San Francisco (California)

Un caballero medieval cruza la entrada de la estación de buses Greyhound en el centro de San Francisco y se acerca a un teléfono público. Lo sigue un perro Schnauzer cubierto con una especie de chaleco impermeable. Por un momento aquel hombre de cabellera roja y gruesos bigotes es el punto donde se cruzan todas las miradas. Mientras habla los pasajeros que aguardan por un bus estudian sus botas altas de cuero con lazos en los costados, su larga melena, la bolsa de recaudador de impuestos del medioevo que cuelga de su cintura. Si no tuviera un reproductor de cd en la mano podría ser un habitante del bosque de Sherwood. El caballero se queda sin monedas y maldice. Saco un cuarto de dólar del bolsillo y lo dejo brillar en mi mano. El ofrecimiento da pie para una conversación rápida donde me revela su secreto:

—Hace tres meses estoy viajando. Vine aquí por negocios. Soy de Portland. ¿Ha estado en Oregon? Sus bosques son increíbles.

He visto fotos de esos bosques del oeste de los Estados Unidos. Son densos, altos, oscuros, perfectos para que se resguarde este hombre que tiene una cruz escandinava tatuada en el mentón. Me pregunto qué asuntos vendría a atender en la ciudad vestido como una persona de hace cinco siglos.

—¿Sabía que en las Blue Mountains vive una gigantesca colonia de hongos de la miel? Algunos dicen que es el organismo más grande del mundo. Mide más de dos mil acres.

La cifra no me cabe en la cabeza, debe ser cerca de nueve kilómetros cuadrados pero la verdad es que me interesa más su ropa que el monstruoso organismo. Él lo sabe.

—Yo mismo la fabrico —dice sin modestia y a continuación despliega su largo sobretodo color pelo de camello que hace las veces de capa. Veo una medalla pegada a la bolsa de cuero que cuelga de su cinturón. Es San Cristóbal, patrón de los viajeros, me explica. También cosió el chaleco de su perro, que en realidad es una perra. Se llama Miss Montana.

El caballero medieval se niega a dar su nombre. Tiene cuarenta y tres años y montó en Greyhound por primera vez a los cinco en compañía de su padre. Como muchos norteamericanos de su generación, su papá conoció el esplendor de los viajes por carretera durante los años cincuenta, cuando la empresa tenía seis mil dos cientos buses para recorrer el país. En aquella década causaba furor el Scenic Cruiser, un modelo con claraboyas en el techo para ver las estrellas. Los buses ofrecían almohadas gratis, tenían servicio de camarera y a cada pasajero se le entregaba un ejemplar de la Highway Traveler, una revista con una tirada de quinientas mil unidades. Ahora, cada vez que el caballero medieval viaja en Greyhound comparte puesto con personas que no pueden pagar un automóvil, seres de segunda clase en un país donde el carnet de conducir es el equivalente a la tarjeta de identificación personal. A veces se cruza con otros aventureros como él, hombres y mujeres en busca de un encuentro en el camino que cambie sus vidas. A veces con ex-convictos. La mayoría de los pasajeros que observan al caballero no saben que en la esquina opuesta los tipos vestidos con una sudadera gris y una bolsa de papel por único equipaje acaban de salir de la cárcel. Son dos de los miles de hombres que volverán a sus casas en buses Greyhound gracias al estado. Entre 2006 y 2009, ochenta y cuatro mil seis cientos ex-presidiarios regresaron a su hogar por esta vía, me entero después, al leer el informe del Budget Travel Report.

Los altavoces anuncia la salida de mi autobus. Me despido del caballero medieval. Desde mi ventanilla lo veo sacar un tazón de metal de su morral y servirle agua a Miss Montana. Luego se pone unos audífonos. Me pregunto qué clase de música escucha en su reproductor de cd. Es el ocho de diciembre y mi reloj marca 1:01 p.m. Si todo sale bien atravesaré el país de costa a costa y llegaré a Nueva York en sesenta y nueve horas.

