Hace algunos años escribí un artículo titulado “Madera de avión” en el que confesaba con guasa mis miedos a viajar por el aire, cosa que, por lo demás, y con no escasa valentía, acabo por hacer unas veinte veces al año. Me alegra decir que mi pulso ha mejorado mucho durante los vuelos, no sé si por acostumbramiento o porque ir dejando atrás edades nos hace más desdeñosos de la posible vida futura y más conformes con la ya acumulada. Pero mis traslados en avión de al menos un par de decenios me convirtieron sin falta –durante cincuenta minutos, dos horas, siete o incluso doce– en un niño de pocos años y lleno de supersticiones, que llegaba a sus diversos destinos completamente agotado tras la enorme tensión y el indecible esfuerzo de “llevar” yo mismo el aparato.
Lo que más me ha extrañado siempre de tales temores –o acaso sea la explicación– es que, en una época en que volar no era aún algo frecuente para la mayoría, yo fui embarcado en un avión por primera vez cuando contaba tan sólo un mes de vida. Nací en Madrid el 20 de septiembre de 1951, y en esa mismísima fecha –ya estaba previsto, no es que el hombre huyera al verme– mi padre inauguró sus travesías del Atlántico y se marchó a los Estados Unidos con un contrato para enseñar en Wellesley College, Massachusetts –una Universidad para señoritas–, durante aquel curso, 1951-52. Treinta días más tarde mi madre seguía su rumbo cargando con mis dos hermanos mayores, Miguel y Fernando, y con el recién nacido. No sé en qué condiciones viajé (aparte de vestido de rosa, pues me esperaban niña); si lloré poco o mucho sobre el océano, si los miembros de la tripulación de Iberia o de TWA me festejaron o me aborrecieron. Y todo lo ignoro, asimismo, sobre el regreso Nueva York-Madrid, nueve o diez meses después. De lo que sí me queda un vago recuerdo es de mi tercer viaje en avión, a los cuatro años recién cumplidos y ya con un hermano más, Álvaro, cuando de nuevo mi padre decidió llevarnos a todos hasta New Haven, Connecticut, por causa de la Universidad de Yale. No es muy grato ese recuerdo: me veo, no llorando pero sí enfadadísimo, tirado cuan largo era en el pasillo del avión, negándome a levantarme y obstaculizando sin duda el paso de tripulantes y pasajeros. No sé cuanto duró mi rebelión –quizá un par de minutos, quizá mucho más–, pero estoy seguro de que, de haberme visto así a mí mismo de niño, siendo ya mayor, habría detestado a ese niño cruzado, y es más, me habría juzgado un mal síntoma, algo preocupante en pleno vuelo.
Porque seguramente es sabido –aunque no tengo certeza, pues poco se habla de ello– que quienes padecemos en los aviones solemos desarrollar una febril y extenuante actividad mental en nuestro papel, cómo decirlo, de “copilotos imaginarios”. Ya digo que mi temor anda amansado, pero a lo largo de mi existencia he pasado numerosas horas en estado de permanente alerta a bordo, vigilando no sólo los cambios de humor de la máquina, sus ruidos reconocibles o inesperados, sus ascensos y descensos anunciados o repentinos, sino también cuanto había a mi alrededor, con especial atención a las azafatas, asistentes de vuelo e incluso a los diferentes tonos de voz –sosiego o nerviosismo al micrófono- de los comandantes invisibles. He tendido a ver “signos” o “premoniciones” en cualquier detalle, y como toda superstición es arbitraria, me daba siempre mala espina un pasajero de pie en el pasillo durante demasiado rato, charlando, y más aún si era japonés, no me pregunten el porqué. Tampoco me tranquilizaba contemplar a un pasaje en exceso despreocupado o desinhibido, como ocurre a menudo en los vuelos transoceánicos debido a la duración, y que, lejos de supervisar el trayecto como es la obligación de todo viajero solidario, se dedicara a reír, beber, moverse, jugar a los naipes y demás imprudencias graves, siempre desde mi perspectiva. En suma, uno se pasa o se pasaba el viaje “controlando” y “ayudando”, “tutelando” con su pensamiento incansable la azarosa travesía. Un niño de cuatro años bloqueando el pasillo, así pues, me habría puesto los nervios de punta. No sé si me habría yo refrenado de soltarme un pescozón. Pero no; bien mirado, me habría contenido sin duda, porque a diferencia del imberbe que fui, desde que me afeito me he comportado siempre a bordo: me he limitado a llevar bien agarrado un periódico abierto (tamaño sábana, para que me impidiera mirar de reojo por las ventanillas), a fingir que lo leía o a leerlo de veras pero sin enterarme de nada, a negarle la conversación a cualquiera que me la ofreciera (uno se distrae y desatiende su misión de vigía), a devorar cuanto me pusieran delante a grandísima velocidad, y a sujetar en la mano algún objeto de madera traído ex profeso, ya que madera no suele haber –un fallo– en los submarinos volantes.
