Aprieta la mandíbula y saborea el lagarto retorciéndose en sus fauces. Siente la sangre, el sabor a almizcle y las escamas. Siente el movimiento desesperado en los resquicios de sus dientes, el pataleo frenético en su lengua, el cuerpo viscoso cubierto de saliva. Aprieta, esta vez con ternura, clavando sus colmillos en la piel rugosa, ansioso por que el juego continúe. Huele el miedo—una mezcla de excrementos, orín y adrenalina—y gruñe satisfecho.

En la penumbra, camina sobre hojas muertas con dirección a la casa envuelta en el vaho de la madrugada. Avanza en silencio. Imagina el placer del hombre con su regalo, las manos recorriendo las rosetas de su lomo, el tono de voz que lo arrulla en las tardes repitiendo los sonidos que por alguna razón lo definen: Ronco, jaguar, tigre, pecoso, chiquito.

Abre un poco las fauces. Lo siente moverse, las piernas del reptil pataleando en el aire. Animado, acusa el paso y se desliza entre las ráfagas de viento helado que desciende de la Sierra. Una maría mulata silba sobre su cabeza. La ignora y continúa avanzando hasta que, sin previo aviso, el movimiento dentro de su mandíbula se detiene. Alarmado, entierra nuevamente sus colmillos en la carne, pero esta vez no hay signos de dolor en su presa. Escupe y descubre frente a sí sólo la cola inerte y babeada del lagarto.

Gira sobre sí mismo, sus ojos fijos en las sombras. Siente una vibración en sus bigotes y se enfoca en un rastrojo cercano. Tras un momento lo ve: un destello esmeralda entre el marrón, gris y negro de las ramas podridas. Consciente del engaño, persigue la estela verde a través del lodo. Serpentea entre los árboles a toda velocidad, su piel moteada difusa entre la bruma. Corre bajo un algarrobo y continúa sin perder de vista su juguete hasta la acacia roja que marca la entrada del asentamiento de personas. Contrae las patas traseras y salta, las garras extendidas.

Hinca los colmillos en el cráneo del reptil. Siente el tormento y la vida cada vez más débil. Se emociona, agita el lomo y saborea el calor que lo invade. Aprieta de nuevo y espera el final. Escucha los crujidos. Se relaja cuando el movimiento cesa, pues puede dejar de matarlo y revivir los pasos que lo llevaron hasta la caza. Ronronea. Oye en la lejanía el canto de futuros muertos, los pasos de botas que se aproximan y los sonidos quedos de una mujer. Se acuesta entre las flores, agitando entre sus patas una cuna de pétalos granate. Otro lagarto lo observa desde las sombras. Cerrando los ojos, se relame y da vueltas sobre su espalda hasta que una capa de fango cubre su pelaje manchado.

Entre las flores, saborea la sangre y tras unos segundos deja caer al suelo el cadáver del lagarto. Lo golpea de lado a lado con las almohadillas de sus patas. Se aburre, abre la mandíbula y lo alza con los dientes. Mira de reojo las casas de bahareque blancas que bordean la única calle que atraviesa el poblado, y siente los cuerpos que yacen en cada una. Se incorpora recordando al hombre y enfila hacia la casa, el reptil mutilado entre sus dientes. Anticipando las caricias, el frío de las paredes y el sabor de la carne tibia en su garganta, trota sobre la tierra imitando el andar de un potro en una llanura vecina.

~

La cabeza erguida, cruza el umbral. Bajo sus patas, el piso de cemento conserva la frescura de la noche. En el patio interior, vira a la derecha y recorre un pasaje de frío gris hasta la puerta de la habitación. Pasa frente a un baño, dos puertas ocultas tras mosquiteros y una pequeña biblioteca de vidrio llena de libros mohosos que aprovecha para rociar. En un mango más allá de las paredes, el canto de un grupo de loras reclama su atención. Imagina los cuerpos verdes y amarillos aleteando en el cielo grisáceo—fulgores que giran atravesando el follaje mientras él acecha desde las ramas, atento al juego eterno que lo consume—. Salivando, hace una pausa y acomoda el lagarto en su boca. El aire aún huele a caza, niebla y luna.