Oakland-Sacramento-Truckee (California)-Reno (Nevada)

Después de andar treinta minutos por avenidas, barrios y puentes que cruzan la bahía de San Francisco hacemos la primera parada y el bus, que iba medio vacío, se empieza a llenar. Diagonal a mi se sienta un joven de cachucha, dientes de metal y chaqueta amplia con el nombre del sitio donde nos hemos detenido: Oakland, la ciudad convulsa, mezclada, peligrosa para muchos, en la que nacieron los Black Panthers en los años sesenta. El nuevo pasajero no se puede estar quieto. Abre y cierra un computador portátil, mira adelante, atrás, a los lados, mira a la mujer de aretes grandes y trencitas que habla por celular un puesto más allá. Finalmente se rinde. Se cubre con la cachucha y se dispone a dormir.

El bus toma la carretera interestatal 80, por la que viajaremos durante varios días. La lluvia nos arulla a todos. Por las ventanas se ven cultivos organizados, muy verdes para la estación invernal. A las 3:10 p.m. llegamos a Sacramento, donde hacemos una parada para almorzar. Bajo y busco un lugar donde comer. Regreso a la estación después de comer chop suey y cerdo agridulce en un restaurante chino inmenso como una bodega de materiales para construcción. Es uno de los pocos sitios de comida que sobreviven en la zona centro de Yee Fow, el nombre que le dieron los inmigrantes cantoneses a Sacramento cuando llegaron a trabajar en la construcción del ferrocarril del Pacífico y en las minas de oro de California.

Al subir al bus encuentro que mi puesto ha sido ocupado por un viejo con un maletín de oficinista y una tos de tuberculoso. La próxima parada será en Reno, a tres horas de camino. Para ese entonces habrá anochecido. Me siento a su lado resignado. El bus se desliza suave, como mantequilla sobre una tajada de pan, hasta que empezamos a atravesar una cadena de montañas. La nieve aparece a la altura de Truckee, en la frontera entre California y Nevada, y con ella el joven de la cachuca por fin atrapa en su red a la mujer de aretes grandes. Un color azul lechoso entra por las ventanas mientras brillan los dientes de metal de Ricky “The Freaky”, así es cómo se le ha presentado. Oigo atento, no tengo nada más que hacer. Ricky va rumbo a Michigan a visitar a su familia. No la ve desde agosto. Está emocionado, tanto que compró siete cachuchas para lucirlas en las fiestas de fin de año. Las saca de un bolso de mano y se las muestra a la mujer. Están perfectamente empacadas y todavía conservan los tiquetes originales. También le deja ver en su computador la foto de unos zapatos Gucci que compró por quinientos dólares. A la mujer, de cara agradable y un poco obesa, se le iluminan los ojos. Lo felicita por su buen gusto. Entre risas y gestos teatrales de parte de Ricky, intercambian historias de borracheras, de robos y tiroteos en Oakland. Con el paso de los kilómetros la conversación entre los dos se hace cada vez más íntima. Es imposible no oírlos, hablan duro pero a nadie parece molestarle. La monotonía del camino a veces se interrumpe por grandes avisos de neón de resorts para esquiar y esporádicos ataques de tos del hombre que va a mi lado. En un arranque Ricky “The Freaky” confiesa su nombre verdadero: Richard Antoine Lemond. Tiene 22 años, tiene un cuarto de sangre nativo americana, un cuarto negra, un cuarto blanca y el otro cuarto la desconoce. Ella también menciona su mezcla de sangres, tres cuartas partes negra, una parte blanca. Es una manera de hacerle saber al otro qué terreno pisa, como los orientales cuando intercambian tarjetas de presentación. Ahora las montañas están totalmente cubiertas de blanco, como si alguien hubiera extendido una manta para taparlas. Estamos a los pies de la Sierra Nevada. Unos kilómetros más allá el frío intenso congela el Lago Tahoe, donde muere de un balazo en la nuca Fredo Corleone en El Padrino II.

