Aurora Bernárdez y Julio Cortázar

A comienzos de 2013 el escritor Carlos Granés me invitó a participar como secretario del curso sobre Julio Cortázar que la Cátedra Vargas Llosa ofrecería en el verano, cursos anualmente organizados por la Universidad Complutense en el señorial, boscoso y de gris parco San Lorenzo del Escorial. Cuando me pidió sugerencias sobre quién podía ser nuestro invitado principal, le propuse dos: Aurora Bernárdez, traductora, primera esposa y albacea universal de Julio Cortázar, y Carles Álvarez Garriga, quizás la persona que más sabe sobre la vida y obra de Cortázar, y que había trabajado ya con Aurora durante más de seis años. Un año antes habían terminado la edición de los cinco tomos de correspondencia definitiva de Cortázar, habían editado Papeles inesperados (2009), Cartas a los Jonquières (2010) y Clases de literatura (2013) y venía en camino el precioso álbum biográfico Cortázar de la A a la Z (2014).

Si Carles conoce todo sobre Cortázar, le dije a Granés, Aurora Bernárdez lo vivió. Durante todo su trabajo de edición de la correspondencia cortazariana, siempre fue Carles quien se dedicó a las itinerancias participando en mesas y foros internacionales, mientras que ella permanecía en la intimidad, dividiendo su residencia entre un piso a pocos metros de la antigua Plaça de Rius i Taulet barcelonesa, en pleno corazón del barrio de Gràcia, y su apartamento durante más de cincuenta años en París, en la Place du Général Beuret. Siempre esquivó a los medios de comunicación: no había concedido una sola entrevista en los últimos treinta años. Yo guardaba la impensable esperanza de que Aurora aceptara la invitación, y así podríamos ofrecer como acto central una conversación suya con Vargas Llosa, comprometido a participar siempre en el curso ofrecido por la cátedra que lleva su nombre.

“En principio ella no habla en actos públicos –me contestó Carles a los pocos días de confirmar su participación –pero quizá aceptara asistir como público. (Estuvo hace un par de veranos en un curso sobre el humor que organizó Iwasaki en El Escorial y lo pasó muy bien.)” Contra nuestros más ahincados pesimismos, Aurora aceptó acompañarnos. Tardó dos semanas en confirmarlo. Nos lo dijo a través de Carles, pero éste nunca aclaró si participaría como invitada o como público, siguiendo al pie de la letra su correo electrónico. ¿Se sentaría en el público o compartiría la mesa central con Vargas Llosa? ¿Había decidido romper su silencio después de más de treinta años? ¿Por qué nunca escribieron para aclararlo?, se preguntará ahora el lector. Nunca habríamos arriesgado que cambiara de opinión, así que nos aferramos a la incertidumbre. Se trataba de Aurora Bernárdez, primera esposa del argentino que se hizo querer por todo el mundo, traductora, figura enigmática, fundamental en la vida de Cortázar, y aún llena de vida y magia cortazariana, como nos lo demostraría durante esos tres días en el Felipe II de El Escorial.

Veamos por qué.

Julio Cortázar y Aurora Bernárdez se casaron el 22 de agosto de 1953 en la alcaldía del distrito 13 de París; ofició la ceremonia un maître condecorado con banda tricolor en el pecho (ya habían comenzado las fiestas de la novena conmemoración de la liberación de París), asistieron como testigos el pintor y publicista argentino Lipa Burd y su esposa Esther Harsch, y la cena de celebración tuvo lugar en un restaurante chino de la calle Monsieur le Prince, a pocos metros del restaurante Polidor, donde sucumbieron “bajo la inmortalidad de un pollo al ananás que era verdaderamente Mallarmé”.

Cortázar llegó a París en noviembre de 1951, casi dos años antes, con una acuciante melancolía por haber dejado atrás a sus amigos, y con el peso de la separación de Aurora Bernárdez, su compañera hasta entonces. Tomó, sin embargo, él mismo la decisión de cortar con todo en la víspera del viaje. Es como si desde un principio Cortázar hubiera sabido que a pesar de querer estar con Aurora (que fue lo que finalmente ocurrió después, con matrimonio incluido), le era absolutamente necesario cumplir el ritual literario de conocer la soledad en París, ciudad siempre triste en los libros que mejor la retratan. Cada vez me convenzo más de que Cortázar, gracias a la profundidad con la que logró crear un París latinoamericano (uno de los temas por excelencia de Rayuela y muchos de sus mejores cuentos), cerró la tradición del modernismo latinoamericano como un periodo de producción literaria en que prevaleció no solo el viaje a París, sino su escritura esmerada y constante.

