Alfredo Di Molli / Courtesy Mavis Gallant

Jumpa Lahiri conversa con Mavis Gallant
Traducción de Juanjo Estrella

En noviembre de 2005, tuve ocasión de conocer personalmente a Mavis Gallant. Fue durante un homenaje a su obra celebrado en el Symphony Space de Nueva York, en el que participé junto con Michael Ondaatje, Russell Banks y Edward Hirsch. Ella había llegado desde París, donde vive, para escuchar nuestros elogios, y para leer, después, una conferencia. Mavis se trasladó a París en 1950, a los veintiocho años, con la intención de dedicarse exclusivamente a la escritura de obras de ficción. Hasta ese momento había trabajado como periodista en Montreal, ciudad en la que nació el 11 de agosto de 1922. Su padre murió cuando ella tenía diez años, y se formó en un total de diecisiete instituciones educativas, desde conventos a internados, pasando por colegios públicos. Se casó a los veinte años, y se divorció cinco años después. En 1951, su cuento Madeleine’s Birthday [El cumpleaños de Madeleine] apareció en The New Yorker. Desde entonces ha publicado más de un centenar de relatos cortos en las páginas de esa revista. También se han editado más de diez libros de cuentos suyos, dos novelas, una obra de no-ficción y una pieza teatral. Es miembro extranjero honorario de la Academia Estadounidense de las Artes y las Letras, y entre sus numerosos galardones se cuentan el Rea Award de Relatos Breves y el premio Governor General, así como la Orden de Canadá, la más alta distinción civil de su país.
Cuando nos conocimos en el Symphony Space, Mavis era ya una escritora con la que sentía un vínculo muy íntimo, cuya obra llevaba más de un decenio leyendo y releyendo con asiduidad y devoción. Hasta entonces, nunca había conocido personalmente a ningún escritor que me hubiera inspirado tanto, y con quien me sintiera tan en deuda. Nos presentaron entre bastidores, me senté con ella y con los demás participantes en el acto, y finalmente me armé de valor y le pedí que me firmara un libro. Tras la charla se había organizado una cena, pero como nos sentaron en mesas distintas, no tuvimos ocasión de conversar.

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A sus ochenta y seis años, Mavis Gallant sigue siendo una mujer elegante. Los días en que nos vimos apareció vestida de modo impecable, con falda de lana, suéter, bufanda, medias y zapatos de tacón cuadrado. Un tres cuartos de lana negra la protegía del frío de París, y unos anillos preciosos, entre los que destacaba un ópalo, adornaban sus dedos. Su acento, suave pero muy correcto, a la manera inglesa, evocaba, a mis oídos, la forma de hablar del cine de los años cuarenta del pasado siglo, elegante y sofisticada. Su risa, menos formal, surge con frecuencia como un estallido de su respiración. El francés, lengua en la que se ha movido durante más de la mitad de su vida, salpica y acompaña ocasionalmente el inglés en que se expresa. Es una interlocutora ágil y llena de energía que cuenta historias tal como las escribe: rebosantes de dramatismo, plagadas de diálogos, dichas con gran viveza y llenas de ácidas observaciones.
Iniciamos esta conversación en Village Voice, una librería inglesa de París, situada en la Rue Princesse del barrio de Saint-Germaine-des-Près. La librería, profusamente iluminada y de estructura eminentemente práctica y alegre, cuenta con una escalera de caracol metálica a un lado, y sus dos plantas están atestadas de libros, que se alinean sobre estantes negros. Su dueña, Odile Hellier, conoce bien a Mavis, y nos brindó una cálida acogida. A pesar de que la osteoporosis que padece dificulta considerablemente sus movimientos, subió la escalera de caracol con paso firme, y sin ayuda. Ya en la planta superior, las dos nos sentamos junto a una ventana que daba a una calle estrecha y tenuemente iluminada, en sendas sillas dispuestas tras unos mostradores llenos de libros. Desde allí, la vista era la de un edificio en restauración, cubierto de andamios y plásticos opacos. Entre las dos habían dispuesto una mesa plegable, apenas lo bastante grande como para colocar en ella la grabadora y dos vasos de agua. El radiador de pared cercano ahuyentaba el frío. Mientras hablábamos, algún que otro cliente subió a hojear algún libro, pero el ambiente general de la librería se mantuvo tranquilo.