La noche entra del todo y Ricky “The Freaky” se ha puesto melancólico, ya no es un tipo duro, con amigos calavera y risa acalambrada. Sus dientes de metal parecen una broma. Ahora es el muchacho que extraña hasta las lágrimas a su hermanita menor, que murió de asma hace pocos meses. Se quita la chaqueta y se arremanga la camiseta. Aparece la cara de una niña de trenzas y ojos grandes. La mujer estira la mano y en la penumbra toca el brazo de Ricky con la punta de su índice. Tiene la uña pintada de morado obispo. Siguen hablando de los amigos de colegio, hasta que aparecen los anuncios de «Welcome to Reno» a los costados. Hemos entrado en Nevada, el tercer productor de oro en el mundo. Es el estado de grandes espacios desiertos donde realizan las pruebas atómicas desde hace décadas. En invierno, los casinos de Reno ofrecen buffets de langosta y estadía en hoteles de lujo a buenos precios para atraer clientes indecisos y friolentos. Ricky y la mujer de aretes grandes no compartirán una habitación, no jugarán su poco dinero en la ruleta. Se separan sin haber estado juntos. Antes de bajarse ella lo mira. Podrían haber tenido algo pero ya nunca se volverán a ver en su vida. Las canciones están hechas de historias como la suya.

Reno-Lovelock-Winemucca-Battle Mountain-Elko-Wendover (Nevada)-Salt Lake City (Utah)

Un televisor en la estación de Reno transmite un especial sobre los veinte años del asesinato de John Lennon. En la cafetería una mujer rubia paga una botella de agua. Lleva un vestido color verde esmeralda, zapatos altos con la punta descubierta y una chaqueta de piel a la cintura. Es delgada y se bambolea de un lado para otro como una campana. Su taconeo ha puesto intranquilos a los hombres solitarios que esperan la partida. Carga un pequeño morral negro. A las 7.30 p.m. se sube al bus justo antes que yo y por fin veo su cara de cerca. Calculo que debe tener unos diecinueve años. Los tacones la hacen ver muy alta, de un metro ochenta por lo menos. No los maneja muy bien, parece que estuviera borracha. Me siento en una ventanilla al lado derecho y ella se sienta al frente. Después se voltea y me pregunta de dónde soy. Así, a quemarropa.

—Con razón, alguna vez conocí a un colombiano. Era lindo. Se parecen. ¿Podemos cambiar de asiento? —le pregunta al hombre de aspecto árabe que se ha sentado a mi lado. El tipo no le ve problema. La joven tiene grandes ojos azules y un aire ausente que va y viene. Es como si se desconectara por segundos del mundo, como si estuviera en permanente cortocircuito.

Dejamos Reno y empezamos a hablar. Su voz es más bien un susurro. Me dice que se acaba de despedir de su novio, lo conoció a través de un sitio de citas online sólo para mormones. La rubia que tenía inquietos a todos con su caminar pertenece a la Iglesia de los Santos de los Últimos Días y se dirige a Salt Lake City, el Vaticano para los practicantes de este misterioso culto. Pregunta si me gusta su pelo, se lo pintó hace poco, antes lo llevaba de rojo. Me muestra la foto de un carnet para que note la diferencia. En ella aparece una colegiala de gafas, una extraña. Alcanzo a leer un nombre: Suzie.

En Battle Mountain nos bajamos a estirar las piernas. Ya es medianoche y el frío se hace sentir como un castigo paterno. Los horarios de comidas se empiezan a alterar. La joven mormona pide unos noodles instantáneos. Dudo entre una solitaria presa de pollo grasienta y un burrito. Ricky “The Freaky” se adelanta y se lleva el pollo. Me decido por un paquete de papas. Suzie me espera en una mesa. Me cuenta con desgano que va de regreso a su casa, donde viven sus hermanas que aún están solteras. Ha estado trabajando como niñera por contrato. Según ella las mormonas son muy solicitadas para este tipo de labores. Le iba bien pero su padre le pidió que volviera. Me pregunto qué clase de hombre será y la respuesta me da un poco de vértigo después de que recuerdo lo que leí sobre el Clan Kinsgton o La orden, un grupo de mormones fundamentalistas, polígamos, incestuosos, acusados de evadir impuestos y defraudar al sistema de salud de Utah por varios millones de dólares.

