
[dropcap]S[/dropcap]ólo en una ocasión David Foster Wallace impartió una conferencia sobre su visión de la vida: se trató de la alocución a unos alumnos graduados en Humanidades que se preparaban para abrirse camino en un mundo que preferiría que no se molestaran en pensar por sí mismos. Al parecer los jóvenes que piensan no son ya peligrosos, sino meramente un fastidio. El discurso, que produjo una conmoción tras el suicidio del escritor, se titula «Esto es agua». Comienza con dos alevines que pasan nadando frente a un pez viejo y sabio, el cual los saluda inclinando la cabeza y dice: «Buenos días, chicos. ¿Cómo está el agua?». Un alevín mira al otro y pregunta: «¿Qué diablos es el agua?». Foster Wallace conmina a los alumnos a que piensen en los peces y el agua.
Reflexionar sobre el agua inevitablemente remite primero a la idea de la fuente, y a la de la creación. No a los inventos, como los robots, sino a la creación. El agua es vida, podría haber contestado el viejo pez a los alevines, y la respuesta habría sido un puro mediterráneo, pero esa es justo la cuestión para Foster Wallace: «El hecho es que en las trincheras donde tiene lugar la lucha diaria de la existencia adulta –señala–, las perogrulladas pueden tener una importancia vital».
El agua es la fons et origo, que precede a toda forma. Lo que los griegos llamaban arjé, que signifca «fuente» o «principio», el elemento que compone todas las cosas, que determina el ser propio de cada ente. El presocrático Tales de Mileto fue el primero en concebir la idea, lo que implica que antes de que entendiéramos de química, ya sabíamos que el agua era esencial. De hecho, sabemos más sobre el espacio que sobre las honduras del océano, y es menos peligroso explorar el espacio que las presiones abrumadoras de la profundidad. La naturaleza enigmática del abismo, tan fértil para los poetas y los lósofos, es aún insondable para la ciencia.
Aristóteles puntualiza este concepto de arjé en la Metafísica: «Y así creen que nada nace ni perece verdaderamente, puesto que esta naturaleza primera subsiste siempre». El agua nos remite a la muerte y al renacimiento, a la purificación, al eterno retorno, el ciclo. Y Plutarco, en su Moralia escribe que «todas las cosas tienen su origen en el agua, y en el agua se resuelven todas las cosas. Que todo germen fecundo de los animales es un principio, y que éste es húmedo; por lo que es probable que todas las cosas se originen de la humedad». Su segundo argumento es que las plantas se nutren de agua y cuando se las priva de ella, se marchitan. Los seres humanos se componen de casi noventa por ciento de agua al nacer, un adulto normal se compone de sesenta por ciento, pero esa proporción se reduce más o menos al cincuenta por ciento en la vejez. A medida que la muerte se cierne sobre nosotros, literalmente comenzamos a desecarnos. El tercer argumento de Tales, según Plutarco, es que «el fuego del que están hechos el sol y las estrellas se nutre de las exhalaciones del agua; sí, y el mundo mismo». Hace sólo un decenio, los científicos determinaron que cuando nacen el sol y otras estrellas en el universo se precisa de la presencia de agua interestelar para evitar sobrecalentamientos. Nuestro sol desprende vapor de agua supercaliente para equilibrar su temperatura. Han transcurrido dos mil quinientos años para que la ciencia se ponga al día con esta razonada conciencia filosfica del agua.
La mayoría de los mitos de la creación tienen en su centro la magia del agua. En el Tanaj, en el Génesis, se nos recuerda que en el segundo día Dios separó las aguas abajo de las aguas arriba y llamó cielo a la bóveda. Es el único de los seis días que Dios no afirmó «y que era bueno», porque las aguas no podían dejar de llorar a causa de su separación y, al ver sus lágrimas, Él también se entristeció. Pensar en la fuente nos remite inevitablemente a pensar en el destino, o terminus. ¿Agua, adónde vas? El agua coreografía el comportamiento de la miríada de moléculas biológicas en nuestras células, «es un sueño que no se consuma, que sin cesar transforma la sustancia del ser», escribe Bachelard en El agua y los sueños. Orgánicamente la lengua tiene su caudal, su agua en las consonantes. Esta liquidez ofrece un estímulo psíquico singular, una excitación que atrae las imágenes del agua.