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Tras responder a las preguntas y firmar algunos ejemplares, varios de nosotros nos dirigimos a un restaurante vietnamita que quedaba unos números más abajo, en la misma calle. Durante la cena se sirvió vino, y la conversación no tardó en hacerse más fluida. En esa ocasión yo estaba sentada frente a Mavis, y aunque oficialmente la entrevista había concluido, seguí formulándole preguntas, sobre sus viajes, sobre ciertas escenas de sus relatos, sobre libros que las dos habíamos leído. Cuando nos separamos, prometimos volver a vernos algún día, en Le Dôme, el restaurante que frecuentaba Picasso, pero esa vez para almorzar.

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Jhumpa Lahiri
¿Era invierno cuando llegó a París?
Mavis Gallant
Llegué en Octubre. Me alojé en un hotel que me había recomendado un músico que conocía de Canadá. Estaba aquí mismo, al doblar la esquina. Sólo habían pasado cinco años desde el fin de la guerra, claro, y me instalé ahí. La habitación estaba toda forrada de terciopelo rojo. No demasiado limpia, pero yo sabía que debía vencer aquella sensación. Estaba en París, y yo sabía que París era sucia. Veamos, ¿qué fue lo que hice? Deshice el equipaje y me fui… ah, sí, me fui a dar un paseo. Yo venía de Inglaterra que, debo admitirlo, no me había gustado nada. Hablando de ilusiones rotas…
JL
¿Qué fue lo que no le gustó?
MG
No me gustó nada. Yo soy más inglesa que otra cosa. Mi padre era inglés. Mi madre, siendo canadiense, era inglesa, con algo de mezcla francesa también, creo. Y yo admiraba muchísimo a los escritores ingleses, pero la pintura francesa la admiraba más. Sí, eso es, fui a dar un paseo, y todavía era de día. En mi apartamento de Montreal yo tenía un gran plano de París, lo había clavado a la pared y lo estudiaba con detalle. Estudiaba las estaciones de metro, y esas cosas. Me las sabía mejor entonces que ahora, porque ahora ya no me muevo en metro. Salí del hotel, llegué al Sena y lo recorrí hasta el Ministerio de Defensa. Un marinero francés se acercó y me preguntó una dirección, en francés. Y yo supe dársela. Le dije: «Vous retravesez le pont, et vous verez le Station Métro», como si llevara toda la vida viviendo ahí. Me sentí muy orgullosa. Y entonces decidí irme a cenar a un restaurante que se llamaba Raffi. No me lo había recomendado nadie, lo había descubierto yo. Para entrar, había que subir unos peldaños. Me fijé en lo que la gente comía. Y i que la gente comía rábanos con mantequilla, y yo también los pedí. Fue la primera vez en mi vida que probé la mantequilla dulce, porque en Canadá sólo teníamos mantequilla salada. A la dulce la llamaban «mantequilla judía», la vendían en el barrio judío de Montreal. Yo no la había probado nunca. ¡Me pareció deliciosa! Y recuerdo que aquellos rábanos no sabían en absoluto como los nuestros, que en realidad se usaban sólo para decorar. Y el pan estaba buenísimo, así, sólo con un poco de aquella mantequilla dulce. También tomé una chuleta de cerdo.
JL
Lo recuerda.
MG
Sí que lo recuerdo. Y patatas fritas. Y diría que pedí tarta de manzana pero de eso ya no estoy tan segura. Me fijaba en lo que pedía la gente, de eso sí me acuerdo. Ahora Raffi es una barbacoa coreana. Si lo reconozco es sólo por esos peldaños de la entrada. Me he asomado alguna vez, pero nunca he entrado a comer, pero el esqueleto general del local sigue siendo bastante lo que era en octubre de 1950.