Como los modernistas, Cortázar sabía que viajar a París suponía viajar a un centro; centro de qué, no era entonces muy claro. París es la ciudad literaria por excelencia, creada a partir de sus mitos urbanos y había adquirido consciencia de sí misma como capital literaria desde 1830. En ese entonces reinaba la poesía y la bohemia en las calles, lo que la convirtió en el lugar donde vida y arte se fundían. El poeta estadounidense e. e. cummings lo puso en palabras que bien nos permiten comprender a todos los viajeros que por seducción artística llegaron a la capital francesa: «Paris was for me precisely and complexly this homogenous duality: this accepting transcendence; this living and dying more than death or life». En una carta de 1951 Cortázar le confiesa al poeta Fredi Guthmann que en París “No quiero escribir, no quiero estudiar (aunque lo siga haciendo); quiero, simplemente, ser de verdad, aunque ello lleve a descubrir que no soy nada. Cuánto mejor saberlo que seguir esta vida por mensualidades en Buenos Aires”. No es en vano que fuera precisamente a Fredi Guthman a quien le dijera esto. Años más tarde le confesaría también que Oliveira, personaje central de Rayuela, compartiría también su sensibilidad poética y, digamos, metafísica.

Con todo y que el viaje se había cumplido, la llegada de Cortázar a París fue tremendamente triste. El 8 de noviembre de 1951 le escribe a Eduardo que “No me fui bien de Buenos Aires; después de haber creído que saldría de allí con pena pero sereno, ocurrió que me fui muy poco tranquilo, rodeado de sombras, incapaz de quitarme de los ojos (al menos como espectáculo) la imagen de todos ustedes en el barco y en el muelle.” En la misma carta le confiesa páginas después a María, esposa de Eduardo, que “Hasta ahora creo que me duele París…”

La tristeza, sin embargo, comienza a desplegarse en la detenida apreciación de la ciudad y sus momentos de magia poética. Dos meses después, en pleno enero invernal, comprende como tantos otros viajeros ilustres que en París la tristeza es el vaso comunicante con la ciudad. Se lo dice a María:

«No creas que estoy triste, París es tan hermoso! Aquí hasta la tristeza se vuelve una actividad estética. De modo que tal vez esté triste, pero estoy aprendiendo a depositar esa melancolía en tanta cosa bella que me rodea. Quisiera poder mostrarte, por ejemplo, un atardecer en el Pont de Carrousel. Venía del Louvre con una amiga, y nos paramos a mirar Notre-Dame, lejana, entre la bruma azul. Entonces, en menos de un minuto, ocurrió el milagro, la locura absoluta. Los faroles de gas se encendieron de golpe, y la piedra de los pretiles, yo no sé por qué mezcla de aire y luz, se puso intensamente rosa. (…) Yo cerré los ojos, desesperado al comprender que eso no podía durar, que esa cosa veneciana iba a degradar instantáneamente, a perderse… Pero duró, dos o tres minutos, el tiempo de ver subir las primeras estrellas. Nos fuimos de allí sin poder hablar, demasiado felices para decir que lo éramos. Cosas así pagan viejas deudas de la vida.»

Es en la primavera de 1952 que ocurre el cambio, su propio rapto primaveral. Ese es el momento en que Cortázar aprende a ver. Gracias a sus constantes promenades por la ciudad, París se convierte en “una inconcebible barbaridad. La sola idea de quedarse encerrado en una pieza resulta impúdica –le escribe a Eduardo–, de modo que la vagancia es, como la poesía, un lujo necesario”. París, acorde con la tradición literaria que precedió a Cortázar, se convierte en “el punto donde la placa del microscopio se vuelve de pronto nítida, después de tanta vida pasada en el ajuste minucioso del lente”. Se convierte en la alquímica nigredo, donde ocurren las transformaciones trascendentes: “No dura más que un segundo, pero en ese segundo veo. Veo lo que yo tendría por hacer si no fuera tan incapaz. Veo lo que espera del otro lado de esto que llamamos realidad”. Confiere la visión poética el estar donde ocurren las cosas: “Hay que estar aquí para comprender cómo nace una mitología, una poesía de la primavera. Realmente se la siente, hay una tensión en las cosas y en uno que habla de savias, de jugos que remontan”.

