ácido a lejía. Hablaban sin mirarse, observando la calle que bajaba hasta el tumulto de la estación de autobuses, con voces monocordes que, solapadas, parecían una sola. Vestían un pañuelo verde en la cabeza que enmarcaba sus caras veteadas de arrugas. La sonrisa inmóvil que dibujaban al hablar parecía la de la niña tumbada sobre la mesa. Sus pechos grandes y caídos se intuían en la holgura de sus camisetas, de un rojo desgastado que contrastaba con la tela multicolor que abrazaba sus cinturas. Con un gesto automático, una de las dos extendió su mano cóncava y vacía frente a mi cara. Rebusqué desconcertada en los bolsillos de la bata y le di con timidez lo que encontré.

—Lo siento, abuela, sólo tengo dos monedas.

De pronto, una enfermera apareció e hizo un gesto a las mujeres. Se levantaron y entraron sin vacilar a la morgue. Un rato después, todavía sentada, cabeceaba cuando salieron tirando con pesadez de la maleta, que tenía una rueda trasera atascada. Se alejaron con la maleta hinchada cojeando entre los socavones de la calle sin asfaltar. Distinguí cómo se pararon ante una furgoneta de pasajeros en cuyo techo alguien ordenaba una montaña de bultos. Entre ambas alzaron la maleta sobre sus cabezas hasta que el hombre la aseguró con cuerdas al resto del equipaje. Tras bajar, cogió las monedas que una de ellas le acercó con indiferencia y se sentó frente al volante. Las mujeres, a su vez, se acomodaron como pudieron dentro de la furgoneta abarrotada. Me incorporé despacio para regresar al hospital cuando la vi partir dejando la huella de su peso en la arena polvorienta de Sorongo.