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Traducción de Eugenia Vázquez Nacarino

Una gallina clueca

[dropcap]Q[/dropcap]ué cabeza de chorlito, qué muchacha tan atolondrada!», decía de mí mi madre a un invitado, a un policía de visita, a un vecino que acudía a casa por algún problema en la granja. «¡Pero qué alocada es!­­­­» ¿Acaso creía en el mal de ojo? No. Y cuando los chinos, según nos cuentan, dicen de los suyos «Ésta es mi despreciable esposa», «Éste es el inútil de mi hijo», ¿conjuran de ese modo el mal de ojo? «Es una cabeza hueca», solía comentar con una risita afectuosa. ¿Qué quería decir? Sin embargo, la verdadera pregunta llegó mucho después, porque si tienes trece o catorce años, lo que tu madre dice se da por cierto. ¿Este cúmulo de carencias, necesidades, enojos, poses, este desorden de emociones, equivale a ser una cabeza de chorlito, la hija inepta? Más tarde, por fuerza te preguntabas cómo podía utilizar aquellas palabras para referirse a este ratón de biblioteca, a esta muchacha crítica y adusta. Todo un misterio.

¿Acaso me dijo que me ocupara de la gallina clueca «de principio a fin» para enmendar mi frivolidad? ¿Me estaba curando de irresponsabilidad? En cualquier caso, yo ya estaba sujeta a la gallina clueca, arrodillada frente a su jaula, una hora, dos, fervientemente identificada con aquella prisionera, que estaba tan unida a aquellos huevos como si estuviera amarrada a ellos y atisbaba por entre los barrotes mientras las largas horas, y los días, pasaban en nuestra granja de la antigua Rodesia del Sur.

Antes de que mi madre dejara la gallina a mi cuidado ya me encargaba de recoger los huevos. Una gallina, al hacer lo que le dicta su naturaleza, pone los huevos bajo un arbusto, vuelve para añadir otro, y otro más; sin embargo, es poco probable que un huevo desprotegido sobreviva más de un día. Gatos silvestres, puerco-espines, halcones, ratas, los pequeños mamíferos del monte a los que no se les escapa nada, verían el huevo y se lo comerían allí mismo, dejando una reveladora mancha de yema, o se lo llevarían rodando hasta sus propios nidos. Si querías que una gallina incubase un número razonable de huevos tenías que rebuscar en la maleza, descubrir dónde los había escondido, guardarlos en lugar seguro y mostrárselos después, cuando hubiera bastantes. Tal vez se pusiera clueca, tal vez no. Un truco era darle una cucharada de jerez dulce a la gallina, que entonces casi siempre se ponía clueca y adoptaba los cloqueos graves y las maternales llamadas propias de una matrona que se pregunta lo que ha ocurrido con aquellos huevos que, según creía, había puesto a buen recaudo. Y aquí estaban todos mezclados, marrones y blancos y beiges, suyos al menos algunos de ellos. Esta gallina era una Rhode Island, una raza gruesa que puede empollar dieciséis o diecisiete huevos de los grandes de verdad, no los huevos «grandes» del supermercado, que sólo alcanzan la mitad de su tamaño. Una Leghorn, esbelta y de color blanco, la otra clase de gallina que picoteaba por el cerro, sólo podía incubar una docena.

De estos huevos saldrían polluelos. Un artilugio muy alejado de la sofisticación del laboratorio se construía con una hoja de cartón, en la cual se recortaba la silueta de huevos de varios tamaños. El plato hondo de huevos en su lecho de paja se dejaba a la espera, y también el cartón, y una vela. Cada huevo se acoplaba en el agujero del tamaño apropiado y el artilugio se colocaba al contraluz de la vela. Y en la vacuidad fluida del huevo podía verse el minúsculo nódulo que significaba fertilidad; de aquel pequeño borrón de sangre se formaría un polluelo. A la gallina le gustó nuestro improvisado aparato, porque al principio no rechazó ningún huevo sino que se puso a cloquear, caminó hasta el nido y se acomodó, con las alas prietas y curvadas hacia adentro.

Sin embargo, no estaba en el monte debajo de una mata o de un tronco caído, donde no hubiera durado cinco minutos. Estaba tras un frente de tela de alambre, confinada, enjaulada, por su propio bien y el de los huevos.

