Para mí que esperaron a que pasara la Navidad, porque al otro día ya peleaban por cualquier cosa. Una noche escuché que papá le gritaba a mamá:
—¿Y a Leila qué mierda le importan los atardeceres, me querés decir? ¿No entendés que este año no se puede, que no podemos irnos de vacaciones ni a Punta del Este ni a Calamuchita ni a ningún lado, no entendés?
Se ve que mamá mucho no entendió porque armó las valijas —una llena de paquetes de fideos y latas de arvejas— y nos fuimos los tres, como siempre, de vacaciones a Uruguay. Paramos en una casa con paredes de piedra y ventanas gigantes que daban a la playa de la Posta del Cangrejo, en La Barra. Y aunque la casa por dentro no era muy grande —dos ¿o tres? ambientes con dependencias—, tenía detalles —mesa para doce personas y comedor con vista al mar que daba hacia una terraza sobre las rocas— que a mamá le encantaban.
Hacía media hora que habíamos llegado a Punta cuando mamá entró en mi cuarto, apuntó su mirada zombie al mar del otro lado de la ventana y me dijo:
—Rápido, ponete la malla.
—¿Qué?
—Que te pongas la malla, te dije —y se fue dando un portazo de esos que menos mal no lo dí yo.
No me quedó más opción que decir:
—Está bien
y ponerme a revolver la valija. Saqué la bikini floreada que mamá me había regalado para Navidad y me cambié. Y se ve que mientras me cambiaba —¿o antes?—, mamá se volvió a pelear con papá porque, unos minutos más tarde, bajamos solas con nuestros vestiditos de gasa, ojotas de goma y anteojos oscuros, por las escaleras que del fondo del jardín llevaban directo a la playa.
Algo que nunca voy a entender: ¿quién elige los nombres de las playas? ¿Quién decide qué parte de la arena tiene que llamarse Papa Charlie, Montoya, o La gorgorita? ¿De dónde saldrán esos nombres? ¿De la mitología griega, de los cuentos de hadas, de los números de la lotería o de los sueños de los millonarios que apenas se despiertan mandan a sus sirvientes a tallar esos carteles que después clavan frente a la ruta? No sé… lo que sí sé es que La Posta del Cangrejo se llama así porque bien cerca de la orilla, donde la arena forma un pozo gigante, la playa está siempre repleta de cangrejos. Sí, la primera vez que lo vi no lo podía creer, habían tantos cangrejos como sombrillas, y todos pero todos, chicos y grandes, jugaban a cazarlos con baldes, botellones o calderines. Yo —que no quería ser menos— me acerqué ilusionada a mamá, que estaba charlando con un señor de short a cuadros y una señora de piel anaranjada y labios de pescado, a los que le decía algo así como:
—Nos quedamos sólo quince días porque después vamos directo a Nueva York.
Yo cuando escuché eso me puse a saltar como loca —¿es verdad que ahí está la juguetería más grande del mundo?—, y no me importó que no me lo hubieran dicho antes. Lástima que al final, no sé bien por qué, no fuimos a ningún lado. Ni siquiera a la orilla a cazar cangrejos, porque cuando le dije a mamá, me salió con que:
—Cazar cangrejos es cosa de varones —lo dijo con los labios apretados para sonreír como sonríe cuando quiere sacarme rápido de encima—. ¿Por qué mejor no te acostás y tomás un poco de sol? Estás tan pálida que te perdés entre la arena… —se rió antes de darme de su bolso el aceite bronceador.
Si hay algo que odio es el bronceador y eso de freírse como una papa frita. Y también odio esa risa falsa que mamá pone a veces —papá le dice risa de cotillón—, pero con tal de no verla otra vez de mal humor, le dije:
—Está bien
y me fui a sentar en la orilla, con los pies adentro del agua, de cara al sol. Estaba divertida viendo cómo se peleaban dos cangrejos —seguro dos machos enamorados de la misma hembra— cuando, de repente, alguien los separó de un manotazo. Saqué los ojos del agua para ver quién se había llevado a uno de los pretendientes, pero se ve que el cangrejo se defendió con sus pinzas y el señor —el de short a cuadros— lo soltó rápido sobre la arena. Para que el animal no volviera al agua, lo frenó con una pala de juguete —que le sacó a una nena que enseguida se puso a llorar—, y en lo bruto del palazo le arrancó una de las patas. El cangrejo empezó a dar vueltas en ocho con las pinzas que le temblaban ruidosas, hasta que de a poco fue perdiendo velocidad. Yo dije:
—Ay, pobre…
y también hubiera querido decir qué bestia sos cuando el hombre se dio vuelta y me miró, y ahí vi los ojos azules más brillantes del mundo. Me quedé como una tonta y él, que me miraba como si yo de verdad fuera tonta, no me dijo nada, lo que me molestó mucho más, y entonces lo miré fijo a los ojos y aunque de verdad tenía los ojos más brillantes del mundo, igual le dije:
—Animal…
y él le devolvió la pala a la nena.