Fue un comentario similar a este último, en aquel artículo, y mi subsiguiente confesión de haber desgastado mondadientes y cerillas de madera disimulados entre mis dedos, lo que impelió a una amable azafata de Iberia a enviarme una carta y un pequeño llavero con forma de avión, todo él de madera, para que no hiciera demasiado el ridículo en el extranjero con mis fósforos y mis palillos sucios. Y fue esa azafata quien, además de contarme unas cuantas anécdotas de su larga experiencia aérea, me hizo concebir por vez primera a los aviones como objetos relativamente “humanizables”, a los que, por así decir, uno podría dirigirse mentalmente según las circunstancias. En el fondo nada tiene la cosa de particular. En el fondo no sería sino lo normal. Me contaba ella en su carta que, cuando el avión daba alguna sacudida, o se encabritaba un poco, o traqueteaba, ella lo regañaba con el pensamiento: “¡Quieto, león!” Sí, una orden, o un exorcismo, o una persuasión.
En un magnífico libro que traduje hace bastantes años, El espejo del mar, el gran novelista polaco-inglés Joseph Conrad habla de cómo los barcos tienen su propio carácter y espíritu, sus pautas de comportamiento, sus caprichos, sus rebeldías y sus gratitudes. De cómo en buena medida su rendimiento y su fiabilidad dependen del trato que reciben de sus capitanes y marinería. Si es de respeto, de afecto, de consideración y cuidado y tacto, los barcos, decía Conrad, lo agradecen y corresponden esforzándose al máximo y dando lo mejor de sí mismos (o de sí mismas, ya que, curiosa y significativamente, el único objeto dotado de género en la lengua inglesa es precisamente el barco, al que siempre se da trato de she –esto es, de “ella”–, y no, como sería natural, de it –esto es, de “ello”–). Si por el contrario la relación que se establece con ellos es de superioridad, desdén o demasiada exigencia; autoritaria o negligente, abusiva, desconsiderada o aun despótica, los barcos reaccionan mal, y, por así decir, no guardan “lealtad”, no “protegen” a sus tripulantes en los momentos de amenaza o peligro. Si se les tiene fe, suelen responder a ella; si se los cree veleidosos y poco fiables, acabarán por así comportarse, según la pesimista expectativa respecto a sus aptitudes y prestaciones. “Los barcos no son exactamente lo que los hombres hacen de ellos”, escribió Conrad, “tienen su propia naturaleza; pueden por sí solos contribuir a nuestro amor propio mediante las exigencias que sus cualidades hacen a nuestra entereza.” Y añadió, más adelante: “El amor que se profesa a los barcos es profundamente distinto del que los hombres sienten por cualquier otra obra salida de sus manos –del amor que, por ejemplo, tienen a sus casas–, porque no está manchado por el orgullo de la posesión. Puede darse el orgullo de la destreza, el orgullo de la responsabilidad, el orgullo de la entereza, pero por lo demás se trata de un sentimiento desinteresado. Ningún marino ha querido nunca a un barco, aun cuando le perteneciera, meramente por las ganancias que le llevara al bolsillo. No creo que ninguno lo haya hecho jamás; pues ni los mejores navieros han llegado nunca a participar de ese sentimiento que une, en términos de igualdad, al hombre y al barco en un espíritu de íntima camaradería, y que hace que se apoyen el uno en el otro contra la implacable, aunque a veces solapada, hostilidad de su mundo de agua.” Y aún más adelante relató Conrad las conmovidas palabras, casi una oración fúnebre, del capitán de un bergantín que se había hundido: “ ‘Ningún otro barco podía haberse portado tan bien… Era pequeño, pero era un buen barco. No me causaba inquietud. Era fuerte. En el último viaje vinieron a bordo mi mujer y mis dos hijos. Ningún otro barco habría aguantado tanto el espantoso tiempo que durante días y días tuvo que atravesar antes de quedar desarbolado hace dos semanas. Estaba completamente agotado, eso es todo. Podéis creerme. Resistió días y días bajo nuestros pies, pero no podía resistir eternamente. Ya fue bastante. Me alegro de que todo haya terminado. Nunca se ha dejado hundir en el mar barco mejor en un día como éste.’ … Aquel barco”, resumió Conrad, “había vivido, y él lo había amado; había sufrido, y él se alegraba de que ahora descansara en paz.”
