Hoy cumplo nueve días en huelga de hambre. Me habían tirado desnudo en el calabozo y se olvidaron de mí. Apenas veo las manos. Desde que amanece tengo sudoraciones por el calor, y en la noche me cuesta conciliar el sueño por el frío. La cama de concreto fundido provoca punzadas en la parte del cuerpo que reposa. En las madrugadas escucho voces que llaman de celdas contiguas.

Cuando me trasladaron de prisión, el Jefe de Orden Interior esperaba junto a diez guardias; con razón los reclusos notaron una maniobra inusual que los mantuvo expectantes. Se corrió la voz que traerían a alguien peligroso, hubo quien comentó si sería un monstruo parecido a Lecter el caníbal, provocando temor en la población carcelaria, hasta que supieron por mi condición de plantado, que se trataba de un político. Me lo cuenta el preso más cercano, dice alegrarse de que soy buena persona porque así no dañaré a los elefantes. Quedo callado intentando entender la broma. Luego asegura que pastan afuera. ¿De qué hablas?, interrogo. ¡Acaso no puedes verlos!, responde. Están ahí, delante de tus ojos, afirma, detrás de esa aparente oscuridad. Su piel es de un verde raro. Y miro con insistencia porque deseo divisarlos, lo necesito, y la vista se extravía en la intensidad, semejante a un papalote que al partir el hilo se hace cómplice del viento y se eleva hasta perderse entre las nubes, caigo en el vacío, un mareo me remueve, giro, actúa como droga, me traslada en tiempo y espacio; entonces comienzo por percibir un movimiento tenue, hojas movidas por el aire, huelo a tierra y a hierba húmedas de rocío, y veo a los mastodontes en su hábitat natural, danzando sus trompas, acompasadas por la melodía del oboe de Dios.

–¡Disfrutaste! –interrumpe el vecino–. Ahora descansa del extenso viaje… Yo vigilo y los protejo.

Me siento extenuado, el cuerpo sudoroso. Las piernas engarrotadas como si hubiese atravesado la selva. Una sed impertinente araña mi garganta, gatos que apuran su escapada. Me duermo en el letargo de un desmayo.

Ignoro al Director del penal que con amenazas intenta que vuelva a comer. Después que se va, los presos preguntan si voy a mantenerme, asustados de que abandone gritan que soy como Mandela, les estás ganando, los tienes preocupados, no te quites.

Sienten mi risa y aplauden.

–Se queda –avisa el que se hace llamar Isla.

Esa noche me visitan los mareos, apenas hago un movimiento la oscuridad da vuelta. No sabía que en medio de la nada puedo perder un punto que, aunque no logre ubicarlo, existe.

Constantemente los presos se interesan en cómo sigo, con responderles “sigo” es suficiente. Rechazo a los médicos que vienen a tomarme los signos vitales. Lo peor no es ni siquiera el hambre que desaparece a partir del tercer día, es el miedo a perder los dientes, la visión, vomitar sangre y después ya no ser el mismo si sucede lo peor: quedar vivo; pero el sacrificio vale, porque un grito en la penumbra rompe con luz propia en el pecho que recibe la agonía.

Entonces en aquella soledad, una voz cercana me llama por el sobrenombre de Mandela y no respondo, no deseo ser otro, definitivamente no lo acepto. Me surge la desconfianza, pueden ser ensueños, juegos de la imaginación, trampas mentales que quieren salvarme. Pero insiste, soy yo Isla, me sacaron a pelar, dice y me acerco a la reja, ¿qué?; sé fuerte, pide, resiste, estamos orgullos por ti, nos vemos representados en tu lucha, si haces venir a los Fiscales tendrán que tenernos en cuenta a nosotros también. Como somos causas comunes no les importamos, explica, nunca escucharon a los dos que murieron meses atrás en esa misma celda donde estás. He tragado vidrios, cucharas, sin lograr llamar la atención sobre mis quejas, exigiendo mis derechos contra las injusticias cometidas. No les interesamos.

–Mandela –dice a través de un pasillo separado por dos rejas–, eres la única esperanza. Sin ti nos quedamos indefensos, lo perdemos todo.

