En casa no tenemos aire acondicionado. En verano nos pasamos las horas pegados al ventilador, con las persianas echadas, agobiados por la inmovilidad y por el bochorno, abanicándonos con pedazos de cartón o con la publicidad del supermercado doblada en cuatro. Un ventilador viejo como el nuestro es una tortura: chirría, se atasca en mitad del giro, se llena de polvo y de pelusa, huele a quemado cuando lo ponemos a velocidad tres. Aunque lo único que hace es mover el aire caliente de un lado para otro, ansiamos que gire en nuestra dirección y nos frustramos cuando gira hacia la contraria. Mi madre a veces pone un cubo de agua helada delante; según ella, así se refresca el cuarto mucho antes, pero yo no noto la diferencia. Ventiladores bajos o altos, hay uno o dos en cada uno de los pisos del bloque en que vivimos: el ronroneo de las aspas llena el patio interior y sube por las escaleras, me pone de los nervios. Ningún vecino tiene aquí aire acondicionado, salvo el Quini, el fontanero, que lo instaló hace un par de semanas y desde entonces no habla de otra cosa. Su mujer, dice, tiene mejor carácter ahora que la casa se mantiene fresquita; no hay nada como volver del trabajo y sentarse en el sofá con una cerveza bien fría a pesar de los cuarenta grados en la calle; hasta los niños, dice, se portan mejor, están más aplacados y meten menos bulla, aunque en realidad tanto Óscar como Nuria siguen siendo igual de cabrones que de costumbre, sin parar de gritar ni de buscar cómo chincharnos. El Quini habla también de lo que le costó instalar el aire, toda esa cantidad de dinero que repite con orgullo, porque el aparato ofrece también la función de calor -que servirá cuando llegue el invierno-, y tiene no sé cuántas frigorías, y también modo noche, dice, pronunciando las sílabas muy despacio, –mo-do-no-che-, lo que significa que tiene un termostato que se autorregula para alcanzar en todo momento la temperatura ideal –ter-mos-ta-to, dice también-. Yo lo único que sé es que esa cantidad de dinero de la que él habla es grande, es enorme, así que a nosotros nos queda ventilador para rato. Nosotros somos pobres -el mismo Quini, por supuesto, es pobre-, lo que pasa es que yo todavía no soy capaz de verlo. Dadme para eso cuatro años, no más que eso.

En el bloque somos ocho vecinos, dos por planta. La familia del Quini está justo encima de nosotros, pueden oírse las carreras que Óscar y Nuria dan por el pasillo, y también los tacones de la mujer del Quini, y sus risas. A veces me pregunto si la familia que vive debajo de nosotros escucha nuestros pasos y nuestras voces, pero en vez de darme apuro por molestarles, lo que me da es vergüenza, porque las cosas que se hablan en mi casa son sosas, y son tristes. A mí me gustaría que se escucharan risas y carreras, y también taconeos como los de la mujer del Quini, pero mi madre siempre va en zapatillas, apenas sale. Mi madre fue muy guapa en otro tiempo -yo he visto sus fotos de la boda, que no sé por qué no lucen en el mueble del salón, sino que esconde entre papel de seda, en la mesilla-. Por entonces tenía una bonita sonrisa, los ojos achinados y el pelo muy cortito, con flequillo hacia el lado, como las actrices antiguas. Ahora mi madre no es nada guapa; yo no diría que fea, porque feas, por ejemplo, son las dos señoras que viven enfrente -feas, viejas y con verrugas-, pero guapa ya no es, y ya no lo va a ser nunca más. A mí me da pena, pero también un poco de rabia, porque creo que parte de la culpa es de ella. Mi padre se lo dice algunas veces: no te cuidas, pero ella no hace caso, se enfada y refunfuña.

En verano los cuatro andamos medio desnudos por la casa. Mi madre va en bragas, con las tetas al aire, en chanclas y despeinada. Mi padre, en calzoncillos y algunas veces hasta sin nada, nos riñe si mi hermana y yo lo miramos demasiado; que no lo miremos así, dice, como si evitarlo fuese posible: tiene un pito tan morado y pequeñito que da risa. Mi hermana y yo nos hacemos las vergonzosas y usamos camisetas grandes como camisones. Son camisetas de publicidad de las que traía mi padre en los tiempos en que viajaba como representante comercial. Los representantes de las empresas que visitaba le daban sus camisetas, y él a ellos las suyas. Fiesta de camisetas, decía guiñando el ojo, y ahora tenemos montones de todo tipo -de talleres de repuestos, de aseguradoras, de marcas de coches y de bancos-, todas muy feas, con mangas enormes y etiquetas por dentro que pican hasta que a alguien se le ocurre cortarlas.