Hegel sabía que «cada viaje es un regreso a casa», escribe Steiner en Gramáticas de la creación. Odiseo lo supo también. Y el Ismael de Melville y el viejo marino de Coleridge. Los seres humanos han dado forma a la sintaxis hipotética del «si» como una forma de llevar a la ficción la posibilidad o la esperanza ante el hecho escandaloso e inexorable de nuestro destino individual. De nuestra desecación. La sintaxis crea estructuras que nos permitan serpentear y sobrevivir mientras circundamos en espiral hacia el abismo insondable. De las palabras a las oraciones, a la historia, como una red nerviosa, como el diseño de un copo de nieve. Un cristal de agua, como la imaginación, forma imágenes de lo invisible, es una facultad que entona la realidad, la geometría natural, ofrece un atisbo al diseño primordial de nuestra conciencia, la pauta que está en nuestro cerebro, agua en un setenta y cinco por ciento. Son los mitos, la poesía que surca la ola de la vida de una generación a otra, que siguen su curso como un río, como la sangre, cincuenta y cinco por ciento plasma, que es noventa y cinco por ciento agua, tallan el paisaje primordial, la fuente invisible de nuestros sueños. Como el agua que anega los espacios interiores y exteriores de la imaginación. Como transmisor de metáforas el agua es un espejo mudable, escribió Ivan Illich. La niebla, como el aliento, descubre una huella digital oculta en la ventana, la forma de un copo de nieve da cuenta del espacio, el tiempo y los elementos de su despertar. Otro Wallace, el poeta Stevens, en su «El hombre de nieve» escribe: «Hay que tener un ánimo de invierno / para considerar la escharcha y las ramas… Y, en sí mismo nada, contempla / la nada que no está allí y la nada que está». El agua es una sustancia extraña que desafía las leyes habituales de la química. Es como un caos hasta que una historia creativa viene a ordenarla e interpretarla en la trémula ambigüedad de la vida: se congela, se derrama, refleja, corre estruendosa, canta, mata. En 2004 finalmente expresó la tensión de la corteza terrestre latentemente acumulada durante cientos de años y desató un tsunami en el océano índico que mató a cientos de miles de personas en Indonesia. Y de nuevo, en Japón, en 2011.
Dado que no hay dos sin tres, mencionemos a otro Wallace, que no sólo piensa en el agua, sino que actúa. El doctor Wallace J. Nichols es un biólogo marino que encabeza una nueva rama de la investigación cientfica denominada neuroconservación, la cual describe cómo el cerebro reacciona al agua, la ciencia dura y la química tras el estado contemplativo que provoca la proximidad del agua en los seres humanos. Ciento sesenta y cinco años después de que el Ismael de Melville afirmara que «cada vez que en mi alma hay un noviembre húmedo y lloviznoso… entiendo que es más que hora de hacerme a la mar tan pronto como pueda. Es mi sustitutivo de la pistola y la bala». Josep Pla también describió el estado de ensoñación ante el mar: «Para ver el mar es muy útil desdoblarse. La sorda resonancia que llevamos dentro –resonancia que en momentos de agitación emocional crea como un estado de confusión en la mente– no deja ver nada… Sin embargo, si uno consigue abstraerse de la obsesión interna y del estorbo exterior, el mar se convierte en un encantamiento, una insidiosa penetración lenta que deshace los sentidos en una delicuescente vaguedad». Nuestros cerebros reaccionan y cambian químicamente cuando nos encontramos cerca del agua, los niveles de dopamina, serotonina y oxitocina aumentan, mientras que el inductor del mal humor, el cortisol, se reduce. Nuestro cerebro reacciona de la misma manera cuando nos reunimos con alguien querido, tras una separación. Incluso el sonido del agua causa una reacción química en el cerebro. Para conocer hay que reconocer.
«Desaparecer en el agua profunda o desaparecer en un horizonte lejano, asociarse a la profundidad o a la infinitud; tal es el destino de las aguas», escribe de nuevo Bachelard. Si todos los viajes son un regreso a casa, entonces, ¿es posible que el agua creara a los seres humanos como modo de transportarse a sí misma? ¿Somos sus recipientes húmedos, como esporas? Y si nuestro cerebro reacciona al sonido, a la vista del agua, ¿se debe a que en un nivel molecular ésta se reconoce a sí misma? Al igual que un bosque está contenido en una sola bellota, la totalidad de los planetas, las estrellas y las galaxias están contenidas en una sola gota de agua. El agua en nuestro planeta pasó veinte millones de años en el vacío del espacio tras haber sido arrojada por nuestro sol como nubes de polvo y hielo, sólo para pasar otros casi cinco mil millones de años transformando la tierra. El cerebro prefiere el color azul. El ojo puede ahora mirar por un microscopio, por un telescopio, y encontrar el infinito.
El hombre es el único ser capaz de utilizar «si» para cuestionar la realidad, con la esperanza de sobrevivir. El lenguaje de las aguas es una realidad poética directa, no sólo metafórica, pues hay una continuidad entre la palabra del agua y la palabra humana. El ideograma chino para el orden político se compone de los caracteres «río» y «dique», lo cual implica que quien controla el agua controla la sociedad. Dada la amplia destrucción del medio ambiente natural por la incapacidad humana de controlarnos a nosotros mismos, incluso a sabiendas de lo que estamos perpetrando contra nuestros lagos, ríos, mares y océanos, la única cuestión filosófica seria, como es bien sabido que afirmó Camus, es la del suicidio. ¿Por qué no podemos impedir nuestra propia destrucción? Podrá tratarse de una perogrullada, pero también se trata de percatarnos simplemente de algo tan real que está oculto a la vista de todos. «No puedo sentarme cerca de un río sin volver a encontrarme con mi dicha», afirma Bachelard. «El agua anónima sabe todos mis secretos. El mismo recuerdo surge de todas las Fuentes.»
Esto es agua. Y nunca nos sumergimos en el mismo texto dos veces.