Hoy se cumplen diez años de la partida del Oucro, que vivió con nuestra familia durante unos veinte meses cuando yo era una niña. Diez años han pasado, pero lo recuerdo todo con perfecta claridad. Todos nosotros habíamos llegado a encariñarnos con el Oucro, aunque nadie le comprendía, no porque no hablara nuestro idioma, sino porque las cosas que decía no parecían tener relación con la vida o la realidad tal y como nosotros las conocemos. Sólo Armida, la hija de la prima Constanza, entendía al Oucro. Quizá por eso cuando el Oucro decidió abandonarnos, se la llevó con él. Dejó otra niña en su lugar, muy parecida a Armida, igual de dulce y de inteligente, aunque todos en la casa supimos inmediatamente que no era Armida, y que la verdadera Armida se había marchado con el Oucro. Por supuesto, a las visitas no les dijimos nada, e incluso los abuelos que viven en Córdoba y a los que sólo vemos unos días al año siguen creyendo que la Armida de ahora es la misma de siempre. Sólo la familia cercana y los amigos íntimos notamos el cambio. A mí me disgusta engañar a unos abuelos tan simpáticos, pero ¿qué otra cosa podemos hacer? La verdad los haría desdichados.

El Oucro era del color del caucho, y tenía un tamaño enorme. Vivía en el antiguo cuarto de Manú, que se había marchado a Brasil persiguiendo a una mujer casada, pero como no cabía en la habitación, había salido por la ventana y se había extendido luego por el jardín hasta la pileta, donde hundía la cabeza no porque deseara beber ni tampoco refrescarse sino porque, decía, le gustaba más mirar las cosas a través del agua. En su mundo, nos explicaba la niña Armida, no había aire, o más bien el aire tenía un poco la consistencia y la densidad del agua, y por esa razón el Oucro no comprendía cómo nosotros vivíamos así, sin apenas sostén, cayéndonos y haciéndonos heridas todo el tiempo y teniendo que poner escalones y barandillas por todas partes por culpa de este aire tan fino que tenemos y que no nos proporciona apoyo de ninguna clase. Le decíamos a la niña Armida que ese aire que describía el Oucro más bien parecía algún tipo de fluido, y que sus reflexiones sobre lo fino y peligroso que resulta el aire terrestre parecían las mismas que se haría un pez, habituado a vivir en un medio denso y viscoso que permite ascender igual que descender y en el que no existen las caídas ni tampoco la ley de la gravedad. Pero el Oucro no era en absoluto un pez y se enfadaba cuando lo comparábamos con un pez y cuando especulábamos que su mundo debía de estar, simplemente, cubierto de agua.

Lo cierto es que no parecía un pez, y no poseía de ninguna de las características de los peces, tales como ojos sin párpados, aletas, escamas o agallas. Parecía más bien una gigantesca raíz. Los visitantes ocasionales de la casa lo tomaban, precisamente, por una raíz, o quizá por el tronco de un árbol loco que salía por una ventana, se arqueaba sobre el jardín, avanzaba sobre el pasto y se hundía finalmente en la pileta. No podían comprender dónde estaba la copa, si era un tronco, o dónde estaba el tronco, si era una raíz, o dónde estaban las hojas, si era una rama, o dónde estaba la raíz, si era un árbol. Nosotros les dejábamos que miraran al Oucro extrañados. A veces les decíamos que se trataba de un ficus o incluso de una ceiba deforme o de un baobab traído de África por el tío Manú. No podían entender por qué no lo cortábamos y lo vendíamos como madera. Lo tocaban, y el Oucro se apresuraba a endurecerse para dar la impresión de que, en efecto, tenía una consistencia leñosa y vegetal.

Recuerdo la primera vez que el Oucro habló. Sólo llevaba tres o cuatro días en casa, y ninguno de nosotros se imaginaba que fuera capaz de hablar.

–Hay temblores –dijo con una voz muy lenta y muy grave–. Hay emociones. Perdóname, estrella desterrada. Soy como una flor entre los primates. El carmesí me gusta, pero el azul me decepciona.

Todos salimos al jardín para oír hablar al Oucro. Era una noche de verano y el cielo estaba lleno de estrellas palpitantes. Rosa, Consuelo y Constanza, las tres primas, y el marido de Constanza, Guido, y Rómulo, mi padre, y Evandra, mi madre, y quien esto escribe, y Armida y sus dos hermanas, Luisa y María Regina, todos salimos al jardín. Al principio no sabíamos de dónde salía aquella voz. Cuando descubrimos que era el Oucro quien hablaba, nos sentimos todos felices.

–El Oucro dice que se siente solo –dijo la niña Armida con toda naturalidad.

–¿Cómo lo sabes? –le preguntó su madre.

–Lo sé –dijo la niña.

–Perdóname, estrella desterrada. Perdóname, tenue polvo de estrella, perdóname –decía el Oucro–. No soy un espadachín, pero tampoco un monje.

–Dice que tiene hambre –dijo la niña–. Quiere comer.

