En el coche mis abuelos iban contándose lo de la matanza en la pracela del tío, porque del tío se podían diferenciar dos lugares: la parcela y la casa. La parcela era algo muy parecido a un solar comprado décadas antes y mejorado para pasar los domingos en familia, en las familias numerosas de antes, donde se criaban —en la pobreza— a siete, diez, doce niños… los que vinieran. Los niños, sí, venían. Yo también fui una niña venida a esta familia, aunque nací lejos de todos ellos. El hilo que me unía —ataba— a los demás era un hilo sencillo, lleno de costumbres, de frases del refranero, de miradas repetidas en las mujeres generación tras generación. Había nacido en otro sitio, pero no tenía ninguna importancia. La última de todas aquellas miradas, la que yo conocía, era la de mi abuela: unos ojos pequeños, hundidos, con un color indefinido, y unas cejas finas casi invisibles. Embebíos, dice mi abuela. Tener los ojos embebidos.
No todo el mundo allí tiene casa y pracela, y la pracela es para los hombres más que para las mujeres. En general, en ella se construye una casa más sencilla que la casa en la que se vive, y se está, sencillamente. De vez en cuando, alguna cosa extraordinaria moviliza a toda la familia hasta allí. Yo, de mi tío, sólo conocía su casa, aunque había oído hablar de la pracela a todo el mundo. Si lo encontrabas por la carretera —pobre, estrecha, apenas asfaltada— y con un sombrero de paja, debías preguntarle si venía de la parcela, y él siempre diría que sí, exceptuando los días que venía de la huerta. Mi tío también tenía los ojos embebidos, como toda la familia, pero eran azulados, a diferencia de todos los demás. Al llevar gafas, los ojos se le agrandaban, y en eso se parecía mucho a mi bisabuela, que gracias al aumento de sus lentes veía, pero no solamente, también se le podían ver unos ojos que de otro modo no se verían.
En el coche, entonces, mis abuelos se iban contando lo de la matanza, porque a fuerza de vivir lejos, había ciertas cosas que se iban contando para que no se les olvidara. Donde habían decidido ir a vivir para no conformarse con la pobreza y con los niños venidos —lo que desde entonces llamamos aquí— no había matanzas, e incluso podrían haberse considerado un acto salvaje, tribal. Se lo iban contando y yo, en el asiento trasero, observaba lo que íbamos dejando atrás: de la casa a la pracela el paisaje cambiaba, se volvía campo —verde, amarillo, tierra, verde, amarillo, tierra, tierra. Quizá mis abuelos no me habían vestido para la ocasión, y también quizá yo era una niña con poca ropa adecuada para una matanza. De todos modos, era domingo —debía ir mudada.
Cuando llegamos, todos estaban haciendo lo que debían hacer. Mis abuelos no tenían ningún papel en aquella fiesta salvo mirar, porque nunca estaban y yo, entre los niños, no sabía con quién jugar, cuál era mi columpio, cuál mi parcela de tierra dentro de la pracela. Todo el mundo tenía calor, todo el mundo reía, todo el mundo con los ojos embebidos, sudorosos, felices de las tradiciones familiares, de los niños venidos, de los forasteros —nosotros. Hacían la matanza por nuestra llegada, para agasajarnos. Las cosas no eran tan distintas de lo que ocurría en la casa hasta el momento, no sabía nada de la pracela excepto el camino que nos alejaba del pueblo. Quizá la parcela era más parecida a una granja que a una casa, pero dentro de las cuatro paredes que mi tío había construido había lo que debía haber: sillones, cocina, un pequeño cuarto de baño, alguna cama por si se hacía tarde.
Cuando empezaron a gritar y a reír todos los hermanos, mis abuelos incluidos, los niños se asomaron a mirar, pero a mí no me avisaron o yo no quise ir. No llevaba la ropa adecuada ni tenía las costumbres necesarias. Todo el mundo sabía qué estaba ocurriendo, salvo yo. Los que se decían mis primos, aunque el parentesco era mucho más lejano, salieron corriendo a ver la matanza. Si no lo has visto nunca —no— es mejor que no lo veas —de acuerdo—. Mientras los demás, incluidos mis abuelos, se arremolinaban alrededor del cerdo, me quedé sola en aquella parcela de tierra, jugando en el suelo. Durante unos minutos… nada. Al volver, todos los niños hablaron de los gritos, del espectáculo, del olor de una matanza. Se contaban lo que mis abuelos acostumbraban a contarse, pero con todas las palabras, sin dejarse ninguna, ni siquiera las que sonaban feo y mis abuelos procuraban no decir delante de mí. Estaban contentos, se reían, sentían asco y placer. Yo, en cambio, era diferente. Todos lo sabían. Quizá yo también lo sabía. En cualquier caso, comimos en familia, como se come en la pracela, y comimos cerdo, y estaba bueno. Yo estuve jugando en el balancín, con la ropa demasiado blanca para la ocasión, con aquellos niños que recordaban cómo había hecho el cerdo al morir, con aquel calor seco que conocía tan poco y que con el tiempo se me hizo familiar.
Ahora mi tía está muerta, enfermó en los últimos años y él no es más que un viudo. La mujer de mi tío no tenía los ojos embebidos y era gorda, de color rosa, con el pelo rizado y muy oscuro, alta. Se movía con mucho esfuerzo, con una respiración perturbadora. No es la única tía que se ha muerto desde entonces, otros también murieron. La parcela donde matamos al cerdo está prácticamente abandonada. Ahora la gente no necesita tener otro lugar para el recreo, les basta con una casa y con una huerta. A veces incluso con una pequeña huerta en el patio de la casa, para no tener que salir.
Hay muchas cosas que ya no se hacen como se hacían, y no porque estuviera mal hacerlas. Son todos viejos, no tienen fuerza para tanta fiesta. Los niños que vinieron han traído otros niños, pero en menor número. De aquellas matanzas nadie guarda un mal recuerdo, sino todo lo contrario. Todavía mis abuelos se cuentan cómo era matar a un cerdo, cómo gritaban, cómo se reunían todos alrededor y reían y se sentían felices de estar todos juntos, cómo sentían asco y placer. Ahora si te encuentras a mi tío con el sombrero de paja, no hace falta que le preguntes si viene de la pracela, porque siempre dirá que no. Se queda en su casa y pasea hasta la plaza. Dice que cuando su mujer vivía, las vecinas iban a verla, incluso ya enferma. Pero ahora, como está él solo, nadie se atreve a hacer una visita.