Una vez al día le alzaba la fachada alambrada y la gallina pasaba con cuidado por encima de los huevos, bebía de una lata de agua fresca, comía algo, no mucho, se estiraba y aleteaba, y después ―y yo aguardaba este momento― echaba una carrera, sacudiendo sus pobres alas, probablemente agarrotadas y doloridas, y corría unos metros como si fuera a alzar el vuelo; pero no, era una gallina y estaba anclada al suelo. Picoteaba un poco, bebía otro poco y luego, al cabo de una media hora, con paso cuidadoso volvía de nuevo a su nido. ¿Pensaría acaso «Ay, por favor, no pongas otra vez esa tela de alambre»? Sin embargo yo lo hacía, y por la noche, antes de que oscureciera, le abría de nuevo la alambrada, aunque a menudo no quería salir. Había permanecido allí todo el día empollando, hiciera calor o frío, dormitando un poco, pero siempre alerta.

La caja de embalaje estaba colocada a propósito en un lugar por el que pasaba gente todo el día, al ir de la casa a la despensa. A buen seguro ella hubiera preferido algún rincón resguardado y oscuro, pero allí habría sido una tentación. Veíamos las ratas al acecho, vimos la sombra de un halcón ondear sobre el suelo y al pájaro estirando el cuello para atisbar a la gallina. Podría hacerle frente a una rata, pero el peligro eran las serpientes que podían colarse por la tela de alambre, pues ante ellas no tendría nada que hacer. En el rincón de la caja de embalaje había una lata de agua. No podía esperarse que la gallina empollara sedienta día y noche, pero se corría el riesgo de que una serpiente se acercara en busca del agua. Cuando se nos ocurrió poner un señuelo, un plato con agua a unos metros de distancia, los sirvientes nos advirtieron que esa agua atraería las serpientes de la maleza. Mejor confiar en los perros, que de noche vagaban sueltos. Cuando estábamos en la cama oíamos ladridos y pensábamos: «¿Será una serpiente?» A lo mejor yo salía a escudriñar la oscuridad o a la luz de la luna y creía ver una serpiente escabulléndose.

Cada día, mientras la gallina salía a hacer su media hora de ejercicio, yo remojaba los huevos en agua tibia «para ablandar el cascarón y que luego se rompiera con más facilidad». Todas las esposas de los granjeros lo hacían. Recuerdo haberme preguntado: «Si la gallina se las hubiera ingeniado para mantener sus huevos a salvo entre la maleza, ¿esos huevos se cascarían con menos facilidad que los nuestros, que todos los días se sumergían en agua a la temperatura de la sangre?» A la gallina no parecía importarle que los huevos estuvieran un poco mojados. Sin embargo, en cierto punto de la incubación, deliberadamente echó a rodar un huevo, y luego otro, de entre todos los que había debajo de ella. Los coloqué de nuevo, temiendo que no tuvieran la oportunidad de nacer, pero ella volvió a apartar los mismos huevos de su calor. Y entonces me correspondía a mí recoger aquellos huevos condenados y lanzarlos al monte. Estaban podridos y la gallina lo sabía. Se rompían al impactar contra una roca, el tronco de un árbol o el suelo con un sonido hueco que no volví a oír hasta mucho después, cuando estaba en Tottenham Court Road y vi a un joven deslizarse por encima del manillar de su gran motocicleta, y su cabeza chocó contra el suelo unos metros más allá. El sonido de su casco al golpear el pavimento produjo la misma implosión que la que hacían los huevos podridos en el monte.

Veintiún días hacen falta para que se rompa el cascarón, veintiuna noches, y he ahí a la temible y gran gallina que había aceptado mi protección y mi custodia por ese tiempo. A veces me picoteaba un poco cuando metía la mano bajo su cuerpo para comprobar que los huevos estuvieran allí y me maravillaba el ardor de aquella tibieza envolvente. Mis muñecas y mis manos llevaban las marcas de sus picotazos, pero parecía saber que yo no le deseaba ningún mal.

El tiempo debe transcurrir con enorme lentitud para una gallina clueca. ¿Corre algo más aprisa a medida que las tres semanas se acercan a su fin?