Continúa hasta la puerta y empuja la madera con su cabeza. Desliza su cuerpo por la apertura sin hacer ruido. En la oscuridad, ve el escritorio lleno de gorgojos, la ropa verde oliva sobre la silla, el fusil contra la pared, y los dos cuerpos desnudos que respiran a un mismo tiempo. Reconoce el aroma, un revuelto acre de sudor, polvo y tierra. Ve al hombre durmiendo sobre el vientre de la mujer. Escucha su respiración y poco a poco ajusta su ritmo al de él. Se queja en silencio mientras progresa contraído bajo la cama, su cola danzando como una sierpe.

Un pie moreno que flota a un metro de su flanco izquierdo atrae su mirada. Repta hasta tenerlo a su alcance y usando sus garras raspa los callos ocres de la planta. Al sentir el roce, el pie se aleja un par de centímetros a toda velocidad para luego regresar. Cautivado, escupe el reptil que aún cargaba en la boca y repite el movimiento. El reflejo llega de nuevo y las uñas carmín dibujan un arco frente a sus ojos. Hipnotizado, se lanza sobre su lomo y atrapa el pie entre sus patas. La mujer grita:

—¡Tigre de verga!

El tono de la voz lo empuja bajo la cama. Guarda las zarpas húmedas y se esconde mientras las tablas se estremecen sobre su cabeza. La voz de la mujer se cuela entre las grietas:

—Jaguar malparido. Si no lo coges tú, te juro que cojo yo a ese bicho y le doy un tiro con la pistola que tienes ahí.

—Ya, Amalia, tranquila. ¿Otra vez te mordió?

—Me arañó esta vez. Y si lo vuelve a hacer, lo mato, Martín, te lo juro.

No entiende las pausas entre los sonidos, pero huele la rabia. Bajo la cama, se queda quieto lo más lejos posible de los bordes. Escucha la respiración de la mujer y se encoge todavía más. Luego lo ve a él: su cuerpo en cuclillas, el torso fornido, las manos rugosas y los ojos castaño cobrizo escrutando la penumbra. Presta atención a sus sonidos:

—Ronco, ven acá.

El tono lo llama, pero se resiste al encuentro. Escucha unos pasos histéricos que se acercan por el camino hacia la casa. Recuerda el silbido de las balas, el olor de la pólvora y la textura de la sangre derramándose sobre su lomo pintado. El hombre extiende su brazo intentando alcanzarlo. Lo llaman de nuevo:

—Ronco, ¿qué hiciste?

—¿Dónde está?

La mano a escasos centímetros de su cola opta por la retirada. Ronco gira su cuerpo como una serpiente y sale corriendo por el otro lado de la cama. Antes de que el hombre se incorpore, salta con dirección a la puerta. Allí, se topa con la mujer desnuda. Siente el olor empalagoso del sexo y se detiene. La mujer le habla:

—De acá no te escapas, pecoso.

Las botas pisan la entrada. Mira a su alrededor y se decide por una vía de escape en tanto la mujer, las piernas formando un arco, lo amenaza con un zapato. Se lanza sobre el escritorio dispuesto a burlarla, pero al caer no siente la textura firme de la madera. Resbala sobre un mazo de naipes plásticos azules que vuela a su alrededor como un puñado de hojas en una ventisca. Incapaz de detenerse, se lleva por delante un cuaderno rayado y un bolígrafo, y da de cabeza contra el ventanal.

Atontado, oye una mezcla de risas, pisadas y gritos. Dos manos lo transportan hasta el hedor marino de las sábanas. El mundo se torna difuso. El hombre ríe y usa sus manos para rascarle detrás de las orejas. Con el placer olvida el dolor y recuerda el lagarto desmembrado que yace en el piso. Busca el calor, los brazos llenos de cicatrices y el sonido reconfortante de la voz del hombre. Siente un cosquilleo por todo el cuerpo y se imagina guarecido en las ramas altas de un mango. Se dispone a levantarse para recoger su presa cuando la voz del otro resuena desde el pasillo:

—Permiso, comandante. Lo necesitan urgente.

La mujer se empieza a vestir apresurada, pero el hombre le hace señas para que se detenga:

—Espéreme, Jorge, que ya salgo.