Lo que ese primer año en París termina haciendo en Cortázar, a manera de corolario y epílogo a sus meses de soledad, es ponerle de manifiesto el terrible vacío de la ausencia de Aurora. “Ya ves –le confiesa a Eduardo en una carta de la época–, contra mis más ahincadas previsiones, esta ciudad donde todo es posible me ha servido para mostrarme –un poco tarde, es cierto– la sola cosa necesaria.” Y esa cosa necesaria era la compañía de Aurora Bernández.

Aurora llegó a París, pues, un año después de Cortázar, y en agosto de 1953 contrajeron matrimonio en el distrito 13. Leer las cartas de Cortázar durante esos años es hacerse la idea de que fueron una pareja en que la vida se vivió mutuamente. Se me viene esto a la mente porque Aurora está en todas partes. Saca la cabeza por entre cualquier renglón, mete la cucharada en la mitad de cualquier frase, se interpone entre cualquier discusión que Cortázar esté librando con su destinatario. Su compañía se siente constantemente:

«Aurora, que todo lo siente y lo juzga con tanta fineza, encuentra aburrido a Marcel Marceau e inaguantable a Barrault (…) Aurora tuvo mucha fiebre, y el médico le encontró el hígado muy inflamado; hubo que darle una medicación muy intensa, y la pobre pasó tres días con una jaqueca atroz. (…) Esa tarde supimos Aurora y yo lo que es capaz de hacer París en el dominio de las cosas pequeñas –o consideradas pequeñas. (…) Con Aurora subimos al monte Salève, al cual se llega por medio de un vertiginoso teleférico. (…) Ayer, el facchino que me robó 200 liras por llevarme tres valijas unos pocos metros, rescató su robo llamándome reverendo. Aurora se tiraba al suelo de la risa.»

Debido a largas demoras en giros bancarios y pagos aplazados, gran parte de su estancia romana mientras tradujeron los cuentos completos de Edgar Allan Poe se caracterizó por el hambre y el poco dinero. La traducción de Las aventuras de Arthur Gordon Pym, ese tenebroso cuento de Poe en el cual algunos de sus personajes sucumben al canibalismo durante un largo viaje marítimo, les sugirió a los hambrientos traductores una posible alternativa ante la delicada situación económica que estaban pasando. Pero desecharon rápidamente la idea: “Aurora opinaba que era demasiado chiquita para alimentarme mucho tiempo, y en cuanto a mí soy un montón de huesos, y realmente no le hubiese dejado mucho para comer”.

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Carles Álvarez Garriga y Aurora Bernárdez

De cuando la Unesco llamaba a Aurora para trabajar como traductora, siempre advirtiéndole que el reglamento lo prohibía por ser esposa de Cortázar, traductor del organismo. Pero a pesar de que el reglamento lo prohibiera la llamaban siempre, advirtiéndole de nuevo, eso sí, que el reglamento lo prohíbe. “Y poco a poco ella y yo empezamos a vislumbrar una hiperrealidad, o infrarrealidad unesquiana, un sistema de leyes según el cual Aurora trabaja porque el reglamento lo prohíbe.”

Conocer a Aurora Bernández en las cartas a medida en que se acercaba el día de su llegada al Felipe II ensanchó esta figura que ya para entonces había dejado de ser únicamente la primera esposa de Cortázar para convertirse en algo que rebosaba el modelo surrealista de la mujer misteriosa y portadora de extrañas verdades.

A pesar de todas las intimidades, afinidades colectivas y experiencias propias, irrumpió la realidad política latinoamericana en los intereses de Cortázar y todo ese mundo fantástico y cotidianamente maravilloso se fue al traste. A partir de julio de 1968 extrañamos a Aurora como extrañamos a los personajes que nos abandonan a lo largo de una novela, y echamos en falta que el novelista hubiera decidido tomar tal o cual decisión que los llevó lejos de nosotros.