Tres o cuatro días antes del fin, al arrimarme al oído un huevo sumamente pesado y portentoso, creí percibir el picoteo del logro. Daba la sensación de que el huevo latía, de que se anunciaba a sí mismo. La gallina me observaba auscultar sus huevos y me dio un picotazo cuando los coloqué de nuevo debajo de ella. Ya sólo restaban tres días, sólo dos… La gallina parecía saber que sus polluelos estaban por nacer. Con el pico los movía alrededor de sus grandes patas, que nunca pisaban un huevo o una cría. Había que moverlos, o de otro modo los polluelos podían nacer asimétricos. Eso pensábamos nosotros, pero ¿ella también?

Un día más. Y yo apenas me movía de mi puesto, en cuclillas frente al nido. Y al fin, cuando me acerqué un huevo al oído, escuché el débil pic-pic del polluelo en el interior. En la superficie lisa del huevo brotaron unos añicos de cáscara. Por allí aparecería primero un agujero y después el pico del polluelo, cubierto por el tegumento que le permitía arremeter contra la gruesa cáscara, pic-pic. A la gallina no le gustaba que alzase uno de los huevos ahora. Me observaba con ojos llenos de advertencias.

Todo el mundo parecía darse cuenta y estar a la espera, alerta. Los perros permanecían sentados a escasa distancia. Los sirvientes buscaban excusas para pasar por allí. Entonces, levanté un poco a la gallina y bajo ella surgieron los muchos ruidos de los polluelos al picotear y romper el cascarón. Por fin, cuando la alcé, había huevos aún enteros, y un montón de cáscaras rotas, y el primer polluelo, el pequeño dinosaurio, sumamente feo con sus grandes patas, viscoso tras el nacimiento. Pronto la gallina estuvo rodeada de las diminutas cabezas de los polluelos, suaves y amarillas, dignas de postales y calendarios.

La gallina siguió empollando hasta que se rompió el cascarón del último huevo, y entonces retiré la tela de alambre y se puso en pie con la llamada gutural y arrulladora de la gallina con polluelos. Se apresuró a salir, los polluelos tras ella. Un huevo seguía allí. No se había abierto. Por alguna razón, aquel polluelo había muerto debajo de ella. Ahora, no obstante, escarbaba y bebía y mostraba a los polluelos lo que tenían que aprender; anduvo entre ellos, bebió de las latas de agua, probó un poco de grano y lo desperdigó hacia ellos. Nosotros, y los perros también, observamos a aquella gallina orgullosa con su pollada, y supimos que los depredadores aguardaban el momento oportuno entre la maleza.

También los halcones estaban ahí arriba, atentos.

La gallina paseaba por el monte con sus polluelos, que cada día eran menos. Por la noche, la gallina se retiraba a su caja de embalaje y parecía no importarle que la encerraran.

Aquellos polluelos diminutos pronto se volvieron desgarbados y zanquilargos, y corrían raudos cuando la sombra de un halcón se cernía sobre ellos. Y luego se convirtieron en gallitos y pollas, y otra gallina se puso a empollar en la caja de embalaje tras la barrera de alambre.

Alguna gente tenía incubadoras, pero una buena de verdad era un artículo caro.

La incubadora

Así que ahí estaba yo, sola en la casa encima del kopje, sola en la granja, y el Studebaker del señor Watkin acababa de llevarse a mi padre y a mi madre colina abajo hacia Salisbury y el gran hospital. Mi padre volvía a estar enfermo con una crisis de diabetes. Los médicos no eran tan expertos en diabetes como lo son en la actualidad, y no cesaban de producirse crisis que hoy no tendrían lugar. Todo aquel año que pasé en casa mi madre aparecía, lívida y temblorosa: «Tu padre está muy enfermo otra vez.» Yo solía llevarlos los ciento diez quilómetros que distaban al hospital, apenas una hora en los coches rápidos y potentes de nuestros vecinos; en cambio, en nuestro traqueteante Overland, y por aquellas carreteras, podía tardar cuatro o cinco horas, con mi padre medio moribundo en el asiento trasero y mi madre diciendo: «Conduce más despacio», «Para un minuto. Debe descansar.» Eran viajes de pesadilla, y qué alivio fue para mí no tener que hacerlo esta vez.