Algunos pasajeros nos miran. Sé que un viejo miope piensa que Suzie es una prostituta que vaga por Nevada recolectando clientes con la paciencia de un cazador de mariposas. Sé que me envidia. Miro por la ventana del parador. Un cielo negro y una capa blanca donde se reflejan los faros de la carretera, eso es todo. Desde el pueblo donde estamos se puede tomar un camino que empata con la ruta 50, que tiene fama de ser la carretera más solitaria de Estados Unidos. Conecta pueblos como Ruth, que tiene apenas cuatrocientos cuarenta almas. Estamos en medio de la absoluta nada, lo repito en voz baja como un secreto. Siento la tristeza del vacío, algo similar a lo que deben experimentar los astronautas en el espacio.

De regreso al bus soy yo el que inicia la conversación. Atravesamos el gran salar de Utah y charlamos mientras todos duermen. Suzie acerca su boca a mi oreja. Me dice que su novio le ha propuesto matrimonio. A ella le pareció que iban muy rápido, apenas se conocen hace tres meses. Me muestra el anillo de compromiso. Lo esconde en una bolsa de lápices. Al parecer no está muy orgullosa del ofrecimiento. Me deja ver otras cosas que trae en su pequeño morral, artículos que le dio su prometido. Le preparó un pequeño kit de emergencia en caso de accidente. Nos reímos cuando me muestra en la penumbra un tapabocas, un pito y una linterna. Me gusta su forma de reir. Callamos durante un tiempo. Por la ventanilla la oscuridad se traga todo a su paso como una ballena hambrienta. Cuando pienso que es hora de dormir Suzie me dice que si ella fuera Dios le pegaría con su báculo al centro de la tierra para que todo quedara convertido en pequeñas islas. Cada persona tendría su isla y viviría feliz. En la de ella no permitiría que vivieran osos. Les teme. Antes me había dicho que su novio parecía un oso. Tiene tres meses para pensar si se casa. No me gusta el pan, es lo último que menciona antes de que cerremos los ojos. A las dos horas el bus se detiene en Salt Lake City y aún es de noche. La joven mormona me señala un templo. Parece un banco.

Salt Lake City (Utah)-Evanston-Rock Springs-Rawlins-Laramie- (Wyoming) Fort Collins-Denver (Colorado)

—Señores pasajeros, bienvenidos. Por favor pónganse los zapatos. No quiero sentirme como en una cámara de gas.

Es Kent, el conductor que se encargará de llevarnos hasta Denver. Tiene gafas grandes, cuadradas, humor de comedia televisiva y uno de esos bigotes largos que al tomar café quedan húmedos. Es muy temprano y apenas salimos de la capital de Utah cuando se arma una discusión entre los nuevos pasajeros. La mayoría son hombres de mediana edad y mejillas rojas. Hablan sobre fútbol americano, sobre el partido que se avecina entre los New York Giants y los Philadelphia Eagles. El más vehemente, un hombre delgado, que usa gafas de sol todo el tiempo y al que se le marcan las venas de la garganta cada vez que habla, acusa a un fan de los Eagles. Se burla de su equipo por haber contratado a Michael Vick, un jugador que estuvo preso dos años por organizar peleas de perros. Durante el juicio Vick aceptó haber participado en «la destrucción de seis a ocho animales». Los ánimos se calman una vez entramos en las largas planicies de Wyoming. El árido paisaje nos seda a todos. No hay música, ni conversaciones, sólo la tierra seca del estado menos poblado de todo el país de lado a lado y nuestros remordimientos, nuestras quejas agudas en el silencio compartido.

En Rawlins, uno de los pueblos por donde pasamos, hay un museo que cuenta la vida y desgracia de George Parrot, un ladrón de caballos y asaltante de trenes apodado “Big Nose”. El criminal fue apresado y condenado a muerte en 1878. Lo colgaron y fue enterrado a las afueras. Días después un par de doctores saquearon la tumba en venganza. El Dr. Maghee quería estudiar el cerebro de “Big Nose,” así que removió la tapa del cráneo y se llevó los sesos a casa. El Dr. Osbourne fue más allá. Le quitó la piel al cadáver y fabricó unos zapatos con ella. Los turistas se detienen en Rawlins para ver el aterrador calzado. Osbourne fue el primer gobernador de Wyoming y alguna vez el dueño de casi todas las ovejas del estado.

Segunda parte…