Para ese año Cortázar había cambiado tanto respecto al autor de Rayuela de 1963 que incluso Chichita Calvino alguna vez lo llamó un mutante. Luego de su viaje a Cuba e implicación en la revolución cubana, el renacimiento que le inspiró y los ideales políticamente comprometidos causaron una profunda impronta en Cortázar: lo primero fue separarse de todo lo que para entonces no lo acompañaría. Si París lo trajo de vuelta a Aurora, la revolución cubana se la arrebató. La vida de Cortázar se partió en dos. En enero de 1968, Cortázar le confiesa a su amigo Paul Blackburn su cansancio, confusión y angustia por “las cosas que están ocurriendo en el mundo”, pero sobre todo “por mis obligaciones frente a esas cosas que pasan en el mundo. No sé todavía qué voy a hacer, o en qué me voy a convertir, pero hay un Julio que se ha muerto y otro que todavía no ha terminado de nacer”. Año y medio después, en una carta a Sergio de Castro desde Saignon (Vaucluse) del 8 de julio de 1969, le explica las razones por las cuales se alejó de él durante los últimos meses:

«La primera, cuestiones de compromiso político, del que te sé ajeno, y que me distanciaban psicológicamente de todos aquellos con quienes no podía compartir a fondo un ideal que me sigue pareciendo lo más importante en mi vida de hoy y de mañana. No pretendo ni espero que los demás piensen como yo o hagan lo que yo trato de hacer, pero te ruego comprendas que desde mi primer viaje a Cuba, soy otro. Lo digo sin énfasis ni jactancia; lo digo, simplemente. Todo ese mundo primordialmente estético y poético que compartí con vos tantos años, ha quedado sometido a una visión revolucionaria del mundo; (…) es para que trates de comprender que un encuentro con vos en estos tiempos me hubiera incomodado afectivamente, porque nadie respeta más que yo tus puntos de vista y en modo alguno hubiera querido resultarte molesto o impertinente; pero la verdad, Sergio, es que mis tiempos de contemplador de obras de arte están pasados…»

Aurora, en cambio, nunca sintió tal devoción. Ella nunca se hubiera puesto al servicio de una revolución política; de hecho, nunca se puso al servicio de nada. Carles alguna vez me contó que cuando Cortázar le dijo a Aurora que lo habían vuelto a invitar a Cuba, ella contestó que para qué volver si ya habían conocido las fábricas de tabaco. Para finales de la década de los sesenta se vio solo en la empresa cubana que ya lo había seducido. Conoció a alguien más en un viaje a Cuba, y ese alguien ya estaba también embarcada en la aventura cubana: la lituana y traductora de la editorial francesa Gallimard Ugné Karvelis, quien sería su compañera durante los siguientes once años. Compromiso político, aventura y literatura por la revolución: todo supuso una especie de regresión a una juventud que nunca tuvo en Chivilcoy o Mendoza, allá a finales de la década de 1930 y hasta mediados de la de 1940, donde nunca salió de su habitación y cumplió así con ese período monástico en el que leyó prácticamente más de la mitad de los libros que leería durante el resto de su vida.

Lo que sucedió a la separación definitiva del matrimonio Cortázar-Bernárdez es un episodio triste, que implica cartas por firmar y por enviar al abogado maître Jean-Jacques Ploquin, justificando un inventado motivo para así solicitar el divorcio ante el gobierno francés. A finales de 1972, Cortázar le dice que coincide con ella en no llevar a cabo un divorcio “en que alguien ataca au torts d’en seul des époux acusándolo de adulterio y otras faltas por el estilo”. Lo que pactan declarar es que Aurora, ante las reiteradas ausencias en el hogar por parte de Cortázar, decidió viajar de regreso a Buenos Aires. Cortázar, al regresar de un viaje y no encontrarla en la casa, solicita el divorcio alegando “abandono del hogar”.

La separación no se supone fácil en momento alguno. Al director de cine y gran amigo suyo Manuel Antín le escribe en 1969: “has de saber que mi vida no ha sido fácil en estos últimos años, que Aurora y yo andamos separados, que muchas cosas me arrastran a otros tantos vórtices de los que salgo como el personaje de Poe que se metió en el Maelstrom”. Un año después, vuelve sobre el asunto: “He vivido malos tiempos, mi separación con Aurora y sus múltiples secuelas en el plano personal y moral me llevaron a tal grado de fatiga y de neurosis que incluso el viaje a Londres fue una fuga de la casa…”

Para evitar que a Aurora le tome mucho tiempo escribir las cartas de attestation, Cortázar se las envía ya redactadas para que ella no tenga más que pasarlas de nuevo. Pero todo toma mucho tiempo. Esperar que Aurora escriba es como pedirle fresas a una higuera, dice en alguna ocasión, y a ella misma, ya en 1949, la había nombrado musicienne du silence. Aurora se demora meses en responder y enviar los documentos, y cuando finalmente Cortázar los recibe se da cuenta de que fueron mal pasados o que ella no había seguido sus instrucciones en las firmas y certificados. “Me duele tener que volver sobre el asunto –le escribe cariñosamente en junio de 1973–, pero si no se tratara de vos, pensaría que te distraés deliberadamente, y en cambio sé de sobra que te dormís encima del mate o de las novelas de la baronesa de Orczy y dejás correr los días, especie de lirón lleno de pelusa.”

