Jill Krementz. Random House

Jumpa Lahiri conversa con Mavis Gallant
Traducción de Juanjo Estrella

[pgs. 119-121]
JL
¿Ha escrito usted un diario desde la infancia?
MG
Ya no lo escribo, sólo de vez en cuando.
JL
¿Cuándo empezó a escribirlo?
MG
Tenía uno cuando todavía vivía en Canadá, pero lo destruí al irme. Me iba a una nueva vida.
JL
O sea, que quería destruir las pruebas. ¿Lo empezó siendo niña? ¿Adolescente?
MG
Lo empecé de adolescente. Escribía esporádicamente. Debía andar con mucho cuidado, viviendo, como vivía, con mi madre, que me revisaba mis cosas como un topo.
JL
¿Pero siempre escribía en él con sinceridad?
MG
A los catorce años escribí un poema titulado «Por qué soy socialista». Empezaba diciendo: «¿Me lo preguntáis?» Y, por supuesto, nadie me había preguntado jamás si sabía siquiera qué era el socialismo. Había caído en mis manos una Nueva Antología de la Poesía Moderna, publicada en 1938. Yo tenía quince años, y estábamos en plena Depresión. Admiraba profundamente la poesía de izquierdas. Me gustaba su ritmo de marcha. Estaban Auden y compañía. Y estaba Ezra Pound, o sea que no todos eran de izquierdas. Yo me leía aquellas cosas una y otra vez, me las sabía de memoria. Muriel Rukeyser y todo aquel grupo. Todos ellos me inspiraron «Por qué soy socialista». Era un mundo mejor. Y mi madre me lo descubrió. Quería saber con quién me relacionaba. En aquella época, a las madres les interesaba mucho preservar la pureza sexual de sus hijas.
JL
A algunas madres de hoy les sigue interesando.
MG
Por el asunto del mercado matrimonial. Me volvía loca. Leía todo lo que escribía. Yo nunca lograba guardarme nada para mí.
JL
De modo que destruyó su diario cuando abandonó Canadá.
MG
En Montreal vivía en un edificio en el que podía quemarse la basura. La gente echaba cosas por un hueco, y ahí abajo había siempre un fuego ardiendo lentamente. No entiendo cómo no nos asfixiábamos todos.
JL
Usted ha publicado parte de su diario. Yo también escribo un diario, pero nunca ha visto la luz del día. A mí me cuesta imaginar que una parte de mi diario pueda ser publicada. ¿Cómo se siente usted al respecto?
MG
No siento… nada. Son partes auténticas. Suenan distintas, porque ahí es donde estoy cuando escribo.
JL
Generalmente una escribe un diario con una sensibilidad distinta. No piensa en que nadie va a leerlo.
MG
Pero a mí me parece que algunas cosas son interesantes de leer.
JL
Usted publicó parte de su diario en 1988, en la revista literaria Anteus, y yo me tropecé con él. El 25 de abril de 1987, usted escribía: «Me alegro de no tener que vivir en un pueblo.»
MG
Lo odiaría.
JL
Aquello me impresionó.
MG
Recuerdo haber ido a un pueblo espantoso, a las afueras de París. Son lugares muy feos. Hay una calle, y todo es de un gris buque de guerra. Un color horroroso. Pero esa es la Ile de France, claro. Entras a comprar un periódico y todos dejan de hablar para observarte. A mí me encantan las ciudades.
JL
A mí también. Pero yo no me crié en ninguna ciudad. Me crié en algo muy parecido a un pueblo. De adulta resulta difícil, porque sólo me crié ahí, y todos mis recuerdos de infancia están relacionados con un lugar por el que albergo sentimientos contradictorios. Hasta que llegué a una ciudad, en mi caso, a Nueva York, no sentí que era capaz de respirar con normalidad, que las cosas eran normales, a pesar de ser un lugar que no conocía en absoluto. Hasta ese momento, sentía como si estuviera aguantando la respiración.
MG
De lo que me he dado cuenta es de que rehaces mucho las casas y los lugares en los que has vivido de joven. Creo que fue James Thurber el que escribió un ensayo muy divertido titulado Mind’s Eye Trouble [El problema del ojo de la mente], porque inconscientemente tomamos una casa en la que hemos vivido de niños y la rehacemos mentalmente, y están todos esos personajes, pero no es en absoluto el lugar en el que viviste. Podría estar en otra ciudad. ¿Se ha dado cuenta de eso?
JL
Yo no he vivido en muchas casas, pero las casas en las que he vivido las recuerdo bastante bien.