La razón era una incubadora llena de huevos a tres o cuatro días de romper el cascarón y el comentario de mi madre: «Vas a tener que quedarte. No podemos permitirnos perder todos esos huevos». Ese espantoso «No podemos permitírnoslo» de las clases medias venidas a menos, bajo el que subyace la denuncia de la amarga injusticia que reina en el mundo, siempre había caído en mis oídos igual que una acusación. No sabía cómo podía ser culpa mía a menos de que se tratara de mi propia existencia, pero aquella cantinela me daba pavor. Igual que esta otra: «No podemos contar con que Isaac lo haga. Carecen de sentido de la responsabilidad.»

Isaac era el mozo de cocina (todos eran «mozos», incluso cuando eran ancianos), y aunque no «diera la talla» en aquella situación, ¿quién podía culparlo? Yo misma temía no ser capaz de «dar la talla». Probablemente la incubadora la había improvisado un carpintero de la zona. Era una caja grande con algunos agujeros perforados al azar en los lados. Dentro había hileras de huevos superpuestas, ocho docenas, en hueveras prestadas del almacén de la estación. Nuestras gallinas habían puesto cada uno de esos huevos, y habían sido examinados uno por uno a contraluz para comprobar su fertilidad. El artilugio se calentaba mediante una pequeña lámpara cubierta con una minúscula pantalla y, por encima de ella, a unos centímetros de altura, un sombrerete metálico que dirigía el aire caliente mediante un conducto hasta la caja donde estaban los huevos. La llama era diminuta. «No queremos huevos asados», bromeaba mi madre, bastante nerviosa dado que mi padre, siempre temeroso del fuego bajo aquella desgarbada techumbre de paja, aseguraba que aquello podía provocar un incendio. La llama no debía ser más que una lucecita débil y trémula, o de otro modo el sombrerete metálico se podía calentar en exceso. La incubadora se vigilaba constantemente, y por la noche mi madre salía de su cuarto con sigilo y pasaba por el mío para ir a comprobar la llama, que nunca debía apagarse.

Cuando esta caja de bricolaje entregara al fin sus noventa y seis pollitos, la mayoría se repartiría en cajas por el veld, entre los vecinos que ya habían encargado media o una docena de polluelos de un día.

Por lo menos iba a pasar dos noches sola, tal vez tres.

Me sería fácil hacer un verdadero drama de la situación, en especial ahora que la Guerra de Liberación y sus brutalidades, y Mugabe y sus excesos, han sobrevenido. «Una muchacha blanca de diecisiete años sola, los vecinos a kilómetros de distancia, y rodeada de negros…» Para empezar, cuando digo «sola» supone ignorar a los peones que ocupaban los barracones, a ochocientos metros, y que no habrían dudado en acudir a toda prisa si el techo se decidía a arder. Me siento inepta para hacer comentarios sobre los disparates de lo que entonces se llamaba la barrera de color, pues se instala en mí una especie de extenuación moral sólo de pensarlo. Podrían escribirse libros enteros acerca de las ironías, las contradicciones. Hace poco leí que en los estados sureños de Norteamérica, cuando trataban de integrar las escuelas, puesto que a los blancos no les importaba estar de pie junto a los negros, sino sólo sentarse con ellos, se sacaron los pupitres de las aulas y los niños, negros y blancos, estudiaban de pie. Habría un centenar de anécdotas similares acerca de la barrera de color en el sur de África.

En los cien años escasos de la historia de Rodesia del Sur, de la ocupación a la liberación, hubo un único caso de violación de una blanca por parte de un negro. Durante las dos guerras mundiales, las mujeres quedaron solas en las granjas mientras sus hombres partían al frente, tal vez con la ayuda de un capataz (negro), y no hay constancia de ningún episodio indecoroso. No se me pasó por la cabeza tener miedo a estar «sola» en aquella casa. Solía vagar por los alrededores y por el monte sin compañía de nadie, y desde hacía años. Mi madre empezó por quejarse de que así me buscaba que me violaran, pero no era más que pura retórica de rutina, de la que propiciaba la barrera de color. «Entonces, no te alejes de la casa», me ordenaba. Una vez, a varios kilómetros de la casa con mi escopeta, me divisaron en un sendero entre la maleza cuando el viejo coche apareció. Mi madre, al verme, saludó con la mano y dijo: «Ah, ahí estás. Vaya, qué bien, veo que has cazado una gallina de Guinea. Esperemos que no sea demasiado dura y podamos prepararla para cenar.»