Desde la cama, enfoca las piernas velludas, el estómago no del todo firme y el rostro afilado cubierto por una fina barba café oscura. Tres lunares como hormigas sobresalen bajo el ojo izquierdo. Lo observa vestirse. Ojea la nariz gruesa, los labios inexistentes, el pantalón camuflado, la camisa oliva, las botas de cuero oscuras y la pistola en el cinto.

Lo ve salir: una hojarasca desgarbada esfumándose tras la puerta. La mujer toca su lomo con las yemas de los dedos, dibujando círculos alrededor de su cuero ocelado. Reacio, se rinde al placer y da vueltas, ofreciéndole su estómago y su cuello. Afuera, el hombre y el recién llegado hablan:

—¿Qué pasó, Jorge? Es muy temprano pa’ que me estén levantando.

—Perdón, comandante, pero parece que dieron de baja a unos hombres de la escuadra de Argemiro. Estaban de permiso. Algún grupo del Frente 19, o de pronto los elenos, aunque no creo. Andan llamando a la patrulla y nadie contesta, y ahora 39 se quedó viendo un chispero. Lo anda llamando desde hace como media hora.

—Pero si el huevón ya sabe que mi celular se dañó y que acá nunca hay señal. ¿Y qué horas son acaso? Es un domingo, que vayan a joder a otro. Además, ¿qué tenemos que ver nosotros con todo eso?

—No sé, pero 39 quiere hablar con usted. “Que quiere hablar urgente con Jaguar”, me dijo el marica de Volador. “Ya es ya, Bocachico”. Usted sabe cómo es Volador: ahí con su vocecita de huevón ahí haciéndose el importante. Lo que yo me huelo es que nos quieren mandar a que saquemos a esos guerrillos de ese lado de la Sierra.

—Qué va. Si el hijueputa de 39 llama es por joder para que vaya por la plata de los Molina. Anda convencido que nos están escondiendo cabezas de ganado para ahorrarse parte de la vacuna. Y el malparido prefiere mandarnos a nosotros aunque la finca es más debajo de La Mesa, a dos pasos de su base en El Mamón.

Un golpe seco contra la pared interrumpe el silencio dentro del cuarto. Alerta, se levanta sobre las almohadillas de sus patas, insensible a las caricias de la mujer. La puerta se abre y ve cómo el hombre los mira. Huele la rabia, el sudor, el aroma entremezclado de los dos. El hombre se acerca, le frota el lomo y da un beso a la mujer. Siente el cansancio en la voz que se aleja:

—Amalia, ten a Ronco, por favor. Ahora vuelvo.

~

Los pasos se pierden por el corredor. Turbado, exige la presencia del hombre con un sonido que desconcierta a la mujer. Siente la angustia, el corazón desbocado, la furia de estar sin el hombre una vez más. Retorna momentáneamente al cultivo de palma africana, los disparos, los ladridos de los perros, el cadáver, los humanos con sus sombreros de paja en el ocaso.

La mujer se tumba a su lado en la cama y lo llama por su nombre. «Ven, Ronco. Échate acá conmigo». Pero ahora su presencia le es indiferente. Se estira enterrando las garras en el colchón maltrecho, mueve los hombros y con un salto abarca la distancia hasta la entrada de la habitación. Utilizando su pata derecha, hala la puerta y escapa, ajeno a los gritos a sus espaldas. Trota sobre el cemento, imitando el paso angustioso de los toros. Pasa el patio interior, desciende las escaleras de la entrada y continúa hasta la carretera que atraviesa en línea recta todo el caserío. Bajo un cielo empolvado, siente el escozor de la gravilla, la temperatura que sube y el olor de la mierda en una casa cercana.

Camina mientras el mundo a su alrededor se llena de sonidos. A su izquierda, el ganado se dirige al corral a través de un pastizal. Garrapateros y maría mulatas lo retan desde las cercas de madera que rodean el potrero. A su derecha, arriba, un caracara sobrevuela unas matas de coca, las alas castañas y avellana infladas por el viento. Más adelante, tras las paredes naranjas del restaurante, percibe el aceite hirviendo y copando el ambiente de por sí espeso.