MG
Para mí, el río Chateauguay, que está a las afueras de Montreal, lo ha sido todo. Incluso el Nilo.

[pgs. 122-123]
JL
¿Le parece que es más difícil ser extranjero en Francia hoy en día?
MG
No sabría decirle. Por lo general no me toman por extranjera.
JL
Pero, ¿según sus observaciones?
MG
Extranjera en Estados Unidos no me gustaría ser, eso se lo aseguro.
JL
¿Ni siquiera ahora?
MG
No.
JL
Pues a mí me parece que ahora es algo más fácil ser extranjero allí. Para algunos grupos es más difícil, pero, en su mayoría, América se ha acostumbrado más a la idea de poblaciones extranjeras que se instalan en su territorio y se hacen un hueco en su cultura. Cuando yo era niña, la mayoría de personas no tenían una idea clara de la India. Pero ahora, hay una idea algo más informada de la India, y también de otras partes del mundo. Y, en general, se hace un mayor esfuerzo por incorporar a esas poblaciones. Obama es un símbolo obvio de ello.
MG
Todos estamos locos por Obama.
JL
¿Pero las actitudes hacia las poblaciones extranjeras en Francia han cambiado, se han intensificado? Estuve en Italia el verano pasado, y los italianos parecen estar en conflicto con lo que le está sucediendo a la identidad de su país. Parece existir un temor real de que su cultura se difumine, pierda brillo.
MG
En Francia va a haber muchísima gente nacida en el extranjero que va a poder mantener la cultura. Que está en decadencia, dicho sea de paso. Y no lo está a causa de los extranjeros. Lo está porque el sistema escolar francés está en decadencia. Oigo el francés que se habla a mi alrededor y digo «¡No!» El vocabulario se está empobreciendo. A los extranjeros en Canadá los dejaban en paz. Vivían ahí, trabajaban, pagaban impuestos, y nada más. Yo pasé un año en Toronto como escritora residente.
JL
¿Cuándo fue eso?
MG
En los años 1983-84.
JL
¿Y le gustó la experiencia?
MG
No la repetiría nunca. Creo que es una causa perdida. Estoy en contra. No puede enseñarse a escribir.

[pgs. 132-133]
JL
¿Lleva la cuenta de cuántos relatos ha escrito?
MG
En The New Yorker han aparecido más de cien. Siempre he tenido unos archivos muy desordenados. ¿Cuándo fue que descubrimos que contenían un montón de relatos? Ah, sí, cuando estábamos preparando lo que yo llamo El Gran Libro [Las Collected Stories, agrupadas bajo el nombre de Selected Stories en Gran Bretaña y Canadá]. Estaban las más de cien de The New Yorker, y después las que se habían publicado en otros sitios. Al principio no me publicaban todo lo que enviaba, y aparecía en otras revistas, como Glamour y Esquire. No había muchas salidas para la ficción.
JL
Ahora hay menos aun.
MG
No entiendo que formen a los alumnos para escribir relatos breves cuando hay tan pocas publicaciones que se dediquen a editarlos.
JL
Creo que es más fácil dar respuesta a los relatos breves. A mí me parece que es más fácil decirle a un alumno qué funciona y qué no en un relato de diez páginas que en un texto de doscientas cincuenta. Cuando yo empecé a escribir, mis esfuerzos eran de dos o cuatro páginas. No escribía más, porque quería asegurarme de que aquellas dos o cuatro páginas estuvieran bien. He avanzado gradualmente hacia mayores extensiones.
MG
Yo no estoy de acuerdo con las clases de escritura para alumnos sin talento.
JL
Yo no sé si habría empezado a escribir de no haber asistido a un curso de escritura en el que alguien me alentara a escribir.
MG
Alentar es distinto. Pero, ¿enseñarles? ¿Cómo se hace eso? Y tu maestro es sólo una persona. Puede haber otras diez que lean tu obra de diez modos distintos. Yo, en Toronto, tuve a una alumna con talento, y le hice jurar que no se matricularía en ningún otro curso de escritura cuando yo regresara a París. «Sobre todo —le dije—, no asistas a ninguna de esas clases de escritura en las que otros alumnos critican tu trabajo, porque sólo van a buscar cosas que criticar. Tú lee, lee y sigue a tu manera.» No lo llaman clases, lo llaman…
JL
Talleres.
MG
Eso.

[pgs. 134-136]
JL
Usted creció con dos realidades diferenciadas, conocedora de dos lenguas, dos estilos de vida, dos conjuntos de actitudes. Eso me recuerda a mi propia infancia. Yo, al criarme en esa doble vida, sentía mucha angustia. ¿La sentía usted también?