JL
¿Sintió alguna decepción cuando se instaló aquí?
MG
Yo no lo llamaría decepción. Decepción tuve mucha en Londres. No me gustaba la gente. Me parecía grosera. Tenían fama de ser educados, pero no lo eran. La verdad es que yo no lo entendía. Todavía vivían el racionamiento. Estaban resentidos. Creían que nosotros, al otro lado del Atlántico, teníamos de todo, estábamos mal acostumbrados; que no sabíamos qué era una guerra. Y me convertí en algo que en realidad no soy: en nacionalista. A mí el nacionalismo no me gusta, y pensaba, Dios mío, todos los canadienses enterrados en los cementerios de la Segunda Guerra Mundial fueron voluntarios. En Canadá no hubo alistamientos obligatorios durante la guerra. Hacia la mitad del conflicto, sí se realizaron alistamientos para trabajos administrativos, pero todos los que lucharon en ultramar fueron voluntarios. O sea, que había mucha gente enterrada en Francia, en Italia, en Libia, hombres caídos en Hong Kong, en Singapur. Sentía que debía defenderlos, porque eran de mi generación. Nunca discutía con nadie, pero no me gustaba. No les caíamos bien. A mí me consideraban americana. Yo no lo considero ningún insulto, y me negaba a contestar: «no, si yo soy una de esas dulces canadienses que caen bien a todo el mundo».
JL
Pero, ¿y París?
MG
Para mí era literario.
JL
¿Más que Inglaterra?
MG
Más que Londres. Había leído a un montón de escritores franceses. Había leído mucho a Colette, a François Mauriac. Yo había leído en francés toda mi vida, pero no lo prefería al inglés, y sigo sin preferirlo. Al menos, no como lengua de escritura. Bueno, hubo cosas a las que tuve que adaptarme. Yo había trabajado para un periódico, el Standard, de Montreal, y de pronto me encontré en una gran ciudad, sin salario fijo, sin familia. Me habían pasado los datos de algunas personas, pero no conocía a nadie. Entre yo y Francia, de algún modo, se interponían todos aquellos expatriados. Aquella fue una gran época para los expatriados. Cinco años después de la guerra, todo el mundo se moría de ganas de venir a Europa. Pero a mí lo que me gustaba en París, propiamente… ¿Cómo explicarlo? Montreal, en aquella época, era una ciudad muy cosmopolita, a causa de los emigrantes y los refugiados, cosa que a mí me gustaba, pero había apenas una buena librería inglesa, y en Quebec existía una opresión política que a mí me parecía que no iba a cambiar nunca. Yo ya había vivido en Nueva York, y no quería volver. Quería vivir en Europa. Aquí había una librería —muchas más, están cerrando a un ritmo frenético— en cada esquina. Y en cada esquina había algo que me agradaba. Nunca hice nada para conocer a ningún escritor. Mientras que, cuando volví de Nueva York, a los dieciocho años, Montreal me pareció pequeña, pero al vivir en ella y convertirme en periodista, empecé a conocer la ciudad, y vi que era muy compleja; franceses, ingleses, católicos, protestantes. Entre los dieciocho y los veintiocho, me desviví por conocer a todos los poetas, a todos los artistas plásticos, a todos los músicos, porque parecía necesitarlo. Pero una vez llegué aquí, no parecía necesitarlo. Estaba ahí. Asistía a conciertos, a la ópera, compraba las entradas más baratas, las de gallinero. Pero no sentía deseos de conocerlos, de conocer a los cantantes. Era el ambiente.
JL
Ya lo tenía.
MG
Sí, aquí lo tenía. De modo que vivía con la sensación de que París era como alguien que te dijera: «puedes llevar la casa, puedes caminar por ella, puedes abrir cajones y bajar libros de los estantes, pero nosotros somos distintos.