–¿Qué come? –preguntó la prima Rosa con voz de miedo.

–Come vírgenes –dijo la niña Armida.

Rosa y Consuelo emitieron las dos un grito. Luisa y María Regina no sabían lo que era una virgen, de modo que estaban tranquilas. Pensaban que una virgen era una imagen de madera o de barro de la virgen María, o incluso una estampa de la madre de Jesús o de la Sagrada Familia. Tampoco la niña Armida sabía lo que era una virgen, y lo preguntó ahora con toda su inocencia.

–Una virgen es una mujer que no está casada –le dijo su madre–. ¿Fue eso lo que dijo el Oucro de verdad?

– No –dijo la niña Armida–. Dijo que se alimenta de dolor y de penitencias.

–¿De dolor y de penitencias? –preguntó mi padre, sin duda creyendo que había oído mal. Había heredado la sordera prematura de su abuelo y de su bisabuelo. En mí todavía no se ha manifestado, seguramente porque aún soy joven.

En efecto, el Oucro se alimentaba del dolor humano y de todas las cosas que nos atormentan: pensamientos infelices, envidia, miedo, remordimientos. Bastaba con acercarse al Oucro y estar a su lado durante unos diez minutos para sentir que todas las preocupaciones desaparecían como por ensalmo. Era como las plantas, que se alimentan de los gases que a nosotros nos envenenan o de todas esas sustancias que para nosotros son detritos y estiércol. Ya dije que el Oucro tenía algo de planta.

–El Oucro dice que no comprende por qué nos estamos moviendo siempre –decía la niña Armida–. Se pregunta por qué no nos estamos quietos en un sitio, igual que hace él.

–Las personas no pueden estar siempre quietas en un sitio –le explicábamos–. Si una persona se queda quieta en un sitio, se muere.

El Oucro no estaba de acuerdo.

–Deberíais encontrar un buen lugar –decía el Oucro, a través de los labios de la niña Armida–. Que lo busquéis lo entiendo. El lugar puede estar lejos, lo concedo. Pero una vez encontrado el lugar adecuado, ¿para qué moverse de él? Esta casa en la que vivís me parece a mí que es un lugar muy adecuado. ¿Por qué entráis y salís de ella sin parar?

El Oucro pensaba como un árbol, o como una roca. Pensaba como una flor.

Le preguntábamos cosas sobre su mundo. Le preguntábamos cuánto vivían los Oucros y no comprendía la pregunta. Nos decía que los Oucros viven siempre. Ah, le decíamos, de modo que sois inmortales. No, no, también morimos, como vuestros árboles. Pero nace otro.

–Pero si nace otro, entonces es otro el que nace –le decíamos–. El que murió, murió para siempre. El nuevo árbol es otro árbol, no el mismo árbol de antes.

–Os equivocáis –decía el Oucro–. Todos los árboles son el mismo árbol. Cuando uno muere en un sitio, nace otro en otro sitio. Todos son el mismo y todos tienen los mismos recuerdos. Con nosotros es igual.

Fue una verdadera lástima que el Oucro terminara por marcharse. Nos dijo que nos había tomado mucho cariño y que además entre todos le teníamos muy bien alimentado, pero que tarde o temprano tendría que regresar a su hogar. Nunca nos decía dónde estaba ese hogar, aunque todos suponíamos que el Oucro venía de las estrellas. A nosotros también nos gustaba su compañía, porque desde su llegada nos sentíamos siempre muy contentos y nos pasábamos el día riendo y abrazándonos. Normalmente, intentábamos no demostrar lo felices que nos sentíamos para no llamar la atención de los vecinos, gente envidiosa. Tampoco teníamos enfermedades, y cuando alguien agarraba un resfriado bastaba con que se acercara al Oucro y se quedara parado a su lado durante unos cinco o seis minutos para ponerse bien. Mi padre agarró una pulmonía durante las inundaciones del río de la Plata, pero se curó durmiendo debajo del Oucro. Ni probó la penicilina. La niña Armida tenía asma antes de la llegada del Oucro, pero desde que comenzó a conversar con él, la disnea y la fatiga ya no volvieron a molestarla. Sí, era una maravilla tener al Oucro con nosotros, aunque su peso descomunal hizo que la casa comenzara a resquebrajarse, y como creció tanto, tanto, tanto, llegó a reventar las paredes del cuarto del tío Manú y a ocupar el lavadero, el pasillo de arriba y el dormitorio de mis padres. Esto obligó a mi padre a construir en el jardín un dormitorio extra pegado a la casa. Todas las plantas y las flores crecían mucho si estaban cerca del Oucro. Plantamos tomates debajo del trozo arqueado, y también rosas, y crecían unas rosas tan inmensas y perfumadas que parecían cosa de cuento.

Nadie sabe cómo llegó el Oucro, ni tampoco cómo se marchó. Una mañana nos despertamos y ya no estaba. Lo buscamos en los jardines adyacentes y bajamos, incluso, hasta el río, recordando lo mucho que le gustaba el agua, pero no encontramos ni rastro de él.