Porque ese cariño de la cercanía nunca desaparece de las cartas. Ya con distancia de por medio, le escribe: “Gatita, te acaricio muchísimo ese pedacito que tenés, entre la nariz y la boca”; “En cambio, sueño con vos, y cómo. Pero nunca en la Ciudad, por suerte.” Luego de una fuerte neumonía en 1978, desde La Habana: “Pensé mucho en vos, tuve noches y fiebres de sobra para sentirte a lo lejos y cerca, y dialogué horas y horas. Hasta soñé que te habían condecorado con la orden del UNICEF, vos decime si son cosas de hacer”. Y los apodos. En algún momento de la década de los cincuenta le dijo Gotita que luego sería Glop o Auroglop. Son apenas los primeros: Topotita fiacuna, Topotita ojerosa (aunque resplandeciente), Monona, Mocosita mona, Pajarraquita bronceada, Gurrumina estruendosa, Topotita querida, Gusanito, Orugüita cautelosa, Pichón de roble, Aurorísima.

Absolutamente todo lo que los une se pone en evidencia, como suele ocurrir en estos casos de límites impredecibles de la vida, en la última carta que le envía. En la edición de Último round (1969) Cortázar le escribe una curiosa (para nosotros, claro) dedicatoria en el ejemplar que le envía de regalo. Le dice: “vos que no quisiste este libro, vos de todos modos lo leías y me contabas, vos siempre, vos sola, vos yo.” Se trata del primer libro que Cortázar publica sin Aurora. De allí la nostalgia. Pero también de allí que esa extraña figura vos yo (¡una especie de fórmula à la Rimbaud que se niega a desaparecer!) nos comprueba cómo al hablar de Cortázar y Aurora como una misma persona no es capricho poético ni nada por el estilo. Veamos.

En julio de 1983 Cortázar estaba preparando un peligroso viaje a Managua en compañía del escritor nicaragüense Sergio Ramírez, por entonces miembro de la Junta de Gobierno de Reconstrucción Nacional de la Nicaragua revolucionaria. Le escribe en esa última carta a Aurora: No te preocupes, si de mí depende, volveré, pero es mejor prever lo imprevisible”. Carol Dunlop murió en 1982. Cortázar le pide a Aurora en esa última carta que si llega el caso de tener que ocuparse de las cosas de su casa que también fue de la de Carol, que hiciera lo siguiente:

«En el cuarto de trabajo de Carol hay un classeur con varios cajones. En los tres o cuatro primeros, hay papeles que vos destruirás. Y sobre todo hay fotos, que solo vos debes ver y destruir. Muchas fotos de Carol desnuda, fotos que quiero guardar para mí porque fueron momentos de amor y belleza. No las destruyas sin mirarlas, porque comprenderás lo que fueron para ella y para mí. Sólo vos debes verlas, será como si yo mismo las mirara una vez más.»

A finales de 1983, de paso por París rumbo a su casa de verano en Deyá, Aurora vio tan delgado a Cortázar que pospuso su viaje y lo llevó a vivir con ella de nuevo al apartamento de la place du Général Beuret. Allí se dedica a darle la sopa y cuidarlo durante los últimos meses de su vida. Durante el primer mes gana diez kilos, pero no resulta suficiente. Dos meses después, en compañía de Aurora, Cortázar moriría entre agudos dolores y dosis inacabables de morfina en el hospital de Saint Lazare en París. Su cuerpo reposa en el cementerio de Montparnasse, a treinta metros de la tumba de Charles Baudelaire, y a quince de la de César Vallejo. Está acompañado por Carol Dunlop, y por una escultura que recrea la última ilustración de Silvalandia. El título es “Despedida entre sonrisas.” Ahora reposa con ellos, también, Aurora.

Segunda parte…