Y se aleja antes de que lo descubran. Tienen prohibido acercarse, verme, solo está permitido a los guardias.

En la mañana sueño que la brisa juguetea en mi rostro, me invade una sensación de placer que provoca la sonrisa y despierto. Siento picazón en la nariz y al arrascarme descubro una cucaracha que lanzo con asco y hace que busque por el resto del cuerpo. Me aterra pensar que para sobrevivir Papillon tuvo que comérselas.

Los militares burlones se acercan a mi reja y me advierten que pronto voy a morir. No respondo. El silencio es la mayor ofensa. Encienden las luces del pasillo, la iluminación resulta insoportable, la recibo con la intensidad del sol, una fuerza que golpea mis sentidos, y me refugio en una esquina buscando proteger los ojos.

Entran y no los veo venir. Me inmovilizan ayudándose con las esposas que ajustan al máximo en mis muñecas y tobillos. Sentado me tapan la nariz forzándome a respirar por la boca, momento que aprovechan para hacerme tragar un líquido pestilente que ahoga.

Desde sus celdas los presos gritan y los guardias se detienen, salen a golpear, algunos los evitan embarrándose de excremento y conservando otra cantidad preparada con el propósito de lanzarla.

–Ya volveremos cuando se te seque esa porquería –aseguran y se largan.

Enseguida Isla pregunta cómo estoy. Ya he vomitado el líquido fétido y respondo que bien, mientras escupo y toso.

–No pueden contigo Mandela –grita.

La noche fría abraza más temprano que las anteriores. Isla cuenta su vida, emigró de Gerona a La Habana buscando un negocio próspero; pero no lo consiguió porque lo estafaron con la complicidad de la policía. No recuerdo cuándo dejo de atenderlo. Como si el tiempo transcurriera en un flashazo amanece y ahí está Isla después del recuento, pareciera que no ha dormido, con los buenos días y la noticia de la disposición de todos a darme apoyo, sin importarles las consecuencias, cada vez que quieran doblegarme.

Al cabo de tres días, luego que los oficiales intentasen convencerme de que desayunara, los guardias aplican el mismo procedimiento para obligarme a tomar la sopa pestilente, y otra vez tengo vómito y diarrea.

Isla expresa su inconformidad de seguir permitiendo que abusen conmigo, ¡hay que hacer algo!, pide plantarse en solidaridad, una huelga general, entonces trato de que reaccione explicándole que es mi pelea y tienen que soportar el sufrimiento, eso sí no puedo evitárselos, y callo por la fatiga. Mantiene un silencio que percibo como un grito de impotencia.

No te preocupes Mandela –dice Isla–, lo vamos a solucionar.

Llevaba varios días intentando comunicarme con el celador de los elefantes, en ocasiones pretendí volver a ese simulacro, entrar en la invención sin lograrlo; pensé que quizá necesitaba la motivación de su letanía al pronunciar las palabras mágicas, un susurro del arroyo inolvidable de la niñez, algo como un permiso para traspasar al mundo del espectro, naufragar dentro del calidoscopio y perderse en figuras con cristales de colores, y continúo llamándolo sin recibir respuesta. Lo imagino errante en esa jungla de nadie, de nada y de todo, admirando sus verdes elefantes.

Cuando ya he desistido, escucho su voz crecer, el lamento perenne que es, apenas resulta audible.

–Se fueron –dice.
–¿Quiénes?
–Los elefantes –y llora.
–¿Adónde?
–No sé, se los llevaron.
–Quizá los traigan de vuelta.
–Imposible –dice con total seguridad–. Los militares los espantaron, y ellos no devuelven nada.

Se agiganta un silencio marino, del mar profundo, del que es imposible que un humano haya regresado.

A la hora del almuerzo oigo tropelaje, pisadas aprisa, y el ruido de las rejas. ¡Vamos por ti Mandela!, ¡eres libre! No logro entender, y me extraña saberlos dueños de las llaves. Encienden las luces que ciegan, rompiendo la noche perpetua que reina en mis ojos. Cuando logro vislumbrarlos el grupo está delante, les pido que hablen para que me ayuden a reconocerlos por la voz, y según lo hacen, los voy identificando con los nombres.