MG
No. Yo hablaba inglés en casa, y francés cuando iba a algún colegio francés.
JL
Y lo aceptaba.
MG
Yo lo aceptaba casi todo sin más. No recuerdo que nada fuera demasiado difícil, salvo que mi padre muriera y mi madre volviera a casarse y me abandonara. Me parecía muy difícil estar en este mundo sin un padre. No tenía a nadie en quien apoyarme. Mi único deseo era crecer y marcharme.
JL
¿Le parecía que contaba con cierta ventaja, por el hecho de hablar dos lenguas?
MG
Recuerdo que pasábamos los veranos en una casa, en un pueblo llamado Chateauguay, a las afueras de Montreal. Yo jugaba con niños franco-canadienses en la granja en la que comprábamos huevos y pollos. Se apellidaban Dansereau. También tenía amigos que hablaban en inglés, pero no podía mezclarlos. Recuerdo que mi mejor amiga se llamaba Dottie Hill. Era tan rubia que parecía albina. Ojos azules, pestañas casi blancas, pelo lacio. Recuerdo que un hermano y una hermana de la granja vinieron, miraron por entre las enredaderas de la galería, y yo les dije: «Entrad». Pero ellos no quisieron, porque estábamos hablando en inglés. Y Dottie, muy prudente, me preguntó: «¿Juegas con ellos?» Y yo le respondí que sí.
JL
Eso me parece admirable. Cuando yo era niña, quería que las cosas fueran sólo de una manera. No valoraba el hecho de conocer una segunda lengua. Quería ocultar las cosas que me marcaban como distinta.
MG
Para mí era comme ça. Había cosas que no quería hacer. No quería tocar el piano, no sé porqué. En mi familia todo el mundo tocaba algún instrumento. Mi padre, de joven, tocaba el violonchelo. Se lo había traído desde Inglaterra. Lo guardaba detrás del sofá, chez nous. La funda asomaba, puesta de lado.
JL
¿Y lo seguía tocando?
MG
De cuando yo empiezo a tener recuerdos, no, pero al parecer, sí practicaba. Mi madre tocaba el violín, y mi abuela, el piano. Tocaban los tres juntos. Cuando mi madre estaba de buen humor y quería divertirme, le hacía hablar.
JL
¿Al violín?
MG
Yo le preguntaba: «¿Qué dice?» Y ella me respondía: «Dice que es hora de que Mavis se vaya a dormir.» «¡No, no dice eso!» Eso era cuando estaba de buen humor.
JL
Se negaba usted a tocar el piano, pero le encanta la música.
MG
Me encanta la música. Ha formado parte de mi vida. Cuando escucho algo en la radio que ya está empezado, voy siempre un paso por delante. Sé las notas que siguen, conozco las pausas. Pero, simplemente, no quise estudiar piano, y no sé porqué. Fui siempre muy testaruda al respecto, me sentaba y me echaba a llorar. Me casé con un músico, y él también quiso enseñarme a tocar el piano, pero apenas me decía: «Esto es en do menor», yo le decía: «Por favor, no lo hagas.» Para mí era un engorro. No era eso lo que quería aprender.

[pgs. 137-141]
JL
En una entrevista televisiva que en 2005 le hizo el periodista canadiense Stéphan Bureau, usted le dijo: «Nadie se convierte en nada.» Se refería a la cuestión de los orígenes.
MG
Yo no soy patriótica. Y menos aún nacionalista. No podemos convertirnos en algo. Yo podría haber conseguido el pasaporte estadounidense. Y también el británico.
JL
Yo tengo la sensación de que, en mi vida, siempre estoy convirtiéndome en algo, porque nunca sentí que fuera nada de entrada. Nací en Londres, y cuando mis padres se trasladaron a Estados Unidos lo hicieron con permiso de residencia, y yo estaba incluida en el pasaporte indio de mi madre.
MG
¿Cuántos años tenía cuando se trasladaron?
JL
Tenía dos años cuando salimos de Londres. Mi pasaporte indio siempre me molestó, de niña, porque yo no había nacido allí. Luego llegó la hora de ir a la universidad, y por razones de tipo práctico, por las ventajas de ser ciudadana y no residente extranjera, me nacionalicé, y obtuve el pasaporte americano. Más tarde empezó a preocuparme no tener un pasaporte británico, a pesar de haber nacido en Londres. De modo que lo solicité casi con treinta años, y al poco tiempo recibí aquel librillo de color marrón oscuro con el león y el unicornio estampados en la cubierta.