—Tomá, Burbujita… —le dijo.
La nena dejó de llorar y se puso a cavar un pozo. El señor levantó el cangrejo, que seguía como una calesita, y me lo acercó.
—¿Querés tocarlo?
—No.
Me lo acercó un poco más.
—¿Segura?
—No, te dije.
Para hacerse el canchero, lo dio vuelta y se ve que el cangrejo quería morderlo porque tuvo que pasarlo rápido de una mano a la otra, y en eso le arrancó una pinza. Yo dije:
—Qué hacés…
pero él no me contestó. El cangrejo temblaba.
—Míralo, mirá cómo tiembla…
Volvió a mirarme pero no dijo nada, y entonces lo miré con odio y le dije:
—Miralo, pobrecito, ¿no ves que le duele?
El cangrejo ya no se movía cuando el señor, a propósito, le arrancó la otra pinza. Ahí me dijo:
—¿Escuchás?
—No.
—¿No escuchás?
—No, ¿qué?
—Cómo llora, ¿no escuchás cómo llora? —el tipo se reía, sin mostrar los dientes pero se reía.
A mí me dieron ganas de llorar.
—Basta, dejalo…
—¿Escuchás o no?
—No.
El hombre levantó la rama de un árbol que estaba incrustada en la arena.
—¿Sabías que los cangrejos tienen ojos y también antenas? —se puso a escarbarle un ojo al cangrejo muerto.
Me hubiera gustado encajarle una buena trompada de karateca.
—Mirá, este es el ojo, ¿ves?
Casi vomito.
—Basta, por favor, qué asco, pobrecito…
El hombre le dejó la rama en el ojo y se acomodó al lado mío. Se ve que le gustaban las flores de mi bikini porque estuvo un buen rato mirándomelas, y después el muy cararrota volvió a mirarme a los ojos y me dijo:
—¿Bestia? Si estamos jugando, ¿o no estamos jugando? ¿A vos no te gusta jugar con los cangrejos? A los cangrejos les encanta jugar con nosotros…
Yo le grité:
—¿Vos qué sabés?
y se ve que mamá me escuchó, porque enseguida salió de su freidora y vino, con todos los pelos parados, a donde yo estaba.
—¿Y ahora qué pasa? ¿Por qué gritás, Leila? ¿Te volviste loca? ¿Cómo vas a gritar así? —dijo mirando hacia todos lados— ¿no entendés que estás en la playa? ¿Eh? ¿No entendés? —me miró, miró al señor del short a cuadros y después, sin decir nada más, se acomodó el pelo en un rodete que, si dejaba de sostenerlo, se le desarmaba—. Levantáte de ahí, vamos…
No dije nada, ni siquiera:
—Está bien
y me levanté. Y cuando me levanté, el señor tiró al agua la rama con la que le había escarbado el ojo al cangrejo —que todavía tenía algo de gelatina en la punta— y miró a mamá. Se ve que el tipo tenía poderes tranquilizadores en los ojos, porque mamá se quedó un buen rato quieta y sin decir una palabra; cuando al fin habló, dijo con una voz finita, algo graciosa:
—Disculpala, ¿sí? No sé qué le pasa hoy… —agrandaba los ojos como siempre que le doy vergüenza—. Vamos, volvamos…
El señor caminó con nosotras hasta la sombrilla, pero la señora de los labios de pescado ya se había ido. Mamá me sacudió la arena de las rodillas, y después de ponernos los vestidos y las ojotas, el señor se acercó y le dijo algo al oído a mamá; se ve que fue algo muy gracioso, porque mamá se rió y se notaba que no era su risa de cotillón. Después el señor se fue y nosotras también nos fuimos para la casa, y mientras subíamos las escaleras mamá cantó algo en inglés, algo que yo nunca la había escuchado cantar. Lástima que el buen humor no le duró, porque apenas llegamos volvió a pelear con papá:
—¿A comer a El Palenque con los Fernández Núñez? —papá le decía a mamá— ¿Estás loca? Si trajiste arvejas, ¿o no sabés que el plato más barato no baja de los dos mil uruguayos? —y repetía— dos mil, ¿escuchás? Dos mil —le hablaba como a un bebé.