Isla es el primero y más familiar, es quién responde el ¿qué ha pasado?, ¿dónde están los guardias?, noto que le faltan dientes, y tiene algunas marcas de cortadas en los brazos. Asegura que están bien, los metieron en una celda esposados y con trapos en la boca junto a los dos presos que trabajan en la limpieza. Esos no joden más, dice el Zurdo, tengo deseos de desangrarlos. Y en sus ojos veo la violencia característica de los asesinos.

–No voy a permitir que dañen ni ultrajen a los guardias, como no lo acepto tampoco con los presos –digo lo más enérgico que puedo. Y hacen silencio–. Hay que retomar el orden, devolverlos a sus puestos y nosotros a las celdas.

El Zurdo se queja, lo hicieron por mí, por liberarte de los abusos diarios. Trato de hacerles entender que eso es parte del enfrentamiento, y la respuesta tiene que ser pacífica porque es lo que nos diferencia, sino seríamos iguales a ellos, y se lucha por un cambio, más que político, humano.

Me contemplan con desilusión. Luego avanzo a las celdas y en la medida que van entrando cierro los candados bajo sus miradas incomprensivas. Voy a la del guardián de los elefantes. Es un ermitaño extraviado en el olvido. Está sentado en el suelo, la cabeza inclinada descansa en la reja, y su vista seca perdida en la distancia. Lo saludo y no responde, le toco por el hombro y está frío, lo muevo y se mantiene inerte.

Me dirijo al lugar de los cuatro amordazados para liberarlos, les quito los trapos, explico que lo sucedido fue provocado por los abusos que cometen, y que deben tener en cuenta que la disciplina la restablecimos por consciencia, que después no se aprovechen y tomen represalias. Aparentan estar de acuerdo, y piden que les quite las esposas. Primero lo hago con los presos, y les entrego las llaves para encontrarme en mi calabozo cuando los liberen.

Enseguida los militares revisan que los reclusos estén encerrados. Al comprobar que dominan nuevamente, comienzan a gritar groserías, a jurar venganza, y luego de hacer venir al Oficial de Guardia le cuentan lo ocurrido. Al rato regresan con mangueras de agua a presión, agrediéndonos con chorros que nos lanzan contra la pared. Trago agua, intento moverme buscando un sorbo de oxígeno, pero no puedo porque sigo recibiendo agua por la boca, la nariz y los oídos, siento como si estuviera en el fondo del mar.

Al terminar me esposan y arrastran hasta el patio para dejarme bajo el sol. Al resto lo van trayendo en las mismas condiciones. Nos dan patadas cada vez que pasan cerca, puñetazos que arrancan quejidos. El dolor de las esposas hundida en la piel nos hace gritarles que las aflojen, y en respuesta nos llegan sus burlas.

Isla está arrepentido por haber abandonado el motín sin negociar, nos traicionaste Mandela, dice. Otro asegura que sería igual porque nos hubieran mentido. Al Zurdo le pesa no haberlos matado, al menos justificaría el castigo.

–Coño, nada les hice –se lamenta el Zurdo–. ¡Con tanto que nos han hecho estos hijos de puta!

Entonces los guardias empiezan a pegarle, lo patean tan fuerte que al rato los golpes se escuchan amorfos, huecos, como si el cuerpo ya no conservara el aliento quedando solo la estructura vacía sin ofrecer resistencia. Y es que reaccionan, nos examinan, sorprendidos quizá, y tiran de él hacia las celdas ante nuestra decisión de recato, y el grito mudo de protesta, que se ahoga en las gargantas.

Cuando el sol se retira nos devuelven a empujones y patadas. Los guardias hacen fila a ambos lados, forman un pasillo humano por el que al pasar nos fustigan salvajemente, asegurando que no volveremos a intentarlo. Nos encierran quitándonos las esposas. Apenas sentimos los brazos y el fluir de la sangre duele, mover los músculos toma tiempo.

–Van por ti Mandela –avisa Isla.