El sirviente, el mozo de cocina, había recibido instrucciones de «cuidar de la señorita». Más retórica. Me prepararía las comidas, se ocuparía de los perros y los gatos como de costumbre y, a pesar de que le habían dicho que trajera sus mantas a la cocina y durmiera allí, yo sabía por su mirada esquiva y por la terca curva de sus hombros que no haría tal cosa. Además, la lógica desdeñosa de la adolescente comentaba para sí: «Si de verdad me agredieran sexualmente, ¿no sería Isaac al primero que acusarían?»­­­ Él sabía que no esperaba que durmiera en la cocina, y yo estaba resuelta a no preguntarle, pues de otro habría de mentir y entonces la culpa sería mía.

El verdadero problema, al observar la diminuta llama que salvaguardaba el futuro de los polluelos, estribaba en el frío y el viento.

En las alturas del veld, la meseta sudafricana, de noche hacía frío. Más de mil ochocientos metros de altitud. Tal vez no parezca demasiado, pero por norma los días eran calurosos, incluso tórridos, con un cielo azul despejado, y las noches frescas o frías bajo estrellas relucientes. Estábamos en invierno. Hacía frío y soplaba un viento cortante. La casa, construida para durar cuatro años, tenía ya trece de antigüedad (y aún duraría unos cuantos más hasta que al final quedara arrasada por un incendio). Estaba hecha de madera y cáñamo; los postes estaban recubiertos de barro, que al secarse se había cuarteado y encogido en los marcos de las puertas y las ventanas. La techumbre de paja raleaba en algunas partes, sobre todo allí donde los pájaros habían echado a volar llevándose en el pico un poco para sus nidos. El viento fluía por aquella casa, la sacudía, tiraba de la techumbre y hacía vibrar los marcos. Cuando hacía calor era una casa de brisas frescas, pero en esta época del año podía resultar insoportable. Sólo entraba en calor en la cama, bajo una pila de mantas. Hacía un frío helador, pero de verdad. En los cuencos de agua de los perros se formaba una fina película de hielo. Nunca he pasado tanto frío como aquel invierno, y en especial durante los días que pasé en aquella vieja casa aguardando el regreso de mis padres.

Podría haber encendido la estufa de carbón del salón, pero era algo que me aterrorizaba. Mi padre decía: «Un perro podría derribarla y la casa entera ardería.» Cierto. Los perros tenían frío. Se metían en la cocina y se tumbaban lo más cerca de la estufa que podían. Los gatos también se refugiaban allí.

El día en que se fueron mis padres no estuvo tan mal. Envuelta en suéteres y mantas, yací en mi cama boca abajo, leyendo, y de vez en cuando iba a comprobar la débil llama. Allí, si levantabas la tapa con rapidez, se alineaba la formidable batería de huevos, de blanco a beige hasta marrón oscuro.

A su debido tiempo, los resplandecientes huevos blancos darían lugar a Leghorns blancas, y los marrones grandes a las Rhode Island coloradas y las Australorp, mientras que los beiges y crema a una raza moteada cuyo nombre no logro recordar.

Cuando leo comentarios a tenor de que no se puede engañar al pueblo, de que «la verdad prevalecerá» y cosas por el estilo, me viene a la memoria que cierta autoridad en Gran Bretaña decidió, lisa y llanamente, abolir los huevos blancos. Una encuesta revelaba que la gente prefería los huevos marrones a los blancos, y hete ahí que pronto no hubo más huevos blancos, a menos que quisieras ir a alguna tienda para gourmets. Aquel antiguo festín, el sobrio huevo blanco acompañado del huevo marrón oscuro, uno al lado del otro en el plato, se acabó. Si le preguntas a un joven dirá: «No, claro que no hay huevos blancos. Nunca han existido los huevos blancos.» Así de fácil es borrar de la memoria un hecho que alguien en el poder ha decidido que no es rentable.

A medida que el día avanzaba hacía más frío, y cuando hube acabado de cenar e Isaac se hubo marchado no pregunté a dónde, tan sólo deseaba irme a la cama para entrar en calor. El viento silbaba y azotaba y en ocasiones incluso aullaba. Mi madre telefoneó desde Salisbury para saber si estaba bien y decir que al día siguiente traería a mi padre a casa si se habían hecho ciertas pruebas. «¿Qué haría si le dijera “No, no estoy bien”?­», comentaba aquella fría observadora.