Y no sé cómo pasaron de las arvejas a mis clases de piano, y del piano a mi supuesta falta de concentración; papá decía chau clases de piano, y mamá gritaba que no, que piano no, que yo tenía talento y que se notaba que el piano era mi única y gran pasión; que sí, que no, que sí, que no, y yo quería gritarles que basta, que me importaban un pito las clases de piano y que se fueran a comer afuera y se dejaran de gritar de una puta vez, pero no dije nada, no pude decir nada y, sin que me vieran, me encerré de un portazo en mi habitación.
Se ve que la pelea duró hasta muy tarde, porque al otro día, cuando me desperté, todavía estaban durmiendo. Me puse de nuevo la bikini floreada, el vestidito, las ojotas y me fui. Agarré un alfajor de chocolate de la cocina y —sin pensar en los posibles gritos de mamá— me fui sola a la playa. Salté uno a uno los escalones, y cuando bajé en la arena, me quedé helada: se ve que era muy temprano, porque en la playa no había nadie ni nada, ni un alma, ni siquiera bolsos, sillas, sombrillas o perros. Me acerqué al agua, y ni los cangrejos habían llegado. Me saqué las ojotas y me senté igual que el día anterior. Abrí el alfajor y lo mordí; algunas migas cayeron al agua, y ahí, debajo del agua, el chocolate tenía la forma de una vieja embarcación oxidada. Y yo seguía embobada con la historia de ese mini Titanic, cuando la arena empezó a temblar. Me asusté tanto que saqué los pies del agua y corrí hasta unos arbustos en la base de una duna, no muy lejos de la escalera; más me asusté cuando vi que un barco ¿pesquero?, no muy grande, pintado de azul, se acercaba por el mar entre las olas hasta la parte finita de la playa —el cuello de la ensenada, le decía papá. Me quedé quieta, el corazón me golpeaba fuerte en la garganta. ¿Qué hace un barco pesquero acá?, pensaba. Dejé los ojos en el barco, porque era común ver kayaks, barcos a vela, gomones o jet ski, pero no barcos como ese. Una vez, desde el balcón, papá me explicó que donde están los cangrejos es la desembocadura de un arroyo y que algunos días, cuando el agua baja, se puede cruzar caminando al otro lado. Ese día el arroyo tenía un montón de agua, aunque no le presté mucha atención a eso porque estaba concentrada en el barco y en cómo los capitanes del barco desenrollaban una enorme red. Pensé que quizás habían ido a pescar cangrejos, que iban temprano para que nadie los viera, que pescar ahí estaba prohibido o algo así, pero cuando miré bien, vi que la red estaba pesada, cargada de una masa negra que, ni bien tocó el agua, se derritió. ¿Habían tirado algo en el agua? ¿Qué habían tirado? Desde donde yo estaba no se veía bien, así que cuando el barco se fue —apenas terminaron de enrollar la red—, volví a acercarme a la orilla. No se veía nada raro. Me senté y volví a meter los pies en el agua y entonces vi un ejército de cangrejos que avanzaba hasta este lado de la playa. Me asusté, saqué rápido los pies y me puse las ojotas. Me quedé un rato mirando de lejos, sin entender… ¿Bestia? Si estamos jugando, ¿o no estamos jugando? ¿A vos no te gusta jugar con los cangrejos? A los cangrejos les encanta jugar con nosotros… la voz del señor con short a cuadros se repetía en mi cabeza hasta que no quise escuchar más y me fui corriendo a la casa. Por suerte mamá y papá seguían durmiendo, así que no tuve que aguantarme ningún grito ni castigo. Me senté en el living y prendí bajito el televisor. Me puse a cambiar los canales hasta que mamá se despertó y me dijo de ir a la playa. Como le dije que no, que ni loca, que a la playa no iba nunca más, mamá se puso a gritar y papá se despertó. Juro que yo no quería que se pelearan, que no quería hacerlos pelear… pero empezaron otra vez a gritarse por las vacaciones, por la plata, por las clases de piano y también por lo mal que me estaban criando. Mamá decía que no podía ser que yo estuviera encerrada en lugar de aprovechar para tomar aire fresco, ir a pasear, hacer sociales o que sé yo… Y en el medio de los gritos, papá fue a encerrarse de nuevo en su habitación. Yo seguí cambiando los canales, pero se ve que a mamá mucho no le importó. Se puso la bikini floreada —una muy parecida a la mía, que se había comprado como regalo de papi para Navidad— el vestido de gasa, las ojotas, los anteojos oscuros y se fue, cantando y con el peinado perfecto, sola a la playa.