Agita su cabeza y corre concentrándose en la espalda del hombre y su compañero. Se dirige hacia ellos rezongando. Presta poca atención a las edificaciones que se alzan a lado y lado del camino: la vivienda de la anciana, el lugar de los entierros, la construcción donde cada semana se reúnen casi todos a escuchar a otro hablar, la tienda, el campo de juegos, la casa de dos pisos, los hogares y hogares de los humanos. Escucha en el trasfondo los ronquidos de un anciano y el andar apresurado de una joven que se dirige hacia un bebé. Escucha, más cerca, un fuego que arde, una olla saltando, un golpe seco sobre piel desnuda y una regadera apenas abierta. Huele a una persona que se dirige hacia el campo, a otro que se viste tras paredes cercanas y a uno más que marca territorio en una letrina rodeada por madera. Huele el café, los huevos maltratados y el ácido de un limón aplastado en un hogar distante. Un silbido y un beso llaman hacia una cerca de un caballo que le desagrada. Dos mujeres se saludan con gritos. Un niño ríe escondido en un árbol hueco.

Corre hasta llegar a la casa donde en ocasiones duerme la mujer. Hace una pausa bajo un cable de luz poblado de garrapateros, retrae el labio inferior y huele el aire. Recuerda el olor de la noche, las loras verde-amarillas huyendo entre los mangos, en el sabor del alimento que aún no ha recibido. Siente, apenas perceptible, el dejo del mar en el aire. Mira al frente y se apresura a seguir la espalda del hombre. Cuando se encuentra a un par de saltos, lo detiene una voz ronca que surge de un chichorro al lado de la vía:

—Mi comando, buenos días. Eso 39 lo anda buscando. Que lo ha llamado al celular y usted no contesta. Yo le dije que usted estaba dormido, que ya venía.

Reconoce el timbre y se tensiona. Se abalanza hasta la puerta de la casa donde el hombre se ha detenido y se restriega contra sus piernas. El hombre lo ignora y responde a la voz en el chinchorro:

—Sí, ya me dijo Jorge, Volador. No se levante. Nosotros nos encargamos del radioteléfono.

—¿Seguro? Yo lo conecto rapidito, comandante.

—Sí, quédese ahí.

—Usted es el que manda. Le prestaría mi celular, pero ni una barrita de señal tengo. ¿Y será que por fin volvemos a patrullar? Dicen las malas lenguas que nos van a mandar a recoger a unos sapos.

—Fresco, deje que yo me preocupe de eso.

—Como diga, mi comando. Pero si me pregunta a mí, ya es hora. Perro que no camina, no encuentra hueso.

Considera rasgar la espalda del que cuelga entre los árboles, pero prefiere alejarse detrás del hombre. Franquea la tienda donde en ocasiones le regalan sobras de comida y gruñe anunciando su presencia. Se detiene ante la puerta cerrada, pero no escucha movimientos en el interior. Ruge débilmente, un ronquido ahogado, y continúa el recorrido de la única vía del poblado. Atisba las madrigueras de las personas a lado y lado hasta ubicar el billar y una diminuta casa color ratón con una antena en el techo. Entra por la puerta que el hombre ha dejado abierta y se acomoda junto a la mesa. Escucha sus palabras y las del otro:

—Ese Volador cada vez me saca más la piedra.

—¿Quiere que organicemos algo, comandante?

Una mancha de sangre seca en la pared le recuerda el lagarto muerto. Huele el crepúsculo todavía distante en los despojos perdidos bajo la cama. Pliega su cuerpo y se dispone a dormir. Escucha la estática del aparato sobre la mesa, los movimientos en los matorrales y el ir y venir del chinchorro fuera de las paredes. Lo escucha hablar y deja que las palabras lo arrullen:

—No, no vale la pena. Viene recomendado por 39 y por más hijueputa que sea a mí no me gusta hacer las cosas así. Pero sí vale la pena que lo tenga cortico.

Los ojos entreabiertos, escucha un gruñido como respuesta. Perezoso, hace un esfuerzo por levantarse y tocar la pierna peluda más allá de su rostro. Retrae sus garras. Se deja caer de lado y apoya su lomo cubierto de rosetas sobre el piso. Se estira hasta apoyar su cabeza sobre uno de los pies del hombre. Antes de dormirse, ruge suavemente, molesto por el juego consumado.