Yo no sé si es solamente a causa del ventilador, pero en mi casa el aire está estancado, parece siempre el mismo. Estoy segura de que si cogiera una muestra en un tubito y lo llevara a un laboratorio para analizarlo el resultado sería clarísimo: es aire caducado, nos dirían, aire de hace dos, tres o cuatro años, deben ustedes desecharlo, si no lo hacen corren riesgo de morir por asfixia. Pero mi madre nos prohibe abrir la ventana de día porque entra flama y de noche porque entra ruido, así que nunca ventilamos. Cuando mi padre no puede aguantar más, sale a tomar el aire -voy a tomar el aire, dice- y eso es lo que he empezado también a hacer yo, a escondidas de mi hermana, porque a veces me gusta ir sola y tener mis secretos.

Esto ni siquiera lo sabe Nuria, la hija del Quini, aunque fue ella la primera que me habló del Piojo, con esa pose tan teatrera con la que siempre cuenta las cosas, deseando contarlas pero haciendo como que las cuenta porque se le ha insistido, como violentándola, hablando entre sollozos al mismo tiempo que se cruje los dedos y se retuerce mechones de pelo. El Piojo, me dijo, la había invitado un día a ver una película en su casa. Él, que vive al otro lado de las vías del tren, en una de las casitas de-quiero-y-no-puedo -así las llama mi madre: de quiero y no puedo-, tiene aire acondicionado, una pantalla de televisor enorme, un frigorífico lleno de zumos y batidos y un aparador con galletitas y frutos secos, además de muchas más cosas de las que mi madre califica de quiero y no puedo, como equipo de música y bicicleta estática, mira tú. Ese día, gime Nuria, cuando entró en la casa, el Piojo la estaba esperando completamente desnudo en su silla de ruedas, y cuando dice completamente es del todo, tía, todo a la vista, y se tapa los ojos y da grititos de niña idiota. Aunque salió corriendo, todavía le impacta el recuerdo: debe de ser por eso que se lo va contando a cualquiera, menos a su padre, es obvio. El Quini sería capaz de partirle la cabeza al Piojo y eso tampoco estaría bien, porque el Piojo tiene setenta años y está paralizado de cintura para abajo, no puede defenderse.

Así que, desde entonces, soy yo quien va a la casa del Piojo, y hay que reconocer que Nuria no mentía, el viejo me recibe desnudo y también me hace desnudarme a mí, y luego vemos pelis, pelis normales, algunas muy antiguas, en blanco y negro, con actrices que llevan el flequillo como lo llevaba mi madre el día de su boda. El Piojo me mira con muchísima atención -jamás nadie me ha mirado con tanta atención-, muy serio y concentrado. A veces me pide que me dé la vuelta o que me agache, pero jamás me toca ni me pide que yo le toque a él. Las meriendas que me prepara están de muerte -los bollitos de leche, las magdalenas con pepitas de chocolate y los sandwiches no tienen nada, pero nada que ver, con los que tomo en casa-, y además de no pasar calor y de ver una peli, suele darme algo de dinero, que voy ahorrando para cuando me marche de casa.

Mis planes están claros: el día en que cumpla dieciséis años diré adiós a mis padres y a mi hermana y me iré sin volver la vista atrás. Puede incluso que me vaya sin decir adiós, porque con dieciséis -es lo que he oído- ya no hay que dar explicaciones a nadie, uno es libre de moverse a su antojo por cualquier territorio, basta con tener en regla el dni y, si es posible, el carnet de conducir. Como aún quedan cuatro años por delante, he hecho mis cálculos y he pensado que, yendo a ver al Piojo dos veces por semana, puedo reunir unos dos mil euros. Eso sin pedirle nada, claro, el pobre viejo me da pena, no quiero aprovecharme. Yo con dos mil euros puedo vivir tranquilamente un tiempo, hasta que encuentre el modo de ganarme la vida. Tengo mis propias ideas al respecto: puedo ser actriz, camarera o modelo y, si las cosas se me ponen difíciles, también puedo ser puta. Me da igual no tener aire acondicionado nunca -no voy a gastar la mitad de mis ahorros en un aparato tan caro como el que se ha comprado el Quini-; además siempre habrá sitios donde ir, casas de quiero y no puedo con viejos solitarios y aburridos, qué sé yo. Una chica de dieciséis, decía el otro día un tipo en una peli, arrolla a todo el mundo que tiene por delante, es como un potro loco, no puede sujetarse, consigue lo que quiere. Una chica de dieciséis, decía también, solo necesita un poco de aire fresco -justo lo que a mí me falta-. Pues dadme para eso cuatro años, pensé yo mientras comía mis almendritas y el Piojo me miraba. No más que eso.