La incubadora estaba encima de una mesa en la habitación del fondo de la casa, cerca de mi dormitorio y de mi cama, que estaba justo contra la puerta. Recostada sobre un codo alcanzaba a ver la incubadora y la llama diminuta. El aceite, una cucharadita, duraba veinticuatro horas sin necesidad de poner más. Me levanté a oscuras y prendí la linterna; todo estaba en orden. Escuché el viento y supe que una ráfaga al azar podía apagar aquella llama. Y así pasamos todos la noche. Desayuno. Los perros y los gatos no tenían intención de abandonar el calor de la cocina. Yo no me atreví a salir al monte, con o sin escopeta. No podía dejar aquellos huevos. Pues muy bien, seguí leyendo.

Ay, hacía frío, un frío tremendo.

Isaac me trajo el té de la mañana como de costumbre. A través de la puerta de la cocina lo vi sentado, tan arrimado a la estufa como podía, con un remolino de perros y gatos alrededor de sus pies. Iba envuelto en sus mantas. Cuando le pedí que repusiera el queroseno, vino con una manta echada a los hombros. Dejé que mi mano avanzara con delicadeza por la primera hilera de huevos, y a continuación los rocié con agua tibia y deseé que la incubadora fuera la vieja gallina, con la calidez de sus plumas.

Si yo fuera una gallina voltearía los huevos con mis grandes patas, de modo que cada uno accediera a mi calor por igual. Sin embargo, se suponía que aquí el aire se movía levemente por entre y alrededor de los huevos. Me acodé a observar y pasé largo rato pensando qué había en aquellos huevos. En tres o cuatro días romperían el cascarón. Nada muy agradable de ver, simplemente el polluelo ovillado, con sus enormes patas y sus ojos ciegos, ahí, dentro de la cáscara. Si había algunos huevos malogrados entre todos los demás, no lo sabríamos hasta el final.

Mi madre llamó para decir que no, no volverían aquel día, sino al otro, lo más probable. «Está muy enfermo», insistió. A mí no me cabía ninguna duda. Vagué por la casa gélida y observé el equipo que requería la enfermedad de mi padre, las jeringas, las tiras reactivas, el quemador para los tubos de ensayo que, a pesar de su pequeño tamaño, era mucho más grande que el que introducía aire caliente en la cámara de los huevos. Éste era el material que le permitía a mi padre seguir con vida. Tres o cuatro veces al día sostenía en un tubo de ensayo la orina amarillenta sobre la llama, para comprobar el azúcar en sangre, y otro tubo con orina a la que le había añadido una sustancia química distinta, para controlar algo llamado acetona. La orina borboteaba hasta tornarse azul marino, un color muy bonito, o adquiría un tono amarillo sucio: eso era malo, muy malo. Qué familiares me resultaban todas estas cosas; igual que a mi madre, que de noche tanto como de día llevaba el control de todo.

Cómo deseé que hubiera estado allí aquella segunda noche, enfundada en su camisón y con una vela en la mano, pasando junto a mi cama con sigilo para ir a comprobar aquel débil resplandor de llama.

Es extraño que uno pueda pasar mucho más frío en países conocidos por su calor del que pasará jamás en un país frío de veras, donde se sabe cómo hacer estufas y calefacción central.

¿De qué servía una bolsa de agua caliente que a media noche estaba húmeda y fría?

A lo mejor un gato amable venía y se tendía en mi cama y me daba calor; pero no, no iban a abandonar la cocina.

Sabía que Isaac estaba en su cabaña, en los barracones, tumbado cerca de uno de los grandes leños que allí dentro siempre ardían. Si se quedaba en la cocina, a medianoche la estufa se habría apagado y toda la cocina se quedaría helada. Tal vez entonces aquellos gatos desagradecidos vinieran y…

Un aullido del viento me despertó y de un brinco fui a la habitación contigua para descubrir que la luz se había extinguido. A tientas, busqué las cerillas; no conseguía encender una, por las corrientes de aire, pero al fin prendí de nuevo la llama. ¿Cuánto rato había pasado ahí inconsciente mientras los huevos se enfriaban? Los toqué. No estaban fríos, pero sin lugar a dudas se habían entibiado. ¿Qué debía hacer? Alcé la parte superior de la caja y eché un viejo edredón sobre los huevos, para mantener el calor que aún quedara dentro. Pasé el resto de la noche envuelta en otro edredón, sentada cerca de la caja, con los ojos fijos en la llama. Si se cerraron no lo sé, pero la llama seguía allí por la mañana. Retiré el edredón de los huevos y esperé a que llamara mi madre. Era demasiado para mí, esta tarea. Había dejado que la llama se extinguiera. Probablemente todos aquellos huevos estaban ya echados a perder, polluelos muertos dentro del cascarón. Era todo culpa mía. Y apenas lograba mantenerme despierta, de tanto frío como hacía.