Me levantan y esposado me arrastran hacia afuera. La sombra de su cuerpo me roba la mirada. Y veo al Zurdo colgado de los barrotes de la ventana. Su boca y sus ojos no expresan la agónica asfixia. Me llevan a la barbería. Se me ocurre que ordenarán raparme al cero. Entonces preguntan si voy a confesar haber sido el líder del motín. No respondo.

–Si no quieres hablar te vamos a complacer –dicen mientras me introducen un trapo en la boca, los mismos guardias a los que se los quité. Se ríen–. ¿Piensas que te ibas a salir con la tuya?, ¿que luego del motín quedarías como el salvador?

–Sabemos que eres inteligente –dice otro–, pero nos subestimaste.

Y apagan la luz. El viejo sillón del barbero comienza a girar cada vez con más velocidad, y me flagelan por todo el cuerpo con los bastones de goma.

No tengo consciencia de cuándo terminaron, ni siquiera en qué momento y cómo me devolvieron a la celda. Por suerte me desmayé. Huelo a excremento, palpo, me aseguro que soy yo, también estoy orinado. Nadie habla. Los presos permanecen en silencio. Desde el motín no han repartido alimentos, han impuesto huelga de castigo. El dolor de cabeza es intenso y querer dormir es una angustia. El sueño es la única forma de escape en este infierno. Rememoro la lectura de El conde de Montecristo. Me siento un Edmundo Dantes encerrado en el castillo de If. Así me pierdo de la realidad.

En la mañana abren la celda y huyo hacia una esquina, no quiero que me lleven de vuelta al sillón del barbero, tampoco soportaría una golpiza más, ni que me hagan ingerir alimentos a la fuerza. Me vencen, claudico, pido clemencia; pero no oyen, me esposan y arrastran otra vez, nadie protesta, los otros hacen como si no estuvieran, o quizá realmente no están, hayan sido trasladados a otras cárceles; ahora soy el hombre más solo del universo. Paren, grito, sobrepaso el cuerpo del ermitaño cubierto por una sábana, a su alrededor veo a los elefantes entristecidos y famélicos. En el patio me quitan las esposas y me dejan sobre la tierra.

Al rato intento abrir una hendija con los párpados para que los ojos se vayan adaptando a la luz. Así voy reconociendo el lugar. Es el campo de pelota. Miro a todas partes y estoy solo. Busco alguna sombra para aliviar la picazón del cuerpo.

–Mandela –gritan.

Asustado trato de orientarme hacia donde proviene la voz de Isla. Respondo, no importa que sea mi imaginación, necesito saber la suerte que han corrido, engañarme si fuera preciso y aliviar la desesperación por no tener noticias de ellos.

–Mandela –repite.

Lo veo acercarse, viene solo y sin esposas. Con dificultad logro levantarme. ¡No sé cómo un cuerpo humano puede resistir tanto! Abro los brazos para recibirlo como merece y demostrarle la alegría que me proporciona. Cuando se acerca percibo una luz sospechosa que refulge entre sus manos, se pega, y siento el metal que penetra mi cuerpo. Caigo sobre sus tríceps.

Lo observo con intensidad, intento recordarlo por sus ojos limpios, ahora húmedos, en aquellos minutos de osadía en las celdas.

–¿Y la lucha? –cuestiono.
–¡Tenía hambre!
–¿Y los principios?
–¡Humillaron mi hombría!
–¿Cómo alcanzamos la justicia?
–Me prometieron la libertad –se justifica y me abraza.

Por encima de su hombro veo al posta del cordón de seguridad que nos apunta con su fusil. Trato de cubrirlo y él lo descubre, entonces sonríe y se resiste a que lo proteja.

–¡Algo es algo Mandela! –dice y me regala su mirada transparente–. No soporté más. Me vencieron.

Un disparo como un relámpago en noche cerrada abre su cráneo, caemos al piso, nuestras sangres se unen.

–A mí también –digo, y llega finalmente la paz ansiada.


(Al horrendo régimen penitenciario de Cuba,
en particular a la prisión 15-80 de La Habana, que incautara este cuento para evitar que llegara al exterior y volara en libertad).

Publicado en Granta 7-20.