MG
¿Cuál de ellos utiliza cuando tiene que cruzar fronteras?
JL
Depende de a qué país viaje. Cuando vengo a Europa siempre lo hago con el pasaporte británico, ya que Gran Bretaña forma parte de la Unión Europea.
MG
En otras palabras, que los pasaportes ya no significan nada para usted.
JL
No, los míos nunca han significado nada. Pero para algunas personas sí, y puedo entenderlo. Recuerdo que, cuando mi madre se convirtió en ciudadana estadounidense, para ella fue una experiencia traumática.
MG
¿No mantuvo la doble nacionalidad?
JL
No.
MG
En Canadá permiten mantener la doble nacionalidad.
JL
América está llena de personas que sienten que se están convirtiendo en algo. Como es un país relativamente joven, se da el proceso de convertirse en americano. Existe esa posibilidad. No sé si sucede lo mismo en otros países. Cuando yo era niña en Estados Unidos, nunca me sentía americana, porque sentía que no me saldría con la mía si decía que era americana. La gente lo cuestionaría, a causa de mi nombre, de mi aspecto, y hay quien todavía lo hace. He tardado cuarenta años en sentir que puedo decir que lo soy, y ahora me siento más americana que antes, pero es algo que todavía está ahí.
MG
¿Está usted casada con un estadounidense?
JL
Con un ciudadano estadounidense, sí. Mi marido se crió en varios países.
MG
Yo nunca sentí que me hiciera falta otro pasaporte. Con el canadiense se puede ir a todas partes.
JL
Vive usted aquí desde hace muchos. ¿Cómo la ven los franceses? ¿Le importa cómo la vean?
MG
Canadiense. Cuando me preguntan, les digo «Je suis Canadienne». Es lo que soy, y es sólo un hecho de la vida. Podría haberse dado otro hecho, podría haber sido otra cosa. Forma parte del reparto, de las cartas que me dieron cuando nací. Y uno no piensa más en ello. Es así, y ya está.
JL
Pues para mí nunca fue así, un caso cerrado. Todavía hoy, a veces, me gustaría poder decir que soy de un sitio. Que soy «X». Siempre tengo que decir que soy «XYZ».
MG
Yo no tengo el menor deseo de tener el pasaporte francés. No soy francesa. No soy británica. Tendría que haber renunciado al lugar en el que nací, y no quise.
JL
A veces me pregunto qué habría sucedido si mis padres no hubieran abandonado la India, o si nunca se hubieran ido de Londres. Creo que es posible que no hubiera llegado a ser escritora. ¿Piensa usted alguna vez en qué habría sucedido si no hubiera venido a París?
MG
En Canadá no me habría quedado. El gobierno de Quebec, en aquella época, era muy de derechas, y vivía bajo la bota de una Iglesia Católica muy represiva. Ya le he hablado de la Ley Padlock*, ¿no? Mientras yo vivía allí, y trabajaba para el Standard, se aprobó una ley por la que, si alguien estaba en posesión de literatura de izquierdas, incluso si se trataba de correspondencia privada, la policía podía entrar en su casa, sin necesidad de contar siquiera con autorización judicial. Y podían sacarte de casa y cerrar la puerta con un candado. Yo no lograba que los anglo-canadienses se preocuparan, porque era algo que rara vez les sucedía a ellos. Nadie podía entrar en casa de un anglo-canadiense a menos que fuera pobre, o que fuera de izquierdas y judío. La mayoría de franco-canadienses creía que si eras de izquierdas era que te pasaba algo malo. Yo cubrí varias huelgas en calidad de periodista. Y tenía unas ideas muy marcadas sobre la cuestión. Y pensaba: «No puedo seguir viviendo aquí. Acabaré sin alma, protestando sola, o callándome.» De modo que no me habría quedado. Pero me pareció algo natural. Llevaba desde los catorce o quince años pensando en vivir en Francia. Era por las películas, por las películas de la preguerra, y por los libros.
JL
¿La idea de venir a Francia?
MG
La vie en France. No habría sido feliz si no lo hubiera intentado. Debía intentarlo, y debía hacerlo antes de cumplir los treinta. No quería volver a casarme. Viajaba casi siempre sola. Y me gustaba. Cuando eres joven, es muy fácil conocer a gente. Te plantas en una esquina y tienes que librarte de la gente con un bate de béisbol.