JL
¿Por «nosotros» se refiere a los franceses?
MG
Sí, pero era una casa en la que podías hacer todo lo que te apeteciera.
JL
¿Cuánto tiempo pasó desde que se instaló aquí hasta que empezó a escribir sobre ello?
MG
No llevo la cuenta, pero escribí un relato llamado The Other Paris (El otro París) [publicado en 1953], uno de mis primeros cuentos, y lo escribí aquel invierno en París. Me llevó mucho tiempo escribirlo. Dejé el hotel al cabo de un mes, porque me di cuenta de que me relacionaba con demasiados expatriados. Fui a la embajada canadiense, y allí tenían una carpeta con los datos de algunos franceses que querían alquilar habitaciones a extranjeros en sus pisos. Aquella era la Francia de las estrecheces, de la posguerra. Y querían —aunque no lo decían— querían a canadienses, a suizos, a suecos. A gente limpia y correcta. Y encontré una habitación que me pareció adecuada. El primer hombre con el que hablé me dijo: «Como esto es una habitación, es sólo para usted, nada de copains ni de copines». Porque la gente alquilaba una habitación y metía en ella a sus amigos. No me gustó aquel tono suyo, y probé con otro número de teléfono. Yo quería a una buena familia burguesa que tuviera raíces francesas, parisinas, para poder estudiarla. Suena como si me dedicara a coleccionar mariposas, y así era. Vivían en la Rue de Monceau, en la Orilla Derecha, una calle de lo más respetable, infinitamente respetable. A mis conocidos les horrorizaba. «¿Y piensas vivir ahí?» «Sí.» Era una pareja bastante joven. Tenían dos niños pequeños. Todos se encariñaron conmigo. Él era funcionario, y tenían algún título, pero pasaban estrecheces. Poseían muebles preciosos, antiguos, que habían heredado, y eran muy, muy de derechas, y yo, si quieres que te diga la verdad, mantenía la boca cerraba. No tenía la menor intención de discutir con ellos. Ellos estaban en su país, y yo mantuve el contacto con ellos hasta que murieron. Años y años.
JL
¿Durante cuánto tiempo vivió con ellos?
MG
En primavera me fui al sur a pasar tres meses, pero seguía hablando por teléfono con ellos, y me decían: «Aquí siempre tendremos una cama para ti». Alquilé algo en el sur de Francia, porque The New Yorker me pagó por un encargo.
JL
¿Estaba usted aquí cuando les vendió su primer relato?
MG
No, ya había vendido uno cuando estaba en Montreal. Informé a mí periódico con seis meses de… ¿cómo se dice?
JL
¿Antelación?
MG
Eso, antelación. Era gracioso, los hombres que trabajaban en el Standard eran simpáticos con las mujeres, un poco en ese plan bruto, hermano-hermana, ya sabes. Pero no les gustaba trabajar con mujeres. Uno de ellos me dijo: «¿Y te vas a ir? ¿Y qué vas a hacer? ¿De qué vas a vivir?» «De escribir —le respondí—. Voy a escribir.» Y él me preguntó: «¿A escribir qué?» «Relatos.» «Pero si eres como ese arquitecto que no ha diseñado nunca ni un garaje.» Aquella era su idea de lo que yo iba a hacer. Pero yo había escrito ya muchos cuentos que no había mostrado a nadie, y cogí uno, lo mecanografié y lo envié a The New Yorker. No se lo conté a nadie, no incluí ninguna nota. Anoté mi nombre y la dirección del mi periódico en la primera página. En el margen superior derecho. St. James Street West. Ese relato me lo devolvieron, pero acompañado de una carta, de una carta muy amable en la que me decían que no podían aceptarlo —más tarde me contaron por qu鬗, y en la que me preguntaban si tenía algún otro relato. Y sí, envié otro, y ese sí me lo aceptaron. Me pagaron seiscientos dólares, que era más dinero del que yo había tenido nunca en el banco. No me lo podía creer. Y cometí el error de enseñar la carta de aceptación a mis compañeros de trabajo. Fue un grave error.