No le conté a Isaac lo que había hecho. No se podía confiar en él, ¿no era cierto? Qué desastre. Era probable que hubiera estropeado noventa y seis huevos y no podíamos permitírnoslo.

La venta de los polluelos de un día no era una gran empresa, pero era una de las muchas tentativas de mi madre para obtener algún dinero en efectivo. Había requerido mucho esfuerzo reunir aquellos huevos. Entre tanto, en los corrales, le habían dado una pequeña dosis de jerez caliente a una gallina que llevaba trazas de ponerse clueca, y mientras cloqueaba y empollaba los huevos de imitación que alimentaban su instinto maternal, quizás los huevos que preparábamos para convertirse en su progenie estaban ya muertos.

Isaac me preparó el té, me dijo que debía tomar algo. Dio de comer a los perros y los gatos y se fue a los barracones. Lo vi marcharse. Me habría gustado que se quedara. Quería que mis padres regresaran, aunque no hubiera más remedio que confesar que mi madre tenía razón, que sí, era irresponsable, atolondrada e informal.

¿Cómo iba a explicar a los vecinos la dramática noticia de que había dejado varias noches sola a una muchacha de diecisiete años? No lo haría. Entre los vecinos me tenían por la hija inteligente de Tayler, que era un poco rara y se paseaba por el monte con una escopeta, igual que un muchacho.

Mi madre sencillamente se olvidaría de mencionar que me habían dejado sola. Llamó para decir que volverían al día siguiente. Se había topado con el señor MacFadyen en el hotel y él los traería de regreso.

No creo que la tercera noche pegara ojo; desde luego, no la pasé en la cama. Me senté en el suelo, envuelta en toda la ropa de abrigo que pude encontrar, mis ojos fijos en la llama. El viento corría por la casa, pero esta vez no la extinguió. Y a la tarde siguiente aparecieron mis padres. Había decidido no comentarle a mi madre que había dejado que la llama se apagara, pero cuando llegó el momento no fui capaz de contenerme. «Nunca digas mentiras.»

Sin embargo, no pareció asimilarlo. «Por poco se muere ―dijo―. Aunque ahora parece que se siente bien.» Y salió a ocuparse de su principal obligación, mi padre.

Y al cabo de apenas tres días, los huevos de aquella torre empezaron a abrirse y pequeños polluelos de horrible aspecto se desplomaban por doquier, aunque al instante se secaban y se engallaban de lo lindo. Bebieron agua con avidez antes de que los metieran en cajas bien envueltas y los repartieran por el veld entre los vecinos. La gallina clueca aceptó a veinticuatro expósitos y se comportó como si ella misma los hubiera empollado.

Entre todo aquel ajetreo y bullicio esperaba a que mi madre comentara algo por haber dejado que la llama se apagase. No lo hizo. La línea que nublaba su ceño era más honda y triste, y no cesaba de lamentarse de lo difícil que era la vida. ¿Acaso había olvidado mi incumplimiento? Yo era incapaz de hacerlo. El momento en que había visto el diminuto cráter negro de la lámpara, sin luz, seguía volviendo a mi memoria una y otra vez.

Entonces nos visitó el señor Watkins y volvimos a la cantinela de «Mi veleidosa hija», «Qué lástima que sea tan atolondrada», «A veces pienso que he dado a luz a una verdadera frívola». Sin embargo, esto no parecía aludir a que hubiera dejado que la llama se apagara.

Mi padre escuchaba todo y escogió su momento.

―Tu madre dice que te quedaste aquí sola. ¿Cuánto tiempo? Creo que no me daba demasiada cuenta, no me encontraba muy bien.

―Tres días y tres noches.

No iba a poner a Isaac en un aprieto.

―Verás, hacía mucho frío. Es normal que él quisiera estar en una cabaña calentita, junto a un fuego, en lugar de quedarse en nuestra cocina. Esa estufa se queda fría mucho antes de la mañana.