[pgs. 141-143]
JL
Estoy de acuerdo con John Updike cuando dice que usted escribe bien sobre los hombres. Admiro a Richard Yates, pero cuando leí Vía Revolucionaria pensé: «esto sólo podría haberlo escrito un hombre». ¿Piensa alguna vez lo mismo cuando lee algo?
MG
Sí, claro. Lo que ocurre es que los hombres no saben cómo hablan las mujeres cuando están solas, lo mismo que nosotras no sabemos en realidad cómo hablan los hombres cuando están entre ellos. Sólo te queda intuirlo a partir de algo que al hombre se le escapa. Y entonces piensas: «Vaya, o sea que ellos también se cuentan chismes».
JL
La gente me formula con frecuencia una pregunta que me parece ridícula. Me pregunta que por qué el personaje principal de mi novela es hombre. Creen que he sido muy radical en eso. Y a mí me apetece responderles: «¿Es que no habéis leído a Mavis Gallant?» Muchos de sus relatos están escritos desde el punto de vista de un hombre. O, «¿Habéis leído a Chejov, la mitad de cuyas historias están escritas desde el punto de vista de una mujer?»
MG
Por no hablar de Flaubert.
JL
La gente parece no conocer el contexto de la historia de la literatura, y de lo que los escritores han hecho siempre.
MG
Pero hay que andar con cuidado. Yo, cuando no estaba segura de si lo que había escrito sobre un hombre estaba bien, se lo mostraba a un hombre, pero nunca a un intelectual.
JL
¿Y alguna vez le dijeron algo?
MG
Una vez. Tenía un amigo científico, y le pedí que leyera algo. Era alguien que no quería ser escritor. Yo había terminado un cuento que se llamaba Potter [Alfarero], y quería estar absolutametne segura de que no iba a meter la pata, porque el tema que trataba era delicado. El protagonista no sólo era hombre, sino que era de otra nacionalidad.
JL
¿Polaco?
MG
Polaco, sí. Y estaba ambientada en la época del Muro. Yo me sentía muy cercana a la gente de la diáspora polaca que vivía en París, a los intelectuales que habían huido del comunismo, de modo que sabía lo que pensaban, pero, ¿cómo expresar sus pensamientos? Por eso se lo di a leer a aquel hombre, que era alemán. Y le dije: «Si hay algo que, en tu opinión, un hombre no haría o diría, dímelo.» Y me dijo algo, sí. El personaje se echaba a llorar en la calle, y él me dijo: «Yo no he visto nunca a un hombre hacer eso.»
JL
¿Y qué hizo? ¿Lo eliminó?
MG
Lo eliminé. Lo recorté con unas tijeras y lo pegué con celo. Era sólo una frase. Pensé. No puedo jugármela con esto. Y entonces no sabe qué me pasó. Estaba en una estafeta, aquí, en París, y había un hombre que estaba recogiendo una carta de su apartado de correos. Me acerqué, porque había un mostrador que se usaba para pegar los sellos, y me puse a pegar en unas cartas los sellos que acababa de comprar. Y él estaba a mi lado, y de pronto, del sobre que sostenía se le cayó la fotografía de una mujer muy joven con un bebé en brazos, y se echó a llorar, y no le importó que yo estuviera ahí, que nadie estuviera ahí. Y yo pensé: «este hombre está buscando trabajo en Francia.» No sé de dónde le salían. Se le saltaban las lágrimas, y yo pensé: «tal vez no debería haberlo suprimido». Por otra parte, muchos hombres, al leerlo, tal vez se hubieran preguntado: «¿Qué clase de persona es esa?» Hay muy poca gente que llore en la calle. Yo, de hecho, no lo había visto nunca pero podía imaginarlo. En Potter, el protagonista ve algo que le recuerda a ella en la calle, unas naranjas con la palabra «Venecia» escritas en unas etiquetas. Mi intención no era que se quedara ahí plantado, lloriqueando. Sólo que se le humedecieran los ojos. He visto a muchos hombres secarse las lágrimas en funerales.
JL
Yo, en una ocasión, le mostré una historia mía a mi marido. Creo que todavía no estábamos casados. Había escrito un relato desde el punto de vista de un hombre, y no estaba del todo segura. Y me dijo algo. La historia es de un marido y una mujer, contada desde el punto de vista del marido. En un momento dado, el marido le mira el zapato a la mujer. Y mi marido me dijo: «No le miraría el zapato con tanto detalle.»
MG
No estoy de acuerdo.
JL
Me dijo que había algo demasiado técnico en la descripción del zapato, algo que un hombre no sabría. Que lo percibiría en otros términos.