JL
¿Por qué?
MG
Porque eran hombres.
JL
¿Y se molestaron?
MG
En un primer momento se mostraron estupefactos. Y después, empezaron a desear contar con la libertad con la que contaba yo para irme. Todos tenían hipotecas que pagar, y tres hijos. Y vivían en los barrios residenciales.
JL
Estaban atrapados.
MG
Atrapados, sí. Yo había preparado tres relatos para enviarlos a The New Yorker. Me habían rechazado uno y me habían aceptado otro. El tercero, que también me aceptaron, que fue el que envié desde París. Al principio escribía sobre extranjeros, porque no entendía a los franceses, o los observaba y me equivocaba en todo.

[pg. 115-116]
JL
Sus personajes parecen estar siempre comparando mentalmente dos modos de vida. Eso es algo con lo que yo también me he criado, porque mis padres eran de la India y me criaron en un lugar que les resultaba ajeno.
MG
¿Y no regresaron a vivir a su país?
JL
No, iban de visita, pero siguieron viviendo en América. De modo que yo crecí rodeada de gente que efectuaba, mentalmente, esas operaciones de cambio, que se dedicaba a las conversiones y las comparaciones.
MG
Yo no comparo.
JL
Pero, ¿y sus personajes?
MG
No lo sé. Depende.
JL
Muchos de ellos poseen una idea de París, por poner un ejemplo, y entonces vienen, y están aquí, y la ciudad no se corresponde con su imagen, con su ideal, y ellos se enfrentan a eso.
MG
Recuerdo que una de las personas a las que frecuenté durante aquel invierno de 1950-1951 era Mordecai Richler. Precisamente para evitarlo me trasladé a la Orilla Derecha. Era un poco tonto. Bastante más joven que yo. Lo había conocido en Montreal. La persona que me lo había presentado era hermano del actor Donald Sutherland. Da igual, el caso es que me dijo: «Como te vas a Europa, y Mordecai Richler también va, te lo presentaré. Pero es una persona difícil, te lo advierto.» Aquel invierno, todas las personas del mundo a las que conocía, prácticamente, parecían estar en París. Y aquello a él no le gustaba. No le gustaba nada. Entre otras cosas, porque él no hablaba francés. A pesar de ser de Montreal, no era capaz de decir siquiera «Pásame la sal». No sabía ni una palabra.
JL
Eso es siempre muy difícil. Afecta a todos los niveles.
MG
Bueno, sí, pero es una lengua que se puede aprender. Yo no he aprendido nunca finlandés, ni lo he intentado siquiera, no es una lengua de raíz indoeuropea, no sería capaz. Yo hablaba en inglés allí, pero no vivía allí. Alquilé un coche. Estaba de viaje. A mí aquello no me frustraba. Aquel era su país, aquella era su lengua. Pero a Mordecai le molestaba tener que hablar en francés. Decía: «Además, ¿qué se puede hacer en un país que es viejo, y está podrido y se cae a pedazos?» Esas eran sus palabras. Pero en aquel momento la ciudad rebosaba de escritores, de escritores franceses. Aquel fue, en realidad, el gran periodo del siglo XX. Colette seguía viva, toda aquella gente seguía viva, escribiendo, produciendo. Gide acababa de morir aquel mismo año. Y yo respiraba el aire, el mismo aire que aquella gente a la que tanto admiraba. Un día estaba en un café, leyendo. Y llegó Mordecai, y se sentó a mi lado, y me arrebató el libro que estaba leyendo. Era La casa en París, la gran novela de Elizabeth Bowen.
JL
Que yo acabo de leer.
MG
Es maravillosa. Y él se puso a leer un pasaje en voz alta, en tono burlón. Un tono inglés, burlón, que no le salía muy bien. Y entonces me dijo: «¿Sabes? Si sigues leyendo estas mierdas, nunca vas a llegar a ninguna parte.» Yo le quité el libro.