Era inconcebible esgrimir ante mi madre un argumento como ése, pero mi padre inmediatamente dijo:

―Se entiende, sí. Sí. Mejor que tu madre no lo sepa. En cualquier caso, lo cierto es que no veo qué podría haber hecho Isaac para ayudar.

―No.

―Me parece que te las arreglaste muy bien. Bien hecho.

Y a continuación un breve silencio.

―¿Sabes? Tu madre confía en ti. A veces se deja abrumar por las circunstancias, ya lo sé.

―Sí.

Y entonces:

―¿Te he hablado alguna vez de cuando estaba en Norwich aquel invierno que hizo tanto frío? La borrasca bajaba directamente del Mar del Norte. Entonces empezó a nevar y…

Así que de vuelta a la normalidad.

Pronto me marché para emprender mi vida adulta y dejé atrás la granja para siempre. Pero cuántas veces a lo largo de aquel año que pasé en la granja me senté con la cabeza entre las manos y clavé la mirada en la oscuridad, que tan bien reflejaba mi incomprensión, mi desconcierto; la pose del adolescente por excelencia, sin duda. «¿Qué demonios quiere decir con eso? ¿Por qué? Pero es que están todos locos, chiflados, majaras, idos… ¿Acaso no es todo una locura? ¿De qué otro modo se entiende?­­»

Qué pena que en aquella oscuridad no hubiera acudido a mí un pensamiento del futuro, de años venideros, cuando de repente lo comprendí todo.

Mi madre, cuya madre murió cuando tenía tres años y la dejó con un padre frío y autoritario, de niña no recibió muchos mimos ni cumplidos. Se esforzó para complacer las aspiraciones de su padre y fue la primera en todo. Después se hizo enfermera, desafiándole, pues él aseguraba que no era propio de chicas de clase media y le decía: «Entonces dejarás de ser mi hija», y ella pasó por los cuatro años de formación sin su ayuda. La paga de las enfermeras era ínfima y, según ella misma contaba, a menudo pasó hambre y no podía permitirse comprar un pañuelo de bolsillo o un buen jabón. Superó los exámenes con brillantez y él ardía en deseos de perdonarla, pero era ella la que no podía perdonarlo a él. Atendió a los heridos de la primera guerra mundial.

Sólo más tarde en la vida, al oír en su voz matices que antes no había «oído» realmente, me di cuenta de cuánto le habían costado los años de la guerra. Después se casó con mi padre, herido, y para su deleite se encontró en Persia (el actual Irán) viviendo la vida para la que había nacido. Era sociable y gregaria, asistía a todos los picnic, veladas musicales y fiestas, formaba parte del «grupo diplomático», apuraba cada minuto, en tanto que mi misantrópico padre la tachaba de frívola. Y entonces aquello se acabó y de repente estaba en una granja en medio de África, con un esposo con una sola pierna que había sufrido una crisis nerviosa seria, neurosis de guerra, y que pronto desarrolló diabetes. Hubo de trabajar duro, cada día; sobre todo cuando mi padre cayó enfermo, y luego fue a peor, y por último acabó muy grave. «Suerte que cuando somos jóvenes no sabemos lo que va a ocurrirnos.» A menudo mi madre rememoraba «la mejor época de mi vida», Persia, y contaba que en una fiesta de disfraces ella iba vestida de vendedora de flores de los suburbios londinenses y un joven subalterno le dijo: «Vaya, señora Tayler, no la había reconocido. Está usted preciosa.»­ Contaba esto una y otra vez, y las lágrimas le resbalaban por las mejillas. En cuanto a mí, la adolescente fría, despiadada y desdeñosa, oía la anécdota por vigésima vez y en mi fuero interno me burlaba de ella. «De veras le importa que algún soldadito remilgado le dijera que estaba preciosa.» Y más tarde, muy tardíamente en mi vida, entendí quién era la imaginaria muchacha atolondrada e irresponsable. Era ella misma, proyectada en mí, en una prolongación de sus fantasías. Nunca en su vida se le había permitido ser atolondrada e irresponsable, nunca fue otra cosa que formal y sensata. (Salvo por aquellos cinco años en Persia.) Por supuesto, no había sido preciosa. La fría religiosidad de su madrastra no lo hubiera tolerado.