No estamos los pasajeros acostumbrados a percibir, ni siquiera a imaginar, de este modo a los aviones, como seres casi animados, dotados de capacidad de sufrimiento y aguante, necesitados de consideración y estima, casi sensibles a la gratitud y al rencor. Nos montamos en ellos sin apenas diferenciarlos, sin conocer sus edades ni sus pasados, sin fijarnos en sus nombres, que por otra parte están elegidos, en España al menos, con espíritu tan burocrático o tan pío, tan poco poético, aventurero e imaginativo, que resulta difícil retenerlos, y por tanto reconocerlos si volvemos a confiarnos a ellos. Yo pediría a la compañía Iberia que en este siglo XXI se dejara de anodinos patriotismos y adulaciones a la Iglesia Católica, de tantos Virgen del Pilar y Virgen de los Remedios, de tantos Ciudad de Burgos y Ciudad de Tarragona, y se permitiera algo de alegría, algo de literatura en sus bautismos. Yo, al menos, me sentiría más seguro y reconfortado, más amparado, si supiera que volaba en el Águila Roja o en el Flecha de Fuego, o aun en el Aquiles o el Ana Ozores o el Falstaff o el Liberty Valance o el Marinero en tierra.
Quizá la revelación epistolar de aquella azafata haya tenido que ver en la disminución de mis miedos. Hasta su comentario, nunca se me había ocurrido pensar que acaso los comandantes tengan con sus aviones una relación semejante a la de los viejos lobos de mar con sus barcos. Y las tripulaciones aéreas una semejante a la de los marineros. Tal vez lo que a mí me sorprendía e inquietaba durante mis guardias de temeroso viajero –un rumor, un chirrido, un bache, un brinco– sea para ellos perfectamente reconocible, familiar, consuetudinario, las reacciones propias de cada avión individualizado y distinguible, de la misma o parecida forma que reconocemos en las personas cercanas sus gestos y entonaciones, sus silencios y vacilaciones, sin que a menudo necesitemos de sus palabras para entender lo que les está sucediendo, lo que cruza por sus cabezas, lo que sufren o ansían o traman o aguardan.
Esa posibilidad me tranquiliza. Vivimos en una época que tiende a despersonalizar hasta a las personas mismas, y que mal admite, en principio, el antropomorfismo aplicado a cuanto no es humano. Incluso se critica esa asimilación, errónea y estúpidamente, ya que ese “acercamiento” de lo no humano a lo humano no es sino lo natural y espontáneo, y, lejos de pretender privar a los animales, a las plantas y a los objetos de sus respectivos seres, les otorga la categoría de “humanizables”, para nosotros la más alta y respetable. Sé de gente que habla, interpela, mima, amenaza o riñe a sus ordenadores, con frases como “A ver qué tal te portas”, o de agradecimiento por los buenos servicios. Nada malo hay en ello, nada más comprensible. En realidad lo raro es que nuestra relación con los aviones –que son máquinas complejas, dotadas de movimiento, a las que nos entregamos y que nos transportan– no sea todavía así tras visitarlos tanto: más “personal”, o más “animal”, o más “marinera” si se prefiere. Quizá quienes los tripulan no han sabido transmitirnos la suya posible. No he visto dar una palmadita a un avión, como se le da a un caballo para calmarlo o premiarlo; no he visto que se los cuide y limpie y asee, más bien parecen sometidos a prisas y a exceso grande de trabajo; no he visto que se los ame como aquel capitán de Conrad a su bergantín difunto; no he visto a los asistentes de vuelo, a las azafatas –y pasan muchas horas a bordo–, darles el trato a la vez protector y respetuoso, a la vez paternal y de camaradería, de que los barcos disfrutaban. Quisiera ver todo eso algún día, menos asepsia y más simpatía, y estoy seguro de que entonces yo, y muchos otros pasajeros tensos y vigilantes, acabaríamos por contagiarnos de la confianza depositada, y también por relajarnos. También porque entonces los aviones, como los barcos antaño, tendrían su “reputación”, y algo se sabría de su trayectoria, su historia, sus hechos, su pasado y su futuro. Ojalá los pilotos, en vez de asustarnos más con sus habituales, fríos y espeluznantes datos (“Volaremos a una altitud demencial, la temperatura exterior es de una gelidez inconcebible, etc.”), pudieran contarnos: “Este avión, el Max Estrella, ha tenido hasta ahora una trayectoria extraordinaria. Nació hace diez años, ha efectuado quinientos vuelos y ha cruzado el Atlántico en sesenta y tres ocasiones. Siempre nos ha respondido, hasta en las situaciones más desfavorables. Es de carácter dócil, aunque muy susceptible, y recuerdo una vez que…” En fin, la compañía verá, ella sabrá. Quizá no sea pedir demasiado un poco de literatura, o, lo que es lo mismo, un poco de unicidad; un poco de historia, pasado y vida.
Fotografía: New Work. Sharon Tenenbaum